Horror 2
El caballo balancín
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La silueta de Jake apareció enmarcada en la entrada, pequeña y pálida. La luz de la luna recién salida le confería el aspecto de un fantasma.
—Papá, no te enfades. Me dolía mucho la cabeza y tenía que volver a casa. La señora Lawrence dijo que tenía que estar allí, pero yo quería verte. Las aspirinas no me hacen nada.
—Jake, capitán, no debías de haberte ido de casa de los Lawrence. Estarán intranquilos y preocupados por…
De pronto sonó el teléfono. Alan cogió el auricular.
—Sí, Jake está aquí. Gracias, Frieda, por cuidar del niño… No, no es culpa tuya, sé que tú estabas vigilándolo… Hablaré con él de eso. Gracias, Frieda. Adiós. —Colgó—. Jake, ya sabes que no puedes cruzar solo la calle grande.
—No me encuentro bien, papá. —No dejaba de frotarse la frente—. ¿Puedo ir a mi cuarto? Quiero jugar con el caballo.
—Jake, ¿no recuerdas que puse el caballo en el sótano hace unas semanas, para pintarlo?
—¿Puedo montarme, papá? Sólo un ratito, hasta que me acueste… Prometo que me iré a dormir.
Un reflejo de luz alcanzó la mano del niño. La costra abrió sus labios rojos cuando Jake se frotó la cabeza con el puño. Alan le cogió la mano.
—¿Qué es esto?
—He estado jugando con Amy. Ella sólo quería hacer prácticas con números.
—No estás diciendo la verdad. Amy no tiene necesidad de hacer prácticas de aritmética.
—Ella dice que la gente acaba a patadas cuando son mayores y entran en un bar. Le pedí que me enseñara.
Jake hablaba como si tuviera dificultades para hacerlo.
Tal vez aquello tuviera forma de números. Números, el juego de tres en raya y figuras, pero debajo había una boca en movimiento.
—¿Quién le dijo eso a ella?
—No lo sé. Ella ha estado practicando sus… No nos hemos peleado. De verdad.
—¿Te duele? ¿No es el mismo sitio donde te cortaste la semana pasada?
—No lo sé. Creo que sí. A lo mejor no. Yo también le hice un dibujo en la mano. No fue una pelea fuerte, papá, y hemos hecho las paces.
Alan cogió el agua oxigenada del botiquín. Puso un poco en un algodón y frotó la mano de Jake. La suave mancha verde y rosada de los bordes se fue con el algodón. Pero la marca principal, por encima de la postilla en forma de media luna, no se alteró.
—¿Qué clase de bolígrafo era? ¿Qué ha usado Amy?
Alan sabía que era inútil tratar de borrar la tinta si realmente era indeleble. Y si no era nada, acabaría borrándose por sí sola. Si era lo otro… Mejor no pensar en eso. ¡Dios Santo, no! No con su hijo.
—Lo siento, papá, lo siento —gimoteó Jake.
Sólo se trataba de cosas escritas por Amy. Que el desinfectante lo borrará. Por favor, que lo borre. Alan siguió frotando con el algodón luego con los dedos, mientras las lágrimas fluían en abundancia por la cara del niño.
—¿Por qué habrá hecho esto Amy?
—Papá, me haces daño.
Exhausto, Alan se detuvo. Los lloros de Jake se redujeron a gimoteos. Alan se dejó caer en el suelo. La señal se había apagado. Alan respiró por fin, sin darse cuenta de que había estado conteniendo el aliento. La tensión de su pecho remitió. Se sentía desorientado.
No, no podía ser tan sencillo. No.
—Jake, vete ya a la cama. Quiero que te acuestes. Tengo algo en que pensar.
—¿Puedo jugar con el caballo, papá?
Le temblaba el labio inferior.
—Jake, ahora no. —Mantente firme por la vida del niño, pensó—. Ve a tu cuarto.
Sin una sola palabra, Jake dio media vuelta y se fue.
Alan abrió la puerta del sótano. La oscuridad era un pozo que podía tragárselo. Encendió la luz, pero el peligro se encontraba lejos de la luz, en el rincón más alejado de la escalera, en el otro extremo de la casa.
Mentalmente vio el hacha en el tajadero, junto a la pared que daba al oeste. Lizzie Borden, él iba a ser Lizzie Borden. ¿O vendría el hacha directa hacia él, hacia Alan Lichter, desbocada? El capitán Alan amaba la vida, jamás había hecho algo impropio, excepto algunas veces, muy pocas, y éstas no contaban porque todo el mundo tiene defectillos.
Las personas eran mortales; aquello, no. Aquello era capaz de brotar de la noche y dejar los huesos pelados a las personas.
Alan bajó poco a poco… y dio un brinco porque la bombilla del techo chisporroteó, crujió y se apagó. La luz de la cocina iluminaba la mitad superior de la escalera, y por las ventanas del sótano se filtraba la luz de las farolas. Si se lanzaba hacia delante, Alan podría distinguir el horno de la calefacción, y a la derecha estaba el hacha, con el mango colgando y la reluciente hoja hincada en el tronco del árbol que él usaba como tajadero.
Alan oyó un ruido en lo alto. Entrecerró los ojos, se tambaleó y cayó hacia un lado. Extendió el brazo para agarrarse. Sus dedos rozaron la húmeda pared de piedra en la oscuridad y produjo un desagradable chirrido. Alan recobró el equilibrio y se irguió. Se había roto una uña: una gota de sangre.
Bajó, con una mano apoyada en la pared para no caer. Llegó al pié de la escalera. Mira, caballo, no es nada personal. Un golpe bien dado y todo concluido. Debo acabar contigo. No habrá dolor. ¿Colaborarás?
Mientras se aproximaba al caballo, notó la brisa que entraba por una ventana abierta, en el ala este de la casa. ¿Por qué estaba abierta? ¿Quién la había abierto? June debía de haber echado leña al sótano. El caballo se mecía y se mecía, una y otra vez, como si lo espoleara un jinete invisible, como si también él fuera un ser vivo capaz de resoplar y no un trozo de madera trabajada… Meciéndose sin cesar, riéndose de Alan, burlándose de Alan, chillándole: «¡Yo soy el vencedor, el vencedor, el vencedor, el vencedor!».
Los labios de madera del caballo se abrieron para mostrar unos dientes carnívoros, puntiagudos y llenos de saliva. Igual que una serpiente, el miedo se enroscó en el corazón de Alan.
—No lo intentes —amenazó el caballo.
Alan empezaba a ver cada vez menos, se le nublaba la vista. Sentía que estaba a punto de desmayarse. Las paredes del sótano se ocultaron aún más en las tinieblas, se alejaron hacia un horizonte invisible. Alan notó que la luz de unas estrellas prehistóricas caía sobre su espalda. La silueta del caballo rielaba y ondeaba. Era una hiena, manchas como ojos de vistoso algodón, piernas rígidas, colmillos al descubierto.
—Eres presa fácil —dijo la hiena—. Sólo me interesan los enclenques, los viejos, los niños.
Alan reprimió el impulso de echar a correr. Si le daba la espalda, el caballo se le echaría encima, acabaría abatido, desgarrado. Con sus piernas también rígidas a causa del terror, Alan dio un paso hacia la criatura, que gruñó y pareció hincharse, pero ni avanzó ni retrocedió. El suelo empezó a temblar, la vista de Alan se nubló de nuevo y el sótano reapareció. El caballo balancín estaba mirándole fieramente en la penumbra.
Alan se acercó poco a poco al tajadero y, tras un tirón repentino, extrajo el hacha. El caballo se echó hacia atrás relinchando agudamente, se alzó sobre las patas traseras. Alan levantó el hacha muy por encima de su cabeza. Los ojos de vistoso algodón se agitaron y el sótano fulguró como si hubiera caído un rayo. Los sucesivos destellos fueron dejando imágenes: Marge en el ataúd, una cebra casi devorada, el abuelo de Alan muerto en el sillón, una ardilla listada con el cuello roto… En lo alto, una silueta apareció amenazante, sus facciones remolinearon y se transformaron en las de Alan antes de arrugarse y mancharse de podredumbre, y el ambiente se llenó de hedor a carne descompuesta. Alan sintió náuseas, bajó el hacha. El extraño ser tembló, cambió de forma. Alan captó olor a gasolina y caucho quemado. Era June, con la cabeza inclinada hacia un lado y el pecho aplastado. June abrió la boca como si quisiera hablar, pero brotó un chorro de sangre en lugar de palabras. Casi cegado por las lágrimas, Alan extendió el brazo con el hacha igual que si fuera una lanza, para alejar al ser que no podía ser su esposa. La silueta se hizo confusa, empequeñeció, se oculto en si misma. Aterrorizado por lo que podía ver acto seguido, Alan movió el hacha como si fuera una maza y golpeó algo duro y sólido.
Podía ver normalmente otra vez. El golpe había hecho que el caballo se moviera violentamente, y con ese movimiento parecía estar corriendo junto a Alan. Éste levantó el hacha para golpear de nuevo, pero el cuerpecito apareció a lomos del caballo. El rostro asustado de Jake se volvió a Alan mientras los brazos se aferraban al cuello de llamativo algodón. El caballo se meció con furia y Jake gimió de terror.
—¡Ya es mío! —rezongó el caballo—. ¡Todos son míos!
La furia superó al miedo.
—¡Mentiras! —chilló Alan.
Jake desapareció del lomo del caballo. Alan atacó con el hacha.
No sucedió nada.
Y de pronto, la madera chirrió, hubo crujidos de huesos y el suelo se movió bajo los pies de Alan. Notó los latidos que resonaban en sus oídos cuando por tercera vez dejó caer el hacha sobre los flancos del caballo. Se vio envuelto por brillantes lunares que por un momento le parecieron gotas de sangre, increíble sangre. Hubo una lluvia de astillas sobre su rostro y sus manos. Quiso irse corriendo, desentenderse de todo y olvidar, apartar el suceso de su mente hasta que recuperara la fuerza.
—Debo irme mientras pueda —se oyó decir—, antes de que me devoren, antes de que me vuelva loco.
Los ojos del caballo le traspasaron con una mirada que advertía, amenazaba, prometía venganza, malicia y más. «Esto no ha terminado aún», pareció decir; «no te atrevas».
Alan alzó el hacha cuanto pudo y el medido golpe alcanzó al caballo en el lomo. La camisa de Alan se rompió por la costura de un hombro. El caballo se partió y quedó formando una V y con la cabeza de perfil sobre el suelo de cemento.
Alan continuó propinando tajos al caballo balancín. Kachunk cha. Kachunk. Se desprendieron las dobladas tablas del balancín, luego la cola. La madera gimió. «Te arrepentirás de esto», pareció decirse.
Kachunk cha.
«No puedes hacerlo», dijo el caballo. «Me perteneces».
El hacha levantada permaneció un momento en el aire y luego describió el arco de bajada. Alan le destrozó el hocico. Así estaría callado. Pero los ojos fulguraban.
Alan cogió una pata trasera y, tras abrir la puerta del horno de la calefacción, la metió. El fuego empezó a extinguirse en cuanto el fragmento cayó sobre las brasas. Alan echó un trozo de cabeza. Brotaron llamas que lamieron la madera como si fuera algo delicioso, y el fuego chisporroteó, brilló, aumentó. Alan tenía la cara ardiente. Respiraba con dificultad. La madera crujió, restalló y por fin quedó reducida a una grisácea ceniza. Alan echó al horno el resto del caballo, trozo a trozo. Lo observó arder, aferrado por el fuego.
Igual que un demonio, algo gruñó. Algo se agitó entre las llamas, algo oscuro, un túnel. El humo apestaba a carne chamuscada y no a madera vieja. La oscuridad se ocultó en sí misma, se disolvió en el humo y se alejó chimenea arriba.
Alan cayó de rodillas. Le dolían los brazos, pero se trataba de un dolor placentero, tranquilizador, agradable. Enjugó el sudor de su frente y vio el carbón y las cenizas en sus brazos. Un poco de agua y todo arreglado.
Una ráfaga de aire caliente y polvoriento fluyó por la puerta abierta y envolvió a Alan.
Una sombra apareció en el suelo.
—Papá, no puedo dormir. Estoy tan asustado que no puedo dormir.
Jake se hallaba en lo alto de la escalera, y bajó corriendo los peldaños. Alan se volvió. Tenía pensado poner una barandilla nueva.
—No bajes corriendo la escalera, Jake. Ten cuidado…
Dios, un niño tan pequeño, no. No.
De pronto Jake estaba en el aire con los brazos extendidos. Un pie de Alan se enganchó en el hacha. Alan se lanzó hacia la escalera con los brazos por delante. Jake parecía inmóvil en plena caída, con los ojos muy abiertos y mostrando sorpresa, y un instante más tarde la gravedad lo aferró y lo hizo caer vertiginosamente.
Algo golpeó el pecho de Alan, algo que lo empujó hacia un lado e hizo girar su cuerpo. Sus pies dejaron de tocar el suelo y Alan cayó pesadamente sobre la escalera. Pero al bajar los ojos, Jake no yacía en un piso de cemento lleno de sangre. Jake estaba en sus brazos. Alan lo había cogido. El niño tenía un tacto sólido y cálido, fresco y animado. Alan abrazó al pequeño, intentó taparlo como si soltarlo significara resbalar. Jake tragó saliva.
—No sé qué ha pasado.
—Has resbalado.
—¿Fue por culpa del caballo, papá?
—No lo sé, Jake.
—¿Quería hacernos daño?
—No quería nada. Sólo jugaba, se mecía siempre, mecánicamente.
—No creo que la culpa fuera del caballo, papá. —Alan lo abrazó con más fuerza—. Creo que era de nosotros.
Alan besó el pelo del niño.
—De momento hemos terminado con esto. No hay nada que temer.
Alan recordó cómo había destrozado el caballo formando trozos cada vez más pequeños, cómo los había quemado para convertir todo en cenizas y polvo que subía por la chimenea y se alejaba.
—¿Tú tenías miedo, papá?
Seguramente el poder del caballo había desaparecido. Tenía que ser así. El caballo era simplemente polvo.
—Si, mucho miedo.
—Pobre papá —dijo Jake con voz tierna—. Todas las luces están encendidas. —Señaló hacia arriba con la gracia natural de un niño—. ¿Lo ves? Las he encendido yo.
—Lo sé.
—¿No nos pasará nada ya?
Jake estaba apretado en los brazos de Alan, un niño menudo, cordial, vivo y resplandeciente.
—Sí, Jake. Vamos arriba a esperar que lleguen tu madre y tu hermana. —Alan dejó en el suelo a Jake—. No nos pasará nada.
Lo cogió de la mano mientras subían la escalera.