Horror 2
La esposa del general » 1
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Para Carlos Fuentes
1
Andy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. Phil apenas había soportado Chicago —se quejaba de los restaurantes, del clima, de la forma en que se vestía la gente—, y, durante meses, Andy había asumido que los sentimientos de su esposo por Londres eran similares a este quisquilloso aunque en el fondo poco importante nivel de disgusto. Phil había echado de menos Nueva York…, y ése era el verdadero motivo de su pesada invectiva sobre Chicago. Pero sus sentimientos sobre Londres eran mucho más profundos. Londres no sólo le disgustaba, no sólo la encontraba una ciudad incómoda e inconveniente, sino que la odiaba. Era una ciudad que siempre le ofrecía algún aspecto nuevo por el que sentirse ofendido. En su trabajo, Andy suponía que Phil era agresivo, pero por lo demás neutral; en casa él no veía razón alguna para ocultar sus verdaderas actitudes. A Phil le parecía que los ingleses, y especialmente los ingleses empleados por su empresa, se mostraban con aires de superioridad, eran tramposos, poco dignos de fiar, poco honrados… Las cualidades que a Phil le disgustaban y que despreciaba en sus empleados no parecían tener fin.
—Quizá sólo son cautelosos —sugirió Andy.
—¿Cautelosos? —espetó Phil—. ¡Más les vale que lo sean! ¡Puedo despedir a todos y cada uno de esos tortuosos hijos de perra!
Andy comprendió que eso era lo que él necesitaba: una de las facetas de sí mismo que no podía permitirse mostrar en su despacho era su inseguridad. Y quizá la inseguridad de Phil era la base del odio que sentía por Londres, del mismo modo que lo era de las palizas que le daba a su esposa.
Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era una cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Belgravia —perteneciente a la empresa, pero de ellos durante un año—, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello. De vez en cuando conocía a gente, y la escuchaba. Y verdaderamente atendía a lo que decían. Percibía esa vena de ironía que se intercala en buena parte de las conversaciones inglesas, y eso le encantaba, le parecía como una liberación. Después de un mes de perseguir sus gustos privados en Londres, terminó por comprender que la conversación podía ser una especie de deporte, siempre y cuando uno tuviera de vez en cuando la libertad suficiente para decir cosas que no fueran en serio. Andy sabía que si uno de los empleados de Phil le dijera que le gustaba el traje, la camisa o la corbata que se había puesto, le estaba diciendo en realidad lo horribles que le parecían y lo absurdas que eran en Londres, y que debería guardarlas en el fondo de un armario hasta que su propietario regresara a casa. Phil, que sólo tenía el sentido de la ironía cuando estaba enfadado, habría pensado que le estaban diciendo un cumplido.
De modo que a Andy le encantaban las conversaciones inglesas, y a Phil le disgustaban; a Andy le gustaban los manierismos sociales, mientras que Phil se sentía atacado por ellos; Andy deseaba conocer a los ejecutivos ingleses de la empresa, mientras que Phil insistía en ver sólo a los otros norteamericanos empleados por la empresa. A Phil le gustaban los partidos de béisbol en Regent’s Park, y las discusiones sobre dónde conseguir las mejores hamburguesas y pizzas, los espectáculos de circuito cerrado de la Súper Copa, y las veladas de boxeo de pesos pesados en el cine de Leicester Square. Durante todo el año pasado en Inglaterra, Phil echó pestes por la forma en que los peluqueros de Harrod le cortaban el pelo… Andy pensaba que los cortes de pelo eran elegantes…, y todo lo demás banal.
—Quiero un trabajo —le dijo ella un día a finales de mayo—. Voy a ver si puedo conseguir uno.
—¿Un trabajo? —explotó Phil—. ¿Quieres un trabajo? ¿Qué clase de trabajo puedes conseguir aquí… si ni siquiera tienes permiso de trabajo? Además, ya ganamos por lo menos dos veces más que cualquiera en este país de nido de ratas. No podrás conseguir un trabajo aquí.
Su expresión anunciaba que volvía a sentirse perseguido por Andy.
—A pesar de todo, me gustaría buscarlo —replicó ella—. Creo que sería agradable conocer a más ingleses. Tú nunca quieres que nos veamos con la gente de la empresa. Voy a empezar a mirar los anuncios de trabajo del periódico.
—¿Anuncios de trabajo? ¿Quieres un puesto de trabajo en una fábrica donde se explota al obrero? Quizá quieras trabajar como camarera en un bar. Bueno, ahí es adónde deberías ir si quieres conocer a los ingleses. Ponte a trabajar en cualquiera de esos inmundos pubs, y te los encontrarás. Los ingleses… —comentó Phil con desprecio—, los ingleses son un puñado de hipócritas pretenciosos. Y no se puede confiar en ellos. Y mean sentados.
Aquella noche, Andy leyó ostensiblemente los anuncios de trabajo del Evening Standard, mientras Phil la miraba con el ceño fruncido desde su sillón.
—Conocerás a Andy Capp —le dijo él—. ¿Es eso lo que quieres lograr en la vida, Andy Capp?
A ella apenas le importó lo que él pensara, mientras no se excitara tanto como para golpearla. Se dirigió a la tienda más cercana donde vendían periódicos, revistas, pastelillos y cigarrillos, y se abonó al Times Educational Supplement. Apenas sabía lo que andaba buscando, pero sabía que algún día lo encontraría. Phil gruñía y gruñía, pero al cabo de pocas semanas actuó como si la febril caza del trabajo de Andy no le afectara ni en un sentido ni en otro…, quizás ya sabía que ella estaba a punto de abandonarle.
Un viernes de mediados de junio, Andy iba de compras por las tiendas de Burlington Arcade, sin objetivo concreto, cuando de pronto decidió dirigirse al Soho para almorzar. Encontraría un pequeño restaurante italiano cerca de Soho Square y después de almorzar subiría hasta Oxford Street. No tenía ningún plan preciso, sólo quería llenar el día antes de regresar a casa y prepararse para la cena (ella y Phil iban a salir con uno de los empleados norteamericanos jóvenes de la empresa y con su esposa). El joven tenía entradas para el Royal Ballet. Después, Phil insistiría en ir al bar del Savoy, donde aún tendrían tiempo de tomar una copa apresurada antes de que cerraran. Así, Phil habría cumplido dos deseos contradictorios: aparentar haber complacido a su esposa llevándola al ballet, y haberse complacido a sí mismo charlando con todo el mundo después de la cena.
Andy se tomó su tiempo para llegar al Soho; deambuló por cualquier calle que le pareciera interesante: aún estaba en el proceso de descubrir Londres. De modo que atravesó Regent Street y zigzagueó por las diminutas calles del Soho, decididamente más interesantes que bonitas, hasta encontrarse finalmente en la abarrotada Old Compton Street. Allí miró alegremente por los ventanales, rechazó la idea de entrar en un bistrot y después en un restaurante italiano, leyó los anuncios de «Clases de Francés» y «Terapia de Masaje» en las carteleras públicas de anuncios. Había pastelerías situadas al lado de librerías cuyos escaparates aparecían llenos de imágenes de mujeres desnudas, con cintas negras cubriendo los pezones de unos pechos que parecían almohadas, así como el vello púbico. El sexo y la comida parecían ser los principales productos de la economía del Soho.
Andy se metió por Frith Street y caminó hacia Soho Square. Compró una revista para leer algo mientras almorzaba, un reciente ejemplar de New Statesman. En Frith Street había mucho donde elegir: era la primera vez que Andy pasaba por allí, y parecía estar llena de restaurantes italianos. Andy pasó ante la Osteria Larana, la de Bianchi y algunos otros restaurantes, hasta que se encontró casi en Soho Square…, y entonces vio el último restaurante de la calle, anunciado mediante un simple cartel que decía «PIZZERIA». Al acercarse, vio que no tenía el aspecto de una pizzería… A través de las botellas de vino expuestas en la ventana, pudo ver apenas unas pequeñas y bonitas mesas con manteles blancos y flores colocadas en pequeños jarrones. Debajo de este restaurante, bajando por una escarpada escalera metálica, había otro salón de masajes. Sobre la ventana leyó el nombre del restaurante: Al Camino. Era la combinación habitual del Soho: sexo y comida. Entró. Un camarero la dirigió hacia una pequeña mesa situada junto a una pared de estuco; ella pidió el almuerzo y hojeó la revista.
Al final, entremezclado con los anuncios de servicios de mecanografía y de buscadores de libros agotados, leyó: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Se añadía una dirección situada en los jardines de Kensington Park.
Andy trazó un círculo alrededor del anuncio que, de una forma extraña, casi parecía haber sido puesto para ella. Llegó su ternera Valdostana, y el camarero le sirvió el vino de una pequeña garrafa. Ella se enfrascó en las páginas de libros de la revista, leyó un largo artículo de Clive James, y finalmente volvió a leer el anuncio que había destacado: «Se busca: mujer…». Y cerró la revista, pensando en lo que Clive James tenía que decir sobre George Bernard Shaw.
Al día siguiente, un viernes, Andy estaba en Kensington a las diez de la mañana. Tenía que devolver una blusa en Biba, porque a Phil no le gustó cuando se la puso; pensó sustituirla por uno de los toscos sombreros que allí se vendían. Tras haber devuelto la blusa en el segundo piso de la tienda, deambuló por allí un tiempo, imaginando lo furioso que se pondría Phil si comprara más ropa allí; decidió entonces no comprar el sombrero, y se marchó. Compró después un ejemplar del Spectator y entró en un pequeño café de Kensington Church Street para leer las páginas de crítica de libros.
Sentada ante una desvencijada mesa con una taza de café, Andy leyó una larga crítica de una novela de Carlos Fuentes, y decidió comprar el libro, a pesar de que la crítica le pareció confusa y hostil. Leyó por encima algunas otras críticas de libros, así como las columnas dedicadas a crítica de cine y de teatro. Sorbió el fuerte café. Se le acercó una camarera y le preguntó:
—¿Quieres más café, cariño?
Andy volvió su atención a las páginas finales de la revista y desde la página de anuncios pareció salirle al encuentro un anuncio conocido: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable».
Andy dobló el Spectator, dejó un billete de una libra sobre la mesa, y salió del café dispuesta a tomar un taxi.
2
El taxi subió por Kensington Church Street, giró por la disoluta Notting Hill, y la llevó por Kensington Park Road. Andy, que no recordaba el nombre de la calle a la que quería ir, pensó desalentada que la casa estaba allí… en aquella calle perpetuamente ruidosa y abarrotada de gente situada cerca de Portobello Road. Podía oler la violación y la muerte en el aire (aunque estaba totalmente equivocada), verlas en los delgados cuerpos de los hombres que caminaban arrastrando los pies, apiñados en los pubs, con jarras de cerveza en las manos; también podía oler el perfume de la fruta exprimida. Sexo y comida.
Pero, al llegar al extremo de Ladbroke Square, el conductor del taxi se metió por una calle más tranquila, y las casas empezaron a ser grandes, silenciosas y elegantes; y aquélla resultó ser la calle citada en el anuncio.
Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía una fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. Andy subió los anchos escalones de cemento gris y buscó el timbre al lado de la puerta. Pero no pudo hallar timbre alguno. En el ladrillo observó cuatro agujeros, en los que podría haber estado el timbre. Sobre la superficie gris de la puerta, unas pequeñas manchas negras, como embriones de hongos, moteaban la pintura pelada y agrietada. Andy golpeó con los nudillos cerca de los números pintados sobre la puerta y sólo entonces se dio cuenta de que ésta carecía también de pomo. Dos pequeños agujeros cilíndricos mostraban los lugares ocupados antes por los tornillos. Volvió a golpear la puerta desconchada.
—¿Quién es? ¿Quién hay ahí abajo? —preguntó una voz enojada desde arriba—. Salga a la vista.
Andy retrocedió, bajando los escalones, echando el cuello hacia atrás a medida que descendía. La cabeza arrugada y pequeña de un viejo furioso le dio al principio la impresión de que surgía de la misma fachada de ladrillo. Cuando Andy se encontró de nuevo en la acera, vio que la cabeza y los hombros del hombre sobresalían de una ventana dirigida hacia arriba (unas pequeñas manchitas blancas flotaban perezosamente hacia abajo). Andy creyó que eran de polvo, hasta que se dio cuenta de que eran manchas de pintura desgajada en el momento en que el viejo abrió hacia arriba la mitad inferior de la ventana
—¿El trabajo? —preguntó Andy—. Quiero decir que vengo a por lo del trabajo que han anunciado en el Spectator y el New Statesman. Me llamo Andrea Rivers.
—Vaya —dijo o tosió el viejo, sosteniendo un pesado bulto de algo—. Entre y suba. La llave de la puerta es la que tiene la cinta en el mango.
Dejó caer el bulto y un manojo de llaves cayó con un tintineo sobre el pavimento. Andy recogió las llaves, volvió a mirar hacia la ventana del tercer piso y vio que ya no había nadie allí. Después de algunas dificultades encontró la larga llave que mostraba un trozo de cinta sucia en su mango.
La casa olía a cerrado. Había espesas capas de polvo en los rincones de la fría entrada, que avanzaba en penumbras alrededor del lado de una estrecha escalera. Incluso después de que los ojos de Andy se hubieran ajustado al cambio de luminosidad, le pareció que la mitad descendente de la escalera —el tramo situado frente a ella, al final de la entrada— bajaba hacia la más pura oscuridad, tan profunda como un pozo. En la pared de la derecha, inmediatamente al lado de una puerta alta de color marrón, había una polvorienta imagen de Jesús…, tan desvaída que casi tenía los mismos colores que la puerta. A continuación, Andy observó que en la parte lateral de la escalera, cubierta con paneles pintados por lo menos cincuenta años antes con un tono mortalmente oscuro, había una verdadera galería de imágenes religiosas de colores igualmente desvaídos. En una Jesús predicaba en el Huerto de los Olivos, en otra un santo se retorcía sometido al tormento con monstruos y demonios arrastrándose a su alrededor, en otra María sostenía en sus brazos al Niño Jesús. Andy comenzó a subir la escalera.
Las mismas manchas negras —ahora Andy sabía que eran brotes de moho—, crecían en la pintura amarronada de la escalera. La casa era fría y húmeda, como si de algún modo repeliera el cálido sol de junio. El polvo se levantaba allí donde ella ponía los pies.
En la parte superior de la escalera, una sucia claraboya iluminaba las tablas de madera del piso y el descolorido color verde de una puerta. Andy la abrió y entró en un vestíbulo cuyas dos puertas daban a lo que en otros tiempos podrían haber sido las dependencias del servicio. Allí arriba, Andy podía sentir el calor de junio: el aire parecía lento y pesado, como cansado.
Llamó a una de las dos puertas y escuchó un gruñido por toda respuesta. La abrió y entró en una habitación que olía a cera derretida, a carne rancia y a ropas de cama sucias. El viejo estaba tumbado en su cama, bajo una sábana gris. La observó en silencio y con desconfianza. En el fondo de la habitación había fuego…, aunque Andy se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de una especie de capilla improvisada donde había cientos de velas encendidas sobre una mesa de madera. Al otro lado de la mesa había una imagen enmarcada de Jesucristo, con las manos abiertas y extendidas ante un Sagrado Corazón en levitación y en llamas.
—Su nombre —dijo el viejo.
Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era un infierno.
—Rivers. Andrea Rivers.
—Soy el general Anthony August Leck. ¿Significa eso algo para usted?
La miró desafiante desde su rostro hundido.
—Sí —contestó Andy—. Claro que le conozco.
Trató de ocultar su asombro, sin conseguirlo del todo. August Leck había sido un verdadero héroe de la segunda guerra mundial, íntimo tanto de Montgomery como de Eisenhower (algo bastante notable, teniendo en cuenta la personalidad de aquellos dos grandes egocéntricos, y mucho más si se tenía en cuenta que el propio August Leck tenía fama de ser un hombre exigente y excéntrico). El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa?
De los detalles de su carrera, Andy sólo recordaba aquel peculiar aire de escándalo que la había acompañado. Recordó que, durante una parte de la guerra, el general había sido llamado «El Caníbal», hasta que una brillante victoria limpió su nombre. Y también recordó que había sido un notorio afeminado.
—Tiene usted el trabajo —le dijo el hombre marchito que yacía sobre la cama: en aquel cuerpo ya no quedaba nada de afeminamiento—. Las llaves.
—¿Qué?
—Devuélvame las llaves, por favor.
Y extendió una mano que parecía una garra manchada. Andy se le acercó y dejó caer las llaves sobre aquella mano.
—¿Acaba de contratarme? —preguntó—. ¿Así, sin más?
—Acabo de contratarla —replicó el viejo—. Quiero que empiece inmediatamente. No podemos permitirnos perder ningún tiempo. Su habitación estará en el piso que está justo debajo de éste, se puede traer consigo todo lo que desee, y podrá instalarse esta misma tarde. Empezará a trabajar mañana por la mañana, a las seis. En el anuncio decía que el salario era negociable, pero estoy dispuesto a pagarle cincuenta libras a la semana, y creo que eso es suficiente para dar por terminada la necesidad de entablar una negociación. ¿Lo ha comprendido?
—No puedo venir a vivir aquí —dijo Andy—. Estoy casada. Puedo ayudarle con sus memorias, pero no puedo vivir al mismo tiempo aquí. Mi esposo y yo vivimos en Belgravia.
—Estaría bien en Belgravia —dijo el general Leck, reclinándose sobre la cama, con los ojos cerrados—. Vaya. Se supone que no debía usted estar casada. Se supone que debía vivir aquí. Eso es algo que me amarga. No quiero que esté usted casada.
Andy vio que el general era un hombre intermitentemente senil. Le temblaban las manos. Volvió a decir «Vaya», y unas lágrimas simétricas surgieron de sus ojos cerrados.
—¿Cuánto tiempo hace que está casada? —preguntó con voz temblorosa.
—Mucho tiempo. Mire, general Leck, si no me quiere, me marcho. Si aún desea contratarme, puedo estar aquí a las seis para empezar a trabajar. El sueldo me parece bien. ¿Quiere darme el trabajo o no?
—¿Cuánto tiempo hace que está casada? —volvió a preguntar.
—Once años —contestó Andy con un suspiro de resignación.
—Pero no tiene hijos.
—No, no los tengo.
—En tal caso, tiene el puesto —dijo el general—. ¿Tony? ¿Dónde estás, Tony?
—Aquí —contestó una voz detrás de Andy, sobresaltándola.
Volvió la cabeza y vio que el joven más hermoso de toda Inglaterra se hallaba de pie, apoyado en el marco de la puerta. Pareció sentirse perfectamente cómodo a pesar de la fijeza con que ella le miró, y Andy supuso que estaba acostumbrado a que le mirasen así. Llevaba un traje azul oscuro de corte perfecto. Le sonrió a Andy, se enderezó y entró en la habitación. Ella estaba tratando de calcular su edad cuando él llegó junto a la cama y tomó entre las suyas la mano del general. A ella le pareció un gesto natural de amor. Él aún le sonreía a Andy, y también había una sonrisa en sus cálidos ojos oscuros.
—Señora Rivers, éste es mi nieto, Tony Leck —dijo el general.
Andy y el joven se dirigieron una inclinación de cabeza a modo de saludo. Andy pensó que debía de tener por lo menos veinticinco años, pero entonces Tony bajó la vista, mirando a su abuelo, y su rostro adquirió de repente una expresión de adolescente.
—Llevarás a la señora Rivers a la habitación donde trabajará —dijo el general—. Mira a ver si necesita algo antes de que empiece a trabajar mañana.
Tony palmeó la mano del viejo y murmuró:
—Desde luego.
Captó la mirada de Andy y le hizo una seña hacia la puerta.
—Entonces, ofrécele algo para almorzar abajo —dijo el general—. Yo bajaré después, Tony.
—Muy bien.
Tony la condujo hacia el vestíbulo, cerrando con suavidad la puerta de la habitación del general. Su rostro no parecía hecho para expresar seriedad, pero la seriedad resultaba ser su expresión dominante.
—Hemos alquilado una máquina de escribir eléctrica para usted. ¿Le parece bien?
—Oh, sí, desde luego —contestó ella.
En ese momento, bajo la débil luz del vestíbulo Tony Leck no parecía tener más de quince años.
—Eso es un alivio —dijo él, conduciéndola hacia la escalera—. Uno no sabe nunca con qué quiere escribir la gente, ¿verdad? Debe de ser algo muy personal… Quiero decir que debe de haber gente incapaz de escribir una sola palabra a menos que disponga de una determinada clase de papel y cosas así, ¿no le parece?
Bajaron la polvorienta escalera y Tony se detuvo en el rellano del segundo piso para abrir una puerta.
—Me temo que trabajará usted aquí. Desearía que fuera mejor, pero… hacemos todo lo que podemos.
Había otro pasillo polvoriento con una alfombra descolorida. Dos puertas a un lado del pasillo; una serie de imágenes religiosas colgadas de la pared. Tony abrió la primera puerta e invitó a Andy a entrar.
Era una pequeña habitación desnuda, con paredes blancas y una ventana salediza. En el centro de la pared del frente había un camastro militar, con un colchón pardo de aspecto irregular.
En el otro lado de la estancia había un antiguo sofá de color azul con brazos y patas tallados. El suelo estaba cubierto por una alfombra manchada. Precisamente en el centro del espacio saledizo en el que se abría la ventana, había una pequeña mesa de madera de pino sin terminar, sobre la que se había colocado una máquina de escribir eléctrica, perfectamente centrada sobre la mesita. Los muebles habían sido dispuestos con tal exactitud como si se hubiera hecho con regla y cartabón.
—Me temo que no es mucho —dijo Tony—. Pero está bastante limpio. Eso se lo puedo asegurar. Eh, minino.
Se arrodilló para acariciar el pelaje de un gato que había entrado en la habitación. Otro gato atigrado, que no parecía haber salido de ninguna parte, se frotaba contra las piernas de Andy.
—Hay muchas ratas en Notting Hill —dijo Tony—. ¿Le parece bien esta habitación? Hay otra que podría usted tener, si…, ya sabe…
—Ésta me parece maravillosa —dijo Andy, exagerando la contestación para librarle de su aparente azoramiento—. Los gatos mantendrán las ratas a raya, y si necesito inspiración siempre puedo pasear desde el sofá hasta la pequeña cama. Realmente, me parece muy bien. Gracias por haberla limpiado para mí.
Tony asintió con un gesto de cabeza. Andy creyó haber observado en él un inicio de rubor, muy débil.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Tony?
—Dispare —dijo él. Volvió a sonreír y añadió—: Es una metáfora militar.
—No tiene que contestarla si no lo desea, pero… ¿qué edad tiene usted?
—La que se necesita —contestó él, dirigiéndole una mirada tímida, furtiva, divertida.
Comieron en la cocina del piso situado por debajo del nivel del suelo, sentados uno frente al otro ante una mesa amarilla con una hoja de esmalte resquebrajado.
—Tanto como se necesita, ¿para qué? —le preguntó Andy.
Dos gatos, que no eran los mismos que había visto en el segundo piso, se retorcían alrededor de los tobillos de Andy.
Tony cogió un plato de sopa —Brown Windsor, aunque Andy no pudo identificarla— y se lo colocó delante. Después preparó una bandeja con un queso amarillento y denso y un pan blanduzco, y la puso en medio de la mesa. Se sentó, cortó un trozo de pan y puso sobre él otro trozo de queso.
—Para cuidar de mi abuelo, desde luego —contestó finalmente.
Y Andy pensó que Tony Leck poseía más elegancia que cualquier joven norteamericano de su edad, fuera ésta cual fuera.
3
Aquella noche, Andy tuvo una pesadilla tan mala como no recordaba haber tenido desde su niñez. Nadaba en un agua pesada, salada y aceitosa; sentía los brazos agotados. Cuando sacó la cabeza fuera del agua, sólo vio oscuridad. Se esforzó por elevar un brazo y se aupó unos pocos centímetros más por encima del nivel del agua. Algo deslizante le rozó la pierna izquierda y después se agarró a ella, dándole apenas tiempo para, llena de pánico, tomar una apresurada bocanada de aire, al tiempo que una espiral de algas se enrollaba alrededor de las piernas. Su cabeza se hundió bajo la superficie. El aire escapó de sus labios y formó burbujas. Las algas que le rodeaban las piernas eran pesadas como si fueran una cadena de hierro. Andy se inclinó en el agua oscura, tratando de soltárselas, antes de que la hundieran hacia el fondo del océano. Sus dedos arañaron una materia tosca y gomosa, al principio demasiado resbaladiza y después demasiado dura para soltársela. Otra espesa tira de algas rodeó lentamente su cintura; y sintió otro palmetazo contra la nuca.
Iba a morir…, estaba segura. Las espesas y pesadas algas la hundían cada vez más. Su boca se abriría en un segundo más y el agua entraría a borbotones, ella inhalaría y le sobrevendría una muerte muy dolorosa. Unas espesas bandas de algas pegajosas le rodeaban la cintura y ella se sentía como una roca en medio del agua. Gritó…, y el grito la despertó bruscamente antes de que el sonido llegara a su garganta. Incrédulamente, Andy contempló el techo de su dormitorio en Belgravia y vio la luna en la parte superior de la ventana. El alivio inundó su pecho como una gran burbuja; una capa de sudor le cubría la frente, el pecho, los brazos. Permaneció tendida contra su almohada húmeda, respirando con rapidez. Junto a ella, Phil seguía durmiendo…, había incluso consuelo en el hecho de estar junto a su cuerpo inerte.
Sorprendentemente, Phil no protestó demasiado por el trabajo de Andy. Apenas escuchó la descripción que ella le hizo de haber visto el anuncio dos veces, haberse dirigido a Notting Hill, y su entrevista con el general, si es que se podía considerar como tal. Cuando hubo terminado, se limitó a decir:
—No durarás mucho en ese trabajo, Andy. Te puedo asegurar que no conservarás por mucho tiempo ningún trabajo en el que tengas que empezar a las seis de la mañana. Y mucho menos con ese tipo. ¿Sabes lo que solían decir de él? Dijeron que en una ocasión comió carne humana…, y que le gustó. No te quedarás allí ni dos semanas.
Volvió su atención al Financial Times, y ella tuvo que tragarse la furia que sentía.
A la mañana siguiente, cansada a causa de las horas que había tardado en recuperar el sueño tras despertarse de la pesadilla, Andy preparó la mesa para el desayuno de Phil. Ella misma se sintió demasiado ansiosa como para desayunar. Cereales en un cuenco, con un cartón de leche al lado. Pan, preparado para colocarlo en la tostadora, un tarro de mermelada y un cuchillo junto al pan. Se movía con lentitud, tratando de imaginar qué otra cosa podría exigir Phil para su desayuno, cuando él apareció en la puerta de la cocina, mirando agriamente su reloj.
—No tienes tiempo para desayunar —le dijo—. Ya son las seis menos cuarto. Sé que esto es un error terrible.
—Éste es tu desayuno, maldita sea —replicó Andy—. Quería… Oh, olvídalo. Tengo que marcharme.
—Eso es precisamente lo que yo trataba de señalar —dijo él.
Todavía enojada, Andy bajó por fin del taxi en los jardines de Kensington Park a las seis y veinte… Había perdido veintidós minutos tratando de encontrar un taxi a aquella hora. Sacó del bolso la llave que Tony Leck le había entregado y subió los amplios escalones, entrando en el húmedo vestíbulo. La casa estaba en silencio. ¿Estarían todos dormidos aún? Andy subió la escalera hasta el segundo piso. En la habitación que le habían destinado, todo estaba exactamente igual que el día anterior…, con la máquina de escribir colocada en medio de la mesa situada en medio de la habitación, frente al centro de la ventana salediza. Cerró aquella puerta y siguió subiendo la escalera para ir al piso del general.
Pudo escuchar la voz del viejo murmurando para sí mismo en cuanto llegó al rellano y tomó por el pasillo. Ella sabía que el general se quejaba amargamente contra ella… Su primer día de trabajo ¡y llegaba veinte minutos tarde! Abrió la puerta y entró, esperando que él la señalara con el dedo y empezara a gritar. Sentía calambres en el estómago.
Pero no hubo ningún dedo acusador, ningún grito de cólera. El olor a cera derretida era incluso mayor que el día anterior, como si las velas hubieran estado encendidas toda la noche. Andy vio la cama vacía, con sus sábanas grises y arrugadas, y después miró hacia el altar improvisado. El general Leck estaba arrodillado ante él, murmurando algo para sí mismo. Andy se dio cuenta de que estaba rezando, y con tal concentración que ni siquiera la había oído entrar en la habitación. Entonces escuchó cierta dificultad en la voz que murmuraba: el general lloraba al mismo tiempo que rezaba.
No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpirle y preguntarle si quería ayuda? ¿Y si le dolía algo? Se acercó más a él, caminando ligeramente hacia un lado, para que él pudiera verla con su visión periférica.
El general llevaba un viejo batín azul con charreteras y ribetes rojos en el frente. Tenía la cabeza casi metida entre las rodillas y los ojos cerrados. Hablaba, pero ella no pudo comprender las palabras. Andy se aclaró la garganta. El general abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarla… Tenía los ojos enrojecidos e inflamados. Le indicó con un gesto que se marchara. Y Andy se retiró, en espera de que el general Leck terminara sus oraciones.
Poco después, la llamó con un gesto de la mano, y Andy avanzó hacia él. Le puso una mano bajo un codo y la otra en la muñeca, y le ayudó a incorporarse. El general despedía un olor a edad y aflicción, y su batín olía a viejo y a humo.
—Cama —ordenó.
Andy condujo al anciano, que respiraba ruidosamente por la nariz, hacia la horrible cama. Se tambaleó hacia delante hasta que pudo apoyarse en la cama con los brazos extendidos y después se giró lo suficiente para sentarse en ella. Haciendo un visible esfuerzo, el general levantó las piernas y las metió debajo de la sábana, finalmente, se derrumbó hacia atrás, entre las sucias almohadas.
—Empiece esta misma mañana con los papeles —dijo, apenas sin respiración—. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés. Pero léalos primero, desde el principio hasta el final. Están ahí, en mi baúl. —Haciendo un gran esfuerzo, se incorporó sobre un codo e hizo un gesto hacia la puerta de un gran armario empotrado situado junto a la cama—. Ahí dentro. Y lleve mucho cuidado.
Andy abrió la puerta y comprendió por qué el general le había advertido que llevara cuidado. Dentro del armario, en medio de varios uniformes viejos y ropas de civil colgadas de perchas, había un destartalado baúl de color verde, con bordes de cuero. Las ratas de ojos enrojecidos miraron fijamente a Andy desde la parte superior del baúl y después se escabulleron hacia la parte posterior del armario.
—Lleve cuidado con las ratas —dijo el general.
—Está bien —dijo Andy con la piel de gallina.
Entró en el armario. Allí donde estaba segura de haber visto dos o tres ratas, sólo pudo ver ahora el destartalado baúl verde. Escuchó unos sonidos frenéticos procedentes de las paredes del armario. Andy se tragó todas sus objeciones y arrastró el baúl un metro hacia ella. Apresurándose, lo abrió y contempló la confusión de papeles, algunos atados juntos, o metidos en carpetas, y otros sueltos, junto con periódicos antiguos y fotografías amarillentas. Andy cogió la carpeta de arriba y cerró el baúl.
—Bien —dijo el general—. Llévese esos papeles a su habitación. Ahora mismo, señora Rivers, por favor. Tiene que empezar su trabajo.
Andy se inclinó sobre el extremo de la cama, mirando al delgado anciano, con el rostro hundido y el enmarañado pelo blanco.
—¿Puedo hacerle una pregunta, general Leck? —El viejo abrió los ojos—. ¿Por qué me ha elegido a mí? Quiero decir…, ¿por qué especialmente a una mujer norteamericana? ¿No cree que un militar retirado habría sido más…, bueno, más adecuado?
Él sacudió la cabeza con lentitud.
—Yo soy un militar retirado, señora Rivers. Deseo distancia. Quiero estar seguro de que se comprenden todos los aspectos.
—Oh, ya entiendo —dijo Andy.
—Pero quizá la quería a usted, señora Rivers.
Andy asintió con un gesto; el general cerró los ojos de nuevo, y su rostro volvió a adoptar lo que parecía ser su expresión característica de entristecida cólera.
Después de dos horas de trabajo, Andy estaba tan aburrida que se preguntó si podría continuar con aquel extraño proyecto. Las primeras páginas que había leído —aprendiendo primero a descifrar la diminuta escritura del general— eran una narración no muy buena de su educación infantil. Era algo tan convencional como la prosa del general. Había tenido un padre militar, varias criadas, puestos en el Extremo Oriente, una casa de campo en Northumberland; todo se describía sin el menor rasgo de ingenio, sin la menor matización. «Redding Hall, nuestra casa de campo, era, según creo, de lo más habitual. Era grande, pero nada ostentosa. Fue más bien el refugio de mi padre, quien cuando yo tenía ocho años me enseñó a utilizar una escopeta en Redding Hall». Andy se preguntó hasta qué punto debería reescribir todo aquel material anodino y desorganizado. Debido a la importancia del general Leck, sus memorias serían probablemente publicables. Pero toda aquella clase de material se había escrito mucho mejor en cientos de novelas.
Entonces Andy descubrió una serie de páginas escritas en francés con otro tipo de escritura. Le gustó dejar a un lado el montón de páginas del general Leck y empezó a leer el material en francés. Su aburrimiento se desvaneció como por encanto. La escritura era alegre y encantadora, y la autora se había metido de lleno tanto en el tema —su infancia en el París de los años veinte—, como en la forma de describirlo. Andy comenzó a tomar notas para su traducción. Un gato blanco saltó sobre su pequeña mesa, la miró a los ojos y comenzó a ronronear.
Trabajó a gusto durante varias horas en las páginas escritas en francés, vio con satisfacción que todavía quedaban por lo menos otras cincuenta páginas, y a las doce y media bajó la escalera para ver si alguien había pensado en el almuerzo.
Cuando llegó a la entrada llamó en voz alta:
—¡Hola!
Escuchó débilmente la respuesta de Tony. Se dirigió hacia el fondo de la polvorienta entrada y miró escalera abajo, hacia el piso inferior.
—Estoy aquí —le oyó decir a Tony—. Baje. El almuerzo ya está casi preparado.
—Oh, gracias a Dios —dijo Andy.
Tenía hambre, pero la exclamación fue más bien el resultado del alivio que sintió al descubrir que las comidas, a diferencia de la limpieza, eran algo regular en casa de los Leck.
El general, vestido con un traje gris, ya estaba sentado a la cabecera de una mesa larga y estrecha colocada en el centro de la cocina. Una luz brillante se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes. El cabello del general había sido cepillado y su piel tenía un aspecto sonrosado. Levantó la vista hacia Andy cuando ella entró en la cocina, y después volvió a bajar la mirada hacia donde sus manos jugueteaban vagamente con la vajilla de plata. Parecía como si no estuviera muy seguro de cuál era la función de la vajilla. No obstante, la debilidad y los terrores de la mañana habían desaparecido por completo.
—¿Disfruta usted de su investigación? —preguntó el general Leck sin mirarla.
—Sí —contestó ella—. Sobre todo con las páginas en francés.
—Las páginas en francés —murmuró él, jugueteando con los cubiertos—. ¿No tiene usted problemas con el idioma?
—No, todavía no —contestó ella.
El general Leck dejó los cubiertos sobre la mesa y se limitó a emitir un sordo gruñido.
Tony trajo dos platos de sopa Brown Windsor que, al parecer, formaba parte de su comida diaria. Colocó los platos ante Andy y su abuelo, cogió después el queso del aparador y lo situó en el centro de la larga mesa. Tras haber dejado una hogaza de pan sobre la mesa, se sirvió a sí mismo y se sentó en el extremo de la mesa opuesto a donde estaba su abuelo.
El general Leck ya estaba comiendo.
—La casa es una verdadera ruina —dijo.
—Sí, señor —admitió Tony.
Andy también empezó a tomar la sopa. Tony aún permanecía sentado con las manos sobre el regazo.
—Hay ratas en las paredes —dijo el general—. Molestan mi sueño.
—Sí, señor —dijo Tony.
El general miró a Tony por primera vez desde que Andy bajara la escalera, y Tony cogió entonces su cuchara.
—Sí —dijo el general Leck, y Tony empezó a tomar su sopa.
Durante todo el almuerzo, el anciano ignoró a Andy, quejándose del estado de la casa y de Notting Hill en general. Tony se limitaba a decir: «Sí, señor». Cuando el general apartó su plato, Tony se levantó en silencio, avanzó a lo largo de la mesa y le cogió del brazo. Ayudó a su abuelo a salir de la estancia, y Andy no tardó en oírles subir lentamente la escalera. Terminó a solas con el último trozo de su porción de queso.
Con la intención de ayudar a Tony, recogió los platos y los puso en la pileta. Abrió un armario al azar, donde encontró siete u ocho latas de sopa Brown Windsor de Cross & Blackwell. Por un momento, se preguntó si el general comería alguna otra cosa.
Y después se pasó un momento aún más prolongado sintiendo lástima de Tony. Él no parecía tener una vida propia, sometido por completo al dominio de su abuelo. Ni siquiera había sido capaz de empezar a comer hasta que su abuelo se lo permitió, asintiendo con un gesto.
Al otro lado del vestíbulo que daba entrada a la cocina, estaba la habitación que debía de ser la de Tony. Cuando el general no le necesitaba, parecía disolverse detrás de aquella puerta. Andy permaneció de pie ante ella y se vio sorprendida por el fuerte y repentino impulso de abrirla y echar un vistazo. Levantó la mano y tocó el pomo de la puerta; después, retiró la mano. No podía abrirla. Eso sería una violación tanto de la intimidad de Tony como de sus propios principios. Apoyó los dedos contra la madera de la puerta y finalmente también los retiró. ¡Si Tony bajara la escalera y la viera acariciando la puerta! Ni siquiera deseaba que él la descubriera parada delante de su habitación; subió rápidamente la escalera y se metió en su propia habitación. Arriba, en la habitación del general, todo estaba en silencio.
4
Tres horas más tarde, seguía sumergida en las páginas escritas en francés. Éstas habían adquirido un giro tan sorprendente que Andy se preguntó si pertenecían a las otras páginas, o formaban parte de una novela abandonada que se había mezclado por descuido con las páginas autobiográficas. A lo largo de diez o quince páginas, la autora de los escritos en francés se había permitido dejarse arrastrar por una sorprendente vena de erotismo. Aquello no era pornografía, pues no había descripciones de actos sexuales; no obstante, las páginas rebosaban de sentimientos eróticos. Y toda aquella madurez de sentimientos eróticos traslucía en los escritos sin que Andy supiera a qué personas se refería.
Un hombre y una mujer se hallaban a bordo de un barco. Experimentaron una atracción mutua, simultánea e instantánea; se miraban el uno al otro en la cubierta, en el comedor. El hombre tenía algunos años más que la mujer, pero ésta parecía controlar el progreso del hombre hacia ella. Una densa, espesa y dolorosa avidez sexual —una obsesión sexual— impulsaba al hombre a recorrer todo el barco en busca de la mujer.
Se encontraron; se dijeron palabras que no tenían gran significado o importancia. Por muy trivial que fuera su conversación, tenían la sensación de que se estaba produciendo un acontecimiento de una inmensa magnitud.
Después llegaron al camarote del hombre. Él servía vino; la fruta fresca brillaba en una frutera sobre la mesa, ante ellos. Y esto, en sí inocente, estaba impregnado por la obsesión sexual.
La escena terminaba sin haber llegado a ningún desenlace: los amantes, porque eso es lo que eran, ni siquiera se habían tocado.
Andy acababa de llegar al final de esta escena cuando oyó abrirse la puerta de su habitación. Se levantó cuando Tony Leck entró en ella.
—¿Tony? —preguntó ella. Él tenía la chaqueta abierta y la corbata desanudada. Sus ojos ardían—. ¿Qué…?
Tony avanzó directamente hacia ella y la rodeó con sus brazos.
—¿Tony? —volvió a decir ella. La boca de él se movía sobre el cuello de Andy, quien se abrazó a él y sintió su fuerza, su delgadez—. Oh, Dios mío…
Supo que iba a acostarse con él, que deseaba acostarse con él y que al cabo de pocos segundos ambos estarían desnudándose febrilmente, y que pocos segundos después sentiría la piel de él contra la suya. Supo que aquellos acontecimientos eran algo inevitable, y que serían conmovedoramente dulces. Tenía el corazón desbocado y le ardía el rostro.
—Di algo —casi le suplicó.
Pero él la besó en la boca, y ella se abandonó simplemente a lo que le estaba ocurriendo. Poco después, le condujo hacia el pequeño camastro que había en su habitación.
Era la primera vez desde antes de su matrimonio que hacía el amor con otro hombre que no fuera Phil Rivers. Se sintió como si hubiera inhalado perfume, o como si hubiera ingerido alguna droga poderosamente desorientadora. La piel suave y blanca de Tony Leck olía como el pan recién hecho. Conmocionada por lo repentino de la intimidad y por lo que parecía su profundidad, sus objeciones frente al adulterio, mantenidas durante tanto tiempo, desaparecieron como el humo.
Aquella noche, en Belgravia, Phil no observó ningún cambio en ella. Para Andy, sin embargo, aquellos cambios eran tan enormes que se imaginó estarían impresos no sólo en su rostro, sino en cada uno de sus gestos. Pero Phil tomó la cena, vio las noticias de la noche en la televisión, y hojeó el Financial Times sin dar la menor señal de haberse dado cuenta de que la vida de Andy, y por lo tanto la suya propia, se había alterado irrevocablemente. El matrimonio Rivers se desnudó (y Andy percibió sus pechos por primera vez en quizá diez años, recordando cómo los había sostenido y besado Tony Leck), y se metió en la cama.
—Buenas noches —dijo maquinalmente Phil, cogiendo un libro titulado Dirección de personal.
Y aquella noche, Andy volvió a soñar estar ahogándose en un profundo océano aceitoso. Sus brazos volvieron a elevarse, y no pudo ver tierra por ninguna parte. Sus inútiles esfuerzos por nadar no hacían sino hundirla más profundamente en la negrura. Volvió a hundir la cabeza y tragó un agua amarga.
Las tiras de algas se cerraron alrededor de sus piernas y la atrajeron hacia el fondo del océano. Andy se retorció, tratando de liberarse de las algas que le atenazaban las piernas, y fue agarrada por una cuerda verde flotante; algo duro y delgado le arañó la espalda desnuda y miró por encima del hombro para ver una calavera que flotaba entre las algas. La calavera se abalanzó contra su mejilla y los brazos del esqueleto la rodearon. Ella y el esqueleto que la abrazaba se fueron hundiendo juntos más y más, envueltos por las pesadas algas.