Horror 2
La esposa del general » 1
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A la mañana siguiente, Andy estaba en Notting Hill a las cinco y media. Penetró en la casa de los jardines de Kensington Park y subió lentamente la escalera a oscuras. El cielo que se podía ver por la claraboya mostraba los primeros signos de una luz plateada que iluminaba débilmente la parte inferior de las nubes. Andy llego al descansillo y dudó ante la puerta del general Leck.
El sonido de una respiración ligera y uniforme llego hasta ella. Creyó que él estaría todavía durmiendo, y pensó que allá abajo, en su habitación junto a la cocina, Tony también estaría dormido en su cama.
—¿Quién está ahí? —preguntó entonces la voz del anciano al otro lado de la puerta—. ¿Quién está ahí fuera?
—Soy yo —contestó Andy—. Hoy he venido más pronto.
—Bueno, entonces será mejor que entre y comience a trabajar con los papeles —dijo el general—. Entre…, no se quede ahí en el vestíbulo.
Esta mañana no hubo lágrimas, ni rezos. El general estaba incorporado en la cama, envuelto en su batín ribeteado de rojo, con las manos extendidas a los lados. La miró fríamente y después siguió contemplando las oscuras ventanas del otro lado de la habitación.
—Buenos días —saludó Andy.
—Ya sabe usted dónde están los papeles. Por favor, empiece con ellos señora Rivers.
—Sí, general —dijo Andy.
Y, ante su mirada, cruzó la habitación, dirigiéndose hacia el armario.
Cuando abrió la puerta, media docena de ratas la miraron enojadas; media docena de gruesos cuerpos grises saltaron apresuradamente al suelo de madera, y se escabulleron haciéndose invisibles. Andy sentía latir su corazón con fuerza. Tenía verdaderas ganas de cerrar la puerta de golpe y ponerse a chillar… —esta imagen la tenía tan clara en su mente que era como si estuviese sucediendo en realidad, como si ya se hubiese abandonado a su impulso destructivo y hubiese empezado a gritar—: «¡Amo a su nieto! ¡Me acuesto con él delante de sus narices!».
Pero en lugar de eso se limitó a abrir la tapa del baúl y cogió otro montón de papeles.
—Confío en que sepa usted lo que está haciendo —escuchó decir al general tras ella.
—¿Perdón? —dijo Andy, arreglándoselas para que su voz sonara calmadamente.
Salió del armario empotrado, llevando el montón de papeles.
—En cuanto a su trabajo aquí —dijo el general, ocultando su impaciencia. Seguía mirando hacia la oscuridad de las ventanas del dormitorio—. Sabe usted lo que implica su trabajo, ¿verdad, señora Rivers?
Andy murmuró que así lo creía.
Llevando consigo el desordenado montón de papeles, se despidió con un gesto del general (que seguía mirando fijamente las ventanas), abandonó su habitación, y bajó la escalera con rapidez. Sólo se detuvo un momento en el descansillo del segundo piso, y luego siguió bajando hasta la planta baja y después hasta el piso inferior. La cocina estaba fría y vacía. Se dirigió hacia la puerta de la habitación de Tony, abrió la boca para pronunciar su nombre… y no pudo hacerlo.
Permaneció ante la puerta, con los brazos llenos de papeles, temerosa por alguna razón de pronunciar su nombre o de golpear la madera y despertarle. Andy se sintió casi como si la propia puerta representara una amenaza para ella; pero sabía que la verdadera amenaza se encontraba en lo que había al otro lado de la puerta. Parpadeó, temiendo que este último pensamiento injusto la obligara a echarse a llorar. No podía llamar a Tony Leck, ni siquiera podía tocar la puerta de su habitación como había hecho después del terrible almuerzo del día anterior. Percibía el peligro oculto en alguna parte, un peligro capaz de golpear si se atrevía a abrir aquella puerta. Estaba convencida de ello. El general Leck, pues era de él de quien procedía el peligro, estaba de algún modo enroscado detrás de aquella puerta. Andy retrocedió un paso, abrió de nuevo la boca y, de nuevo, no pudo pronunciar palabra alguna.
Aquella sensación de la existencia de un peligro definido pero inespecífico la impulsó a subir de nuevo la escalera y meterse en su propia habitación.
Aquel día, el segundo de los tres que pasó como empleada del general Leck, leyó páginas que él había escrito acerca de su esposa. Estaban escritas con la diminuta caligrafía del general, pero en francés, y todo el espíritu de la escritura parecía haberse alterado. En francés, el general no era ni descuidado ni convencional. Había amado a su esposa y en los ritmos de sus frases Andy percibió la misma obsesión sensual y erótica que había visto en los pasajes leídos el día anterior. Aquéllos, según ella había decidido previamente, habían sido escritos por la esposa —la abuela de Tony—. El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra.
Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: «En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre».
6
Trató de seguir traduciendo, pero a las once de la mañana ya no pudo más. Era demasiado consciente de que allá abajo Tony Leck estaría trabajando en la cocina, leyendo en su habitación o quizá permaneciese al pie de la escalera… mirando hacia arriba.
Él estaba aprisionado en aquella casa Andy pensó que si Tony Leck hubiera estado en Estados Unidos nunca habría permitido colocarse en una posición en la que se veía reducido a ser el sirviente de su abuelo, sin importar lo eminente que pudiera ser éste. Pero, tal y como estaban las cosas, había sacrificado su propia vida a la de su abuelo. Ella podría enseñarle un poco de independencia, un poco de iniciativa. Tony no podía dar un solo paso sin el permiso del general. ¿Y si ella lo secuestraba, lo sacaba de la húmeda casa de Notting Hill y le demostraba que podía ser libre?
¿Y si se lo llevaba a Belgravia y lo alojaba en la habitación de huéspedes?
Andy reconoció que aquella última era una fantasía particularmente imposible, pero la imagen que trajo consigo de Tony Leck asomado a la ventana de la habitación de huéspedes fue lo bastante poderosa como para marearla. En sus brazos yo era siempre joven, y lo sería para siempre. Dejó las páginas de escritura apretada que tenía entre las manos y se levantó. Se dirigió indecisa hacia la puerta de su desnuda habitación blanca, no queriendo admitir todavía lo que iba a hacer.
Salió al pasillo, se mordió ligeramente un labio y se encaminó hacia la escalera.
Bajó hacia una región de oscuridad indiferenciada… La luz procedente de la claraboya terminaba bruscamente en mitad de un descansillo, y por debajo de él todo eran tinieblas. Andy se movió rápidamente y en silencio, bajando la escalera. En el piso de abajo, rodeó la parte posterior de la entrada a la casa y bajó la escalera hasta el piso inferior.
Cruzó el piso de azulejos y entró en la cocina. Vio a Tony enseguida. Llevaba una camisa con el cuello abierto —la chaqueta y la corbata estaban colgadas en el respaldo de una de las sillas—. Tony estaba sobre la pileta, y su rostro mostraba una expresión un tanto extraña, como perdida y vacía. Tenía una mancha de sangre animal sobre la mejilla. Andy captó inmediatamente el fuerte olor a sangre que reinaba en la cocina. No pudo ver las manos de Tony, pero debía de estar despellejando algo.
Él levantó la mirada hacia ella, sin parpadear, y Andy sintió como si le hubieran quitado todo el aire de los pulmones. Observó marginalmente que el aire sobre la pileta estaba lleno de moscas, que debían de haber entrado por una de las ventanas abiertas de la planta baja. Tony miró hacia abajo, con ojos desenfocados, y ahuyentó distraídamente las moscas con un gesto de la mano.
Ella se acercó a él sin hacer ningún esfuerzo consciente…, como si se deslizara por el piso de la cocina sobre un sendero engrasado. Él abrió el grifo y se enjuagó las manos sin mirarlas, y cuando la rodeó con sus brazos aún tenía manchada de sangre la parte interior de éstos. Andy sólo vio a medias la larga carcasa de la pileta encajada en el banco de la cocina, así como el montón de entrañas de color púrpura que había en ella. Cayó de rodillas sin pensar, con la cabeza dándole vueltas, y se agarró a las rodillas de él. Por encima de su cabeza, escuchó a Tony decir:
—Te amo.
—Te amo —repitió ella sobre la suave tela de sus pantalones.
Desde arriba, Tony preguntó:
—¿Para siempre?
—Como tú quieras —dijo ella—. Oh, Dios mío.
Tony la hizo incorporarse y ella sintió sus labios cosquilleándole sobre la mejilla. Sus brazos habían trazado unas rayas simétricas de sangre sobre su blusa. Tony la hizo girar y, sosteniéndola firmemente por la cintura, la hizo cruzar la cocina, dirigiéndola hacia el pie de la escalera.
Allí abrió la puerta de su habitación.
—Tenía miedo de entrar aquí —dijo ella… y vio que se parecía mucho a su propia habitación, dos pisos más arriba: estaba bastante vacía.
Había dos sillas de respaldo alto en los dos rincones más alejados, y vio un periódico en el suelo. En las paredes se habían sujetado imágenes arrancadas de revistas… Ella observó apenas imágenes de rostros de mujeres, tanques, músicos de rock y la fotografía de Robert Capa en la que se ve a un republicano español alcanzado por una bala.
Tony la dirigió hacia la cama y Andy se desnudó en un santiamén —la blusa manchada de sangre y la falda le quemaban la piel—, sintiendo la piel muy caliente. Se pegó al cuerpo de Tony, recorriendo con las manos los bordes de la musculatura de su espalda, acariciando después, con una ternura infinita los planos y ángulos de su rostro. Ella misma se tendió sobre la cama y Tony gimió junto a su oreja, tendiéndose suavemente a su lado.
Y se produjo aquel hecho…, aquel hecho grande, rojo, necesario, rígido pero divertido. Andy lo rodeó con las manos y restregó la boca contra la de Tony, al tiempo que aquello latía en sus manos y después se inclinó para sostenerlo en su boca. Nunca había hecho nada igual con Phil, y quería que Tony comprendiera lo completa y totalmente que le aceptaba. Le resultó incómodo sostenerlo en la boca, pronto le dolerían las mandíbulas, pero Tony gimió con un placer extático y aturdido, y durante un rato ella lo frotó y lo lamió con sus labios.
Cuando levantó la cabeza, Tony la apretó contra sí y le abrió la boca con la lengua. La penetró y su cuerpo pareció avanzar y avanzar hacia los espacios más profundos de ella. ¡La familiaridad de su cuerpo! Andy se elevó sobre la cama, apretándose insistentemente contra él, como si tratara de salirse de sí misma.
Estaban estrechamente abrazados, moviéndose, y moviéndose y moviéndose, y Andy sintió que toda la superficie de su cuerpo se convertía en algo flotante, cálido y húmedo.
Después, puede que ella se quedara dormida durante un par de minutos; Tony seguía enorme en su interior, y ella le abrazó los hombros y deslizó los brazos hacia abajo alrededor de su delgado tronco. Él tenía los ojos cerrados y ella cerró los suyos y ambos juntaron sus frentes…
Cuando ella abrió los ojos sólo había transcurrido un instante, pero se sintió agotada, pasiva.
Vio al general Leck sentado al otro lado de la habitación, sobre una de las pequeñas sillas colocadas en un rincón. El general llevaba puesto un traje y la miraba sin expresión alguna. Andy no experimentó ningún shock al ver allí al general: supo que el general Leck había estado en la habitación durante todo el tiempo que ella y Tony habían hecho el amor, y experimentó un débil estremecimiento de sorpresa por lo poco que eso le importaba. No sintió ninguna vergüenza. Acarició con expresión ausente la espalda de Tony, que aún estaba humedecida por el sudor.
Tony levantó la cabeza y la miró, y después miró por encima del hombro hacia su abuelo. Sin decir una sola palabra, se levantó y se puso los calzoncillos. Después se vistió en silencio, mirando únicamente al suelo.
Tras haberse abotonado la camisa y abrochado el cinturón del pantalón, Tony se dirigió hacia donde estaba sentado su abuelo y le ayudó a levantarse. Le acompañó hacia la puerta y pocos segundos después ambos habían desaparecido.
7
Al día siguiente, tras haber pasado una noche de ansiedad en la que apenas pudo dormir, Andy volvió a llegar a la casa de Leck antes de las seis de la mañana. Había hecho a pie todo el camino desde Belgravia, y había tardado media hora. Durante toda aquella terrible noche pasada junto a Phil, y durante todo aquel largo trayecto a pie por las oscuras inmensidades de Londres, Andy terminó por darse cuenta de que ahora era incapaz de permanecer alejada de la casa de Notting Hill… Había cruzado ya aquel límite sin haberse dado cuenta siquiera de haber pasado a su lado. Su cuerpo había decidido, o quizás el mundo había decidido por ella. Si Tony Leck era un esclavo de su abuelo, entonces Andy Rivers también lo era. Fuera cual fuese la condición de Tony Leck, ésa era también la de Andy Rivers.
Cuando abandonó su casa a las cinco y cuarto de aquella oscura madrugada, se dio cuenta de que podía decirle al general que, después de todo, había cambiado de opinión y quería quedarse a vivir en la habitación del segundo piso. Phil tardaría días en encontrarla, y para cuando lo hiciera ya habría admitido que la había perdido, no sólo a ella, sino también todo lo que hubiera podido obtener anteriormente de las palizas que le daba. Ella podía quedarse a vivir en la casa de los jardines de Kensington Park. Sin embargo, aún no había decidido que lo haría, sino que sólo pensaba que podría hacerlo. Quería conservar ante ella aquella posibilidad, aquella especie de hueco secreto de experiencia, para poder considerarlo durante algún tiempo más.
Andy llegó ante la alta casa de ladrillo a las seis menos cuarto y entró en ella. Esperaba —casi esperaba— que la llave produjera una chispa al ser introducida en la cerradura, de tan histórico como le pareció aquella mañana el hecho de abrir la puerta. Cerró silenciosamente la puerta tras ella y miró por la escalera hacia arriba.
El general estaría arrodillado y sollozando ante su altar privado, o sentado en la cama, mirando fijamente hacia las ventanas, hacia la nada.
Andy tomó una decisión. Se dirigió hacia el fondo de la entrada, pasando ante la medio invisible hilera de imágenes religiosas, y bajó rápidamente la escalera hacia el piso inferior.
Allí abajo estaba muy oscuro. De puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Tony. Por un momento, permaneció inmóvil ante ella, mordiéndose el labio inferior. Recorrió con una mano la desconchada pintura, se acercó más a la puerta y descansó la frente sobre la madera. Suspiró temblorosamente. Finalmente, llamó dos veces, con suavidad.
—El muchacho se ha ido —dijo una voz tras ella.
Sintiéndose humillada, como no lo había estado el día anterior, Andy se giró. El general estaba sentado justo a la entrada de la cocina, vestido con su traje gris y una corbata regimental con un pequeño nudo, que le sobresalía por el cuello blanco y rígido de la camisa.
—Se ha ido —repitió Andy, apoyando la espalda sobre la puerta.
—Sólo por unas horas, muchacha. ¡Hmmm! Mi nieto volverá esta tarde… Le llamaron en plena noche. ¡Hmmm! Y yo mismo tendré que marcharme dentro de poco. Estaré fuera la mayor parte del día.
—Muy bien —dijo ella con suavidad, suponiendo que no era bueno que Tony se hubiera marchado.
—De todos modos, puede usted subir arriba, muchacha. Tiene mucho trabajo que hacer. Si ninguno de nosotros ha regresado al mediodía, puede usted bajar y prepararse algo para almorzar.
—Gracias, general —dijo ella, todavía ruborizada.
—Confío en no haberme equivocado con usted —dijo el general—. Sería muy grave que me hubiera equivocado. Debe usted ser para nosotros, señora Rivers. Todo depende de eso.
Andrea recordó, y lo recordó con una amarga agudeza, la imagen del general enroscado como una antigua serpiente tras la puerta de la habitación de Tony.
Sin mirarle, subió la escalera. Al llegar a la entrada de la planta baja vio que una débil luz gris comenzaba a filtrarse por la claraboya La hilera de imágenes religiosas sujetas a los paneles de la escalera parecía brillar y susurrar cuando ella paso por delante para llegar al tramo principal de la escalera.
Después, docenas de pares de encolerizados ojos rojos la miraron desde la parte superior y los lados del baúl.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera de aquí!
Dio una patada con el pie en el suelo y una o dos de las ratas de mayor tamaño bajaron al suelo. Andy avanzó un paso en el interior del armario, y todo el grupo de ratas que había sobre el baúl bajó de éste, sin dejar de mirarla enojadamente.
—¡Fuera de aquí! —volvió a gritar oscilando los brazos de un lado a otro.
Una de las ratas que aún estaban sobre la tapa del baúl abrió la boca y siseó hacia ella. Andy cogió uno de los pesados zapatos del general y lo lanzó hacia la rata… que se escabulló y desapareció cuando el zapato golpeó a su lado. Andy avanzó un paso más y su propio zapato conectó con el cuerpo de una gruesa rata gris.
Lanzó un grito de repugnancia y después todas las ratas se desvanecieron tras las paredes, y ella avanzó más y arrastró el baúl, medio sacándolo del armario. Abrió la tapa con un movimiento rápido, pues se había imaginado que habría ratas en su interior, pero en él sólo había varias carpetas y paquetes atados y llenos de hojas y una caja plana con fotografías. Cogió uno de los paquetes y después extendió la mano para coger la caja.
Andy terminó de sacar el baúl del armario y abandonó rápidamente la habitación. Bajó la escalera y se metió en la seguridad de su pequeña habitación blanca.
«Tony», pensó.
Mareada y respirando todavía con dificultad, se sentó ante la mesa y empezó a leer las nuevas páginas.
Algo andaba mal; algo estaba desordenado. Estaba leyendo un material en secuencia con las aburridas páginas que había leído el primer día. El general estaba describiendo Sandhurst y su entrenamiento militar. Un tópico seguía a otro, los campos de juego de Eton volvieron a encontrar al duque de Wellington, y nunca había visto a un joven tan seguro de sí mismo, tan moralista y suave, con un corazón tan fuerte y una cabeza tan sensiblera. «Esperaba que me dieran mi primer puesto de mando con la emoción adecuada. No me sentía nada orgulloso, y mucho menos aprensivo». Ahora, Andy no podía soportar perder el tiempo leyendo aquella clase de material; pasó una hoja tras otra, echándoles un rápido vistazo, buscando una mención de Tony, o de la mujer que había escrito las primeras páginas en francés.
Finalmente, cuando llegó a la mitad del paquete, encontró una sola página que contenía dos frases escritas por la mano de la mujer.
«Sé por qué lloras. Lloras porque no puedo darte hijos».
Contempló fijamente las dos frases, releyéndolas. Las palabras casi parecían retorcerse sobre la página amarillenta. Andy pudo verse a sí misma escribiendo aquellas amargas palabras, pudo sentir la profundidad del autodesprecio dirigiendo la pluma…
Pasó la página y a continuación encontró otra escrita en francés por el general, en la que describía a su esposa. Era como si aquellas memorias hubieran sido liberadas por las dos sulfurosas frases de la página anterior. «Laurance es radicalmente inestable. Quiero decir que es inestable hasta la raíz, como un edificio que, inevitablemente, terminará por desmoronarse sobre sí mismo». Andy siguió leyendo con la boca abierta, con la atención tan prendida en las frases del general que si hubiera explotado una bomba en el exterior, sobre la calle, apenas habría levantado la mirada.
Poco después de su matrimonio, Laurance Leck, la esposa francesa del general, había empezado a demostrar su «inestabilidad radical». Lloraba desconsoladamente por ninguna razón que el general pudiera discernir, se convirtió en la víctima de extraños temores y obsesiones… No podía cruzar un puente, desarrolló un fetichismo contra el comer carne de cualquier clase, y se negó a salir de la casa durante un período de tres años.
En los años treinta se convirtió en adicta a los narcóticos; por aquel entonces ya bebía mucho. Había perdido su buen aspecto. Cuando Alemania invadió Polonia y su esposo se preparaba para el período de su mayor gloria, necesitaba a su lado una enfermera permanente. En 1944, cuando el general ya se había convertido en héroe en su país natal, ella tomó una decisión con respecto a su vida. El instrumento que utilizó para ello fue un pesado cuchillo de cocina con el mango de madera. Se descubrieron muchas heridas en su cuerpo.
Las memorias terminaban allí.
Andy cogió la caja de fotografías y la abrió en un lado de la mesa. Las fotografías se desparramaron sobre la madera amarillenta, junto a la máquina de escribir. Rebuscó entre ellas con los dedos. En una vio a Anthony August Leck como cadete en Sandhurst, con la espalda muy recta y el rostro en la sombra; en otras vio a un Anthony August Leck algo más viejo, en diversos momentos de su vida, con distintas graduaciones, en Malasia, Egipto y Francia. Sus dedos lograron coger una pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a una mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía, que era Laurance Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.
Andy gimió. El estómago pareció querer salírsele del cuerpo.
—¿Tony? —se escuchó decir a sí misma, con una voz débil y perdida.
Revisó rápidamente las demás fotografías… y allí estaba él, de pie junto a una pared soleada, en alguna parte, con unos tejanos y una camisa de manga corta, con su pelo moreno revuelto por la brisa. ¿Quién era? Si el general no había tenido hijos, difícilmente podía haber tenido nietos. El rostro alerta y sonriente de la fotografía no le daba ninguna respuesta. Andy se encontró contemplando de nuevo fijamente la pequeña fotografía cuadrada en la que su propio doble sostenía delicadamente el brazo de un soldado profesional, su esposo.
Confundida y sintiéndose casi cerca del pánico, Andy se incorporó y dijo:
—¿Tony?
Cruzó la habitación y se dirigió a la escalera. Bajó y bajó, como en sueños, creyendo oírle trabajar en la cocina.
Pero aquel sonido no parecía ser el de Tony cuando descendió el último escalón. Parecía más bien el de un enjambre de abejas. Era un zumbido rítmico y continuo…, un sonido hipnótico de gran intensidad.
—¡Tony! —gritó Andy al llegar al último escalón, aunque apenas pudo escuchar su propia voz.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina y entonces se detuvo, llena de temor y repugnancia. El olor a sangre llenaba la cocina y verdaderas nubes de moscas llenaban el techo, las pequeñas ventanas sobre el suelo, la mesa larga y estrecha. Las moscas eran aún mucho más numerosas cerca de la pileta y la cocina de gas, donde casi formaban un verdadero muro de aspecto sólido y negro. Y era de aquel muro de moscas de donde procedía el zumbido rítmico, como el de alguien o algo que se está alimentando.
—¿Tony? —susurró Andy.
Y echó a correr escalera arriba.
Abrió todas las puertas de la planta baja y miró en el interior de las habitaciones con chimeneas de mármol pero sin muebles. Eran habitaciones llenas de una espesa capa de polvo. Tony no estaba en ninguna de las dependencias de la planta baja. Subió corriendo la escalera y miró en cada una de las habitaciones que daban al pasillo, y no encontró más que nuevos espacios muertos y vacíos… como pequeños cubículos fríos con apenas algún que otro mueble. El ruido producido por los millones de moscas del piso inferior aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía… Era el sonido de la más pura y estúpida glotonería.
Andy se dirigió hacia la ventana de una de aquellas habitaciones vacías que daban a la parte posterior de la casa y miró hacia el diminuto jardín, pensando que su amante podía estar allí. Tony no estaba sobre la hierba amarillenta, ni cerca de los rosales en flor. En medio de un pequeño espacio cubierto por la hierba, los gatos se afanaban sobre algo que Andy no pudo identificar. ¿Una docena de gatos? ¿Quince? Habían cazado algo y lo habían matado, y ahora se afanaban sobre lo que fuera aquello, desgarrándolo con sus agudos dientes…
Andy se volvió cuando el sonido de las moscas subió por la escalera.
Echó a correr hacia la parte superior de la casa, y abrió de golpe la habitación del general. Y allí estaba. Tony estaba tumbado de espaldas sobre las sábanas grises y arrugadas de la cama del general, con la cabeza hundida sobre la almohada. Tenía un aspecto agonizante… y eso fue lo primero que pensó ella: que se estaba muriendo, y relacionó aquella visión de su amante de aspecto afligido con la pobre bestia que los gatos estuvieran desgarrando allá abajo, en el jardín.
—Tony —exclamó—, ¿cuándo has vuelto? ¿Qué te ha pasado…? ¿Por qué estás…?
Tony se subió la sábana, cubriéndose el tronco, y Andy se dio cuenta de pronto de que la sábana era roja, no gris, sino roja y húmeda… El pecho de Tony estaba abierto. Las costillas habían sido salvajemente destrozadas, y ella pudo contemplar las palpitaciones de su corazón, al tiempo que, con cada latido, más y más sangre surgía de él y empapaba la cama…
Pero aquello no podía ser… Aquello no era más que una especie de imagen mental sugerida, impuesta más bien, por las moscas de la cocina y los gatos salvajes del exterior, porque su pecho era blanco y delgado, estaba completo, y él se incorporaba, buscándola, pronunciando su nombre. «Andy, por favor, Andy». Ella se quitó los zapatos y se tumbó a su lado. «Te necesito, Andy». Él le desabrochaba los botones… «Por favor, Andy». Ella misma se arrancó la blusa, sin preocuparle que se rompieran los botones, arrojándola al suelo, sintiendo la piel fría de él contra la suya. «Oh, Andy. Estoy cansado. Estoy tan cansado, cariño». Ella estrechó su cuerpo delgado, apretó sus hombros contra ella con una mano, y las suaves nalgas con la otra: aquel cuerpo era casi tan manejable como el de un muñeco, y no parecía pesar nada.
Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… «Perdido…». Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inertes, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo…
Ella apartó la cabeza, incapaz incluso de gritar. El cuello de Tony cayó hacia un lado, y la cabeza, abandonada a sí misma, golpeó contra su mejilla, al tiempo que le salía sangre por la boca.
Pero a continuación se encontró haciendo el amor, y ya no hubo más sangre, ni sintió los pinchazos de los huesos rotos.
—Tony —dijo ella.
Los brazos que la rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. Y una voz que no era la de Tony, susurró:
—Aaaaagh.
El pequeño cuerpo que estaba sobre el suyo se convulsiono.
Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del general. Tenía los ojos empañados y las manos apretadas sobre el pecho. Y en ese momento Andy gritó, oliendo por un instante el océano de sangre que la había cubierto, y escuchando el sonido zumbante y ávido de las moscas. Se llevó el puño a la boca, y saltó de la cama. Las manos del general se lanzaron hacia su cuello. Andy sollozó, poniéndose ciegamente la falda y echándose la blusa alrededor de los hombros, y salió corriendo de la habitación.
Nunca supo si el general Leck ya estaba muerto cuando bajó a toda velocidad los escalones de cemento de la casa de los jardines de Kensington Park. Estaba abrochándose los dos botones que le quedaban en la blusa, y un taxi pasó lentamente ante ella. Le hizo señas frenéticas al conductor y abrió la puerta posterior antes de que el taxi se detuviera del todo.
El conductor se revolvió en su asiento, le dirigió una prolongada mirada y dijo:
—¿A la comisaría de policía, señorita?
—A casa —dijo ella—. A casa. Chester Square, al este de Eccleston Street. Sólo lléveme a casa.
—Y lo haré a toda la velocidad que pueda, si así lo quiere —dijo el conductor, tomando a toda prisa por Ladbroke Grove.
Cuatro días después, Andy leyó en el Guardian la nota necrológica del general Anthony August Leck. La muerte se debió a «causas naturales». El cuerpo había sido descubierto por un hombre de la compañía de gas que había acudido a la casa para tomar lectura del contador. Phil nunca le preguntó por qué razón había dejado su trabajo, o si tenía intención de buscar otro… Se limitó a retirarse otros cincuenta pasos hacia el corazón frígido de su matrimonio.