Horror 2

Horror 2


Todos nos estamos muriendo

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Todos nos estamos muriendo

GEORGE CLAYTON JOHNSON

Entró en la ciudad, nueva y desconocida, aparcó el coche enfrente del hotel de la calle principal y se apeó.

—¡Sam! —dijo una voz—. ¡Sam Windgate!

Un hombre de amplias espaldas que vestía un traje oscuro se acercaba apresuradamente hacia él con la mano extendida.

Su respuesta fue automática. Golpeó al hombre en la espalda y le estrujó varias veces la mano.

—Me alegro de verte otra vez —dijo con vehemencia—. Ahora tengo prisa, pero iré a verte cuando termine.

—Encontrarás mi nombre en la guía, Sam —dijo el hombre, sonriendo.

Entró en el hotel y se detuvo para comprar un paquete de cigarrillos. La chica que había detrás del mostrador acristalado se volvió hacia él con una sonrisa efusiva en los labios. La sonrisa se esfumó al verle la cara.

—Eres Fred, ¿verdad? —dijo la chica—. Fred Black.

El hombre la miró sin decir nada.

—Te veo extraño —dijo ella—. ¿No esperabas que me acordase de ti?

El hombre siguió callado, escudriñando el rostro de la muchacha.

—¿Creíste que me olvidaría de las cosas que dijiste? ¿De las promesas que me hiciste?

—Claro que no —dijo él.

—No comprendo cómo te has atrevido a volver por aquí después de todo lo que pasó.

—Y, pese a ello —dijo el hombre—, aquí estoy.

—Sí —dijo ella—, aquí estás.

El hombre hizo ademán de tocar la mano que la muchacha tenía apoyada en el mostrador de cristal. La muchacha la retiró con rapidez. El hombre sonrió tentativamente. Ella, sonrojándose, se humedeció los labios con la lengua.

—He vuelto por una razón.

Sus ojos recorrieron atrevidamente el cuerpo de la chica.

—Es demasiado tarde —dijo ella, mirando hacia otro lado.

—Quizá no —dijo él.

Los ojos de la muchacha se cruzaron con los suyos y el hombre pudo ver que estaban muy abiertos y húmedos; luego, ella se volvió y empezó a ocuparse de los artículos que había detrás del mostrador.

El hombre salió del hotel.

En el Wagon Wheel Cafe, adonde fue para almorzar, la camarera se acercó rápidamente a su mesa.

—¡Ben! —dijo—. ¡Ben Hoffmier!

El hombre sonrió de un modo forzado y alzó la vista.

—Vaya, vaya —dijo la camarera, inclinándose ante él—. ¿Cuándo has llegado a la ciudad?

Estaba tan cerca, que el hombre notó el olor limpio del jabón en su piel.

—Acabo de llegar —dijo él.

—¿Dónde está Evie? ¿Todavía tienes aquel restaurante en Grosse Point?

—Bueno, bueno —dijo tranquilamente el hombre—. Las cosas de una en una.

La camarera frotó la mesa con un trapo húmedo, rozando el hombro del hombre con su cuerpo.

Mientras ella hablaba, el hombre iba clasificando las palabras, los tonos, las inflexiones, sopesándolo todo y asignando a cada cosa su valor.

—He dejado a Evie esta vez. Ya sabes cómo son estas cosas.

—Desde luego —dijo ella—. ¿Recuerdas cómo se puso cuando nos encontró juntos? —Sus manos rozaron las del hombre sobre la oscura superficie de la mesa—. Fue la primera vez en mi vida que me pusieron de patitas en la calle.

—Olvídate de Evie —dijo él.

—Desde luego —dijo la camarera—. Ahora quédate aquí sentadito y te traeré el cubierto especial. Para ti, invita la casa.

Se alejó acompañada por el crujir de la ropa almidonada.

El hombre vio que un individuo le estaba observando desde su asiento de la barra. ¿Y cuál es tu culpabilidad especial?, pensó.

Mientras caminaba hacia la puerta, saludó a la camarera con la mano.

—Salgo a las ocho —dijo ella.

De nuevo en el hotel, sonrió a la chica que vendía tabaco. Ella le volvió la espalda fríamente. El hombre titubeó un poco antes de dirigirse al mostrador de recepción.

—Una individual —dijo.

Una vez en su habitación, se quitó la chaqueta y la camisa. Luego cogió el teléfono y pidió que le pusieran con el puesto de tabacos. Escuchó el ruido que hacían al ponerle en comunicación.

—Soy Fred —dijo; luego bajó la voz hasta que quedó reducida a un susurro ronco y añadió—: Tengo algo que decirte, si quieres escucharme. ¿Nos encontramos en algún lugar?

Mantuvo el aparato pegado a la oreja, escuchando, mientras en su cara se dibujaba una sonrisa. Después colgó el teléfono, se echó boca arriba sobre la cama y estuvo contemplando el techo durante un buen rato antes de dormirse.

Estaba oscureciendo. A través de la ventana podía ver el rótulo que se encendía y apagaba: ¡BAR-BAR-BAR!

Sacó la cartera y comprobó su contenido. Se le estaban acabando los fondos. Se puso la camisa y la chaqueta, se pasó el peine por el pelo y salió de la habitación.

Al llegar al vestíbulo, vio que el puesto de tabacos estaba cerrado. Entró en el bar y se detuvo para orientarse. A su izquierda había una larga barra. Vio a la chica que vendía tabaco. Estaba sentada en el extremo más alejado de él, con una copa delante. A su derecha había mesas separadas por tabiques de madera y más mesas entre éstas y la barra. Al fondo estaban los lavabos y un pequeño despacho. El tocadiscos tragaperras emitía un ruido ensordecedor.

Echó a andar siguiendo la barra con una expresión cuidadosamente relajada en el rostro, escuchando las oleadas de sonido.

—Oye, ¿ése no es Mike Grover?

—¿Quién?

—¿No te acuerdas de Mike, el jefe de personal?

El hombre se acercó a la mesa.

—No, no se le parece en nada.

—Es Grover, sin duda. ¡Eh, Mike!

El hombre alzó los ojos, como si se hubiera sobresaltado. Dejó que la sonrisa se extendiese por toda su cara mientras caminaba hacia la mesa. Tres hombres vestidos de cualquier manera se hallaban sentados alrededor de una botella semivacía de Old Crow.

—¿De dónde habéis salido, muchachos? —dijo el hombre—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Acércate una silla, Mike. Recordarás a Eddie Walsh, y éste es Barney Koenig. Chicos, os presento a Mike Grover, el peor jefe de personal que jamás haya trabajado para la Union Pacific.

—Tómate una copa —dijo Eddie—. Harvey no sabe lo que son los modales. —Eddie le colocó un vaso vacío delante y echó licor dentro—. ¿Sigues con la U. P.?

—Ya sabes lo que dicen de los viejos soldados —dijo el hombre, preguntándose si alguno de los que estaban sentados alrededor de la mesa tendría dinero.

—Chico, juntos pasamos algunos ratos estupendos, ¿verdad? —dijo Harvey—. ¿Te acuerdas de aquella vez que llevamos al viejo Swenson a cenar y le emborrachamos? Apuesto a que todavía se está preguntando cómo fue a despertar en casa de Essie Kuppenheimer.

—Sí —dijo el hombre, sonriendo.

—Y al día siguiente le dice a su vieja que había tenido que ir a Denver por un asunto de trabajo —dijo Harry y soltó una estruendosa carcajada.

El hombre sonrió ampliamente y luego dejó que la sonrisa se transformara en una expresión de tristeza.

—¿Ocurre algo malo, Mike?

—Acabo de acordarme de que tenía que pasar por el banco a primera hora de la tarde y sacar dinero —dijo con voz apesadumbrada—. Se me ha olvidado por completo. Tengo que hacer unas cosas esta noche y no llevo ni un centavo encima.

—¿Cuánto necesitas? —preguntó Harvey—. Tengo un poco de pasta.

—Te la devolveré mañana.

—¿Te arreglarás con veinte?

El hombre puso cara de duda.

Harvey sacó la cartera.

—Toma. Aquí tienes treinta pavos. Puedes dejárselos al camarero y yo los recogeré mañana por la noche.

El hombre cogió el dinero con una expresión de dolor en el rostro.

—Te lo agradezco, Harvey.

—No tiene importancia. Ha valido la pena con tal de verte. Chico, que ratos pasamos… ¡Ah, qué tiempos aquéllos! —Dio una palmada en la espalda del hombre—. ¿Otra copa?

—La próxima vez, ¿eh? Se está haciendo tarde y tengo un montón de cosas que hacer.

—Recuerda, si no puedes ser bueno, al menos ten cuidado —dijo maliciosamente Harvey—. No te lo gastes todo en casa de Essie.

Al pasar junto a la chica, ella se dispuso a bajar del taburete. Llevaba el pelo cepillado hacia atrás, dejando su cara despejada, y su aire era tímido y preocupado.

—Fred… —dijo con voz titubeante.

El hombre le rodeó los hombros con una brazo, como protegiéndola.

—Vamos a un sitio donde podamos hablar.

Echó a andar hacia la puerta. Al salir, la brisa fresca cayó sobre ellos. La muchacha se estremeció y al mismo tiempo alzó los ojos para escrutar la cara del hombre.

—Has cambiado, Fred —dijo.

—Sí —dijo él.

La cogió por el brazo y encaminó sus pasos hacia el hotel.

En la habitación del hombre, la chica se volvió hacia él y le rodeó el cuello con los brazos.

—Oh, Fred —dijo.

—Sí, sí —dijo él con voz ronca.

Se inclinó sobre ella, tocándola con las manos, acariciándola.

La muchacha se apartó de un modo casi febril.

—Cuando te fuiste creí que iba a volverme loca. Me decía una y otra vez que volverías y, cuando vi que no volvías, empecé a odiarte. De noche, a solas, pensaba en las cosas que te diría si alguna vez volvía a verte. Adquirí la costumbre de mirarme en el espejo y preguntarme qué había en mí que te había hecho dejarme. Me quitaba la ropa y me miraba en el espejo.

—No fue por eso —dijo él.

La atrajo hacia sí de nuevo y su mano experta encontró la cremallera de su vestido. La besó en la mejilla y luego en los labios.

—Y después me dio por pensar que quizás había hecho algo mal. Recordaba las noches que habíamos pasado juntos, recordaba todos los detalles, todas las caricias, todos los besos.

El aliento cálido de la muchacha acariciaba la oreja del hombre.

—Tampoco fue eso —dijo él.

El vestido cayó al suelo. El hombre apretó su cara contra el cuello de la muchacha, saboreando su piel.

—Y entonces pensé que quizás había otra mujer —dijo ella, jadeando mientras sus manos subían y bajaban por la espalda del hombre.

—Ninguna a la que quisiera tanto como a ti —susurró él, mientras la cogía en brazos y la llevaba a la cama.

—¿Nunca más volverás a dejarme? —preguntó ella con voz trémula.

—Nunca —dijo él, y acto seguido se reunió con ella sobre las sábanas limpias.

—Estaba equivocada —dijo ella por fin con voz apagada en la que había un asomo de temor y maravilla—. No has cambiado nada. Sigues siendo el mismo Fred Black al que tan bien recuerdo.

Mientras yacía allí, el hombre trató de recordar cómo había empezado todo. Había hecho todas las cosas normales que hacían los demás chiquillos. Y luego cumplió doce años y las cosas cambiaron, no en su trato con los chiquillos, porque ellos sabían quién era y no podía engañarles, sino con los adultos. Siempre andaban confundiéndole con los demás chicos. Llamaban a su madre para contarle historias extrañas.

—¿Estás llamando mentirosa a la señora Kelling? —preguntaba su madre con una vara en la mano—. Os vio a ti y a ese horrible crío de los Grenfeld rompiéndole las botellas de leche. ¿Cuántas veces te he dicho que no te acerques a él?

—Pero ma…

—Deberías ser más juicioso —le decía su madre, y luego le pegaba con la vara.

Una noche, de pie ante el espejo de su cuarto de baño, pasó un buen rato mirándose la cara con ojos inquisitivos y entonces descubrió su secreto. Si inclinaba su cabeza así, se parecía a Charlie Price. Si sonreía asá, se parecía a Billie Warner. Si arrugaba la frente y bajaba las cejas, era Pud.

Al principio se había entusiasmado con el descubrimiento. Iba por la calle con su máscara puesta y la gente decía «Hola, Pud», o «¡Eh, Billie!», y entonces él sonreía y se felicitaba.

De pronto cumplió dieciséis años y todo lo anterior quedó reducido a cosas de niños. Quería que se fijaran en él por él mismo, no porque le tomasen por Charlie o por Pud. Procuraba no ladear la cabeza ni bajar las cejas, y entonces los desconocidos le decían «Eh, Keith» u «Hola, Wendel». Luego se quedaba quieto en la acera y trataba de recordar su nombre.

Se encontró con que los demás se ofendían cuando les corregía por haberle identificado erróneamente. Se ponían colorados, tartamudeaban y a veces montaban en cólera. ¿Qué más daba?, se preguntaba. Si les gustaba tomarle por otro, ¿por qué estropearles la diversión? Al finalizar el día, con la cara entumecida de tanto saludar y sonreír, volvía a su casa y soñaba con una multitud de voces que le llamaban Jack o Bart o Brad.

Cierto día un hombre se le acercó frente a la sastrería de Seeger y le dijo:

—Toma, Evans. Aquí tienes los veinte que te debo.

Le puso un billete en la mano y se alejó.

Al día siguiente, metió sus cosas en una maleta y se fue de la ciudad. Tenía veintiún años. Descubrió que en todas las ciudades tenía viejos amigos que siempre estaban dispuestos a invitarle a comer, a alojarle en sus casas y a prestarle dinero.

Empezó a pasárselo en grande.

Excepto en aquellos días malos en que se sentaba en la habitación de algún hotel triste y soñaba con un empleo y una familia y una identidad que no subiera y bajara igual que el mercurio.

Un día compró una libretita de tapas negras sólo para llevar la cuenta de los «préstamos» y los «obsequios», y comprobó que representaban un promedio de diez mil al año. ¿Por qué comportarse como un bobo? ¿En qué otra parte podía ganar tanto dinero con su educación y sus conocimientos?

Lo recordó todo y se durmió pensando en la mañana siguiente, en que cogería el coche y se iría a otra ciudad donde empezaría de nuevo desde el principio.

Cuando se despertó, la chica se había ido. Al cruzar el vestíbulo del hotel la vio detrás del mostrador acristalado. Una expresión de desencanto arrugó el rostro de la muchacha cuando él pasó por delante de ella sin mirarla.

Desayunó en el Wagon Wheel Cafe, escuchando a la camarera, a la que dio conversación, para quedar bien, mientras comía con buen apetito.

Al salir de la ciudad en el coche, vio la estación de servicio. Hizo girar las ruedas hacia la izquierda, cruzó la línea blanca y se detuvo junto a los surtidores.

El encargado salió de su despacho caminando lentamente y le miró con atención:

—Llénelo —dijo él.

—¿Tú? —chilló el encargado—. ¡Arthur Danyluk, llevo diez años buscándote!

Se sintió arrastrado fuera del coche, y su cabeza chocó con el surtidor al tiempo que caía de rodillas.

«¡No!», pensó, medio aturdido.

Presa de terror, trató de rodar sobre sí mismo para librarse de las patadas.

El encargado había arrancado la manguera de gasolina y tenía la pesada boquilla alzada en el aire.

—¡Juré que te mataría! —gritó el encargado, alzándose de puntillas y bajando el brazo que sostenía la manguera.

El golpe le dio de lleno entre los hombros. Sintió convulsiones en todo el cuerpo hasta que se le quedó rígido. Su cara estaba como muerta, transformada en una cara extraña, una cara distintiva.

—Por favor —sollozó—. No soy el que usted piensa. Me llamo… me llamo…

Buscó inútilmente su nombre. ¿Quién era? No lo sabía al principio, y luego lo supo.

Demasiado tarde. La boquilla se alzó en el aire e inició su rápido descenso.

Era Ben Hoffmier. Era Fred Black. Era Mike Grover. Era Arthur Danyluk. Y todos ellos se estaban muriendo.

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