Horror 2

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La balsa

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La balsa

STEPHEN KING

La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta la seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas, hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara.

Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar.

La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro («ojos de francotirador», se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto.

—¡Ahí está! —gritó, golpeando el capó del Camaro—. ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina!

—Deke… —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz.

Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla.

Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia…, pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y saltó por encima de la valla.

—¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo.

Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.

Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.

Deke entró en el agua y gritó:

—¡Qué fría está, María Santísima!

Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope». Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto… Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.

Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.

—Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente—. ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?

Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.

Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes— y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).

Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña, pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.

—Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior, encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió—. Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.

Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.

—Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.

—La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.

Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado.

Pero ahora la muchacha le miró a él.

—Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo.

—Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy—. Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como… —Se encogió de hombros—. Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.

Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo…, ni siquiera Deke.

—El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne.

—Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza, con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?

El aludido asintió.

—Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.

—Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos…, por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.

Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena trasmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.

—Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior—: ¡Qué fastidio!

—Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy—. Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.

De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.

—¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.

—¡Sí, hagámoslo!

—Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada.

—No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.

Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.

«Olvídalo, Cisco… yo no voy». Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).

—¡Me apunto! —exclamó.

—¡Entonces vayamos! —dijo Deke, mirando a Randy—. ¿Y tú qué dices, Pancho?

Él había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos… Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta…

—¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.

Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra…, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente y oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenía una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro…

—¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro—. ¿Qué tal estás, Pancho?

—¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.

En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería, por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.

—¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.

Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo.

Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.

«¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo…?».

Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse.

—¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.

—Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa—. ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?

—¡Sí, estoy completamente sobrio!

Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.

Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.

—¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.

—¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.

Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca…, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.

—¡Nadad! —gritó a las chicas.

Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.

—¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es…?

LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.

—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta…?

—¡Nada, LaVerne, nada!

Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.

LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.

—¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.

Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsa, con uno de sus bordes ahora recto.

—¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha—. ¡Rápido!

Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.

—¿Es que te has vuelto loco, Randy?

LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.

—Esa cosa —dijo Randy, señalándola—. ¿Qué es eso, Deke?

Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular y limitándose a flotar allí.

—Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.

—Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy—. Eres un…

—No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy—. ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.

—Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna—. Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.

—Me va a salir un morado —dijo Rachel.

Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.

—¡Dios mío, qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.

—Iba a por las chicas —dijo Randy.

—Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.

—Iba a por las chicas —repitió tercamente.

Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».

—¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?

Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no— pero tenía la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua…, eso era lo que le preocupaba.

—Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy—. Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.

—Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio—. Sí, creo que lo tuyo es la ecología.

—Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenía el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.

Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».

—Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.

Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.

—Entonces vámonos —dijo LaVerne.

También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel…, pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.

Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel…, el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.

—Tengo miedo —dijo Rachel.

—¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.

El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy… Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisoña y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.

—Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.

LaVerne le sonrió con indulgencia.

—Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño—. Quiero ver la salida de las estrellas.

Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.

Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.

Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeó con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto…

Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha—. ¿Qué es, Randy?

—No lo sé.

Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vívida familiaridad que de desprecio…, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Ésa era la verdad.

Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock.

«Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.

—No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.

—Basta ya, LaVerne —intervino Deke, todavía sonriendo.

Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente, y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos, y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.

Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua.

—¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.

Entonces todo sucedió con extrema rapidez… Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.

LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.

—Rachel, será mejor que… —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.

—¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate—. ¡Qué preciosidad de colores!

—¡Rachel!

La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas.

—Ra…

Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.

Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada…, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.

La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo…, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.

La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.

—¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado?

Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto.

—No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.

Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos… No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.

—¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse… Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor—. ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO…!

El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intentó saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.

—No, está muerta —susurró con voz ronca—. Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho.

Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo…, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que soñaba o sufría alucinaciones.

LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.

Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.

Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas, y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por sí misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.

LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.

«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».

Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no sería presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol… para llevarte de calle a las chicas guapas», entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.

Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.

—Ah, Cisco —logró decir—. Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.

—¿Qué es eso? —Su mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente—. La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?

—No lo sé. ¿No me has oído antes?

—¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera, sigues todos los jodidos cursos de ciencias!

Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.

—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy—. La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.

La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.

—Es más grande —gimió LaVerne.

Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenía un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio

—¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamó LaVerne, y empezó a gritar de nuevo.

—Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no enseguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.

Tenía los ojos desorbitados.

Deke miró de nuevo a Randy.

—¿Estás bien, Pancho?

—No lo sé. Supongo que sí.

—Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía… ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?—. ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser?

Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa… o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía? ¿Quién podía saberlo?

—¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy.

—¡No! —gritó LaVerne.

—Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez—. No bromeo.

—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.

—Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke—. Pero quizás ahora esté harto.

Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.

—Inténtalo —le dijo a Deke.

El muchacho sonrió con gran esfuerzo.

—Ajá, Pancho.

—Ajá, Cisco.

—Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo—. ¿De acuerdo?

Ninguno de los dos le respondió.

—Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke—. Si ha venido, tendrá que irse.

—Tal vez.

Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.

—¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?

—Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse…, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer…

Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.

—Esperaremos —dijo—. Dejémosle que coma pescado.

Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente pero con suficiente firmeza.

—Ahora déjame en paz —le dijo.

Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.

Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.

—Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo.

—Exactamente —replicó Randy.

—No se lo hemos dicho a nadie.

—No.

—Así que nadie sabe que estamos aquí.

—No.

—¡Basta! —gritó LaVerne—. ¡Basta, me estáis asustando!

—Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo… No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía desternillarse—. Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada—. ¿No es cierto?

—Ya sabes dónde estamos —respondió Randy—. Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal…

—Con casas de campo cada quince metros…

—Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros.

—¿Y qué? Algún vigilante…

Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea… y le procuraba un placer perverso.

—No hay nada que robar, nada que destruir —replicó—. Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.

—Cazadores…

—Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.

También había conseguido asustarse.

—Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa—. Quizá sólo… bueno…, nos dejará en paz.

—Puede que los cerdos… —empezó a decir Deke.

—Se está moviendo —le interrumpió Randy.

LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.

La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando…

Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:

—¡No lo mires, Deke! ¡No lo mires! ¡Los colores te atontan!

—Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente—. ¿Qué es esa mierda, Cisco?

Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.

Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.

—¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba—: ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?

—Sí —dijo Deke, y miró a Randy—: Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.

—¡No! —gritó LaVerne—. No nos dejes aquí, no…

—Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha—. Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.

Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica… De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.

—Bien —le dijo a Deke—, pero no creo que lo consigas.

—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.

Dio un par de pasos y se detuvo.

Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.

—¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.

Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.

—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!

Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo… Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.

Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.

La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había…

—¡Tira del pie! —gritó de súbito—. ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!

—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.

La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.

Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más…

Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie había pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.

«Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle enseguida o no podremos sacarle nunca… Aguanta, Cisco, por favor, aguanta…».

LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.

Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke, ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible.

La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.

Deke aulló.

«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.

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