Horror 2
La balsa
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Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.
«No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho…».
—Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho—. Abrázame, por favor, ¿quieres?
Esta vez él lo hizo.
Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke…, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido…, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.
Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.
Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.
—¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia—. ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!
Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.
La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».
La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.
Y entonces, de repente, falleció.
Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.
Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.
Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. Él miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.
Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenía un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.
«Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado».
«Calla».
Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado».
Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica.
Deke se derrumbó.
Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.
Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.
El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.
Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.
Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.
Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas».
Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.
La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.
Los ojos todavía estaban abiertos.
Aún tenía la lengua fuera de la boca.
—Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.
Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.
«Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente».
Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.
El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse.
Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid.
Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.
Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.
«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a llaves de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?».
Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne, fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.
La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua, un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las ondas suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ver los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.
Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.
Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).
Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos: cómo capturar piojos de un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras de volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurrido a Bon Scott, el dirigente de AC/DC.
—¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos—. Prueba esto.
Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.
Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.
La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.
Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas.
—¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas—. ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!
Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.
—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso—. ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!
Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.
—¡No puedo respirar!
Ella aflojó un poco la presa.
—Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si…
Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.
—Ponte de pie en las tablas.
—¡No!
Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.
—No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.
—No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,…
Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.
—Baja o te tiro, LaVerne.
La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.
—¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes—. ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!
—Deke…
—Está muerto.
Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.
—Randy —susurró—. ¿Dónde está?
—Debajo. Mira.
Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.
—Randy, por favor…
—Calla.
Permanecieron allí, de pie.
Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.
—Voy a sentarme —dijo Randy.
—¡No!
—Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma. —Le dio su reloj—. Quince minutos.
—Devoró a Deke —susurró ella.
—Sí.
—¿Qué es?
—No lo sé.
—Tengo frío.
—Yo también.
—Entonces abrázame.
—Ya te he abrazado bastante.
Ella dejó de insistir.
Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.
—¿Qué vamos a hacer, Randy?
Él reflexionó un momento.
—Esperar.
Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.
—Calla —dijo él—, es sólo un somorgujo.
—Me estoy helando, Randy… Estoy aterida.
—No puedo remediarlo.
—Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa.
Él titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.
—De acuerdo.
Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo…, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.
Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.
—No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.
—Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada—. Puedo vigilarlo.
Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.
Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.
Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar…, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenía los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole
(colores)
color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autoestop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores
(se mueve, está empezando a moverse)
y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankis cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de
(pelo su pelo SU PELO ESTÁ EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO)
Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.
Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.
Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.
Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.
Una media hora después, cuando ya hacía mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron a responder con sus gritos.
La noche fue interminable.
El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible!— aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.
«¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!».
La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.
Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa, esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.
Miró a la izquierda y allí estaba la cosa…, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista enseguida.
—Vete a casa —graznó—. Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística.
Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría “como un murciélago salido del infierno”. La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único…».
Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.
La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo.
Quizá podía oír, o sentir, o… lo que fuera.
Randy esperó.
Esta vez pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.
Llegó la tarde.
Randy lloraba.
Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.
—Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke—. Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz…
La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.
Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».
Estaba de pie en la balsa.
El sol se puso.
Tres horas después salió la luna.
No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.
Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor…, tal vez los colores eran para eso.
La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.
—Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.
Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.