Horror 2
El quinto fragmento
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El quinto fragmento
Un relato de John Swithen
STEPHEN KING
Estacioné el cacharro en la esquina de la casa de Keenan, permanecí un momento sentado en la oscuridad y luego paré el motor y bajé del coche. Al cerrar la portezuela, pude oír el ruido de la herrumbre que se desprendía de los largueros y caía al suelo. Aquello no podría seguir así por mucho más tiempo.
Notaba la dureza del arma contra mi pecho al caminar. Era un Colt 45, el Colt de Barney. Serviría para la faena y, además, daba a todo el asunto un sentido de cruda justicia.
La casa de Keenan era una monstruosidad arquitectónica que se extendía sobre medio acre de terreno, llena de ángulos inclinados y tejados de pendiente pronunciada tras una valla de hierro. Tal y como esperaba, la puerta de la valla estaba abierta. El sargento se presentaría más tarde.
Me dirigí al camino de acceso, sin apartarme de los arbustos, y agucé el oído para distinguir cualquier sonido extraño por encima del lamento cortante del viento de enero. No se oía nada. Era la noche del jueves, y la criada de Keenan debía de estar fuera, pasándolo bien en alguna fiesta aburrida. No habría nadie más que aquel cabrón de Keenan, esperando al sargento, esperándome…
El garaje estaba abierto, y entré allí. Descollaba la sombra de ébano del Impala de Keenan. Comprobé si se abría la portezuela trasera: estaba abierta. Subí al vehículo, me senté y esperé.
Ahora se oía un ligero sonido de música, un jazz muy sosegado, muy bueno, quizá Miles Davis. Imaginé a Keenan escuchando a Miles Davis y con un gin fizz en su mano delicada. Bonita escena.
Fue una larga espera. Las manecillas de mi reloj pasaron de las ocho y media a las nueve y media, y siguieron avanzando hasta las diez. Se podía pensar mucho durante ese tiempo, y pensé en Barney y en el aspecto que tenía en el botecillo, cuando lo encontré la tarde de aquel día, el verano pasado, mirándome fijamente y emitiendo unos ruidos semejantes a graznidos, sin ningún sentido. Había navegado a la deriva durante dos días y parecía una langosta hervida. Tenía sangre negra coagulada de un lado a otro del abdomen, donde le habían alcanzado los disparos.
Dirigió el bote hacia la casita de campo lo mejor que pudo. A pesar de todo había habido suerte. Sí, fue una suerte que hubiera llegado hasta allí y que pudiera hablar todavía un poco. Yo tenía preparado un puñado de somníferos, por si no podía hablar, porque no quería que sufriera…, a menos que pudiera decirme algo.
Y lo hizo. Me lo contó casi todo.
Cuando murió, regresé al bote y cogí su Colt 45, que estaba escondido en la popa, en un pequeño compartimiento, envuelto en una bolsa de plástico. Luego remolqué su bote hasta el mar abierto y lo hundí. Si hubiera podido poner un epitafio en el lugar del bosque de pinos donde lo enterré, habría sido el de Barnum: «A cada minuto nace uno». En vez de hacer eso, me fui a averiguar algo sobre los hombres que lo habían despachado. Tardé seis meses en obtener información de dos de ellos, y allí estaba yo.
A las diez, una veintena de reflectores iluminaron el camino curvo, y la luz llegó al suelo del Impala. El hombre entró en el garaje y estacionó su coche al lado del de Keenan. Por el sonido supe que era un Volkswagen. El motorcillo se detuvo y pude oír al sargento soltar un ligero gruñido al bajar del pequeño vehículo. La música de arriba seguía sonando, y me llegó el sonido maléfico de la puerta lateral al abrirse.
—¡Sargento! —Era la voz de Keenan—. ¡Te has retrasado! Anda, pasa y toma un trago.
—Que sea escocés.
Antes ya había bajado la ventanilla, y ahora asomé por ella el 45 de Barney, sujetando la culata con ambas manos.
—Quietos ahí —les dije.
El sargento estaba a la mitad de los escalones de cemento, y Keenan le miraba desde arriba. Ambos presentaban unas siluetas perfectas a la luz que penetraba desde el interior. Dudaba de que pudieran verme en la oscuridad, pero podían ver el arma, que era grande.
—¿Quién diablos eres? —preguntó Keenan.
—Flip Wilson —respondí—. Un movimiento y estás muerto. Te haré un agujero lo bastante grande como para que quepa un televisor en él.
—Pareces un crío —dijo el sargento, sin atreverse a hacer el más mínimo movimiento.
—No os mováis. De eso es de lo único que tenéis que preocuparos.
Abrí la portezuela trasera del Impala y bajé con cuidado. El sargento me miraba por encima del hombro, y podía ver el brillo de sus ojuelos. Tenía una mano posada como una araña en la solapa de su traje con chaqueta cruzada, modelo de 1943.
—Arriba las manos.
El sargento obedeció. Keenan, por instinto, ya las había levantado.
—Bajad los dos al pie de la escalera.
Bajaron y al resplandor de la luz directa pude ver sus rostros. Keenan parecía asustado, pero el sargento estaba del todo sereno. Probablemente era él quien se había cargado a Barney.
—De cara a la pared —les ordené—. Los dos.
—Si buscas dinero…
Me eché a reír. Era un sonido como de ladrillos vítreos fríos raspados para sacarlos de un horno.
—Sí, eso es lo que busco. Ciento ochenta mil dólares, enterrados en un islote llamado Carmen’s Folly, delante de Bar Harbor.
Keenan se convulsionó como si hubiera recibido un disparo, pero ni un solo músculo se movió en la cara de cemento armado del sargento, el cual se volvió y apoyó las manos en la pared, descargando todo su peso en ellas. Keenan le imitó, a regañadientes. Le registré a él primero y encontré un bonito y pequeño revólver del calibre 32, con incrustaciones de latón en la culata. Lo arrojé por encima de mi hombro y lo oí rebotar en uno de los coches. El sargento estaba desarmado…, y me sentí aliviado al apartarme de él.
—Vamos a entrar en la casa. Tú primero, Keenan, luego el sargento y después yo. Sin ningún movimiento raro, ¿de acuerdo?
Los tres subimos la escalera y entramos en la cocina.
Era una de esas estancias esterilizadas, con baldosas y formica, que parecen salir enteras de alguna matriz de producción en masa en Yokohama. Una copa pequeña medio vacía de coñac descansaba sobre el mostrador. Les hice desfilar hasta la sala de estar de Keenan, que parecía obra de algún decorador afeminado que nunca se había librado de su pasión por Ernest Hemingway. Había una chimenea de losas, con una cabeza disecada de alce sobre el hogar, mirando el bar de caoba al otro lado de la sala, con unos ojos eternamente brillantes. Había un aparador con un armero encima. El estéreo había dejado de funcionar solo.
Señalé el sofá con el cañón del revólver:
—Uno en cada extremo.
Tomaron asiento, Keenan a la derecha y el sargento a la izquierda. Cuando estaba sentado, el sargento parecía aún más corpulento. El pelo cortado al rape había crecido demasiado, pero dejaba ver una fea cicatriz mellada. Pensé que pesaba por lo menos noventa kilos, y me pregunté por qué tenía un Volkswagen.
Cogí una silla y la arrastré sobre la alfombra de Keenan, que tenía el color de la arena movediza, hasta una distancia prudencial delante de ellos. Me senté y dejé reposar el arma sobre mi muslo. Keenan la miraba como un pájaro contempla a una serpiente. El sargento, en cambio, me miraba como si yo fuera un pájaro.
—¿Y ahora, qué? —preguntó en tono neutro.
—Hablemos de mapas y dinero —repliqué.
—No sé de qué me hablas —dijo el sargento—. Lo único que sé es que los críos no deben jugar con armas.
—¿Qué tal anda Cappy MacFarland últimamente? —le pregunté con toda tranquilidad.
No obtuve ninguna reacción del sargento, pero la efervescencia de Keenan hizo que saltara su corcho. Disparó las palabras como si fueran proyectiles:
—Lo sabe, sargento, lo sabe.
—¡Calla! —le gritó el sargento—. ¡Cierra tu maldita boca!
Keenan cerró los ojos y gimoteó. Aquélla era la parte del trato de la que nadie le había hablado. Sonreí.
—Tiene razón, sargento —le dije—. Lo sé… casi todo.
—¿Quién eres, muchacho?
—Nadie a quien conozcas. Un amigo de Barney.
—No sé quién es —dijo el sargento con indiferencia.
—No estaba muerto, sargento. Todavía alentaba.
Sarge dirigió una mirada lenta y fulminadora a Keenan, el cual se estremeció y abrió la boca.
—Calla —le ordenó el sargento—. Debería romperte el cuello. —Keenan cerró la boca con un chasquido. El sargento volvió a mirarme—: ¿Qué significa casi todo?
—Todo menos los pequeños detalles. Sé todo lo relativo al coche blindado, la isla y Cappy MacFarland, y de qué modo tú, Keenan y un cabrón llamado Jagger liquidasteis a Barney. Y el mapa: sé lo del mapa.
—No ocurrió tal como él te lo contó. Iba a traicionarnos.
—Era incapaz de hacer tal cosa. Barney era un primo que sabía conducir un coche a toda velocidad.
El sargento se encogió de hombros. Ver aquel gesto era como presenciar un pequeño terremoto.
—Muy bien. Sé tan estúpido como pareces.
—En marzo pasado ya supe que Barney estaba metido en algo, pero no sabía de qué se trataba. Entonces, una noche, vi que tenía un arma. Este revólver. ¿Cómo te pusiste en contacto con él, sargento?
—A través de alguien que estuvo en la cárcel con él. Necesitábamos un conductor que conociera bien la parte oriental de Maine y la zona de Bar Harbor. Keenan y yo fuimos a verle, y aceptó.
—Cumplí condena con él en South Portland —expliqué, y le dirigí una sonrisa al sargento—. Me gustaba. Era tonto, pero un buen muchacho. Necesitaba de alguien que cuidara de él, y parece que yo fui el elegido. No me molestó. Pensábamos atracar un banco en Lewiston, pero él no pudo esperar. Y ahora está bajo tierra.
—Vas a hacerme llorar —dijo el sargento.
Alcé el arma y le apunté, y por primera vez él fue el pájaro y yo la serpiente.
—Hazte otra vez el gracioso y te meto una bala en la barriga. ¿Acaso crees que no lo haré?
Sacó la lengua y la introdujo de nuevo en la boca con sorprendente rapidez, como un lagarto, y asintió con la cabeza. Keenan estaba paralizado. Parecía como si quisiera vomitar pero no se atreviera a hacerlo.
—Me dijo que era un gran golpe, suficiente para vivir de él durante diez años. Eso es todo lo que supe. Se marchó el tres de abril. Dos días después cuatro tipos volcaron el camión de Brinks que cubre el trayecto entre Portland y Bangor, en las afueras de Carmel. Mataron a los tres guardianes. Los periódicos dijeron que los atracadores atravesaron dos barreras policiales en la carretera, en un Ford del cincuenta y ocho trucado. Barney guardaba un Ford del cincuenta y ocho y tenía la intención de convertirlo en coche de carreras. Apuesto a que Keenan le dio el dinero para que lo convirtiera en algo mejor y mucho más rápido.
Los miró a los dos. No hicieron ningún comentario. El rostro de Keenan tenía un color terriblemente pálido.
—El seis de mayo recibo una postal con matasellos de Bar Harbor, pero eso no significa nada, porque hay docenas de islotes cuyo correo se canaliza desde ese punto, y lo recoge una lancha del servicio postal. La postal dice: «Mamá y la familia bien, la tienda marcha. Nos veremos en julio». Estaba firmada con el segundo nombre de Barney. Alquilé una casita de campo en la costa, porque Barney sabía que ése sería el trato. Llega julio, termina y Barney no aparece. —Les dirigí una mirada distante y proseguí—: Se presentó a principios de agosto. Cortesía de tu compinche Keenan, sargento. Se olvidó de la bomba de sentina automática del bote. Creíste que el agujero lo hundiría enseguida, ¿eh, Keenan? Pero también creíste que Barney estaba muerto. Yo extendía a diario una manta amarilla en la Punta del Francés, y era visible desde kilómetros de distancia, fácil de localizar. Sin embargo, tuvo suerte. No pudo hablar demasiado. Tú ya le habías traicionado una vez, ¿eh, sargento? No le dijiste que el dinero era nuevo, que todos los números de serie estaban registrados. Ni siquiera uno de los chicos del «sindicato» lo habría comprado hasta dentro de diez, o quizá quince años.
—Eso fue por su propio bien —murmuró el sargento—. Dentro de diez años tendría treinta. Yo, en cambio, tendré sesenta y uno.
—¿También compró a Cappy MacFarland? ¿O ésa fue sólo otra sorpresa?
—Todos teníamos que comprar a Cappy —replicó el sargento—. Era un buen hombre, un profesional. El año pasado se le declaró un cáncer incurable. Y me debía un favor.
—Así que los cuatro fuisteis a la isla de Cappy —les dije—. Cappy enterró el dinero e hizo un mapa.
—Fue idea de Jagger —dijo el sargento—. No podíamos escondernos de la policía durante diez años, nadie quería confiar en alguien que supiera dónde estaba el alijo… Había demasiadas posibilidades de que alguien se hiciera con todo el pastel. Y si lo repartíamos, alguno, tu compañero, por ejemplo, podía ceder a la debilidad y gastar parte del dinero. Si los polis le echaban el guante, el tipo podría cantar los nombres. Todos nos fuimos a pasar la tarde a la playa, y Cappy se encargó del dinero.
—Háblame del mapa.
—Sabía que llegaríamos a eso —dijo el sargento, con una sonrisa espectral.
—¡No se lo digas! —gritó Keenan ásperamente; el pánico se traslucía en su voz.
—Calla —dijo brutalmente el sargento—. Lo sabe todo gracias a ti. Si él no te mata, lo haré yo.
—Tu nombre está en una carta —dijo Keenan, frenético—. ¡Si me ocurre algo…!
—Cappy lo dibujó bien —dijo el sargento, como si Keenan no estuviera allí—. Había hecho prácticas de dibujo en la penitenciaría de Joliet. Cortó el mapa en pedazos para darnos uno a cada uno de nosotros. Íbamos a reunirnos el 4 de julio de 1982. Pero hubo problemas.
—Sí —convine, con voz distante.
—Si eso hace que te sientas algo mejor, te diré que fue una cosa de Keenan y sólo de él. Tenía que ser así. Jagger y yo nos largamos en el bote de Cappy. Él estaba bien cuando nos marchamos.
—¡Eres un maldito embustero! —chilló Keenan.
—¿Quién guardó dos trozos del mapa en su caja fuerte empotrada en la pared? —inquirió el sargento, y me miró de nuevo—: De todos modos, no había ningún problema, porque dos trozos del mapa no eran suficientes, y quizás era mejor quitar a tu compinche del medio. Tres partes son mejor que cuatro. Entonces Keenan me llamó y me dio su dirección. Me dijo que fuera a verle aquella misma noche. Naturalmente, había tomado precauciones: mi nombre estaba en una carta en poder de su abogado, con instrucciones de abrirla en caso de que muriese. Su idea era que el reparto entre dos sería aún mejor que entre tres. Con tres trozos del mapa en su poder, Keenan pensó que tal vez sería capaz de encontrar el sitio en el que se hallaba enterrada la pasta.
El rostro de Keenan era como una luna que se deslizaba hacia alguna parte, en una alta estratosfera de terror.
—¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté.
Keenan no dijo nada.
Yo había practicado un poco con el revólver. Era una buena arma y me gustaba. La sostuve con las dos manos y disparé al brazo de Keenan justamente por debajo del codo. El sargento ni siquiera se movió. Keenan cayó del sofá y se acurrucó, apretándose el brazo y gritando.
—¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté.
Keenan siguió gritando.
—Voy a dispararte en la rodilla —le dije—. El sargento podrá llevarte a donde está la caja.
—El grabado —dijo jadeando—. El Van Gogh. No me dispares más, por favor.
Me miró, sonriendo, con una expresión dolorida y conciliadora.
Con el arma le hice una indicación al sargento.
—Levántate y ponte de cara a la pared.
El sargento obedeció y se quedó ante la pared, los brazos colgándole fláccidos a los costados.
—Ahora tú —le dije a Keenan—. Ve a abrir la caja fuerte.
—Voy a morir desangrado —se quejó Keenan.
Me acerqué a él y le rocé la mejilla con la culata del arma, desgarrándole la piel.
—Ahora sí que sangras —le dije—. Vete a abrir la caja o sangrarás más todavía.
Keenan se levantó, sujetándose el brazo herido y llorando a lágrima viva. Descolgó el grabado con la mano sana y apareció una caja fuerte empotrada, de color gris. Me dirigió una mirada aterrorizada y empezó a manipular el disco. Sus dos primeros intentos fallaron, y tuvo que empezar de nuevo. Al tercer intento consiguió abrir la caja, en cuyo interior había algunos documentos y dos fajos de billetes. Introdujo la mano, manoseó un poco y sacó dos pedazos de papel, de unos ocho centímetros cuadrados.
Me había propuesto atarle y dejarle allí, puesto que era bastante inofensivo; no se atrevería a salir de su casa durante una semana. Pero era tal como el sargento había dicho: tenía dos fragmentos del mapa.
Y uno de los fragmentos tenía manchas de sangre.
Le disparé de nuevo, esta vez no en el brazo. Cayó al suelo como una bolsa de lavandería vacía.
El sargento no se acobardó.
—No te he mentido. Keenan se cargó a tu amigo. Los dos eran unos aficionados. Aficionados y estúpidos.
No le repliqué. Miré los pedazos de papel y me los guardé en el bolsillo. Ninguno de ellos tenía una X que señalara el lugar donde estaba el tesoro.
—¿Y ahora qué? —preguntó el sargento.
—Vamos a tu casa.
—¿Qué te hace pensar que mi trozo del mapa está ahí?
—No creo que ningún otro sitio te inspirara confianza. Pero si no es así, iremos a donde esté.
—Tienes respuesta para todo, ¿eh?
—Vámonos.
Regresamos al garaje y me senté en la parte trasera del Volkswagen, en la parte más distanciada del conductor. El tamaño del vehículo hacía que fuera casi imposible un movimiento de sorpresa por parte del conductor. Tardaría cinco minutos en dar la vuelta. Dos minutos después, estábamos en la carretera.
Empezaba a nevar y caían unos copos grandes y viscosos que se pegaban al parabrisas y se convertían en aguanieve en cuanto caían al suelo. La calzada estaba resbaladiza, pero no había mucho tráfico.
Después de viajar durante media hora por la carretera 10, el sargento viró para enfilar una carretera secundaria. Quince minutos después llegamos a un camino de tierra con rodadas, bordeado de pinos cargados de nieve. Avanzamos tres kilómetros más y entramos en un sendero corto y sembrado de desperdicios.
A pesar de la limitada luz de los faros del Volkswagen, pude distinguir una rústica y destartalada cabaña, con parches en el tejado y una antena de televisión torcida. En una hondonada, a la izquierda, había un viejo Studebaker cubierto de nieve. Al fondo se veía un cobertizo y un montón de neumáticos usados. Bienvenidos al Park-Sheraton.
—Hogar, dulce hogar —dijo el sargento al tiempo que paraba el motor.
—Si esto es un engaño, te mataré.
Parecía llenar las tres cuartas partes de la exigua parte delantera del vehículo.
—Lo sé —replicó.
—Baja.
El sargento se dirigió a la puerta de entrada.
—Ábrela y luego quédate quieto —le ordené.
Él abrió la puerta y permaneció inmóvil. Estuvimos allí unos tres minutos, y no ocurrió nada. No había más movimiento que el de una gruesa ardilla gris que se había aventurado hasta el centro del patio para maldecirnos.
—Muy bien —dije al fin—. Entremos.
Aquello era una madriguera de ratas. La única bombilla que había era de sesenta vatios e iluminaba débilmente toda la sala, dejando sombras como murciélagos muertos de hambre en los rincones. Había periódicos desparramados por todas partes. De una cuerda combada colgaban ropas puestas a secar. En un rincón había un viejo aparato de vídeo, y en el extremo opuesto una pica que estaba para caerse y una pesada bañera herrumbrosa, con patas en forma de garra. A su lado había un rifle de caza. Un gato gordísimo, de pelaje amarillento, dormía sobre la mesa de la cocina. La estancia olía a madera podrida y a sudor.
—Se carga a los roedores —dijo el sargento.
Podría haber discutido la afirmación, pero no lo hice.
—¿Dónde está tu fragmento del mapa?
—En el dormitorio.
—Vamos a buscarlo.
—Todavía no. —Se volvió lentamente, con una expresión dura en su cara de cemento—. Quiero que me des tu palabra de que no me matarás cuando lo tengas.
—¿Cómo te arreglarás para hacer que la mantenga?
Él me sonrió de un modo lento y soñoliento, como una fisura abriéndose en un glaciar.
—No hay manera de asegurarlo, pero te tengo calado.
—Explícate.
—El dinero no es lo único que te interesa, de lo contrario ya habría tratado de llegar a un acuerdo contigo. Pero también tienes que saldar la cuenta pendiente por la muerte de Barney. Muy bien, es justo. Keenan le traicionó y Keenan está muerto. Si también quieres echarle mano a la pasta, perfecto. Quizá tres fragmentos del mapa serán suficientes…, y el mío tiene marcada una gran equis. Pero no lo vas a conseguir a menos que me prometas lo que pido a cambio… Mi vida.
—¿Cómo sé que no irás a por mí?
—Iré, hijito —dijo suavemente el sargento—. Con una buena arma. Porque entonces será un nuevo juego de pelota.
Me eché a reír.
—De acuerdo. Dame la dirección de Jagger y tendrás mi promesa. Te aseguro que la mantendré.
El sargento meneó la cabeza lentamente.
—Es mejor que no juegues con Jagger, amigo. Jagger te comerá vivo.
Amartillé el Colt.
—De acuerdo. Está en Coleman, Massachusetts, en un albergue de esquí. ¿Puedes encontrarle?
—Lo encontraré. Vamos por tu fragmento, sargento.
El sargento me miró una vez más de arriba abajo, y luego asintió. Entramos en el dormitorio.
Una cama enorme con barrotes de latón, más periódicos, rimeros de revistas… Era un duplicado de la sala de estar. Las paredes estaban empapeladas con fotografías de mujeres. Un enorme gramófono, de ésos con altavoz en forma de trompa, descansaba en el suelo.
El sargento no titubeó. Cogió la lámpara de la mesita de noche y le quitó la base. Su fragmento del mapa estaba pulcramente enrollado en el interior. Me lo tendió sin mediar palabra.
—Échamelo —le ordené.
El sargento sonrió y me lanzó el cilindro de papel.
—Ahí va el dinero —dijo.
—Voy a cumplir mi promesa. Considérate afortunado. Vamos a la otra habitación.
Algo frío se agitó en sus ojos.
—¿Qué vas a hacer?
—Procurar que no te muevas por algún tiempo. Vamos.
Volvimos a la sucia y desquiciada cocina, un elegante desfile de sólo dos personas. El sargento permaneció bajo la bombilla desnuda, de espaldas a mí, con los hombros encorvados, consciente del cañón que pronto iba a abrirle un surco en la cabeza. Estaba alzando el arma para golpearle cuando la luz parpadeó.
De pronto, la cabaña quedó totalmente a oscuras.
Me lancé a la derecha: el sargento ya se había ido. Pude oír el ruido sordo y el rumor de las hojas de periódico cuando se arrojó al suelo. Siguió un silencio profundo, total.
Esperé a que mis ojos se aclimataran a la oscuridad, pero cuando pude distinguir algo ya no había remedio. La estancia parecía un mausoleo en el que emergían mil débiles sombras, y el sargento las conocía a todas y a cada una de ellas.
Sabía quién era el sargento. Había sido difícil conseguir información sobre él. Fue sargento durante la segunda guerra mundial, y ya a nadie le importaba cuál era su verdadero nombre. Era simplemente el sargento, sanguinario y duro. Había pertenecido a un comando en la Gran Guerra.
En algún lugar de la sala, envuelto en la oscuridad, avanzaba hacia mí. Debía de conocer aquel lugar como la palma de su mano, porque no se oía ningún sonido, ni el crujido de una tabla, ni una sola pisada. Pero podía notar que se acercaba más y más, flanqueándome por la derecha o por la izquierda, o tal vez arriesgándose a aproximarse en línea recta.
El sudor de mi mano impregnaba de humedad la culata del arma, tenía que dominar el impulso de disparar frenéticamente, al azar. Era muy consciente de que tenía tres porciones del pastel en mi bolsillo, y no me molestaba en preguntarme por qué se habría apagado la luz. No me lo pregunté hasta que la potente luz de una linterna se filtró a través de la ventana, barriendo el suelo con un haz caprichoso y fortuito que reveló al sargento, inmóvil y agachado a medias, uno o dos metros a mi izquierda. Sus ojos tenían un destello verdoso en el brillante cono de luz, como ojos de gato.
Tenía una reluciente hoja de afeitar en la mano derecha. De repente recordé cómo su mano se había posado en la solapa de la chaqueta, en el garaje de Keenan. Había extraído la hoja del cuello de la prenda.
El sargento dijo una sola palabra, dirigida hacia la luz de la linterna.
—¿Jagger?
No sé quién le alcanzó primero. Una pistola que, a juzgar por el ruido parecía pesada disparó una vez detrás del haz de luz, y yo apreté dos veces el gatillo del 45 de Barney, por puro reflejo. Los impactos arrojaron al sargento hacia atrás, contorsionándose, contra la pared, con fuerza suficiente para que perdiera una de las botas.
La linterna se apagó.
Disparé una vez contra la ventana, pero sólo di en el vidrio. Me tendí de lado en la oscuridad y me di cuenta de que Jagger estaba allí fuera. Y aunque tenía doce cargas de munición en el coche, no me quedaba más que una bala en el arma.
«No juegues con Jagger, amigo», había dicho el sargento. «Jagger te comerá vivo».
Ahora tenía una idea bastante exacta de aquella estancia. Me levanté y corrí agachado, saltando sobre las piernas extendidas del sargento, y me dirigí al rincón. Me metí en la bañera y miré por encima del borde. No se oía ningún sonido. Incluso los ruidos del bosque parecían haber enmudecido. En el fondo de la bañera había una especie de arenilla, la loza desprendida en escamas del borde. Aguardé.
Transcurrieron unos cinco minutos que me parecieron cinco largas horas.
Entonces la luz se encendió de nuevo, esta vez en la ventana del dormitorio. Agaché la cabeza mientras la luz penetraba por la puerta. Tras un breve sondeo, volvió a apagarse.
Silencio de nuevo, un silencio largo y pesado. En la sucia superficie de la bañera de loza del sargento lo vi todo. Vi a Barney, con la sangre coagulada en el vientre, al sargento, paralizado bajo el haz luminoso de Jagger, la hoja de afeitar sujeta con pericia profesional entre el pulgar y el índice, y una sombra oscura sin rostro: Jagger. El quinto fragmento.
De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó una voz. Era suave y refinada, casi de mujer, pero no afeminada. Su tono me dio la impresión de que aquel hombre era implacable y muy competente.
—Eh, tú.
No me moví ni dije nada. No iba a conseguir mi número sin marcar un poco.
Cuando habló de nuevo, lo hizo a través de la ventana.
—Voy a matarte, amigo. He venido para matarlos. Ahora sólo estás tú.
Hubo una pausa mientras volvía a cambiar de posición. La próxima vez que habló lo hizo desde la ventana, por encima de mi cabeza, sobre la bañera. Sentí que las tripas me subían a la garganta. Si le diera por encender la linterna…
—No hace falta nadie más, amigo. Lo siento. —Apenas pude oír su movimiento cuando cambió a su siguiente posición, que resultó ser de nuevo la entrada—. Tengo mi parte del mapa, amigo. ¿Quieres venir a por ella?
Me entraron ganas de toser y las reprimí.
—Ven a buscarlo, amigo —dijo en tono burlón—. Todo el pastel. Ven y llévatelo.
Pero no tenía necesidad de hacerlo, y él lo sabía. Los pedazos estaban en mi poder, y ahora podría encontrar el dinero. Con su único fragmento Jagger no tenía ninguna oportunidad.
Esta vez el silencio se hizo realmente largo. Pasó media hora, una hora, no sé cuánto tiempo, la eternidad al cuadrado. La rigidez insensibilizaba mi cuerpo. Afuera soplaba el viento, imposibilitando oír nada salvo el rumor de la nieve al estamparse contra los muros. Hacía mucho frío y hacía rato que los pies se me habían quedado insensibles. Ahora empezaba a notar las piernas como si fueran bloques de madera.
Entonces, alrededor de la una y media, oí un ligero ruido, espectral, como de ratas deslizándose en la oscuridad. Mi respiración se detuvo. De algún modo, Jagger había conseguido entrar y estaba en el centro de la habitación.
No tardé en comprender de qué se trataba. El rigor mortis, azuzado por el frío, estaba colocando al sargento en su posición definitiva. Me tranquilicé un poco.
Y fue en aquel momento cuando la puerta se abrió de repente y Jagger irrumpió en la estancia, fantasmal y visible con su manto de blanca nieve, alto, larguirucho y desmadejado. Le di lo suyo y la bala le abrió un agujero a un lado de la cabeza. Y en el breve resplandor del disparo vi que había disparado a un espantapájaros sin rostro, vestido con los pantalones y la camisa abandonados de algún granjero. La cabeza de arpillera se desprendió del mango de escoba al chocar contra el suelo. Entonces Jagger empezó a dispararme.
Tenía una pistola semiautomática, y el interior de la bañera era como un gran címbalo hueco y resonante. Los fragmentos de loza saltaron por los aires, rebotaron en la pared y me golpearon el rostro. Las astillas de madera llovían sobre mí.
Cargó el arma, dispuesto a continuar. Iba a acribillarme en la bañera como a un pez en un barril. Ni siquiera podía asomar la cabeza.
Fue el sargento quien me salvó. Jagger tropezó con un pie grande y muerto, se tambaleó y acribilló el suelo en vez de disparar por encima de mi cabeza. Pude arrodillarme y le arrojé el gran revólver de Barney a la cabeza.
El arma le alcanzó, pero no le detuvo. Salté de la bañera para ir a por él, y Jagger, atontado por el golpe, disparó dos veces a la izquierda.
La débil silueta que era Jagger retrocedió, tratando de afinar la puntería, sujetándose con una mano la oreja, donde le había golpeado el revólver. Un disparo me atravesó la muñeca. La segunda bala me hizo un desgarrón en el cuello. Entonces, increíblemente, volvió a tropezar con los pies del sargento y cayó hacia atrás. Alzó de nuevo el arma y disparó al techo. Ésa fue su última oportunidad. De una patada, le arranqué el arma de la mano, y pude oír el ruido a madera húmeda de los huesos quebrados. Le di un puntapié en la ingle, haciendo que se doblara. Volví a patearle, esta vez en la parte trasera de la cabeza, y sus pies produjeron un rápido e inconsciente tamborileo en el suelo. Ya estaba muerto, pero le golpeé una y otra vez, le di patadas hasta dejarlo convertido en pulpa y mermelada de fresas, nada que alguien pudiera identificar jamás, ni por los dientes ni por ninguna otra cosa. Le di patadas hasta que ya no pude mover más la pierna y los dedos de los pies se tornaron insensibles.
De repente me di cuenta de que estaba gritando y que no había allí nadie para escucharme, nadie salvo hombres muertos.
Me limpié la boca y me arrodillé sobre el cuerpo de Jagger.
Mi cacharro estaba donde lo había dejado, en la esquina del terreno donde se alzaba la casa de Keenan, pero ahora no era más que un espectral montón de nieve. Había dejado el Volkswagen del sargento un par de kilómetros atrás. Confiaba en que la calefacción seguiría funcionando. Estaba completamente aterido.
Abrí la portezuela y me estremecí un poco mientras me sentaba. El rasguño del cuello ya se había coagulado, pero la muñeca me dolía terriblemente.
El starter funcionó durante un buen rato, y finalmente el motor se puso en marcha. La calefacción también funcionaba, y el único limpiaparabrisas eliminó la nieve en el lado del conductor. Jagger había mentido acerca de su fragmento del mapa, desde luego. No lo llevaba encima, ni tampoco estaba en el modesto Studebaker Lark que le había llevado hasta la casa del sargento. Pero yo tenía su cartera y su dirección. No lo necesitaba…, pero no creí que tendría necesidad de aquel pedazo de papel, pues el fragmento del sargento era el que estaba marcado con una equis.
Me puse en marcha con cuidado. Durante algún tiempo tendría que ser cuidadoso. El sargento había tenido razón en una cosa: Barney fue un tipo estúpido. El hecho de que también hubiera sido mi amigo ya no importaba. La deuda había sido pagada.
Tenía muchas razones para ir con cuidado.