Horror 2

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La coartada de un amante

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La coartada de un amante

CHET WILLIAMSON

Harold Dodge había tenido miedo de quedar paralizado en el último segundo, pero no ocurrió eso. Levantó suavemente el revólver de donde lo había ocultado, bajo la silla de ella, lo situó contra la sien derecha de la mujer, cerró los ojos y apretó el gatillo. Cuando tuvo el valor para mirar, vio muy poca sangre, y eso le gustó. Había temido que lo salpicara todo, como ocurría en las películas, que su suéter quedara manchado con salpicaduras rojas, que le señalarían por todo Manhattan como el asesino de su esposa.

Pero sólo hubo un delgado chorro, casi indistinguible del pelo castaño rojizo de ella a la débil luz. Miró su reloj, a pesar de que lo había comprobado apenas un minuto antes. En aquel momento habían sido las 8’32. Ahora eran las 8’33. La fuerza de la muerte de Carol no había deformado el tiempo, ni ampliándolo ni comprimiéndolo. Y eso fue algo que le dio confianza en sí mismo. En el breve espacio de tiempo que había tardado en apretar el gatillo, él había cambiado inconmensurablemente. Pero el tiempo no había cambiado. Como tampoco la coartada que ese mismo tiempo le proporcionaba.

Respiró profundamente varias veces y trató de relajarse. No tenía necesidad de apresurarse. Las paredes de su apartamento eran lo bastante gruesas como para contener el sonido de los grupos de rock que tocaban con un volumen de mil decibelios durante las condenadas fiestas de fin de año, sin molestar a los vecinos, de modo que la idea de que el débil disparo del revólver de bolsillo del calibre 22 de Carol hubiera podido traspasar la pared de ladrillo y yeso no era más que una fantasía paranoide.

Harold limpió sus huellas del metal azulado y apretó los dedos de Carol (¿se estaban enfriando con tanta rapidez?) contra la culata y el gatillo. Las huellas de ella ya estaban impresas en las vainas del interior. Ella misma había cargado el revólver varios meses antes, después de que la señora Clemens fuera atacada frente al apartamento. Harold había pensado que era una tontería por su parte comprar un revólver. Ahora se alegraba de que lo hubiera hecho.

Abandonó el edificio por la escalera de incendios, no encontrando a nadie mientras lo hacía. El descenso de veinte pisos le dejó las piernas temblorosas para cuando llegó al nivel de la calle, pero ignoró el dolor y caminó bruscamente hacia donde había aparcado su coche, a cinco manzanas de distancia. Metió el Jaguar en el tráfico y se dirigió hacia los túneles. Una vez que salió de la ciudad, tomó la dirección de Newark.

El reloj del panel de instrumentos marcaba las 9’47, cuando llegó al aparcamiento situado bajo el apartamento de Susan. Subió la escalera de incendios hasta el cuarto piso, miró a través de la ventana de cristal para asegurarse de que el vestíbulo estaba vacío, y se metió precipitadamente en el apartamento de ella.

Susan estuvo entre sus brazos antes de que la puerta tuviera tiempo de cerrarse, y él no pudo recordar que ella le hubiera abrazado jamás tan fuerte, ni siquiera en la cama.

—¿Lo has hecho? —preguntó ella en un susurro.

—Sí, sí, está hecho.

—¿Algún problema? —preguntó ansiosamente, echándose hacia atrás y mirándole a la cara.

Él negó con un gesto de la cabeza.

—¿Y tú? —preguntó a su vez.

—A mí todo me ha ido bien —respondió con una voz temblorosa, por lo que él no estuvo seguro de que fuera así—. El chico con la pizza llegó a las 8’15.

—¿La había comprado?

—Creo que sí. Me dirigió una mirada divertida.

—¿Qué le dijiste?

—Lo que habíamos planeado. Dejé la ducha funcionando, la puerta del cuarto de baño ligeramente abierta, y grité: «Te cojo de la cartera el dinero para pagar la pizza, ¿de acuerdo?». Esperé un poco y luego pregunté: «¿Harold?».

—¿Estás segura de que pronunciaste mi nombre?

—De eso depende todo, cariño. No me olvidé. Después me encogí de hombros, como si no me hubieras escuchado, y eso fue todo.

—A las 8’15, ¿eh? —Ella asintió con un gesto y él añadió—: Muy bien. ¿A qué hora he llegado aquí?

—Hacia las seis y media. Nos metimos enseguida en la cama, hicimos el amor, dormimos un poco y a las ocho menos cuarto llamé por teléfono pidiendo una pizza.

—Eso es perfecto —dijo él, sonriendo abiertamente por primera vez—. Todo saldrá bien, cariño. No hay de qué preocuparse.

—¿Fue…? —Susan se detuvo—. ¿Sufrió?

—No —se apresuró a contestar él.

Casi deseaba que no hubiera sufrido. Sólo Dios sabía lo mucho que ella le había hecho sufrir a él con aquella desesperada posesividad suya. «Te amo, Harry». Lo decía una y otra y otra vez, hasta que parecía algo obsceno.

Él la había amado años antes, cuando se casaron. Aunque, en realidad, no eran más que muchachos que acababan de salir de la escuela, ella de Vassar y él de una pequeña escuela de magisterio. Tampoco había sido por el dinero de ella. Se habría casado con Carol aunque hubiera sido más pobre que él mismo. De esa forma, quizás hubiera funcionado.

Él quería que vivieran de su sueldo y ella estuvo de acuerdo. Pero antes de que transcurriera mucho tiempo se puso humillantemente de manifiesto que él no podía ganar lo suficiente para satisfacer los gustos de Carol, por lo que ella empezó a meter mano en los fondos de su fideicomiso. La dependencia financiera de él fue aumentando paulatinamente, como un cáncer de desarrollo lento, y tres años después estaban en Manhattan, viviendo en un apartamento dúplex con doce habitaciones, y él se convirtió en un caballero acomodado, para quien el trabajo de periodista en una ciudad pequeña era, y ya sería para siempre, algo perteneciente al pasado.

La idea de que él se había casado a causa de la riqueza de su familia sólo se le ocurrió a Carol pocos meses después. Fue entonces cuando empezaron a plantearse las preguntas.

—¿De veras me amas? ¿De verdad?

—¿Sabes lo mucho que te amo?

—¿Sabes que haría cualquier cosa por ti?

—¿Me amas?

—¿De veras?

—¿De veras?

Fue como una letanía que estuvo a punto de volverle loco. Él la amaba, se dijo a sí mismo, y también se lo dijo a ella. Pero era como tratar de llenar el Gran Cañón con un susurro. Las palabras no podían satisfacerla, ni las amorosas caricias, ni los pequeños regalos podían alimentar aquella hambrienta necesidad irracional. Y a medida que la necesidad de ella se fue haciendo mayor, la capacidad de él para satisfacerla se fue hundiendo, hasta que los peores temores y sospechas de Carol fueron creados por el monstruo de su propia inseguridad.

Al principio, las otras mujeres no fueron más que un pensamiento secundario. Empezó a dedicarles atención del mismo modo que se dedicaba a la numismática, a los partidos de béisbol o a ver las innumerables películas que ella no deseaba ver…, como una especie de escape de su sofocante posesividad. Pero entonces conoció a Susan en un festival de Kurosawa, y todo cambió. «Aquí», pensó, «está la mujer con la que debía haberme casado». Y la respuesta de ella fue la misma. Se vieron a menudo en hoteles grandes y anónimos, y de vez en cuando Harold acudía a su apartamento en Newark.

La paranoia de Carol se había triplicado cuando Harold empezó a acostarse con Susan. Era como si ella pudiera ver una A roja de «adúltero» en el pecho de él, y eso le ponía nervioso. No había habido informante alguno, ningún detective privado armado con una Polaroid. ¿Por qué entonces la nueva serie de preguntas? ¿Las súplicas y los ruegos?

—Harry, hay algo que anda mal. ¿No quieres decirme lo que es?

—Oh, querida, por favor, no me culpes de nada. ¿Acaso no sabes lo mucho que te amo?

—Compártelo conmigo, Harry. Lo comprenderé. ¿Es que ya no me quieres más?

«¡No, ya no te amo, maldita zorra avara!». Pero nunca le dijo nada igual.

Él podría haber obtenido el divorcio con facilidad, pero en los ocho años que llevaba casado con Carol se había aficionado cada vez más a las cosas que uno puede hacer con dinero.

Por lo tanto, la única respuesta posible era asesinarla.

Le había planteado el tema a Susan con delicadeza, y se sintió aliviado al descubrir que ella lo consideraba como una opción válida. La idea de hacerlo aparecer como un suicidio fue de ella, y Harold la aceptó de inmediato. Entre su círculo de amigos, Carol tenía la reputación de ser una neurótica, de personalidad variable, de modo que un suicidio no sorprendería a nadie. Y su relación con Susan daría a Carol una fuerte motivación.

Era perfecto. «Adiós, Carol. Vete al infierno y llévate contigo tus lloriqueos amorosos».

—Me alegro.

Las palabras de Susan le obligaron a volver de su ensoñación.

—¿Qué?

—Me alegro de que no sufriera.

Entonces, la abrazó y la besó con fuerza. Pocos minutos después ambos estaban en la cama, y la relación amorosa fue buena, mejor que nunca, como si el peligro al que estaban a punto de enfrentarse hiciera que sus vidas fueran mucho más reales, sus sentimientos mucho más intensos. Se apretaron el uno contra el otro, en un deseo de absorberlo todo. En realidad, pensó él extrañamente, no fue tanto un acto de amor como de odio.

Después, no pudieron dormir, de modo que se levantaron y se vistieron, tiraron la pizza fría por el triturador de basuras, y arrojaron la caja vacía, y unas servilletas sucias a un cubo, donde pudieran ser encontrados si alguien quería echar un vistazo. A continuación, Harold llamó a un garaje situado a pocas manzanas de distancia, y les dijo que se le había agotado la batería del coche y necesitaba que se lo pusieran en marcha. Prometieron estar allí en quince minutos. Besó a Susan, despidiéndose de ella y bajó al aparcamiento para encender las luces antes de que llegaran los del garaje.

—Sí, supongo que tiene que haber sido hacia las seis y media. No, la batería se ha agotado, no vale la pena intentarlo. Sólo necesito conectarlo y podré ponerlo en marcha.

Perfecto. Y si le decían que antes lo intentara, siempre podía aparentar que no se ponía en marcha.

Sólo cuando salió del ascensor observó que las luces de su coche estaban realmente encendidas. Se detuvo en seco y pensó por un momento. ¿Podía haberlas dejado encendidas inconscientemente, para proporcionarse a sí mismo una coartada más fuerte?

En ese momento, un Volkswagen oxidado dobló la esquina, con un hombre con una sucia barba tras el volante. Cuando vio a Harold aminoró la marcha y abrió la ventanilla.

—¿Es suyo? —preguntó.

Harold pudo oler a cerveza procedente del interior del escarabajo.

—Sí, es mío.

—Se le habrán agotado las baterías —dijo el hombre sacudiendo la cabeza—. Pasé por aquí alrededor de las siete, y las luces ya estaban encendidas. ¿Quiere que le eche una mano?

«¿Alrededor de las siete?».

—Oh, no, no, gracias. Van a venir los del servicio de un garaje… ¿Cuándo dijo usted que vio mis luces encendidas?

—Más o menos hacia las siete.

—¿Está seguro? Yo…

«No hables demasiado. Él tiene razón. Recuérdalo. Él tiene razón».

—¡Pues claro que estoy seguro! —dijo el hombre de malhumor—. Fue entonces cuando me marché a ver el partido.

Harold asintió con un gesto. El corazón le saltaba en el pecho y sentía el rostro como si toda la sangre hubiera desaparecido de él.

El hombre gruñó, y el coche continuó su marcha y desapareció por la otra esquina. «Está borracho», pensó Harold. Debían de haber sido por lo menos las diez cuando el hombre vio su coche. «Borracho, eso es todo».

Pocos minutos después llegó el camión de servicio del garaje. Ahora, sin embargo, no hubo razón alguna para fingir… La batería del jaguar se había agotado realmente. El mecánico la sometió a una carga rápida y Harold le extendió un cheque personal. Después, regresó a Manhattan.

Su reloj señalaba las 12’14 cuando apagó el motor en el aparcamiento del edificio en que vivía. Se dirigió hacia la puerta principal, intercambió amables saludos con Sam, el portero (incluyendo un chiste verde que estaba seguro de que Sam recordaría), y subió a su apartamento.

Carol todavía estaba allí. La poca sangre caída sobre la alfombra estaba seca, y su piel había adquirido una palidez cerúlea. Los ojos, parcialmente abiertos, ya habían empezado a hundirse en sí mismos. Harold se estremeció y llamó a la policía.

Veinte minutos más tarde, un pequeño ejército de policías entró en la estancia, y un detective llamado Tompkins empezó a interrogar a Harold. Mientras los demás sacaban fotografías, tomaban muestras en la sala y hacían mediciones, Tompkins se dedicó a hacer lo mismo con el cerebro de Harold.

Harold lo explicó todo tal y como lo habían planeado… No, se había marchado varias horas antes. ¿Dónde estaba? Bueno, eso no podía decirlo. No se guarde nada, señor Dodge, no trate de proteger a nadie. Eso podría ser malo para usted. ¿Debe usted saberlo realmente, teniente? ¿Una mujer, señor Dodge? (Un gesto de asentimiento de Harold, y una evidente sonrisa de comprensión por parte de Tompkins). Tenemos que saber de quién se trata, señor. Lo comprendo. Lo comprendo.

Y luego vinieron los detalles… el lugar, el nombre, lo que se había hecho, lo que se había dicho, a quién se había visto, y la pregunta clásica: ¿Podremos mantener esto en privado, verdad, teniente? Desde luego, pero, como usted comprenderá, tenemos que comprobarlo. Sólo es una cuestión de rutina. Claro, teniente, lo comprendo. ¿Puede entregarnos una fotografía suya reciente, señor? Se la devolveremos. («Comprueba todo lo que quieras, idiota, y si me coges será porque soy lo bastante estúpido como para merecerlo»).

Después se llevaron a Carol y Harold se acostó. Se sentía ligeramente mal, a causa sobre todo del estrecho interrogatorio a que le había sometido Tompkins, y no a causa de la culpabilidad. Pero también estaba agotado, por lo que se quedó profundamente dormido.

Le despertó el teléfono a las diez de la mañana. Los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente, despertándole de golpe, y su voz sonó crispada cuando contestó.

—¿Harry? —Era la voz de Susan—. Acabo de enterarme. La policía ha estado aquí. ¡Oh, Harry, qué terrible!

Al principio, se preguntó a qué se refería ella, pero entonces se dio cuenta de que, probablemente, sospechaba de la existencia de una escucha telefónica. «Chica lista», pensó. Valía la pena haber matado por ella.

—Lo sé —dijo él, siguiéndole el juego—. Sufrí tal conmoción… al encontrarla así. Ha sido horrible.

Su voz sonó con un tono dramático.

—Tengo que verte, Harry. Tengo que hablar contigo… de nosotros.

«Lleva cuidado, cariño. No te pases».

—Muy bien. Necesito aire fresco. ¿Qué te parece si nos vemos en el parque? En la entrada de la Calle Cincuenta y nueve.

Allí no habría escarabajos.

—Estupendo. Dame una hora, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Hasta luego, cariño.

Colgó el teléfono y se duchó. El teléfono volvió a sonar cuando estaba terminando de secarse.

—Señor Dodge —dijo la voz—. Soy el teniente Tompkins. Comprobamos su historia, señor, y todo concuerda.

—¿Han hablado con la señorita Denton?

—Sí, señor, lo hicimos. No es que eso sea suficiente para establecer una coartada, considerando su relación con ella, pero el chico que entregó la pizza identificó su fotografía…

—¿Que él…?

—… Y una de las vecinas de la señorita Denton le vio entrar en el edificio hacia las seis y media. Eso, junto con la declaración del mecánico que puso en marcha su coche, le deja a salvo de toda sospecha, puesto que el momento de la muerte ha sido establecido en las ocho y media.

—¿Una vecina…?

—Sí. Oh… —Se escuchó un ruido de papeles a través de la línea—. Se trata de la señora Staedelmeyer. Una viuda de sesenta años. Dijo que usted la ayudó a subir una caja de comestibles en el ascensor.

—Yo… —«¡Qué diablos!»—. ¡Oh, sí! Sí, ahora lo recuerdo…

«¿Está tratando de tenderme una trampa? ¿Estoy atrapado?».

—Sólo quería hacerle saber que todo está en orden. Estoy seguro de que ya tiene bastantes cosas de que preocuparse. Sin duda alguna habrá un procedimiento judicial por suicidio, pero como ella no dejó ninguna nota, tenemos que comprobar todas las posibilidades. ¿Lo comprende?

—Sí. Sí, gracias teniente.

—Gracias a usted, señor Dodge. Pronto volveremos a ponernos en contacto con usted.

Harold colgó el teléfono, con la cabeza dándole vueltas. «¡Dios! ¿El chico de la pizza…? ¿La señora…, cómo se llamaba, Staedelmeyer? ¿Qué está ocurriendo aquí?».

Tenía que ser una trampa, y había sido lo bastante estúpido como para haber caído en ella.

«No hay ninguna señora Staedelmeyer, señor Dodge. Y el chico que entregó la pizza nunca le vio a usted, ni escuchó su voz. Sólo oyó el sonido del agua en la ducha. Y ahora, ¿quiere decirnos algo al respecto?».

«¡Idiota!». Probablemente, ahora ya había un par de detectives que acudían a buscarle.

Harold se vistió frenéticamente y bajó a toda prisa por la escalera de incendios. Sólo podía pensar en encontrar a Susan, en descubrir qué había salido mal. Terminó de bajar por la escalera de incendio, con la respiración entrecortada, y empezó a recorrer las siete manzanas que le separaban de la Calle Cincuenta y nueve. Entró en el parque y esperó, observando la entrada desde detrás de unos gruesos árboles. Cuando llegó Susan, se apartó varios pasos de los árboles en dirección a donde Susan permanecía de pie, buscándole.

—¡Susan! —le siseó. Un autobús que pasaba ahogó su voz—. ¡Susan! —llamó más fuerte, y ella se volvió hacia él.

—¡Harry! —exclamó—. ¿Qué haces ahí?

Se dirigió hacia él, pero Harold la detuvo con un gesto.

—¿Te han seguido? —le preguntó.

—¿Seguido? No, ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió él. Le hizo gestos impacientes para que se reuniera con él. Cuando estuvo a su lado, la cogió rudamente por un brazo y se la llevó detrás de los árboles—. ¿Qué te han preguntado? ¿Qué les has dicho?

Ella parecía confundida.

—¿Por qué estás tan excitado? Les dije que estabas conmigo. Eso fue lo que tú les dijiste, ¿no?

—¡Pues claro! Pero ¿qué significa eso de que el chico de la pizza me vio? ¿Y qué pasa con esa tal señora Staedelmeyer?

—Le hablé al teniente de ellos…

—¿Por qué? ¡Santo Dios! ¿Por qué has hecho eso?

—Harry, ¡me estás haciendo daño! ¡Suéltame!

Ella se apartó y él pudo ver las señales pálidas que sus dedos habían dejado sobre el brazo.

—¿Por qué has hecho eso? —rugió.

—Yo… pensé que ayudaría…

—¿Que ayudaría? Ese policía me ha cogido hoy a causa de tu maldita ayuda. ¿Cómo diablos puedes ser tan estúpida para decir una mentira tan evidente?

Ella sacudió lentamente la cabeza de un lado a otro, con una expresión de sorpresa en el rostro que a él le recordó el rictus mortal de Carol.

—¿Una mentira…?

—¡Sí! —espetó él—. ¡Sí! ¡Una mentira! ¿No lo sabes? ¿No sabes que a uno le cogen a causa de esas cosas?

Ella seguía pareciendo confundida, pero la decidida independencia que le había atraído a él desde el principio, volvía a resurgir ahora

—¿De qué estás hablando, Harry? ¿A qué mentira te refieres?

Él lanzó un suspiro de exasperación.

—El chico de la pizza no me pudo ver, por el amor de Dios y ni siquiera sé quién demonios es la señora Staedelmeyer. Tompkins me ha cogido… ¡Maldición! ¡Me ha cogido!

Ahora la expresión de Susan era de preocupación, y había un mutis de simpatía en sus ojos que Harold no pudo comprendo

—Harry —dijo tranquilamente—, ahora escúchame. Sé que debes de estar muy excitado por todo esto, y quizás hasta te sientas culpable después de todo lo que hablamos e… incluso planeamos. Pero ahora no hay razón alguna para que sea así. Ella estaba desequilibrada, eso lo sabes muy bien. Como también sabes que ese chico te vio cuando saliste del cuarto de baño.

—¿Qué estás…?

—Y sabes que ayudaste a esa mujer con sus paquetes, Harry… Te vi con ella cuando te abrí la puerta.

—No, tú… —Harold se detuvo en seco y miró a su alrededor, con una repentina sospecha que le hizo palidecer—. ¿Dónde? —susurró, haciendo girar los ojos—. ¿Dónde se esconden ellos?

—¿Quiénes?

—Los policías, o quien sea, la gente que te seguía…

—Harry. —La voz le temblaba, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Harry, aquí no hay nadie más.

—Entonces, ¿por qué dices esas cosas?

Se cogió entonces la cabeza con las manos, tratando de reprimir las náuseas junto con el miedo que le impregnaba como un sudor seco. Cuando Susan le tocó, lanzó un gruñido al contacto y ella retrocedió rápidamente. Él permaneció allí durante dos minutos, temblando, boqueando en busca de la cordura, hasta que cayó de rodillas y rodó lentamente sobre la hierba. El débil sol iluminó su rostro enrojecido a través de las ramas llenas de hojas de los árboles.

Cuando abrió los ojos, Susan estaba de pie ante él, mirándole. Una lágrima asustada rodaba por su mejilla izquierda.

—¿A qué hora? —preguntó él con un tono de voz ahora más sereno—.

¿A qué hora llegué a tu casa anoche?

—A las seis y media —contestó ella después de haber tragado saliva.

—¿Y a qué hora llegó el chico de la pizza?

—A las ocho… y cuarto.

Y cuando miró su rostro, se dio cuenta de que ella no mentía.

Permaneció allí durante un largo rato antes de volver a hablar. Cuando lo hizo fue en voz tan baja, que Susan tuvo que arrodillarse para oírle.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Yo la asesiné —repitió él.

—No. No ha sido culpa tuya.

—Yo estaba allí. Yo le disparé. Lo sabes muy bien.

—Estabas conmigo.

—Estaba con ella.

Susan se incorporó. Tenía los hombros hundidos y se cogía las manos con fuerza.

—Llámame —le dijo—. Regreso a casa. Llámame hoy a última hora. —Él no dijo nada—. ¿Lo harás?

Esperó un momento más y, al no obtener respuesta, se volvió y se alejó hacia el rugido del tráfico en la Calle Cincuenta y nueve.

Al cabo de un rato, él se levantó y también se dirigió hacia la calle. Recorrió las siete manzanas como en una ensoñación, y estuvo a punto de ser atropellado por un taxi cuando cruzó la Calle Sesenta y cinco con el semáforo en rojo. No miró para ver si alguien le seguía. Temía que no fuera así.

En cuanto llegó a su apartamento vio la nota colgando tímidamente bajo la silla en la que él la había asesinado. Era imposible que la policía no la hubiera descubierto la noche anterior. La leyó:

Mi querido Harold:

He decidido quitarme la vida. Mi depresión constante es algo más de lo que puedo soportar, y no es justo que también arruine tu vida. Sé feliz, amor mío.

Tu amante Carol.

Era, inconfundiblemente, la letra de su esposa.

Se dejó caer sobre la silla, sosteniendo la nota entre sus dedos temblorosos. Era la última pieza del rompecabezas que le permitía disponer de una coartada perfecta, pero ello no le producía ninguna sensación de alivio. En su lugar apareció el atontamiento producido por la confusión, la cordura desapareciendo por debajo de la puerta. Y en el interior de su mente sólo había preguntas: «¿Cómo? ¿Por qué? ¿Quién?».

Pero sabía quién.

Encontró la otra nota de ella enganchada con cinta al espejo del armario de medicinas, en el cuarto de baño, cuando fue allí en busca de unas píldoras. Era como si ella hubiera sabido que iba a necesitarlas.

Querido Harold:

Te amo, y siempre te he amado. No sé por qué hiciste lo que hiciste, por qué creíste necesario terminar de ese modo. Tendrías que haber hablado conmigo, haberme contado cómo te sentías. Yo lo habría comprendido. Te comprendo mucho mejor de lo que tú te imaginas.

Nunca has querido comprender lo mucho que te amo. Ahora lo sabrás. Te he amado lo suficiente como para morir por ti. Sabía lo que intentabas hacer. Aun cuando no me lo dijeras, aunque no lo compartieras conmigo, yo podía verlo.

No es la primera vez que una mujer muere por un hombre. Pero ¿alguna vez ha muerto una mujer a manos de un hombre y ha regresado después para bendecirle con la seguridad, para salvaguardarlo con la inocencia? Eso es lo que he hecho por ti, para demostrarte la profundidad de mi amor. Te he proporcionado a ti, mi asesino, la inocencia de mi muerte.

¿Te parece suficiente?

¿Me amas ahora?

¿Me amas?

¿Me amas?

Entonces, compártelo conmigo. Ámame. Ven conmigo. Puedes hacerlo.

Abre el armario.

Tenía la boca reseca y creyó que había dejado de respirar. Miró hacia la puerta del armario y vio su propio rostro reflejado pálidamente bajo la luz de neón. Ya tenía el aspecto de un hombre muerto.

Sus dedos tocaron el pomo metálico del armario, y vacilaron. Volvió a mirar la nota, y se preguntó si aquellas palabras que aparecían al final, habían estado allí escritas antes.

Haría cualquier cosa por ti.

La puerta del armario se abrió silenciosamente. La navaja de afeitar apareció solitaria en la estantería de abajo, como una cobra dispuesta a saltar. Su mano la cogió y la hoja brilló a la luz blanca.

Había más palabras escritas en la nota. Ahora podía ver cómo se formaban.

Compártelo conmigo. Ámame. Necesito tu amor.

—Mi amor no era nada… Era una mentira… —susurró, con la voz entrecortada.

Y entonces escuchó la voz de Carol en su oído, al tiempo que algo levantaba su brazo con la navaja, hasta que la hoja tocó su cuello, fría como el hielo, caliente como una llama…

El mío no lo era…

… introduciéndose transversalmente en la piel como un arco rasga las cuerdas de un violonchelo en el instante en que se desvanece una canción de amor.

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