Horror 2

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Los visitantes de otoño

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Los visitantes de otoño

FRANK BELKNAP LONG

Todo lo de East Glencove me cae bien a comienzos de octubre. La mayoría de las casitas de la costa están tapiadas, y llega el momento en que puedes montar un picnic sin que la basura flote en la marejada, y sin tener que soportar los alaridos jubilosos de los bañistas recorriendo la larga playa circular mientras sus hijos dan volteretas en la arena.

Si esto me hace pasar por cascarrabias, me apresuro a añadir que Janice comparte mi preferencia por East Glencove en su gloria otoñal, cuando el humo de leña asoma desde atrás de los altos pinos del lado mediterráneo de la aldea, y cuando lo único que obstruye el paisaje por la banda litoral es un ocasional revoloteo de gaviotas que anidan en las rocas dispersas —¿escalones de un gigante?— blanqueadas por sus excrementos.

A lo cual se suman muchas otras virtudes: la placidez; una suerte casi increíble de compañerismo, con el resto del mundo eclipsado; la televisión proscripta —excepto para la contemplación de los más fugaces programas de noticias— hasta noviembre, por lo menos. Agréguese a esto correr a lo largo de la playa, las discusiones sobre libros viejos y nuevos y luego, tal vez, la cena en la playa.

—Peter, has dorado perfectamente las patatas. Pero la pescadilla frita debería estar un poco más crujiente. Habrían bastado dos vueltas más en la sartén.

Quince o veinte minutos de distensión en las tumbonas, con las tazas de café en la mano, escuchando cómo el viento riza la arena y observando cómo la marea gana un centímetro en su lento ascenso por la playa. Después el retorno a la casita, entre una desbandada de cangrejos, para sentarnos en el porche mientras el crepúsculo se ahonda a nuestro alrededor y el lejano parpadeo de las luces de la bahía precede la llegada de la oscuridad y de una miríada de estrellas.

Generalmente entramos a las nueve y media. Pero en aquella noche específica la ausencia de mosquitos era total, no había ni un atisbo de frío en el aire, y parecía existir un acuerdo total entre ambos para quedarnos por lo menos una hora más donde estábamos.

Me levanté, abrí la puerta mosquitera lo justo para que Princess pudiera salir brincando, y luego me senté nuevamente junto a Janice, mientras me preguntaba por qué el solo hecho de palmear la cabeza de un perro peludo podía volver más locuaces y tiernas a muchas mujeres. Apenas se acurrucó contra mí, le estrujé súbita y fuertemente la cintura.

—Si te concedieran un deseo en este preciso instante, ¿cuál sería? —pregunté.

—Creo que lo sabes —respondió.

—Conjeturar nunca es lo mismo que saber —dije—. Si expresaras en términos más concretos lo que insinuaste esta mañana…

—Está bien —asintió, antes de que yo pudiera continuar—. Me gustaría pasar por lo menos otro año íntegro en la casita. El correr riesgos es bueno para nosotros, y aún somos suficientemente jóvenes como para poder permitirnos ese lujo.

En los años en que todavía no se envejece y en que la energía creadora está en su apogeo, la felicidad se puede disfrutar en más de un sentido, y yo sabía que Janice no se refería a lo económico. En verdad, esta consideración se hallaba ausente con demasiada frecuencia de sus cálculos.

—En los últimos meses sólo he vendido los cuadros justos para cubrir las necesidades básicas, incluido el alquiler —le recordé—. Es una peculiaridad de los marchands de Nueva Inglaterra. Un año son muy temerarios, y al año siguiente son exageradamente cautos. Como mozo para trabajos diversos, en la aldea, sería un fracaso —añadí, para dar énfasis a mi argumento—. Pertenezco más bien a la categoría de los Van Gogh que se cercenan la oreja.

—Oh, vamos —objetó Janice—. Tienes fibra suficiente para apañártelas en lo que te propongas hacer, si es necesario. Es a mí a quien te refieres.

—No conseguirás nada con halagos… —empecé a decir, y me interrumpí.

Princess se había levantado y había llegado a la puerta tras dar dos largos saltos. Arañaba la tela mosquitera, con los pelos de la nuca erizados, y de sus fauces brotaba un gruñido feroz. Lo asombroso era el sencillo hecho de que no se trataba de una perra guardiana, y en circunstancias normales habría recibido a un ratero con el más cordial meneo de su cola.

Impedí que Janice se pusiera en pie, susurrándole:

—No te muevas y no hagas ruido. Creo que tenemos visita. ¿Echaste llave a la puerta del fondo?

—Sí —afirmó—. Pero la ventana de la cocina está abierta.

—No me sigas hasta que me haya asegurado de lo que sucede —le advertí—. Podría ser una ardilla o un murciélago.

Llegué a la puerta antes de que tuviera tiempo de protestar. Apenas la hube abierto, Princess atravesó velozmente el mirador en dirección a la sala, como un perro de ataque súbitamente liberado.

El mirador estaba bañado por la luna pero no había en él nada que pudiera usar como arma. El mejor sucedáneo, si la necesitaba —e intuía que podría necesitarla— era la estatuilla de bronce montada sobre un pedestal justo en la entrada de la sala, y mientras tanteaba la pared buscando el interruptor de la luz, oí que Princess gruñía y rascaba el suelo en la oscuridad.

Apenas encendí la luz, vi que Princess estaba sola. Corría de un lado a otro frente al hogar, como si hubiera olfateado algo raro allí, y zarandeaba un poco los dos leños apagados y raspaba los ladrillos con las garras. Sobre su cabeza, las largas piernas colgantes de Dolly Madison también se agitaban ligeramente.

Una palabra sobre Dolly Madison. Era fácil verla como una muñeca tallada en madera por las manos del hombre, o incluso como un juguete de fábrica. Pero en realidad no era ni lo uno ni lo otro. Dos semanas atrás Janice la había recogido en la playa y la había depositado sobre la repisa con una expresión de orgullo por su hallazgo, porque le encantaban los trozos de madera flotante cuyas formas prodigiosas hacían evocar imágenes de una franja marina poblada de duendes donde todo tipo de errantes figuras nocturnas celebraban sus francachelas para luego huir cuando despuntaba el primer rayo de sol.

Después de una fuerte tempestad, en las playas de Nueva Inglaterra se podían encontrar muchos de estos tesoros abandonados por el mar, pero Dolly Madison —el nombre con resonancias históricas le había parecido a Janice apropiado y divertido— era lo más parecido que un objeto natural podía ser a una muñeca de perfecta configuración humana, con nudos correctamente espaciados a modo de ojos, una boca sonriente, y piernas excepcionalmente largas.

—¡Tranquila, Princess! —exclamó Janice, casi a mi lado. Había hecho caso omiso de mi exhortación a permanecer otro rato fuera—. ¿Qué bicho te ha picado?

Al oír su voz, Princess dejó de gruñir y de brincar, y se tendió en el suelo visiblemente arrepentida.

—Te has arriesgado tontamente —dije—. Algo debió de excitarla y la ventana de la cocina sigue abierta.

—No, acabo de cerrarla —respondió Janice.

Era difícil admitir que un pequeño habitante de la noche hubiera podido entrar y salir tan rápidamente, volando o arrastrándose, de manera que me agaché en silencio y miré debajo de los leños del hogar.

Nada.

—Estaba erizada por la furia —comenté—. Cuanto mejor conozco a los perros y gatos, más me convenzo de que son casi tan locos como las personas.

—Podemos agradecerle a nuestra buena estrella que no fuera un ladrón —sentenció Janice—. Creo que exageras. No empecé la noche cansada, pero ahora me gustaría subir y meterme de cabeza en la cama.

Subimos juntos, con el tipo de compenetración que no necesita muchas palabras. A menudo basta muy poco para echar a perder una velada, y de pronto me sentí tan cansado como ella. Princess se levantó al mismo tiempo y volvió con paso cansino al mirador. Tuve la sensación de que pronto emitiría breves gruñidos en sueños, como lo hacen frecuentemente los perros cuando tienen pesadillas.

Janice fue la primera en dormirse, quizá porque estaba realmente cansada, en tanto que yo tuve que esforzarme por conciliar el sueño. Durante diez o quince minutos me revolví y revolqué, escuchando el viento que hacía vibrar los cristales de las ventanas y contando el nuevo equivalente de las ovejas: cifras de tarjetas de crédito que brotaban de un ordenador y aumentaban mi déficit cada vez que me detenía en una gasolinera.

Entonces, quizá veinte minutos después de que Janice hubo estirado la mano y apagado la luz de la cabecera de la cama, caí en un profundo sopor. Probablemente al principio no soñé nada, porque perdí, de manera brusca e instantánea, toda conciencia de Janice como foco rutilante de mi vida, foco este que proyectaba su luz radiante sobre el camino que me aguardaba y hacía parecer menos peligrosa su escabrosidad ocasional.

No sé con exactitud a qué hora me desperté. El aposento seguía sumido en la oscuridad total, sin el menor atisbo de claridad en la zona de las ventanas. Pero generalmente puedo determinar cuándo está próximo el amanecer porque existe una gran diferencia entre un sueño breve y otro prolongado, y parece haber algo, en el inconsciente, que registra el paso del tiempo con cierto grado de precisión, incluso mientras duermes.

Afortunada o desafortunadamente, según el caso, las emociones no se pueden cronometrar de la misma manera, e inmediatamente me sentí excitado y aprensivo sin saber por qué.

Sin encender la luz, tanteé en la oscuridad buscando mi bata, las pantuflas y una linterna de bolsillo, y en menos de tres minutos me encontré bajando a la sala en medio de un silencio tan absoluto que me habría permitido oír el movimiento de un ratón.

Por un momento me pareció que la sala estaba tal como la habíamos dejado. Hasta que vi el más tenue de los resplandores en dirección a la repisa del hogar. Algo se movía, algo situado directamente debajo de Dolly Madison. Yo sólo alcanzaba a discernir los vagos contornos de su torso de madera y de sus largas piernas colgantes en lo que había cesado de ser una región de negras tinieblas.

Cuando la visibilidad es muy débil, pocos segundos de contemplación intensa pueden hacer a menudo que un elemento apenas perceptible se destaque con mayor nitidez, y el objeto en movimiento se convirtió repentinamente en una pequeña figura humana, con los brazos extendidos, que saltaba como si hiciera esfuerzos frenéticos por alcanzar las piernas colgantes de Dolly Madison y bajarla de la repisa. Una chiquilla que no podía tener más de seis o siete años giraba lentamente hacia mí dentro del círculo de resplandor brillante. Parpadeaba un poco, pero no parecía sorprendida, como si creyera seguir rodeada por la oscuridad. Aunque me miraba directamente, parecía ajena a mi presencia.

Nunca había visto una cara infantil tan radiante, tan clásicamente bella. Había algo casi helénico en ella, como si un antiguo mago la hubiera extraído de una urna sepultada y la hubiese transformado en una realidad de carne y hueso. Estaba descalza y vestía una túnica blanca, flotante, desprovista de toda clase de adornos, que le daba un aire casi angelical.

De pronto, antes de que pudiera dar un paso hacia ella, desapareció. Allí donde había estado, sólo se veían los ladrillos del hogar.

¿Un fantasma? Me negaba a creerlo. Lo que considerables lecturas recientes me habían enseñado acerca de la naturaleza de las pesadillas reforzaba mi escepticismo total. Éstas provienen de una zona del cerebro distinta de la que genera los sueños comunes. Nacen en el sustrato oscuro de la conciencia humana. A menudo terroríficas, pueden abarcar ocasionalmente, junto al horror, aspectos de soberbia belleza, quizá para compensar lo que en otras circunstancias podría amenazar la cordura.

Las pesadillas también dejan auras. Es posible despertar de una y ver, durante varios minutos, a una persona muy concreta plantada al pie de la cama.

Desde luego, era por lo menos inusitado que un aura se hubiese presentado tan tardíamente, después de que me hubiera levantado, buscado a tientas la bata y bajado la escalera para encender una linterna de bolsillo. Pero no se podía descartar la posibilidad, sobre todo después de los malos momentos que Princess me había hecho pasar hacía un rato.

El simple hecho de que Princess no se hubiera despertado ni hubiese entrado en la habitación, agitada y con el pelo erizado, parecía consolidar notablemente la hipótesis de la pesadilla. Lo que la había enfurecido antes en la zona de la chimenea debía de haber sido un fenómeno de otro tipo, porque los perros son capaces de captar una amenaza incluso cuando están profundamente dormidos, y Princess difícilmente podría haber confundido una imagen concebida por mi imaginación netamente humana con una amenaza física objetiva. Tal vez exista la telepatía en ese nivel, pero yo siempre lo he puesto en duda.

Aunque los labios de la criatura no se habían movido cuando le había enfocado la luz, en mi mente afloraron espontáneamente cinco versos de Swinburne:

Si el reyezuelo de cresta dorada

fuera un ruiseñor, por qué entonces

algo visto y oído por los hombres

habría de producir la mitad de la dulzura

que produce un niño de siete años al reír.

Para un pintor, poeta o músico hay una sola orden imperiosa: Fíjalo lo antes posible…, sobre el papel, la tela o el teclado, según los mandatos de tu vocación.

Cuando atravesé apresuradamente la sala rumbo a la puerta de la habitación vergonzosamente desordenada que yo llamaba estudio, Princess se despertó al fin y salió del mirador con paso cansino. Olfateó brevemente la base de la repisa como si le turbara algo que había estado allí, pero su agitación no fue ni remotamente comparable a lo que había sido la primera vez.

—Vuelve a dormir —le ordené—. Ha pasado tu hora.

Y sin esperar para ver si me obedecía, entré en el estudio y cerré la puerta.

El sentimiento de admiración y la creatividad que muchas veces te acompañan podían disiparse rápidamente, como muy bien sabía por propia experiencia, y no perdí tiempo en montar un tablero de dibujo sobre una de las tres mesas, y en clavarle una hoja de papel. Bosquejé velozmente, casi al desgaire, sin afanarme demasiado, preocupándome sobre todo por captar una determinada expresión que había visto en el rostro de la niña cuando ésta había girado para mirarme.

Unos pocos trazos diestros me indujeron a pensar que lo estaba haciendo muy bien, y estaba próximo a completar el bosquejo a mi entera satisfacción cuando Princess empezó a ladrar nuevamente, tan estentórea y ferozmente como lo había hecho unas horas antes.

Me levanté tan bruscamente que casi volqué la mesa, y desprendí el dibujo con dedos temblorosos. Lo llevé conmigo cuando me encaminé hacia la puerta. La abrí de par en par. Por alguna razón demencial no podía soportar la idea de desprenderme de algo tan valioso después de haber tenido tan buena fortuna en su confección.

Princess ya no estaba a la vista, pero aún la oía ladrar furiosamente fuera de la casita. Era imposible confundir su rumbo. Atravesé la sala a grandes zancadas y ya estaba corriendo cuando pasé por el mirador y salí al porche por la puerta principal.

Princess estaba en la mitad de la playa, persiguiendo ostensiblemente a tres figuras humanas que parecían desplazarse dos veces más rápidamente que ella, de modo que le resultaría imposible alcanzarlas. Dos de las figuras eran muy altas y saltaba a la vista que se trataba de adultos. Una parecía ser la de una mujer de cintura esbelta y robustas caderas, y la otra la de un hombre más corpulento, de hombros anchos y rectilíneos. Entre ambas transportaban a una figura muy pequeña que se retorcía y giraba como si protestara violentamente porque la acicateaban de manera tan implacable.

Más adelante —tan cerca de la franja de espuma que una ola le bañaba ocasionalmente la base—, un objeto cuneiforme de al menos diez metros de altura atrapaba y retenía la luz de la luna. No obstante, el resplandor que lo hacía recortar contra el cielo nocturno, exteriormente estaba tan despojado de identidad como el fragmento de un barco destrozado y sacudido por la tempestad, o también podría haber sido, fácilmente, alguna otra cosa del resto de un naufragio. Igualmente, por alguna razón difícil de definir, tenía un aire inquietante, diferente.

Las figuras altas se detuvieron bruscamente y giraron para mirar hacia atrás. Princess se aprovechó de ello para acortar la distancia dando grandes saltos. Ya estaba casi encima de las figuras, sin dejar de ladrar, cuando hubo un fogonazo tan enceguecedor que debí cubrirme los ojos con los brazos para protegerlos del fulgor.

Cuando me arriesgué a mirar de nuevo la playa, la luz se había desvanecido y Princess también. En el lugar adonde la había transportado su última acometida furibunda no quedaba más que una espiral de humo que se elevaba lentamente.

Estoy lejos de saber con exactitud cuál fue el loco impulso que me instigó a saltar del porche y a correr fogosamente por la arena en pos de lo que ya no podía creer que eran simples fantasmas de mi imaginación. Nada me había preparado para esta destrucción flamígera, para que un perro desapareciera envuelto en llamas en mitad de un brinco, y mi mente emanaba una cólera que me cegaba a todo peligro y me hacía sentir que «tenía que saber más».

Ahora las dos figuras habían dado media vuelta, como si la pérdida de mi amado animal significara poco o nada para ellas, y continuaban la marcha hacia el objeto cuneiforme, mientras la figura pequeña seguía balanceándose entre ellas. Aunque los juegos de luz y sombra próximos a la franja de espuma le oscurecían el rostro, estaba absolutamente seguro de que se trataba de la niña cuyas facciones prodigiosamente refulgentes yo había visto antes. Parecía debatirse aún más frenéticamente para zafarse, y me resultó fácil imaginar que lo lograba y que volvía corriendo a la casita bajo la luz de la luna, con su fina voz infantil aguzada por el terror.

La idea de rescatarla y protegerla no actuó conscientemente para hacer que siguiera corriendo tras las figuras, porque todavía era posible que fuese un fantasma, a pesar de que todos mis razonamientos iban en sentido contrario, y nadie con firme control de la realidad corre a rescatar un fantasma. Pero en el fondo de mi mente debía de bullir una idea de esta índole, porque si no mi ira habría sido menos arrolladora.

No me hallaba muy lejos del lugar donde Princess había encontrado su fin cuando empecé a sentir el aumento de temperatura. Al principio lo sentí en las piernas: un calor cosquilleante que trepaba rápidamente por mis muslos y se expandía por la parte inferior de mi cuerpo hasta llegar al pecho. Pronto se volvió muy doloroso —y muy aterrador— en la región del corazón, lo cual me obligó a detenerme en seco, porque no soy tan joven como para poder descartar, por improbable, un ataque al corazón.

Cuando no amainó, di media vuelta y caminé ocho o diez metros en sentido contrario por la playa. Nuevamente se redujo a un calor cosquilleante. Me alejé unos pocos metros más, y desapareció.

Fue entonces cuando oí la voz. En ciertos aspectos se parecía a la que podría haber oído en un sueño: fuerte y muy nítida pero con un elemento que me impedía determinar si provenía de lejos o bien estaba junto a mi cara. Incluso podría haber sido una voz totalmente subjetiva, audible para mí solo. Había una sola cosa de la que estaba seguro: su timbre era demasiado profundo para emanar de las cuerdas vocales de una mujer, a menos que se tratara realmente de una amazona. Estaba repleta de pausas e interrupciones, como si la persona que hablaba experimentara dificultades para superar una inmensa barrera.

—Hemos viajado desde lejos…, y…, esta criatura es nuestra hija —dijo lentamente, con una dificultad patente desde el principio—. Terca…, cabeza dura…, y…, y…, demasiado joven para estar atenta al peligro. Si no la hubiéramos encontrado a tiempo…

Hizo una pausa, como si mi expresión de atónita incredulidad hubiera subrayado la necesidad de empezar de manera menos brusca.

—La comunicación del pensamiento sin intercambio de energía…, contacto de energía…, deja de ser un problema cuando se entiende que lo que uno imagina como espacio no es más que un flujo informe. No tiene principio ni final, y el pensamiento, por sí solo, le confiere sustancia y crea universos paralelos poblados por una vasta multitud de formas cargadas de energía. En nuestro universo no existe la materia…, sólo la antítesis de la materia. Pero ambas son formas de energía creadas por el pensamiento.

Hubo otra pausa, más breve que la anterior.

—Hemos aprendido algo acerca de vuestro lenguaje…, vuestras costumbres…, vuestros hábitos mentales. Sois rápidos para dudar…, pero igualmente rápidos para dejar que la comprensión sustituya a la duda.

»Nuestra hija…, extravió un juguete que para ella era precioso. Hay circunstancias en que el anhelo de los muy jóvenes…, desolados por una pérdida…, puede atravesar barreras fuertes y protectoras…, cuando emprenden una pequeña búsqueda personal. Nuestra hija salió a deambular en busca de su juguete perdido…, y descubrió la figura que tenéis sobre la repisa… El parecido es notable.

»Provino del mar, y hay…, en vuestro universo…, configuraciones mentales que están igualmente próximas…, al corazón de una criatura. Guijarros con formas extrañas…, conchas brillantes… ¿Vuestros hijos no se detienen también…, cautivados…, para atesorarlas como juguetes en sus pensamientos secretos? ¿Y si uno de estos juguetes tuviera un gran parecido con un compañero de cama perdido…, muy amado…, me entiendes? Saltó para cogerlo, una y otra vez, pero si lo hubiera tocado…, nos habríamos quedado sin hija, llorando su ausencia.

Por tercera vez se produjo una pausa. Quizá la figura alta sabía que un breve silencio puede tener una elocuencia singular cuando se intenta hacer comprender.

—En las calles de vuestra aldea hay una tienda… llena de cristalería y antigüedades frágiles —prosiguió la voz—. Estoy seguro de que la has visitado más de una vez. Apenas transpuesta la puerta, como sabes, hay un cartel que reza: No tocar… Lo colocaron allí para advertir a los veraneantes que deben tener cuidado.

»Nosotros también debemos tener cuidado. Pero a diferencia de los visitantes, no podemos tocar nada que esté en vuestro universo de estrellas y seguir siendo como somos. Y si vosotros nos tocarais, también os desintegraríais con un fogonazo súbito. He dicho que somos la antítesis de la materia, y no hay manera de impedir lo que sucede cuando las dos chocan entre sí.

»Nosotros viajamos con salvaguardas para alertarnos y protegernos…, pero una criatura muy pequeña puede olvidarlas y descuidarse. Visitamos la casita dos veces, buscándola, y fue nuestra presencia la que excitó por primera vez a vuestro perro. En su último salto no terminó de alcanzarnos…, pero se acercó demasiado. En semejantes emergencias…, enfrentados con tamaño peligro…, podemos ampliar la zona de destructividad justamente lo necesario para evitar el contacto material mientras la amenaza existe. Es una de nuestras salvaguardas. Hay otras…

Ahora las dos figuras altas estaban de pie junto a la base de objeto cuneiforme, con el resplandor de las estrellas inconmensurablemente reflejado en configuraciones cambiantes sobre la marea creciente. La niña se había apaciguado.

—En nuestro universo, como en el vuestro —proclamó la voz con inconfundible orgullo—, la mente exploradora no descansa. Para perseguir el conocimiento y saber más acerca de la naturaleza del pensamiento, debemos correr grandes riesgos y viajar muy lejos…, resistiéndonos a volver atrás…, aunque puedan surgir obstáculos y multiplicarse las aflicciones…

Las dos figuras altas parecieron acercarse aún más, súbitamente, al objeto cuneiforme, o tal vez la mole sombría de éste se acercó a ellas. Sólo pude estar seguro de una cosa. De pronto, las figuras y el objeto desaparecieron entre los fulgores de la creciente marea.

Durante un largo rato, mientras volvía a la casita a través de la playa, tambaleándome un poco, dudé si todo lo que acababa de ver y oír había sido real. Quizá las horas pasadas en la arena bajo el ardiente sol de verano habían sido demasiadas para un hombre que siempre había descuidado un poco su salud y se había permitido olvidar que la robusta imagen que tenía de sí mismo era inapropiada después de cierta edad.

Existen unas pocas realidades —quizá no muchas, pero sí unas pocas— que, por lo incontestables, resisten toda tentativa de catalogarse como falsas, y ésta era una de ellas. Princess había desaparecido. Su presencia en la playa, sus ladridos, habían sido tan tremendamente reales para mí que no podía poner en duda lo que había visto. Sus últimos ladridos aún reverberaban en mis tímpanos, todavía recordaba el fogonazo enceguecedor que me había obligado a cubrirme los ojos.

¿Janice seguiría durmiendo? Eso esperaba. Subiría la escalera, me deslizaría silenciosamente entre las sábanas, la rodearía con mis brazos y le diría sencillamente que había oído un ruido y había bajado a investigar. Sólo esto y nada más.

No habría de ser así.

Apenas subí al porche vi que la luz estaba encendida en el mirador y que Janice se movía cerca de la puerta. Me había visto a través de la tela mosquitera o me había oído trajinar en el porche, porque antes de que pudiera decidir qué sería mejor decirle, ella salió corriendo, llevando en la mano algo que reconocí inmediatamente.

—Oh, cariño, cariño, ¿dónde has estado? —preguntó—. ¿Y cuándo dibujaste eso?

Había olvidado por completo que al atravesar, alarmado, el mirador, había dejado caer el retrato. Pero esto no importaba, me dije. La desaparición de Princess sí importaba, mas eso también podía esperar. Sabía que tendría que inventar alguna historia para paliar el impacto. No sería la primera vez que un perro se alejaba de una casita de la playa y no volvía a aparecer. Del otro lado de la aldea había…, bueno, por lo menos diez kilómetros de bosque virgen.

Mi esposa me dio un abrazo rápido y excitado.

—Ésta es la criatura más hermosa que he visto en mi vida —dijo—. La próxima vez que te encierres en esa habitación sin ventanas que llamas estudio sin informarme que se ha apoderado de ti una inspiración desenfrenada, empezaré a ocultarte secretos.

—Bueno…

Me hizo callar con un ademán, y prosiguió:

—Esto es lo que podría hacer ahora, pero no lo haré. Te contaré algo que te hará caer de espaldas. Hoy por la noche vi en sueños a esta misma niña, y ya me había sucedido en otra oportunidad. Reconocería este rostro en cualquier parte. Oh, cariño, cariño, ¿es que no entiendes? Debe de encerrar un significado importante para…, para nosotros dos. Eres mejor artista de lo que imaginas. Este dibujo lo prueba definitivamente, y si pasamos otro año en la casita…

Se interrumpió bruscamente para mirar un momento la playa, como si viera sobre su inmensidad rutilante, en forma espectral, los festines con almejas que habíamos organizado allí en el pasado y de los que podríamos volver a disfrutar, y los delfines que retozaban entre los islotes rocosos que había mar adentro y que ahora estaban plateados por la luna y que a la hora del amanecer estarían dorados por el sol.

Pero cuando volvió a hablar, lo que vio no fueron los festines con almejas ni los delfines ni las gaviotas que ahora anidaban.

—Ambos siempre hemos deseado tener hijos, pero hemos dejado que algunos obstáculos tontos nos disuadieran. El temor a ser demasiado viejos para asumir semejante responsabilidad, porque nos casamos tarde, y las incertidumbres del alumbramiento a mi edad. Pero tengo la fuerte sensación de que si nos quedamos un año más aquí, y quizá mucho más tiempo, pero por lo menos un año, sucederá algo maravilloso.

Bruscamente, sin decir una palabra, la rodeé con mis brazos y la apreté con tanta fuerza que respingó. Era uno de esos momentos portentosos en que las desavenencias declinan hasta desaparecer.

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