Horror 2
Un fragmento de la realidad
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Un fragmento de la realidad
CHRIS MASSIE
Con el entusiasmo fanático de los jóvenes, había trazado un itinerario ciclista que, a partir de mi casa de Whitby, me mantendría en contacto con el mar bordeando el contorno de Inglaterra hasta llegar a Blackpool, desde donde me proponía cortar camino entre las colinas hasta reencontrarme con mi terruño de Yorkshire.
Después de haberme embarcado en este ambicioso programa, una noche me encontré, entre las diez y las once, pedaleando por la planicie de la desembocadura del Támesis. Mientras aún había luz, había asimilado la desolación melancólica de aquel territorio donde reinaban las marismas, y los extraños chillidos de un ave de las ciénagas que no reconocí intensificaron aquella sensación.
El calor había hecho bochornosa la jornada: la atmósfera lóbrega, irrespirable, convertía el pedaleo en un esfuerzo concienzudo. La transpiración se desprendía de mi pelo, me chorreaba por la frente, pasaba de largo junto a las orejas y se escurría por el cuello abierto de mi camisa deportiva. La expedición era incómoda y aburrida, y como me había internado por un largo desvío no había casi nada que pudiera cautivar mi atención.
Cuando anocheció, pensé que refrescaría, porque estaba cerca del mar y del río, pero el aire nocturno se volvió aún más sofocante y amenazante, lo cual no es raro después de semejantes jornadas. La atmósfera era tan densa que tuve la impresión de estar cortando una superficie sólida, y en verdad las condiciones justificaban dicha sensación porque de la marisma se había desprendido una bruma baja, pegajosa, y sólo podía ver unos metros de camino con la luz de mi lámpara.
Podría haber completado el viaje sin mayores engorros si no hubiera estado intolerablemente sediento, pero era demasiado tarde para encontrar una posada abierta. Además, era improbable que hubiera una en aquel desvío inhóspito.
Cansado de pedalear, y con necesidad no sólo de beber sino también de dormir, bajé de la bicicleta y seguí a pie. A ambos lados se extendían kilómetros y kilómetros de marismas peligrosas y, aunque estaba circundado por la bruma, tenía plena conciencia del territorio traicionero y desolado por donde transitaba.
A pie me desplazaba lentamente: la niebla pringosa y cálida parecía dificultar mi marcha mediante una resistencia concreta. Estaba extenuado, sediento, somnoliento y alimentaba dudas acerca de mi paradero. Me producía considerable irritación el estar casi en contacto con la ciudad más populosa del mundo, donde podría haber disfrutado de todas las comodidades a cualquier hora, a pesar de lo cual, vista mi difícil situación, era como si estuviera perdido en el Sahara.
Seguí la marcha penosamente, sintiéndome muy estúpido, y lamentando la temeraria jactancia que me había hecho convertir la noche en día y me había colocado al límite de mis fuerzas. Reflexioné, irritado, sobre la locura de elegir desvíos en un país tan estupendamente situado como Inglaterra. Por primera vez deploré mi soledad. Había realizado giras similares con uno o más compañeros, pero había comprobado que, por muy placentera que fuese la compañía, en la ruta dos ideas no eran mejor que una. Las discusiones en las encrucijadas surtían un efecto pernicioso y destructivo sobre unas vacaciones en bicicleta. Pero la situación me estaba crispando los nervios. Soy una de esas personas especiales que no están cómodas en los espacios grandes, llanos y abiertos, y aunque a esa hora no veía la deprimente perspectiva, porque me rodeaba la bruma, la percibía en todas mis terminaciones nerviosas.
«Supongo que no debe de haber una casa en muchos kilómetros a la redonda», pensaba, cuando vi con gran alivio, a través de la niebla, una mancha brillante a la derecha del camino, mancha ésta que indicaba la presencia, en lo alto, de la ventana de un cuarto iluminado.
Aceleré el paso ansiosamente en esa dirección, y no tardé en descubrir que la luz provenía de una casa situada a cierta distancia del desvío, a la cual se llegaba por una puerta de madera que abrí y contra la que apoyé mi bicicleta.
El camino que llevaba a la casa estaba flanqueado por unos arbustos altos. La puerta principal se hallaba tal vez a cincuenta metros, y el suplicio abominable que me provocaba la sed era tan peculiar, que ahora que tenía a la vista el lugar donde podía saciarla, los padecimientos que ella me causaba se intensificaron hasta un extremo inconcebible. ¿Qué sucedería si después de todo no conseguía algo para beber? En ese breve trayecto sólo pensé en litros, y más litros de agua helada extraída de un pozo profundo, y en mi imaginación la trasegaba ávidamente.
Cuando me hube aproximado, vi cruzar sobre el visillo de la ventana la sombra de un hombre, inmensamente aumentada. La sombra se proyectó hacia abajo, como si el hombre se hubiera agachado repentinamente. Hice sonar una extraña campanilla arcaica, tirando de ella y soltándola luego. Un tintineo rápido repicó en el interior de la casa, y luego se redujo con vibración declinante a uno o dos ruidos aislados, antes de extinguirse por completo.
Me quedé donde estaba, sintiéndome incómodo, ridículo. Recordé que en mi infancia había pedido agua en condiciones análogas, y que una buena mujer me había recibido amablemente y me había obsequiado con dos jugosas manzanas para acompañar el trago refrescante. Pero ahora yo era un hombre joven y se había hecho tarde.
No hubo ninguna actividad en respuesta a mi llamada. Impaciente y desesperadamente sediento volví a llamar, y escuché de nuevo las últimas reverberaciones entrecortadas. Esta vez tuve éxito. Hubo una pisada en la escalera. La puerta se abrió un momento después, y desde la oscuridad, porque no había luz en el vestíbulo, una voz preguntó:
—¿Qué desea?
—Me he atascado en la bruma —respondí—. Tengo mucha sed y le agradeceré que me sirva un vaso de agua.
El hombre calló, como si atuviera absorto en sus pensamientos. Fue entonces cuando observé sus enormes dimensiones, no sólo de estatura sino también de circunferencia y envergadura de espaldas. Medía bastante más de un metro ochenta incluso en la postura que había adoptado, con la cabeza gacha y los hombros encorvados. Sus largos brazos colgaban desmañada y desvaídamente, como los de un chimpancé.
—Entre —dijo—. Entre a la luz.
Lo seguí, y tocó una puerta y agregó:
—Espéreme aquí dentro. Volveré enseguida con lo que desea.
La habitación donde entré sólo estaba débilmente iluminada, con un ambiente crepuscular. Era espaciosa, pero estaba pobremente amueblada. Aunque era obvio que se trataba de un comedor o una sala de estar, una mesa ocupaba el centro del recinto y había tres sillones estilo Windsor en diversas posiciones. No había cuadros ni ningún elemento de confort o placer. Estos testimonios me hicieron pensar que la casa se hallaba desocupada y que el hombre que había visto era el casero.
Volvió al cabo de unos pocos minutos sosteniendo un pesado cuenco, y como yo estaba aún en la mitad de la habitación se acercó directamente y lo depositó en mis manos, de manera que me encontré sujetándolo tal como lo había hecho él un momento antes. Me pareció desmesurado para ser un recipiente destinado a beber de él, no obstante la sed que me agobiaba. Miré en el agua, y en el perímetro del fondo vi una mancha oscura que podría haber sido un sedimento de lodo.
Entonces levanté la vista hacia él, irritado, y la luz mortecina me mostró sus facciones. Las dimensiones colosales del hombre hacían pensar en la configuración de un gorila, y yo esperaba que su aspecto me repeliera, pero no fue así. Usaba una de esas barbas que confieren una suerte de dignidad venerable a las caras más horribles. Sus cejas eran espesas y colgantes, de manera que sus ojos quedaban ocultos dentro de estas cuencas cavernosas. Su nariz era larga, con una melancólica depresión descendente, y su boca estaba escondida por un bigote caído.
—Debe de ser un error —dije, señalando el agua.
Inmediatamente estiró sus manazas y me quitó el cuenco. Salió de la habitación sin pronunciar una palabra de disculpa, y lo oí bajar por una escalera.
Estaba alarmado, y no me faltaban ganas de huir de la casa aprovechando su ausencia, porque cuando el cuenco giró en sus manos vi la palabra PERRO estampada sobre su superficie de terracota vidriada.
Bajo los efectos de la sed que me torturaba, me espantó que ese gigante grosero estuviera tan desprovisto de sentimientos humanos como para invitarme a usar el bebedero del perro. Sucio, para colmo. Pero volvió antes de que yo pudiera tomar una decisión, y esta vez traía consigo un cántaro y una jarra de un cuarto de litro.
Los depositó sobre la mesa, frente a mí, y me invitó a sentarme. Cuando lo hube hecho, se instaló de cara a mí, en el otro lado de la mesa. Me miró bajo la luz mortecina y formuló un aserto extraordinario:
—Mi esposa murió en el lapso comprendido entre la primera vez que usted hizo sonar la campanilla, y la segunda. Yo la estaba atendiendo arriba. Esto le explicará por qué tardé en bajar a abrirle.
Estas palabras las pronunció sencillamente, con la mayor naturalidad, con una voz profunda pero afable y una manera de expresarse inesperadamente culta.
Al principio no atiné a contestar nada. Entre la primera y la segunda llamada yo había estado pensando en aquella buena mujer que, en mi infancia, había acompañado el agua refrescante con dos jugosas manzanas. Y una mujer había muerto en aquel preciso instante. Por una razón desconocida, esto pareció impregnar la información de una cualidad especialmente horrorosa. Me sentí como si fuera el más insolente de los instrumentos.
—Le pido perdón humildemente —balbuceé, mientras me levantaba—. Es una noticia espantosa. No debería haberme introducido tan torpemente en su casa. Ahora me iré, y le agradezco la hospitalidad.
Se puso en pie al tiempo que lo hacía yo, y se adelantó hasta la puerta con un movimiento rápido, mientras levantaba la mano para sugerir que debería sentarme nuevamente.
—No se vaya —dijo—. Me reconforta su compañía. No hay nadie más en la casa. Y no estoy acostumbrado a estas cosas. Quizá sea un poco desacostumbrado en un hombre de mi edad, pero ésta es la primera vez que he visto morir… a un ser humano… Casualmente, su perro murió apenas esta mañana.
—¿Y su esposa ha muerto casi inmediatamente después del perro? —pregunté, sin ningún motivo concreto.
—Sí —contestó—. Mi esposa lo quería mucho. En verdad, lo idolatraba.
—¿Su esposa murió súbitamente? Quiero decir, ¿era algo que usted esperaba? —inquirí.
—Sí, lo esperaba. Tanto mi esposa como el perro estaban muy enfermos. —Vaciló un momento, y luego continuó—: Lo esperaba, pero no en ese instante, a pesar de que estaba muy enferma. Yo me estaba ocupando de ella, tratando de colocarla en una posición más cómoda en la cama, cuando oí su primera llamada. En ese momento psicológico mi mente se distrajo. Sucede a menudo. En aquel momento psicológico no estamos allí, nuestras mentes flotan por el tiempo. He aquí la ilusión de la vida: gran parte de ésta se pierde en regresiones al pasado o en tentativas de explorar el futuro. Entonces nos encontramos de cara a la muerte, y todo ha terminado.
Sus comentarios eran demasiado metafísicos y rebuscados para que yo los contestara. Me limité a hacer un ademán de asentimiento y volví a sentarme. Era ridículo permanecer en pie en mitad de la sala escuchando semejante conversación. Él también volvió a tomar asiento.
—Entre su primera llamada y la segunda, murió —continuó—. Yo los había estado cuidando a los dos. Quiero decir que me ocupé del perro enfermo hasta el momento en que murió.
—¿Qué perro era? —pregunté.
—Un pastor —respondió—. Uno de esos animales grises y negros, peludos, con extraños ojos ribeteados de blanco que parecen ciegos, aunque distan mucho de serlo.
—Oh, sí —contesté despreocupadamente, pero de pronto me oprimió una asfixiante sensación de irrealidad.
Estaba frente a mí en una actitud de ociosa impotencia, observándome de cuando en cuando, para luego volver la mirada hacia la puerta.
—Cuando murió el perro, no pude ocultárselo a mi mujer —prosiguió—. A cada rato me preguntaba dónde estaba, y me imploraba que se lo llevara. Ahora está ahí, tendido al pie de la cama.
—¿Quiere decir que su esposa está muerta, y que a sus pies yace un perro muerto? —exclamé.
Era lo que él acababa de narrar, pero la imagen que esto generaba en mi cerebro era demasiado horripilante.
—Ella hizo que lo depositara allí —explicó—. Pidió que los colocara en el mismo ataúd.
—Pero ningún sepulturero del mundo… —empecé a argumentar.
—Lo sé —asintió—. Lo sé. Pero fue su último deseo, y no me atrevo a enterrar el perro. No puedo reunir suficiente coraje para sacarlo de donde está, a sus pies.
—¿No cree —pregunté, porque la situación empezaba a inquietarme—, no cree que debería estar arriba con ella y no aquí, aunque sólo sea para asegurarse de que está muerta…? Y yo debo irme, realmente. Tengo una cita.
Se me ocurrió otra cosa.
—Debería ir a buscar a un médico —le dije—. ¿Quiere que avise al primer médico que encuentre en mi trayecto? ¿Cómo se llama esta casa?
No respondió inmediatamente, pero luego manifestó:
—Debo analizar el problema cuidadosamente. Usted no se imagina lo que es vivir en estas condiciones de soledad. Yo no era más que un vínculo para mantenerlos unidos hasta que murieron. ¿Por qué habría de volver a subir? He hecho lo que me correspondía. Mañana iré a la aldea, como siempre, a comprar carne y verduras, y es posible que entonces llame a un médico.
—¡Es posible! —casi grité—. ¡Sencillamente es lo que debe hacer!
—Debo, pues —asintió.
—Lo siento —murmuré.
Las palabras parecían particularmente inútiles, totalmente absurdas.
No respondió. Tenía la cabeza reclinada sobre las manos y los codos apoyados sobre la mesa.
—Ahora debo irme —añadí—. Gracias por el agua.
Nuevamente se abstuvo de contestar e incluso de levantar la vista. Pasé de la habitación al vestíbulo oscuro, y abrí muy silenciosamente la puerta principal y la cerré a mis espaldas. Corrí entre los arbustos oscuros y monté en mi bicicleta. Mientras cobraba velocidad, oí un ruido sordo de pisadas animales y un gruñido detrás de mí. Un momento después, la pesada mole de una bestia enorme me acometió de costado y estuvo apunto de desmontarme. Cuando el manillar osciló, la lámpara giró en dirección a la cara del animal y vi un par de ojos feroces. Era un perro pastor.
Se abalanzó nuevamente sobre mí, y levantando el pie del pedal le amagué con el tacón al morro. Pero fue más un empujón que una panda, y no lo lastimé. Mostró los colmillos y saltó hacia el manillar, y la lámpara, desprendida de su soporte, se precipitó al camino y se apagó. Pero el perro había caído sin poder hincarme el diente. Antes de que terminara de recuperarse, tomé impulso y seguí oyéndolo correr detrás de mí a lo largo de más de un kilómetro.
«Debía de ser otro pastor», reflexioné. Un estremecimiento involuntario me recorrió y me hizo zigzaguear con la bicicleta. Pero no fue producto de mi escaramuza con el animal, sino de que aquel extraño individuo de pelambre y barba hirsutas se había parecido mucho a un perro pastor.
No le conté mi historia a nadie hasta que llegué a casa. Desde entonces me la he guardado, y de cuando en cuando le doy vueltas en la cabeza esforzándome por elucidarla y racionalizarla. Pero continúa siendo insoluble.