Horror 2
Ébano absoluto
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Ébano absoluto
FELICE PICANO
En una calurosa y sofocante noche romana a mediados del siglo pasado, un irregular tête-à-tête sostenido entre dos norteamericanos marcadamente diferentes se vio animado por una repentina descarga de golpes y gritos varios pisos más abajo, al nivel de la Via Ruspoli.
El que aparentaba menor edad de los dos hombres se dirigió hacia el amplio alféizar de la ventana y, mirando abajo, informó a su compañero que dos rústicos contadini trataban de ser admitidos en la pensione.
—Déjalos, William —dijo su amigo con la misma desgana e indiferencia de que había hecho gala durante la cena, cuyos restos se extendían sobre la mesa de caballete y sin mantel, en el gran y semioscuro salón-comedor—. El ama de llaves, la buena de Antonia, se ocupará de ellos.
—¿Quieres que vaya yo a abrir? —preguntó William—. ¿Deseas descansar?
—Lo único que hago en esta ciudad infernal durante este terrible verano es descansar. No, quédate. Tu conversación y tu estado de ánimo optimista me reconfortan mucho.
Aunque su compañero tenía razones para dudar de la exacta veracidad de aquellas palabras, la amistad que los unía desde la niñez pasada al otro lado del océano le obligó a quedarse. Antes de emprender su viaje por Europa, William ya conocía algunas de las desgracias acaecidas a su amigo, así como el desordenado estado mental que le habían provocado.
Michaelis, como se llamaba a sí mismo y era conocido por todos, era un hombre en la flor de la vida que había sido un artista tan extraordinariamente prometedor que parecía natural que alcanzara el mayor renombre y las más amplias recompensas.
De mozo, su talento para el dibujo y para la utilización de las aquarelles había sido tan precoz como para atraer la atención del venerable Charles Wilson Peale. Bajo su tutela, se nutrió y coordinó el genio inherente del muchacho para las artes plásticas. Tras la muerte del viejo maestro, al joven heredero de su protección artística sólo le quedaba un año de estudios; abandonó entonces la joven república y emprendió la conquista de Roma, la capital mundial del arte.
La llegada de Michaelis a Roma, una década antes, se vio inicialmente recamada de premios y patronazgos. Trabajó largas horas, llevando a cabo con una gran sensación de felicidad numerosas empresas en los espaciosos apartamentos del cuarto piso de un palacio de los Caelian, alquilado por una condesa indígena obligada por la penuria a residir con mucha mayor prudencia fuera de las puertas de la ciudad. Pero la vida del joven artista no era sólo de trabajo, a pesar de lo satisfactoria y favorecedora que pudiera parecer a la admiración de los demás.
El joven, elegante y seguro de sí mismo, no tardó en ser solicitado por los representantes de los más altos círculos culturales que ofrecía la capital…, no sólo por artistas y escultores, sino también por poetas, músicos, y eventualmente científicos y filósofos de gran sutilidad y profundidad. Michaelis había aprendido de estos últimos intelectos el raro arte de explorar lo ideal, y, a partir de sus ejemplos, había concebido la posibilidad de establecer las más útiles relaciones entre lo ideal y su propio trabajo.
Había aspectos más ligeros que equilibraban tal clase de sobriedad en la vida del joven: tés, salones, cenas, bailes, paseos a caballo cada vez que hacía buen tiempo, iglesias con frescos que estudiar, y palazzi con pinturas que inspeccionar. Michaelis tampoco era indiferente al bello sexo, que no dejaba de estar presente en su vida. Varias mujeres de diversas edades, posición social y nacionalidad habían entregado sus corazones al gallardo artista después de su primer encuentro. Michaelis, a su vez, había seleccionado a su mujer de entre las cuatro hermosas hijas del ministro anglicano, dirigente oficioso de la comunidad de habla inglesa que habitaba en la ciudad.
Como quiera que la joven en cuestión, aunque aparentemente sensible a las atenciones del artista, a quien correspondía, era menor de edad en el momento en que se conocieron, tuvieron que transcurrir casi seis años antes de que pudieran consumar su compromiso. Cuando contrajeron matrimonio, la felicidad de Michaelis fue insuperable. Acababa de terminar una obra reciente, un gran mural destinado a la sala de recepción de uno de los prelados más poderosos de la Iglesia romana. Su trabajo nunca había sido tan valorado ni tan solicitado como entonces. Su fama, así como la de sus colegas y círculos de amigos, se extendía por todo el continente. Y su Charlotte era la flor de su existencia.
Pero aquella enorme felicidad sólo iba a durar ocho meses. Durante un viaje a la campagna, la Signora Michaelis se vio repentinamente atacada por unas fiebres. Frágil de constitución como era, sucumbió a ellas al cabo de quince días.
Tal y como cabía esperar, Michaelis se sintió profundamente perturbado. La gran desilusión experimentada a causa de la muerte de Charlotte le produjo una melancolía que se profundizó incluso mucho después de que hubiera pasado el natural período de duelo. Su clerical suegro, que lo había sido durante tan corto tiempo, escuchó con gran ansiedad y muy poca ayuda las palabras del joven artista, peligrosamente inclinadas a ser heréticas.
Transcurrió un año, y después otro, y Michaelis seguía sintiéndose incapaz de reanudar sus relaciones anteriores y, lo que era mucho más importante, de regresar al trabajo que en otro tiempo había constituido el motivo principal de su vida. Previamente valorado por los vuelos de su fantasía y por su humor natural, sus amigos le evitaban ahora a causa de las diversas muestras de pesimismo y tristeza que ponía de manifiesto a la menor provocación. Sus antiguos compañeros se alejaron de él, o sólo le visitaban raramente y como una obligación.
La pintura de Michaelis —alegría en otro tiempo de todos aquellos que la consideraban como una evocación brillante y noble de la juventud y la esperanza— experimentó una transformación en consonancia con su sensibilidad alterada. Comenzó a exponer entonces una nueva teoría del arte, según la cual el color mismo no era más que una aberración de los sentidos, un engaño hecho de ilusión. Declaró que todos los colores deberían resolverse en un sistema más coherente. Al estudiar a los antiguos teóricos del cromatismo, Michaelis descubrió que la mayor parte de sus escritos estaban constituidos por medias verdades y errores. Finalmente, y siguiendo una cadena de razonamientos que nunca fue explicada adecuadamente, llegó a la conclusión de que el color sólo podría ser verdadero, tanto para la mente como para los sentidos, por medio de una mezcla sutil pero completa de toda la escala cromática.
Y cuando por fin cogió sus pinceles y su paleta, los colores utilizados empezaron a oscurecerse, y los matices apenas se distinguían entre sí: rojos disminuidos hasta convertirse en profundos índigos, brillantes cobaltos transformados en turbias marinas. Sus habilidades eran tan evidentes como antes, e incluso sus colegas más críticos admitieron que se habían intensificado. Pero pocos patrocinadores deseaban retratos tan oscuros, con tan poca evidencia de color que se necesitaba de la ayuda de los candelabros para iluminar hasta los fondos en penumbras, y donde los detalles de los rasgos y las poses parecían tan transitorios como el parpadeo de una vela.
Los encargos disminuyeron, y el buen nombre de Michaelis empezó a verse distorsionado, hasta llegar a ser considerado como un excéntrico, o, lo que era aún peor, como un fraude. El hecho de que los demás se burlaran de su trabajo y lo criticaran ferozmente no hizo más que confirmarle en su creencia de que había encontrado la verdad oculta del arte. Y así, se dedicó con renovado vigor a elaborar el oscurecimiento de su paleta, la compleja oscuridad de su visión. Y, gradualmente, la amargura y la pobreza fueron encontrando cabida en su vida. La soledad voluntaria y la falta de alegría por toda clase de actividades humanas empobrecieron sus relaciones sociales. La desconfianza y la misantropía, así como una creciente sensación de enemistad a su alrededor, terminaron por silenciarlo.
Así había encontrado William a su amigó, y así permaneció Michaelis durante su visita, a pesar de todos los esfuerzos que hizo aquél para animarle con el recuerdo de las alegrías y tonterías compartidas en su juventud. Tampoco logró William convencerle de la necesidad de emprender cursos de acción alternativos de cara a un futuro que el propio Michaelis preveía como de profundo declive. El norteamericano le rogó que regresara con él para pasar un par de semanas en los ambientes menos sombríos del lugar donde vivía su madre, tratando así de exponerle a los recuerdos y ocupaciones que, sin duda alguna, surgirían durante aquel proyectado viaje. Pero el pintor no podía soportar la idea de abandonar el lugar donde había experimentado la mayor felicidad y la más extrema devastación. William tenía previsto partir para Venecia dos días después, regresar a Roma y embarcarse finalmente con dirección a Boston. Lleno de tristeza, William tuvo que claudicar ante la negativa de su amigo, tratando de escrutar una vez más el ojeroso aspecto de quien en otro tiempo había florecido con tanto vigor, como si él fuese un artista y quisiera memorizar cada una de las distorsiones cruelmente impresas en su rostro, con el propósito de realizar un futuro retrato de él.
El prolongado silencio de Michaelis, y el silencio resultante de su propio amigo se hizo repentinamente intolerante. William acababa de retirar la silla de la mesa, señalando así su intención de marcharse, cuando se escucharon unos golpes en las puertas de la vivienda que, aun siendo menos molestos que los escuchados con anterioridad, tuvieron una mayor resonancia debido al eco producido en las habitaciones de techo alto.
Su anfitrión le rogó a William que se quedara un rato más, mientras él atendía a quien llamaba. William escuchó en el pasillo exterior el rápido fluir del italiano del ama de llaves, seguido por las taciturnas palabras de su amigo en la misma lengua, pronto intercaladas entre otras de una voz más ligera, que hablaba un dialecto.
Michaelis volvió a entrar en la habitación con su rostro alterado por una expresión de asombro y, con unos gestos enérgicos, hizo entrar a los dos toscos contadini que William había visto antes ante la puerta de la calle. Ambos miraron a su alrededor con vacilación, asombrados ante el tamaño y la elegancia del apartamento. Mientras tanto, el artista limpió la mitad de la mesa, pidió a los hombres que se sentaran y que abrieran el paquete que traían.
Una vez que les hubo servido una jarra de vino y quitado las telas que envolvían el paquete, Michaelis tocó y acarició una piedra tosca, del tamaño y la forma de una hogaza de pan de kilo y medio recién hecho. William se sintió tan perplejo por la repentina alteración del estado de ánimo de su amigo, ahora entusiasta y febril, como por la roca.
Levantando un pequeño mazo como el que suelen utilizar los escultores en mármol, el artista insertó una cuña de hierro en una fina grieta que se extendía a lo largo de la parte superior de la piedra, y comenzó a golpearla con suavidad, al mismo tiempo que hablaba con su amigo.
—Estos hombres, William, vienen de la campiña cercana a L’Aquila, en los Apeninos Abruzzos, donde se encuentran las canteras de carbón vegetal más profundas de toda la península, e incluso se dice que de toda Europa. Ellos me aseguran que lo que estoy a punto de poner al descubierto es el carbón vegetal más puro y negro que hayan visto, o cualquiera que ellos conozcan.
»Si dicen la verdad, habré encontrado por fin el pigmento que he estado buscando durante estos tres últimos años; será el resultado inevitable y casi ideal de mis estudios y experimentos; se trata del color base que moleré y mezclaré para hacer un aceite de linaza con el que completar mi más perfecta obra maestra… ¡Allí! Ese gran lienzo cubierto sobre el que me preguntaste antes, y que no estoy dispuesto a enseñarte, ni a ti ni a nadie, y que ha permanecido incompleto hasta ahora, en espera de este color final.
»Si estos hombres dicen la verdad, William, tenemos ante nosotros aquello con lo que he soñado, lo que necesitaba para demostrar mi teoría. De ese modo mi nombre será reivindicado en el plazo de dos semanas, cuando el nuevo salón de Roma abra sus puertas y se descubra mi pintura ante las mayores aclamaciones.
Michaelis dio un suave golpe final sobre la cuña y la piedra produjo un sonido blando como un suspiro, antes de caer partida a ambos lados de las telas en que había estado envuelta. En su interior, con el tamaño del puño de un hombre —del corazón de un hombre—, había una masa de carbón vegetal tan negro, tan denso, que los contadini y hasta el propio William abrieron la boca de asombro, y retrocedieron al verlo.
Michaelis lo miró fijamente, emitiendo un murmullo gutural.
—¡Oh, mi belleza!
William era incapaz de apartar la vista del oscuro mineral que estaba sobre la mesa. Su negrura era tan intensa que hasta parecía retroceder de su visión, permitiendo que penetrara más profundamente en su interior.
—¿Qué es? —preguntó.
—Por el momento sólo es un trozo muy fino de carbón vegetal. Pero cuando lo haya convertido en pigmento, William, ¡entonces será como ébano absoluto!
William repitió su pregunta con una creciente sensación de inquietud.
—Todos los colores claros se mezclan para dar un blanco puro —explicó Michaelis—. Goethe lo demostró. Pero todos los colores compuestos de material terroso se mezclan para dar un negro puro. En consecuencia, he pintado una obra maestra en negro, de un modo tan completo como para que las obras más oscuras de Rembrandt parezcan perifollos de verano. Debemos comprobar cómo se pulveriza este carbón vegetal. Por muy buena que sea su tonalidad, tiene que convertirse correctamente en polvo o no se mezclará bien.
Y diciendo esto rascó un lado del pedazo contra la masa hasta obtener un polvo fino. El artista lo recogió con un dedo y lo inspeccionó a la luz de las velas con gran cuidado y satisfacción final.
—Será bueno —dijo.
Después, se sentó y se sirvió vino, adquiriendo de nuevo su aspecto meditabundo.
William creyó que la llegada de los contadini que portaban el carbón vegetal representó un momento crucial en la vida de su amigo. Nunca había dudado ni de la habilidad ni de la ingenuidad de Michaelis, pero percibía que el desastre amenazaba con surgir a partir de este último acontecimiento. Al aplicar a una pintura negra un pigmento todavía más negro, sin duda alguna el artista sellaría su destino en Roma. Terminaría el cuadro, lo expondría en el salón, y todo el mundo lo ridiculizaría, convirtiéndolo en objeto de chistes y burlas. Michaelis terminaría por enloquecer. Y entonces, los argumentos de William en favor de un regreso a su país serían la única alternativa disponible. Al verse obligado a admitir su error, como William sabía que sin duda alguna haría el hombre virtuoso y honesto que era Michaelis, el artista regresaría a una filosofía más moderada, a una vida llena de luz y color.
Sin embargo, el propio carbón vegetal resultaba extrañamente perturbador, y William se vio obligado a ocuparse en algo para impedir que su mirada se viera atraída hacia él. Pagó a los campesinos con dinero de su propio bolsillo y, tras encontrar al ama de llaves, la envió a buscar a Castelgni, encargado de hacerle los pigmentos al Signor Michaelis, que ahora le necesitaba con urgencia.
El artista no se movió de su asiento. Permaneció mirando fijamente el carbón vegetal con una atención concentrada, como si previera en él algo más que una justificación, como si pudiera imaginar en sus profundidades el potencial de un universo completamente nuevo.
Tan absorto se hallaba el artista, que William tuvo que zarandearlo, despertándole de su sueño, para despedirse. Al salir por la puerta principal de la pensione, William fue saludado por el fabricante de pigmentos, que subió apresuradamente la amplia y semioscura escalera, en dirección al estudio de Michaelis.
Una vez que el fabricante de pigmentos hubo raspado un trozo del carbón, lo machacó hasta convertirlo en un polvo muy fino y a continuación lo vertió sobre un viejo plato de bronce donde ya se habían realizado numerosas mezclas anteriormente. Añadió agua, y finalmente el aglutinante, una mezcla que Castelgni había aprendido de su padre, y éste del suyo, diciéndose que dicho conocimiento procedía del mismísimo estudio del gran Veronese. Una vez que lo hubo hecho, Castelgni llamó a Michaelis, quien hasta entonces había estado ocupado poniendo al descubierto lo que al viejo artesano romano le pareció un lienzo grande y oscuro.
—¿Qué aspecto tiene el color?
—Nerissimo —contestó el artesano—. Más negro que cualquier otro.
De hecho, el plato plano, apenas cubierto con una capa de dos centímetros del nuevo pigmento, parecía contener más de medio litro, como si de repente se hubiera abierto por el fondo para transformarse en un gran jarrón, pues las leyes ordinarias de la profundidad y el escorzo habían dejado de ser ciertas.
—Desmenúzalo y mézclalo todo…, pero hazlo muy cuidadosamente —le advirtió Michaelis—. Lo necesitaré todo. Y tráemelo en cuanto hayas terminado.
El hombre recogió todo el resto del carbón vegetal, envolviéndolo cuidadosamente en su recubrimiento de roca.
—En cuanto lo hayas terminado, ¿has comprendido? No importa la hora que sea. Deja el plato aquí. Tengo que probarlo.
Una vez que Castelgni se hubo marchado, el artista cogió el plato, contempló una vez más sus profundidades y, colocando un poco de la mezcla en la paleta, se situó frente al lienzo puesto al descubierto.
Ni siquiera la noche romana era lo bastante tenebrosa para las sutilidades de oscuridad que ya había logrado él en el lienzo. Las cortinas del estudio estaban echadas dobles. La luz de dos pequeñas velas montadas en candelabros de pared había sido amortiguada con pantallas pintadas de negro. En medio de esta extraña oscuridad se hallaba la nueva pintura de Michaelis, la síntesis del trabajo de toda su vida, distinta a cualquier obra que hubiera concebido con anterioridad.
Era un autorretrato de tamaño natural en el que Michaelis aparecía disfrazado de grande de España de la era anterior. En la pintura, estaba medio dando la espalda al observador, como si se dispusiera a alejarse y, llamado de repente, se hubiera girado un poco para ver quién le llamaba; se trataba de una posición muy difícil de conseguir, incluso aún haciéndola con un modelo. Para tratarse de un autorretrato resultaba extraña, sobre todo porque el cuidado y las habilidades técnicas de Michaelis permitían asegurar que el retrato hubiera podido ser un compendio de todo refinamiento imaginable de proporción y perspectiva.
Pero el ángulo inusual del sujeto poseía otro propósito más importante: dejar libre más de la mitad del espacio del lienzo para una zona que rellenaría con el nuevo pigmento. Se trataba de la zona ocupada por la gran capa que llevaba Michaelis, que caía pesadamente de sus anchos hombros, a plomo, y que oscilaba ligeramente a la altura de sus botas para reflejar un movimiento repentino, como inducido por la exorbitante fuerza de la gravedad.
Toda esta zona estaba preparada desde hacía tiempo para admitir el nuevo color. Hacía meses que la había cubierto con una base confeccionada por él mismo y que permitiría que el lienzo absorbiera completamente el pigmento húmedo. Una vez secada, el artista había pintado la zona con negro de humo, el matiz más oscuro del que había podido disponer. Para cualquier otro, ése podría haber parecido el final del trabajo. Michaelis, sin embargo, lo había contemplado dolorosamente, sabiendo lo muy lejos que el negro de humo se hallaba de su ideal de matiz. Una vez se hubo secado, rascó monótonamente toda la zona de la capa pintada, y descubrió con satisfacción lo bien que se había conservado la capa base que le había dado. La cuchilla utilizada era tan fina que casi atravesó el lienzo en ciertos puntos y por detrás de su frágil superficie se podía discernir con claridad el rostro de una persona, aunque era negro por ambas partes; ahora ya estaba totalmente preparado para la aplicación final.
Michaelis decidió introducir otro refinamiento…, que era casi una broma. Dejaría un estrecho ribete del negro de humo, de unos dos centímetros, perfilando el nuevo pigmento con varias líneas más de negro de humo, como caídas verticales que sugirieran la existencia de pliegues en la capa. Deberían aparecer casi blancas en contraste con el nuevo negro que pensaba aplicar.
Introdujo un pincel en el plato, llevando cuidado de no equivocarse a causa de su curiosa profundidad. Lo sacó impregnado de un negro intenso sobre el fino pincel de pelo de camello, y lo elevó hacia el lienzo.
El pigmento casi salpicó sobre el retrato. Sólo una débil mancha oscura permaneció en el pincel. El resto fue absorbido instantáneamente por el lienzo previamente preparado, contrastando con los demás negros de éste como una mancha de eternidad.
Rápida y ávidamente, Michaelis volvió a humedecer el pincel y aplicó más pigmento sobre el cuadro, ampliando la mancha inicial, añadiéndole más negro, y después más aún, hasta que el plato volvió a parecer plano, y el pigmento, configurando un espacio del tamaño de la mano de un hombre, cubría la esquina superior derecha de la capa dibujada.
—Nerissimo —susurró Michaelis, repitiendo la palabra de Castelgni—. Más negro que cualquier otro.
El artista se acercó a una silla y se sentó, contemplando fijamente el lienzo, valorando su trabajo, admirando el nuevo color, hasta que parecieron haber transcurrido todas las horas de la noche. Cuando finalmente abandonó su estudio, en respuesta a la llamada del ama de llaves, que golpeó la puerta con los nudillos, quedó asombrado al descubrir que ya hacía tiempo que había amanecido.
Durmió con un sueño ligero, a intervalos, durante las últimas horas de la mañana y las primeras de la tarde. En una ocasión se despertó parcialmente al escuchar la voz de William en el exterior: su amigo pretendía entrar, pero fue firmemente rechazado por la protectora ama de llaves del artista.
Castelgni llegó al anochecer, acompañado de un aprendiz que le ayudaba a transportar una gran tinaja cubierta. Cuando Michaelis levantó la tapa, contempló las intensas profundidades del pigmento negro. Había sido mezclado maravillosamente bien.
El artesano se disculpó por la tardanza. Su esposa, dijo el viejo, no le permitió que entrara en su casa el bloque de carbón vegetal. La vieja y supersticiosa tonta había encendido velas y se había pasado todo el día rezando letanías. Castelgni se había visto obligado a pedirle a un artesano compañero que le prestara su taller para completar la mezcla.
Tras escuchar esto, el estúpido aprendiz, asustado ya por la intensa negrura del pigmento, se puso a lloriquear y solicitó permiso para marcharse.
—Pero ha sido un pigmento muy fácil de hacer —dijo el flemático viejo con una sonrisa—. Como si estuviera ávido por convertirse en pintura para el signore.
—Se dice que el gran Frans Hals conocía veintisiete matices diferentes de negro, y que sabía cómo utilizar cada uno de ellos para lograr el efecto más perfecto. El propio Rembrandt utilizó veintinueve matices diferentes de negro para los sombreros, jubones y fondos para diferenciar a cada uno de los médicos en su cuadro Lección de anatomía. Los chinos poseen toda una escuela de pintura a la tinta en la que no se admite la utilización de colores. Sus gradaciones van desde los grises, tan confusos como para parecer la mancha del dedo de una virgen sobre el pétalo de un crisantemo blanco, hasta los negros más profundos, utilizados para escribir una sola palabra en ese curioso lenguaje visual suyo…, el que significa descanso eterno.
Sus negros alcanzan la cifra de treinta.
»Yo ya he descubierto un matiz más que ellos. Estoy familiarizado, lo mismo que aquellos mandarines, con esos diversos matices, como si cada uno de ellos tuviera nombre y carácter propios. Existe un espectro de seis matices negros, con bases de óxido de hierro y el atisbo más ligero de escarlata, que me parecen los verdaderos colores de la avidez de sangre en la batalla, y de las fiebres de la peste. Otros matices de negros, que poseen indicios de marrones y verdes, son lujuriosos, como si estuvieran impregnados de una felpa aterciopelada. Algunos negros tienen los colores de ciertas prácticas de los cortesanos romanos, de los que he oído hablar en susurros a mujeres enmascaradas durante las impúdicas fiestas callejeras de la ciudad, mientras que otros negros hablan de serenas diplomacias, de cortesías ensombrecidas, de las palabras finales y nobles pronunciadas por hombres y mujeres de alta alcurnia que encontraron la muerte a causa de la traición, en el tajo producido en sus cuerpos por sus ejecutores. Otros negros resultan casi encantadores; uno de ellos, con un atisbo de índigo azulado, resulta tan áspero como una soubrette parisina. Otros, por el contrario, son tan sombríos como el luto de una viuda, tan pesados como las maldiciones nunca escuchadas de prisioneros que han pasado décadas en calabozos malolientes. Me he familiarizado con todas esas variantes de la desesperación y, en correspondencia, he inventado nuevos matices para reflejar esos nuevos estados de desaliento que yo mismo he experimentado.
»Un negro de humo puro de Liverpool es tan negro que, bajo una luz intensa, brilla casi como si fuera blanco. ¡Pero helo aquí! Eso no hace más que demostrar mi punto de vista. Yo quería encontrar un pigmento que no reflejara hacia el exterior, sino hacia el interior, mediante secretos refinamientos sobre la naturaleza.
Michaelis dejó de hablar y se sumió en un hosco silencio. William no pudo hacer otra cosa que suspirar.
—¿Empezarás esta noche? —preguntó
—En cuanto te marches. Y trabajaré hasta haberlo terminado.
—En tal caso, te deseo buenas noches. Mañana por la mañana me marcho a Pisa y después iré a Venecia. Pero regresaré a Roma antes de que la exposición abra sus puertas. Prométeme que ese día regresarás conmigo a Estados Unidos.
—Después de la exposición ya no necesitaré ir a ninguna parte —dijo el artista—. Ya habré llegado adonde quería.
Eran las primeras horas de la mañana del día siguiente cuando Michaelis aplicó los últimos restos de pigmento al trozo final aún no cubierto del lienzo. Al igual que había sucedido con cada una de sus pinceladas anteriores, la pintura pareció saltar del pincel al lienzo, como si volviera a unirse con aquella porción de sí misma en el mismo acto de la aplicación.
Durante su agotador trabajo, el artista apenas si había mirado el lienzo que tenía ante sí o, si lo hizo, sólo fue para asegurarse de que el nuevo pigmento se extendía de un modo uniforme a lo largo de la línea de negro de humo que había bosquejado para marcar todo su perímetro.
Ahora, una vez terminado, retrocedió para inspeccionar su retrato e instantáneamente sintió como si algo le agarrara en el fondo de la garganta. Era precisamente tal y como él lo había previsto: la figura en su posición insólita contra el fondo en penumbras, con el rostro semioculto por el brillante dominó de negro de humo que levantaba con una mano embutida en un guante negro; las sombras, los otros treinta matices individuales de negro que había utilizado para la vestimenta, matices de negros plateados, preparados para sugerir el brillo del satén, los negros dorados delicadamente realzados para mostrar la extensión plateada de su jubón y sus pantalones, los negros azulados e índigos en espirales y los minúsculos círculos utilizados para expresar íntimamente las texturas de una arruga en el cuello, o los pliegues de la camisa que surgía de cada una de las mangas negras, los negros amarronados que, con pinceladas cuidadosas, configuraban los detalles del pelo y los bordes del sombrero ancho que llevaba, todo ello realizado con tanto genio como para ofrecer una paleta tan rica y compleja como los brillantes cromatismos de David y Delacroix, sus contemporáneos.
Y aun cuando uno fuera tan miope para no comprender todas aquellas sutilidades del negro, lo que dominaba el autorretrato era el nuevo pigmento: la extremada e inmensa oscuridad de la capa.
Contemplando el cuadro, Michaelis tuvo la sensación de estar mirando a través de un portal hacia una dimensión totalmente nueva, intrínsecamente opuesta a cualquiera vista por el hombre con anterioridad. Allí donde terminaba el borde del negro de humo y empezaba la nueva pintura, se producía una delineación tan intensa que parecía señalar la existencia de otra realidad. La capa negra se curvaba hacia el interior gracias a una curiosa propiedad del pigmento, atrayendo su visión hacia ella, formando espirales que giraban en sentido inverso al de las agujas del reloj, más y más profundas en su interior, hasta que Michaelis se sintió ingrávido, incapaz de fijarse en cualquier inestable apuntalamiento del suelo, las paredes o el techo. Repentinamente, temeroso de caer en la oscuridad de la capa, se apartó del lienzo y se sentó meticulosamente en un sillón situado a bastante distancia del caballete.
Pero esta precaución contribuyó poco a disipar sus impresiones. Desde unos cuatro metros de distancia, en el fondo de la habitación, la sensación de la zona recién pintada del cuadro, que era más o menos la de una superficie plana, se veía intensificada como si él hubiera ayudado a representar los mismos abismos del cielo, un cielo sin estrellas que, de algún modo, latía vivo con la misma negación de la materia.
Otro curioso efecto secundario del nuevo pigmento era que el propio estudio, grande y en penumbras, parecía ahora más pequeño, casi íntimo, especialmente en el extremo del mismo, allí donde estaba situado el lienzo. Uno podía llegar a la conclusión de que hasta la luz era incapaz de ejercer sus poderes o proporciones habituales en el mismo local donde se encontrara aquella extrema falta de luz.
Aquella pintura ultranegra era un triunfo amargo, pero era un triunfo lo que Michaelis experimentaba. Tan absorto estaba en la contemplación de su creación, que se pasó horas sentado frente a ella, antes de quedarse dormido sobre el duro diván del estudio.
Cuando despertó de un sueño prolongado pero nada refrescante, el día, más allá de sus ventanas, era húmedo, gris y sin viento. Aún se sentía fatigado, con escalofríos producidos por la repentina humedad que envolvía la ciudad, y se pasó la tarde y la noche embelesado con su obra maestra, descubriendo en sus fauces de un negro absoluto los ecos de todo el sufrimiento y la desilusión que había experimentado desde hacía tanto tiempo.
En aquellos momentos en que era capaz de apartar la vista del lienzo, y sobre todo de las fauces abismales de la capa, se sintió invadido por una vaga sensación de inquietud y desasosiego. Tomó una cena solitaria, iniciada distraídamente, y después se desprendió, sin haberlos leído, de media docena de volúmenes de poesía y filosofía hacia los que, en otros tiempos, había pretendido volverse para hallar en ellos un bálsamo en sus momentos más melancólicos. Aquella noche, cuando se deslizaba en brazos de un sueño profundo, creyó escuchar el distante sonido de las aguas de la inundación.
Michaelis pasó los días subsiguientes tratando de superar una sensación de debilidad que persistía extrañamente. Su ama de llaves le dijo que confiaba en que no estuviera enfermo, pero como él no pudo encontrar ningún sistema específico del que quejarse, el médico al que llamó no halló nada malo en el estado de salud del artista, y volvió a marcharse atónito, prescribiéndole descanso.
Michaelis aprovechó la circunstancia para evitar activamente todo contacto con otras personas, cuya presencia había empezado a experimentar como algo intolerable para su sensibilidad. Pidió que le dejaran la comida ante la puerta de su apartamento, donde, a menudo, Antonia volvía a encontrarla horas después, intacta. Pasaba del sueño al despertar en transiciones cada vez más fáciles que antes, y con mayor frecuencia durante el día. No tardó en resultarle difícil separar estos dos estados de la conciencia con su habitual convicción anterior.
Comenzó así a vivir en un estado intermedio, en el que se encontraba mirando por las ventanas durante horas o, con mucha mayor frecuencia, apoyado contra la jamba de la puerta del estudio, al tiempo que su sala de trabajo se hacía diminuta ante sus ojos, con excepción del retrato, que parecía inmenso y cuyas terribles profundidades alimentaban extraños presentimientos.
Empezó a escuchar sonidos suaves que parecían provenir del interior del lienzo: sonidos como los que, en un principio, le parecieron los de la inundación, como si algún líquido de una gran gravedad hubiera cobrado de pronto vida a una gran distancia; el movimiento causaba una ligera pero clara impresión de charca oscura y viscosa cuyas aguas rompieran con insistente monotonía contra el borde del lienzo.
Aparecieron fantasías inexplicables, ya fuera estando despierto o dormido, en las que surgía una criatura pequeña y deformada —tan negra como la negrura de la capa—, que se ocultaba dentro del pigmento y que se quejaba suavemente, solicitando que se le satisficiera una necesidad terrible por lo imposible de cumplir.
Una vez escuchada, el delicado chapoteo del agua cesó por completo. Pero el quejido continuó, a veces durante horas; en ocasiones era apenas audible, pero otras veces era tan fuerte que él apenas si podía pensar. Y tampoco podía escapar. Descubrió que era incapaz de ir más allá de un radio invisible, pero bien definido, alrededor del lienzo, sin experimentar al hacerlo un pánico inespecífico, pero que no por ello dejaba de apoderarse de él más plenamente, así como un dolor físico concretado en forma de migrañas. A veces, se imaginaba que el quejido estaba tan cerca de él que parecía proceder de sus propias venas y arterias. No se atrevía a cortarse por temor a que su sangre no fuera de color rojo, sino también de un ébano absoluto.
El quejido infantil se aproximaba a la puerta de su dormitorio. Aunque dormía y soñaba, el quejido seguía avanzando por todas las dimensiones y detalles de su dormitorio, negro y pequeño, casi viscoso, avanzando con lentitud hacia el borde de su cama. ¡Era algo terrible! Se revolvió en la cama, pero no pudo despertarse. Aquella cosa llegó hasta la cama y lenta, viscosamente, se subió a ella, introduciéndose entre las sábanas, al tiempo que el quejido se transformaba en un suave jadeo que parecía una respiración hacia adentro. Incapaz de despertarse o apartarse, se acurrucó aún más, temeroso de su aproximación, retorciendo su cuerpo como un niño para evitarlo. Ahora, el sonido enloquecedor estaba en su propio oído, y la criatura procedente del interior del lienzo se extendía lentamente a su lado, con su forma viscosa ejerciendo una presión cada vez mayor sobre su espalda, sus piernas, su nuca, como si se tratara de un niño helado de frío que se aproximara tímidamente a un cuerpo extraño en busca del calor, haciéndole temblar, después tiritar, y finalmente estremecerse tan intensamente con la sensación de una negrura viva, de una nada que absorbía de él el calor, el color y la vida, que terminó por despertarse con un sobresalto, saltó de la cama y abandonó precipitadamente el dormitorio.
En el armario del comedor encontró una botella de coñac y bebió una copa para calentarse y serenarse. El alcohol, encerrado en la botella desde hacía medio siglo, ayudó a disipar las palpitaciones causadas por la terrible pesadilla, y él se envolvió en su batín y, ya más conscientemente, bebió otra copa de coñac hasta que sus manos dejaron de temblar alrededor de la copa, y su respiración ya no pareció helar el borde del cristal. Sin embargo, no se atrevió a dormirse de nuevo, y pasó las restantes horas hasta el amanecer acurrucado en una silla del comedor, mirando alternativamente hacia la puerta del estudio que estaba medio abierta, y hacia la ventana, en espera de los primeros rayos del sol.
La pesadilla tuvo la virtud de hacerle salir del letargo de la semana anterior. Se bañó y se vistió rápidamente y antes de que acudiera Antonia bajó a la planta baja, por primera vez desde la llegada del pigmento, y pidió que le sirviera el desayuno en la mesa común que ella preparaba diariamente para su familia y otros pensionistas.
Tras una ausencia tan larga y completa, todos se mostraron contentos de volver a ver a Michaelis entre ellos, y le felicitaron por su recuperación, evidenciada por el prodigioso apetito que mostraba.
Sintiéndose contento, se puso un sombrero de ala ancha para protegerse del sol romano, y decidió dar un largo paseo matinal. Dio permiso a Antonia para que limpiara y aireara sus habitaciones, una tarea que ella aceptó encantada después de que él se la hubiera denegado durante tanto tiempo.
Michaelis regresó a la pensione pasado ya el mediodía. La mayoría de los romanos habían escapado al debilitante calor exterior para dormir la siesta. El artista se sentía renovado, y los temores de la noche habían sido dispersados por el benigno sol de la mañana. Acababa de sentarse ante la mesa, y estaba leyendo el Corriere semanal, tratando de ponerse al día de las noticias de la ciudad, en espera de la cena prevista para aquella misma noche con su amigo, que regresaba a la ciudad, cuando Antonia apareció ante él, sosteniendo en las manos los diversos objetos de su trabajo, y con una expresión arqueada en el rostro.
—Ha trabajado usted mucho, Signore. Eso no es bueno para su salud. Esta mañana, cuando bajó usted a nuestra mesa, todos estábamos convencidos de que era un espíritu siniestro.
Michaelis se limitó a murmurar la respuesta adecuada.
—Nunca he conocido a un artista tan perseverante como usted —siguió diciendo ella, señalándole con un dedo, en un gesto de reprimenda—. ¿Por qué pinta incluso cuando duerme?
—¿Qué quiere usted decir?
—Venga a ver —dijo ella, dirigiéndose hacia el dormitorio—. ¡Mire! Esas manchas negras han resistido todos mis esfuerzos para limpiarlas.
Junto a la cama, en el extremo más alejado al que solía dormir Michaelis, había dos manchas del nuevo pigmento sobre el suelo. El artista se preguntó si, durante los últimos procesos de su trabajo sobre el lienzo, había estado tan distraído como para haberse llevado el pincel al dormitorio sin darse cuenta. Despidió a Antonia, asegurándole que le pediría al fabricante de pigmentos un disolvente adecuado para quitar las manchas.
Sin embargo, una vez que ella se hubo marchado, Michaelis regresó junto a la cama para contemplar una vez más las manchas. Ahora adoptaron una apariencia más definida. Una era un mancha de apenas unos dos centímetros, en forma de confuso semicírculo. Pero al inspeccionarlas más de cerca se le ocurrió pensar que la otra marca no podía ser otra cosa que la palma y los tres primeros dedos de un pie: era la impresión grande y clara que podía dejar un niño que se pusiera de pie para subirse a la cama, y que llevara los pies manchados de pintura.
—Estaba seguro de que la pintura ya estaría terminada —protestó William—. Tienes el aspecto de haber estado trabajando sin un momento de sueño desde que me marché.
—Sólo una noche más de trabajo y habré terminado —replicó el artista, sin dejar de percibir la vigorosa salud de su amigo, que representaba casi una censura a su propio aspecto.
—¿Aún tienes la intención de exponerlo? La exposición se inaugura mañana.
—Estará preparado a tiempo.
Pero William aún no se sentía satisfecho.
—Esta noche íbamos a celebrar su terminación. Y también mi regreso. Teníamos previsto salir a cenar. Ya había aceptado una invitación para los dos en casa de la marquesa de B…
—Tendrás que ir solo. Mañana por la noche, después de la inauguración, lo celebraremos. Te ruego que tengas un poco más de paciencia con un viejo amigo.
—En tal caso, mañana por la noche —aceptó William—. Y no tendrás modo de escaparte, te lo aseguro. Tengo ganas de ver lo que has hecho con ese lienzo. Sus últimas fases de trabajo me temo que han supuesto una terrible exigencia para ti.
Aunque agotado y triste, Michaelis estaba tranquilo, algo que William percibía erróneamente como la serenidad que precede a la obra casi acabada, antes que a la resignación que realmente significaba.
—Permíteme que entre en esta farmacia —dijo el artista—. Me han prometido entregarme algo para mantenerme durante las últimas horas de trabajo.
William dejó a su amigo ante la herboristería. Michaelis recibió su receta y regresó lentamente a la pensione. Una vez allí, mezcló los poderosos estimulantes que el farmacéutico le había preparado, añadiéndolos a un jarro de expreso fuerte y caliente que se llevó consigo al estudio.
Había dos grandes latas frente al lienzo ahora cubierto. Se las habían traído el fabricante de pigmentos y su aprendiz, siguiendo sus órdenes. Michaelis levantó las tapas y se tomó la primera taza de café expreso y estimulantes de la media docena que consumiría a lo largo de las siguientes horas.
Necesitó hacer un gran esfuerzo inicial para introducir el pincel en el recipiente que estaba frente a él, y un esfuerzo aún mayor para elevar el pincel hacia la zona del lienzo donde el ébano absoluto acababa de secarse. Pero Michaelis endureció sus nervios. Sólo su corazón fue como un vacío desierto helado en el momento en que aplicó el pincel al lienzo, iniciando así la destrucción de su obra maestra con el más puro y espeso pigmento blanco de zinc procedente del taller de Castelgni.
Quizá fuera a causa de las precauciones que había tomado antes de iniciar su trabajo —las docenas de candelabros encendidos con las velas más brillantes que iluminaban la habitación como si se celebrara en ella la mayor de las fiestas—, o quizá debido a otras razones desconocidas, lo cierto fue que, cuando ya había empleado uno de los grandes recipientes del nuevo pigmento en el lienzo y se disponía a empezar con el segundo, comenzó a sentir las pulsaciones del pigmento negro que aún quedaba en el cuadro.
Apresuró su trabajo, humedeciendo el pincel con mayor rapidez y aplicando el blanco sistemáticamente para tapar grandes zonas de negro.
Entonces cobró conciencia del sonido del chapoteo, tan suave al principio, que apenas si lo percibió: en las puntas de su pelo, en la misma superficie de la piel de su rostro. Un sonido cuya intensidad aumentó, hasta que Michaelis ya no pudo escuchar ninguna otra cosa, al tiempo que se apresuraba a trabajar con mayor rapidez para cubrir las zonas del terrible negro que aún quedaban. En varias ocasiones sintió como si el pincel que utilizaba se retorciera para caérsele de las manos, impulsado por alguna extraña fuerza interior.
Cuando sólo quedaba por cubrir un trozo del pigmento original, cambió de pincel, cogiendo otro más grande y basto. Y entonces comenzó a escuchar el quejido que, al igual que el sonido del chapoteo anterior, también se inició de un modo casi inaudible para ir aumentando de intensidad a medida que el pintor humedecía el pincel y lo elevaba hacia el lienzo empapado de más blanco de zinc, configurando un sonido de queja lastimosa tan abrumador que estaba convencido de que debía escucharse en por lo menos media docena de calles a la redonda.
Se cubrió los oídos con cera derretida que extrajo de las numerosas velas que le rodeaban y, protegido así temporalmente, siguió trabajando febrilmente.
Ahora sólo quedaban por cubrir unos pocos centímetros cuadrados de negro. Pero cuando introdujo el pincel en el recipiente de blanco de zinc se dio cuenta de que éste se hallaba vacío. Había utilizado todo el pigmento. Rascó frenéticamente los restos de las paredes de ambos recipientes y obtuvo lo suficiente para recubrir una sección minúscula. Finalmente, lanzó un juramento y pateó los recipientes vacíos.
El gran lienzo comenzó a hincharse, como si tratara de rechazar la aplicación del blanco, como si lo que hubiera en su interior presionara para salir… y lanzarse sobre él.
Michaelis ignoró este hecho lo mejor que pudo, temblando, tratando de concentrar toda su atención en imaginar la forma de cubrir la mancha de negro que aún quedaba. Su corazón latía apresuradamente ante el recuerdo del visitante de la noche anterior y de las huellas que había visto, así como con el quejido que ahora atravesaba incluso la cera que cubría sus oídos, como si el sonido surgiera del interior de su propio cerebro.
No quedaba ni una gota de pigmento blanco. Eran las cuatro de la madrugada y, por lo tanto, no podía obtener más blanco a aquella hora. ¿Cómo podía cubrir el resto?
Michaelis casi se volvió loco en aquel instante. Percibió la existencia de un gran poder dentro de aquella diminuta mancha de negro que quedaba. Y tenía que cubrirla para aniquilarla. El lienzo seguía estremeciéndose, a veces vertical, otras diagonalmente, como si intentara expulsar la nueva pintura con aquellos movimientos. Y lo haría. Él sabía que lo conseguiría, a menos que lograra cubrir la última mancha de negro.
Y entonces, en un rapto de inspiración, recordó de pronto sus propios suministros, a los que no prestaba atención desde hacía varios años, cuando empezó a utilizar colores oscuros. Ah, allí estaba, en el pequeño armario. No había mucho, pero allí estaba todavía el viejo tubo de blanco de zinc que había utilizado para pintar los vestidos de los niños y las manos de las jóvenes. Ensordecido, cercano a la locura a causa del penetrante quejido, extrajo el pigmento, vertiéndolo sobre un plato. Levantó la mirada y vio cómo el lienzo se abombaba como si fuera la vela mayor de un clíper durante un tifón.
Se las arregló para mezclar con agua el pigmento suficiente, agitándolo rápidamente con el pincel hasta que lo creyó suficientemente espeso para cubrir aquella última mancha de negro.
Hundió el pincel en la pintura, y lo removió para empaparlo con cada partícula del líquido. Pero cuando lo elevó hacia la mancha negra, el lienzo se quedó completamente plano. Desde el restante trozo de ébano absoluto, el color pareció surgir como si el negro hubiera cobrado repentinamente vida. Ante los ojos aterrorizados de Michaelis, el pigmento aumentó de tamaño, configurando las líneas grotescamente negras de una mano pequeña, de proporciones antinaturales y dotada de tres dedos, que surgía del lienzo.
Apretó los dientes para ahogar un grito de horror y dirigió el pincel hacia los dedos, cubriéndolos ligeramente con líneas, manchas y trozos de blanco. Y, al hacerlo, la mano se retiró; al mismo tiempo, un grito surgió del núcleo negro de la pintura. Fue un grito tan agudo, tan lleno de temor y dolor, que Michaelis no pudo evitar el retroceder ante el cuadro.
El grito se apagó tan repentinamente como había surgido. Cuando dejó de latirle la cabeza a causa del sonido, Michaelis se aproximó de nuevo al lienzo. Todo estaba en silencio: el quejido había desaparecido y el lienzo permanecía inmóvil. Volvió a repintar una vez más aquel último lugar; después, ya más tranquilo, inspeccionó el cuadro y repasó con el pincel cada lugar donde le pareció que no había blanco suficiente, hasta que quedó totalmente satisfecho, convencido de que no quedaba a la vista un sólo punto de negro.
Sintiéndose agotado, Michaelis abandonó lentamente el estudio y se derrumbó sobre su cama.
—Despierta, querido amigo. Ya son las cuatro de la tarde.