Horror 2
Ébano absoluto
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Michaelis se sentó en la cama y miró a su alrededor, como si se hubiera despertado en un lugar extraño.
—Toma una taza de este caffè latte. Te ayudará a despertarte —le dijo William.
Su amigo se sentó en una silla, cerca de la cama, tendiendo una taza a Michaelis.
La luz de la tarde jugueteaba en el suelo, pasando a través de la ventana sin cortinas.
—La exposición ha abierto sus puertas desde el mediodía —siguió diciendo su amigo—. Tienes que levantarte y comer algo antes de marcharnos.
El artista sorbió el líquido insípido, despertándose lentamente, como surgiendo de un sueño muy largo y profundo. Y de pronto, exclamó:
—¡El lienzo! Hay que llevarlo al salón.
—Tranquilízate, amigo mío. Eso ya se ha hecho.
—¿De veras?
—Ya he ido al salón. Esta mañana, cuando acudí a verte, te encontré dormido tan profundamente que, como pensé que ya habías terminado el lienzo, yo mismo lo hice transportar al salón. Tenías cera en los oídos, supongo que para que no te molestara nadie mientras descansabas.
—¿Lo has visto? —preguntó Michaelis.
—Oh no. Los hombres del salón vinieron, lo cubrieron y se lo llevaron mientras yo trataba de despertarte.
William insistió en que comieran en un ristorante popular cercano a la exhibición y muy frecuentado por artistas y otras gentes de vida bohemia de todas las nacionalidades. Aquel restaurante había sido el favorito de Michaelis en sus tiempos de éxito.
Durante el transcurso de su almuerzo, el artista fue reconocido en varias ocasiones por colegas y conocidos, pero contuvo la curiosidad de aquellas personas dedicándoles un simple gesto de asentimiento. Una vez que les hubieron servido el postre, Reigler, un notable crítico de arte y prestigioso historiador, se acercó a su mesa y les pidió permiso para sentarse con ellos.
—He visto su autorretrato en la exposición —dijo, estrechando cálidamente la mano de Michaelis—. Permítame ser el primero en felicitarle y en proclamar ese cuadro como una obra maestra.
Al ver que Reigler no era rechazado por el hasta entonces misántropo artista, los demás se aproximaron. Todos ellos habían visto el autorretrato u oído hablar de él. Todos le felicitaron y expresaron ese placer incontenible y genuino que muestra todo verdadero artista ante el triunfo de un colega sobre los materiales recalcitrantes y sobre una musa aún más elusiva. Se pidió champaña, y se brindó por Michaelis y por su obra. Así, el almuerzo se convirtió en una fête.
El grupo no tardó en salir a la piazza, y desde allí se dirigió en masa hacia el salón, con muestras de gran festividad. Michaelis acababa de entrar en el salón cuando un hombre que se había burlado de él durante los tres últimos años, criticándole ante todo aquel que quisiera escucharle, se adelantó hacia él y le abrazó.
—Ha sido usted recompensado con la Palma d’Oro, el mejor premio que se puede conceder a una obra de arte.
Los componentes del grupo lanzaron vítores, y las otras personas que había en aquel momento en el salón, al enterarse de la llegada de Michaelis, acudieron a felicitarle. Acudió incluso el propio presidente de la Sociedad de Arte, quien le impuso la medalla de la palma de oro, pronunciando con tal motivo un discurso largo y lleno de floreadas alabanzas.
El artista lo escuchó todo con una mueca apenas reprimida de insatisfacción. ¿Qué querían decir aquellos tontos? La pintura era un engendro, el simple susurro de una posibilidad de lo que verdaderamente había intentado hacer, de lo que había idealizado y finalmente conseguido, aunque hubiera sido de un modo tan fugaz y peligroso. ¿Es que aquellos idiotas no comprendían lo que había hecho, lo que se había visto obligado a hacer? ¿No llegarían a conocer nunca las profundidades de la oscuridad en la que se había visto inmerso, primero en su imaginación y más tarde, una vez fabricado el pigmento, en su arte, en su propia vida? Si el cambio introducido al final era la causa de tanto honor, ¿qué habrían pensado de haber visto el cuadro tal y como él lo había terminado en un principio?
El presidente terminó su discurso. Sonaron los aplausos, seguidos por más felicitaciones y más brindis con champaña. Se le pidió a Michaelis que hablara y éste se negó, pero William —que era entre todos el único que, en opinión del artista, se sentía verdaderamente encantado con su éxito— le convenció. De modo que habló, serena y tristemente, de sus trabajos, de su búsqueda de nuevos modos de expresión, de su experimentación con nuevas y viejas formas, temas y técnicas, de cómo había cobrado vida el ideal que él había llegado a imaginar, a pesar de que la obra terminada no era más que una simple copia, una imitación de aquel ideal.
—Veamos, pues, esa maravilla del arte —declaró finalmente el presidente—. La hemos instalado al fondo del salón, sin colocar ninguna otra pintura cerca, pues cualquier otro cuadro quedaría empequeñecido por comparación.
—Los otros cuadros no son más que simples ejercicios —escuchó decir Michaelis a su antiguo enemigo.
Y aquel hombre no fue el único en expresar tales sentimientos entre los allí reunidos. La gente, con Michaelis en el centro, se dirigió hacia el gran salón de la exposición, pasando de largo ante pinturas exquisitas que permanecieron ignoradas, o que fueron sometidas a las invectivas e improperios de quienes las miraban.
Cuando se hubieron reunido todos, dejando un espacio abierto, ante el pintor y su autorretrato, William leyó la inscripción: «Autorretrato en ébano absoluto».
—Asombroso, ¿verdad? —dijo Reigler.
—Sorprendente —dijeron algunos.
—Es la obra de un genio —dijo otro hombre—. ¿A quién se le habría ocurrido destacar la capa con negro de humo?
—Y la misma capa. Es algo notable.
—Desde luego, desde luego. ¡La capa! —repitieron otros.
Mientras se extendían los murmullos de admiración, el presidente hablaba al oído a Michaelis:
—Cuando trajeron el cuadro, temimos que hubiera sido dañado por los portadores. Dos diminutas manchas de blanco en la parte central inferior de la capa parecían haberla estropeado. Pero las manchas desaparecieron al cabo de pocos minutos, casi mientras las estábamos observando.
Michaelis no parecía escuchar, con la vista clavada en el suelo y sin mirar nada más, aunque con la vista llena por lo que él mismo había pintado: el retrato estaba exactamente igual a como lo había terminado una semana y media antes, con la capa absolutamente negra.
—Tiene uno la sensación de que casi podría introducir la mano en ese pigmento —dijo Reigler al tiempo que extendía la mano hacia el cuadro.
—¡No lo toque! —gritó Michaelis.
—No tiene la menor intención de dañarlo —observó William.
—No lo toque —repitió Michaelis, esta vez con mayor suavidad, pero con un tono de voz lleno de ansiedad—. No se acerque al cuadro.
—Es como si fuera una ventana abierta a otra dimensión —dijo otro hombre—. Una dimensión de la más extremada negrura natural.
—Pero si hasta la propia sala parece más pequeña en este extremo —dijo otro de los observadores—. Como si quedara empequeñecida ante el retrato.
—Nunca ha existido una pintura como ésta —admitieron otros.
Michaelis se volvió, cogiendo a William por el brazo.
—Tenemos que marcharnos —le susurró.
—¿Marcharnos? ¿Adónde?
—A Boston. Esta misma noche. Inmediatamente.
—Pero ¿por qué? —preguntó. Después, al ver la expresión del rostro de su amigo, añadió—: Pero el barco no sale hasta mañana por la tarde.
—Tengo que hacer mi equipaje esta misma noche. Ahora. Tú me ayudarás —dijo el artista sacando a William de entre la multitud, que seguía reunida, llena de admiración, ante el cuadro.
—¿A qué vienen esas prisas repentinas? Íbamos a celebrar tu éxito esta noche. Sin duda alguna no querrás abandonar Roma esta misma noche. Has logrado un gran éxito.
William tuvo que repetir su pregunta, una y otra vez.
Aunque Michaelis le estaba mirando fijamente, a sólo unos pocos centímetros de distancia, no podía escuchar las palabras de su compatriota. Todo lo que escuchaba era un chapoteo suave y viscoso, y después percibió el terrible y apenas audible quejido familiar que hablaba de un abismo insondable que iría extendiéndose lentamente, atrayéndole hacia las fauces de un ébano absoluto.