Holly

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—¿Está seguro de que quiere hacerlo, doctor? —preguntó Carl al doctor Nicholas Taggert mirando hacia el asiento del conductor—. La cabaña de mi hermano está hecha un desastre, y el único medio de transporte que hay es su camión, que no está en regla para circular por carretera, de modo que no puede conducirlo.

Nick miró por el retrovisor de la izquierda, puso el intermitente y se colocó en el carril de la izquierda.

—Te dije que solo necesitaba un lugar donde escapar unos días, mi primo vendrá a recogerme. Me comentaste que había una tienda de comestibles a la que se podía ir andando, de modo que no voy a usar ningún vehículo durante los tres días que estaré allí.

—No es más que una tienda pequeña. No hay caviar ni nada de eso.

Como Nick no sonreía, Carl supo que su broma no le había caído bien.

—Siento lo de su chica —masculló.

—Es agua pasada —afirmó Nick con aplomo, dando a entender que Stephanie Benning no era un tema del que estuviese dispuesto a hablar.

Carl contempló a través de la ventana el espléndido paisaje de Smokey Mountains, pero estaba tan nervioso que le resultaba difícil permanecer quieto. ¿Qué hacía él, un conductor de ambulancia, dentro de un coche con un médico tan prestigioso como Nicholas Taggert? ¿Por qué el doctor Nick no había preguntado a uno de los médicos de la clínica si tenían una cabaña para alquilar? Podían haberle encontrado una casa con un terreno, con un cine cerca y algún bar informal.

Carl no alcanzaba a imaginar por qué el doctor Nick quería alojarse en una cabaña en ruinas, pero sí sabía por qué necesitaba esconderse: a causa de Stephanie Benning, la hija menor, y más problemática, del doctor Benning.

Aproximadamente unos nueve meses atrás, Stephanie, una mujer de largas piernas y pelo largo, volvió de algún lugar de nombre francés, con la tinta de los papeles del divorcio todavía húmeda, echó el ojo al atractivo doctor Nick Taggert y anduvo tras él como si le fuera la vida en ello. Por supuesto, en el consultorio todo el mundo sabía que lo que la atraía no era su cara. Su último marido era como un clon de sapo. Pero Stephanie sabía que el doctor Nick era millonario, un millonario de verdad. Él ignoraba que en la consulta se conocía su pertenencia a una familia rica, pero lo cierto era que estaban al corriente. Diez minutos de conexión a internet, y la noticia ya circulaba.

En cambio, pocos sabían cómo era Stephanie Benning en realidad. Solo el personal de la consulta tenía constancia de que había sido una odiosa niña egoísta, y que no había cambiado al hacerse mayor. De algún modo, consiguió engañar al doctor Nick durante ocho meses hasta que él rompió con ella.

Evidentemente, Stephanie contó a todas las personas de la consulta que fue ella quien lo había dejado. Explicó que el doctor Taggert la había utilizado y tirado como un pañuelo. Lloró con tanta aflicción que todos, excepto el personal de la consulta, la creyeron. Incluso sacó partido del diamante amarillo que el doctor Nick le había regalado, cuando él pidió que se lo devolviese. Dijo lloriqueando que un caballero no pediría la devolución de unas joyas regaladas a una dama.

Una de las mujeres de la consulta comentó que la piedra valía por lo menos un millón de dólares y pertenecía a la familia del doctor Nick.

—He observado que se ha quedado el anillo que le regaló —soltó Lucy, la recepcionista.

—Y los pendientes de zafiros —añadió alguien.

—Y el collar de perlas.

—Todo lo que tuvo que devolver fue el gran diamante amarillo y la llave de la cadena con la que le había atado. Todos estallaron en carcajadas.

Pero los médicos y el personal de la clínica Benning creyeron todo lo que Stephanie contó del doctor Nick. De pronto, palabras como señor, honor e integridad se oían de vez en cuando, como si Nick Taggert careciese de esas cualidades.

Algunos empleados intentaron defenderle, pero no podían decir mucho. Al fin y al cabo, el padre de Stephanie firmaba sus cheques de la paga.

Una de las mujeres intentó hacer que el doctor Nick se defendiese a sí mismo y contase toda la verdad sobre cómo era Stephanie. No conocían los detalles de la ruptura, pero estaban seguros de que él había comprendido que ella tan solo quería su dinero. Sin embargo, el doctor Nick no se defendió. Soportó las miradas de los otros médicos y sus comentarios en voz baja sin inmutarse. Ni siquiera cuando a Stephanie le dio una de sus rabietas de niña mimada se defendió.

El personal de servicio estaba dividido en dos grupos, por lo que respectaba a este silencio. La mitad decían que era un idiota y la otra mitad que era un héroe sacado de un cuento de hadas.

Por ello, tres noches atrás, cuando Carl volvió de un servicio a altas horas de la madrugada y el doctor Nick estaba solo en su despacho, no le extrañó que este le preguntase si tenía noticia de alguna cabaña para alquilar, un lugar donde escapar unos días. No obstante, cualquier cabaña que fuese del gusto de un hombre con el pedigrí del doctor estaba fuera su alcance.

Carl se limitó a sonreír.

—El único lugar que conozco es la casa de mi hermano Leon. Está tan desvencijada que se puede llamar una cabaña, y se encuentra junto a un lago.

—Suena muy bien. ¿Cuándo va a estar fuera tu hermano, para alquilársela?

—Estará fuera unos doce años más —respondió Carl, aún sonriendo—, bueno, si se porta bien. No, doctor, estaba bromeando. Usted no querrá alquilar la casa de Leon. Es horrible, es como una pocilga, y tiene un enorme cobertizo que parece que se vaya a caer en cualquier momento. La verdad es que ni una bomba atómica derribaría ese establo, pero eso no viene al caso. Lo cierto es que al otro lado del lago, justo enfrente, hay unas casas muy bonitas. Apuesto a que si llamase a un corredor de fincas…

—¿A qué distancia de aquí está la cabaña de tu hermano?

—A un par de horas. Pero doctor…

—¿Está vacía ahora? ¿Está amueblada?

—Más o menos —dijo Carl, y entonces se puso más firme. Tenía que parar aquello enseguida—. No puede alquilar la casa de Leon, doctor, es horrible. A mi hermano solo le interesa una cosa en su vida, y es su camión. Ha dedicado cada penique que ha ganado, robado o estafado a ese camión. Ahora está en prisión porque robó en tres gasolineras para poder comprar otra transmisión y una caja de cambios.

Carl se daba cuenta de que el doctor Nick no le estaba escuchando.

—¿Hay goteras?

—No —respondió Carl con paciencia—. Cuido de la casa lo suficiente para que no haya goteras y la limpié lo bastante como para que las ratas no derribaran las paredes en su intento de llegar a la comida que Leon dejó por ahí. ¡Doctor! —exclamó enérgicamente—, ni piense en alojarse en esa casa.

El doctor Nick se recostó en la silla y miró a Carl entrecerrando los ojos.

—¿Por qué no?, ¿crees que soy demasiado remilgado para ensuciarme las manos en una casa como la de tu hermano?

Carl no pudo sino sonreír al oír la palabra remilgado. En los cinco años que Nick llevaba en la clínica Benning, nunca le había oído decir nada así. Siempre había sido justo y honesto con todo el mundo, pero hasta que llegó Stephanie, nunca se había acercado a ninguno de ellos, ni a los médicos ni al personal. Era un buen médico, y las únicas veces que Carl o cualquiera había visto al doctor Nick enfadarse era cuando un paciente no tenía el mejor servicio posible.

Al final, pese a lo mucho que Carl insistió, Nick Taggert hizo caso omiso, y ahora estaban cruzando las montañas, en dirección a la cabaña de Leon.

Mientras avanzaban por el camino de entrada cubierto de hierbajos, Carl se relajó. No era posible que nadie en todo el mundo quisiese alojarse en esa casa a menos que se viese obligado a ello. Casi triunfalmente, Carl avisó «cuidado con las serpientes», en cuanto pisaron las hierbas que les llegaban a la cintura y que rodeaban la vieja casa.

Caminó detrás del doctor Nick mientras este se abría paso entre las hierbas hacia las escaleras de entrada a la casa y luego subía al porche. No había motivo para cerrar la casa. ¿Quién querría entrar?

En la sala de estar había tres muebles que Leon había encontrado en el basurero. A las butacas les salía el relleno por los brazos. Las dos mesas grandes, la mesa de café y las dos lámparas estaban hechas de latas de cerveza soldadas. En el comedor había una mesa vieja escondida bajo una colección de unas dos mil revistas de motor de Leo.

La cocina era lo peor, con platos rotos en el suelo, montones de revistas con las páginas arrugadas, ollas de aluminio abolladas y excrementos de ratón por todas partes. En la parte posterior de la casa estaba el dormitorio, con un viejo colchón lleno de manchas y un amasijo de sábanas rotas y sucias al pie de un lavabo.

—¿Ve lo que quería decir? —dijo Carl cuando estuvieron fuera, en el porche de atrás.

Frente a ellos se extendía el lago, cristalino y magnífico. Al otro lado de su diáfana superficie había unas casas preciosas, cada una pintada de un color distinto, con un embarcadero del mismo tono.

Cuando detuvieron a Leon, Carl había querido vender la casa del lago para pagar a un buen abogado, pero Leon se opuso. Dijo que algún día los constructores querrían ese edificio y él haría que se lo pagasen bien.

—Estoy seguro de que podría conseguir una de esas casas —dijo Carl, señalando con la cabeza al otro lado del lago.

Nick se había apoyado sobre la barandilla del porche y miraba al otro lado del lago.

—Lavanda —dijo.

—¿Qué?

—No veo ninguna casa de color azul lavanda. Hay tres tonos de rosa, pero nada en azul lavanda. ¿Qué tal si pinto esta casa de azul lavanda, construyo un embarcadero del mismo color y compro un velero con velas de un morado intenso?

Carl tardó unos momentos en comprender que Nick estaba bromeando, pero enseguida se rió y le dio una palmada afectuosa en la espalda.

—Mientras no toque el camión, puede hacer lo que quiera en la casa.

Nick se quedó de pie estirándose, y Carl observó que, en cierto modo, el doctor encajaba en ese lugar. Había un no sé qué de antiguo en aquel hombre que resultaba adecuado en la vieja casa rodeada de malas hierbas.

De pronto, los temores de Carl se disiparon. El doctor estaría bien allí.

—Así, ¿dónde está ese infame camión? —preguntó Nick, dando un paso atrás para que Carl le precediese.

Carl sacó el juego de llaves del bolsillo mientras iba apartando las hierbas con los pies.

Cuando Leon compró la casa unos años atrás, Carl había intentado convencerle de que echara abajo el viejo cobertizo. Le aconsejó que construyese uno nuevo y seguro, con bloques de cemento, para usarlo como garaje. «Eso planeo hacer», comentó, pero Carl no supo qué quería decir. Leon había construido un nuevo edificio dentro del cobertizo, camuflándolo para que nadie pudiese adivinar lo que había dentro.

Carl abrió la puerta del viejo cobertizo y utilizó un código para accionar la puerta interior de acero. Si el doctor Nick estaba sorprendido, no lo demostró. Cuando empujó hacia atrás la pesada puerta de acero, se encendieron las luces del interior. Carl dibujó una leve sonrisa al oír como detrás de él, el doctor Nick soltaba un grito ahogado. Era una sala enorme, sin ventanas y limpísima, con dos salas más pequeñas dentro, divididas por paredes de cristal. Estaban equipadas con un baño y una cocina completa.

En la habitación principal, había un torno elevador eléctrico de dos toneladas y un aparato para el tratamiento de los metales junto a una máquina de perforar Hollander, además de una sierra de cinta, un juego de extractores, un compresor y una torre de lavado de componentes. Había varios armarios altos de color rojo intenso repletos de herramientas Hollander. Siempre lo mejor para Leon.

En medio de la habitación, en la que ni siquiera después de seis meses se veía una mota de polvo, estaba el camión. El Camión.

El doctor Nick avanzó hacia el taller y permaneció a cierta distancia del camión, contemplándolo con ojos como platos.

—¿Había visto antes algo así?

—Nunca —respondió Nick—. ¿Qué es, exactamente?

Carl sabía que a los no iniciados, el camión les parecía extraño. Era un Chevy de 1978 con una carrocería de media tonelada y un motor Chrysler V-10. En el interior, casi todo había sido reemplazado por piezas mejores, más caras y más grandes. Por ello, cada centímetro cuadrado estaba lleno de mecanismos.

Como Carl había pasado incontables fines de semana ayudando a su hermano, sabía mucho sobre las modificaciones que se habían hecho en el camión, y mientras el doctor Nick escuchaba con un silencio apreciativo, Carl le puso al corriente de todo. Le explicó por qué la caja del camión estaba llena de máquinas y tubos. Cuando Carl dejó de hablar —no porque hubiese terminado—, miró al doctor Nick, que observaba absorto el camión, como si intentase entenderlo.

—¿Qué velocidad alcanza?

—Ciento cincuenta, fácil. Y sube mucho, también. Es para carreras off-road.

—¿Legales?

—Leon nunca ha acabado de comprender la diferencia entre legal e ilegal.

Nick adelantó una mano y tocó con cuidado un lado del camión.

—Nunca me han atraído las máquinas, pero envidio la pasión de tu hermano. Le gustaba tanto una cosa que lo arriesgó todo por ello.

—Supongo que se puede mirar de este modo, pero le aseguro que en su familia nadie lo ve así. Mire, doctor —empezó, pero Nick levantó la mano.

—Me sentiría orgulloso de alquilar este lugar durante unos días. Me gusta esto.

—¿También la cocina?

—¿Cuál? —preguntó Nick, mirando hacia la oficina con paredes de cristal.

De repente, la cara de Carl se quedó blanca.

—¿Quiere decir quedarse aquí? ¿En el garaje de Leon?

—No estropearé… nada —se excusó Nick, mirando el camión—. Te aseguro que no tengo ninguna intención de conducirlo.

Carl no había previsto que nadie pudiese quedarse en el garaje de Leon, y durante un momento le vino la imagen de su hermano escapando de la cárcel y persiguiéndole. Para Leon, los lazos de sangre no eran ni mucho menos tan fuertes como lo que sentía por su camión.

—Yo, mmm… —tartamudeó Carl.

Nick miró el reloj.

—¿No empieza tu turno dentro de unas dos horas y media?

—Yo…

—¡Vamos! —insistió Nick—. Déjame aquí solo con el camión y cuidaré de él. Tan solo voy a pescar un poco y dormiré aquí. La casa está…

Al parecer, le faltaron las palabras cuando intentó describir la casa.

—Yo… —volvió a decir Carl, pero al cabo de un momento tenía las manos de Nick sobre los hombros, que le empujaba para sacarle del garaje y le guiaba hacia el coche. Nick cogió las llaves, el papel con el código del sistema de alarma del garaje y su equipaje del portamaletas. A continuación, Carl solo supo que había arrancado el motor y se iba.

—Leon va a matarme —se iba diciendo durante todo el viaje de vuelta a la clínica.

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