Holly

Holly


Capítulo 1

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Capítulo 1

Holly se sentía como si hubiese conseguido el mayor éxito de su vida; y para Navidad, todo estaría arreglado. Después de muchas llamadas, cartas, e-mails y promesas, por fin había convencido a sus padres de que comprasen Spring Hill Plantation, en las afueras de la ciudad histórica de Edenton, en Carolina del Norte. Por supuesto, no le supo mal que su hermanastra fuese a casarse con un hombre que vivía allí.

Ahora se encontraba en la pequeña tienda de comestibles situada a tres kilómetros de la horrible casa que sus padres habían alquilado el año anterior. Estaba intentando encontrar algo para comer con menos de cien calorías por bocado. Últimamente había perdido cinco kilos y no quería volver a ganarlos. La perspectiva de pasar el verano cerca de su bonita y delgada hermanastra había tenido como efecto que dejase de comer y fuese al gimnasio cuatro noches por semana.

Por supuesto, también influía la perspectiva de volver a ver a Lorrie. Durante un momento, sus ojos centellearon mientras le recordaba. Había dejado de ver la tienda; ahora lo que veía era el río, el embarcadero y a Lorrie, en aquel verano, cuando ella tenía trece años y Lorrie dieciséis. Entonces él era un muchacho alto, delgado y de piel morena, con el pelo rubio y los ojos castaños.

El principio de aquel verano había sido horrible. Sus padres casi siempre alquilaban una casa de veraneo en algún lugar, pero hasta aquel año las casas se encontraban siempre en vecindarios donde las dos hijas podían bañarse y conocer a chicas de su edad.

 

Sin embargo, aquel verano un amigo de su padre le había ofrecido gratis una casa antigua, construida en 1778 y espléndidamente restaurada. Se encontraba junto a un río, en medio de cuatro acres y medio de grandes árboles y preciosos jardines con flores.

Holly odió ese lugar desde el primer momento. Su situación aislada y remota le daba ganas de gritar. Por un instante imaginó el verano en un infierno de soledad. Taylor ya era lo bastante mayor para conducir, de modo que iría a la cercana Edenton, donde estaría en el mundo real.

«Pero ¿qué voy a hacer aquí todo el verano?», pensó, a punto de llorar. «¿Cazar renacuajos? ¿Sentarme junto al río y mirar cómo las tortugas salen a respirar?». No era lo que una chica en plena pubertad desearía hacer.

Intentó convencer a sus padres de que no podían obligarla rotunda y terminantemente a pasar todo un verano en ese horrible lugar. Pero ellos tan solo sonrieron y se fueron a contestar al teléfono, que no paraba de sonar.

La primera semana Holly se aburrió tanto que creyó que iba a perder el juicio. Sus padres habían ido a Londres, y Taylor había conocido a un chico. Dejaron a Holly a cargo de una mujer que debía de ser tan vieja como la casa, y que no hacía mucho, salvo dormitar en el columpio acolchado del porche posterior.

Fue al principio de la segunda semana, cuando Holly se encontraba sentada al final del embarcadero, con las piernas encogidas contra el pecho y pensando en el dolor que sentiría su familia si su hija menor escapaba de casa, cuando oyó un ruido inusual. Al levantar la vista vio una barca de remos que se dirigía hacia ella.

Tuvo que parpadear, frotarse los ojos y volver a parpadear para asegurarse de que veía bien. Se estaba acercando a ella, dándole la espalda, un atractivo chico que no llevaba camiseta. No le veía la cara, pero si por delante era la mitad de atractivo que por detrás, sería un Adonis.

Holly se puso de pie, se alisó los shorts y la camiseta, deseando que no llevar ese día la ropa más andrajosa, y esperó.

Cuando él llegó al embarcadero y se giró, le pareció tan guapo que casi se quedó sin respiración.

—Hola —le dijo lanzando una cuerda a sus pies—. Soy Laurence Beaumont, tu vecino de al lado. ¿Puedes atar esto?

Ella no tenía ni idea de qué quería decir. ¿Atar qué?

—La cuerda —dijo—, átala a la abrazadera.

Holly tardó un momento en entender lo que le decía. ¿Abrazadera? Ah, sí, aquello que utilizaba para quitarse el barro de los zapatos. Cogió la cuerda y la ató con un lazo perfecto a la abrazadera de metal. Luego miró al chico.

Él contempló la abrazadera, y después a ella, pero no rió. Más tarde Holly se extrañaría de ello. ¿Qué otro chico de dieciséis años habría mirado como ataban la cuerda de una barca con un lazo y no se habría puesto a reír a carcajadas?

Pero Lorrie no se había reído de ella, ni entonces ni en ninguna otra ocasión.

Desde aquel primer momento fueron amigos —almas gemelas, quizá, puesto que eran tan parecidos. Ella se llamaba Hollander, y él Laurence, pero eran Holly y Lorrie para todo el mundo. La familia de él había vivido en la misma casa desde 1782, y dos de sus antepasados habían firmado la Declaración de Independencia.

Holly contaba con algunos peces gordos entre sus antepasados paternos, y su propio padre había sido embajador en tres países.

—Conoce a todo el mundo y habla con todos ellos cada día por teléfono —había dicho ella entre dientes. Lorrie se rió.

—Mi viejo hace transacciones todo el día.

—¿Y tu madre?

—Murió cuando yo tenía tres años.

Holly se sintió como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Su madre había muerto cuando ella tenía un año. Cuando se lo dijo a Lorrie, él se sentó en el embarcadero y, juntos, empezaron a comparar datos sobre sus vidas concienzudamente.

Los padres de ambos habían crecido rodeados de un refinamiento venido a menos, contaban con una formación excelente y apellidos procedentes del Viejo Mundo. Los dos hombres se habían casado por segunda vez con mujeres que no eran ricas.

La diferencia estaba en que la madrastra de Holly, Marguerite, era una especie de genio de las finanzas, mientras que el principal talento de la madrastra de Lorrie era gastar dinero. La fortuna de la madre de Holly, procedente de Hollander Tools, había aumentado, mientras que la de la madre de Lorrie había desaparecido hacía ya mucho tiempo.

—Todo lo que me queda es el derecho a una casa vieja destartalada y a unos pocos acres de tierra —dijo Lorrie jovialmente, mirando a Holly—. No sé qué hay en ti, chica, que hace que tenga ganas de contarte la historia de mi vida. A ninguna de las tres amigas con las que he salido últimamente les he explicado tantas cosas sobre mí.

A Holly no le gustó que le llamase chica, y tampoco le gustaba pensar que ese atractivo muchacho hubiese salido con otras, pero se guardó el cumplido en su corazón.

—Supongo que estamos hechos para estar juntos —dijo ella, deseando que se la llevase para siempre en su canoa.

Sonriendo, Lorrie le despeinó el pelo, corto y oscuro.

—Tal vez sea eso, chica. Quizás eres lo que necesito este verano. ¡Eh! Te echo una carrera hasta el otro lado del río.

Holly no era muy buena nadadora, pero a finales de verano ya lo era, puesto que se pasó casi todos los días con Lorrie. Aunque él le había revelado un montón de secretos sobre su pasado, Holly pronto se dio cuenta de que no decía palabra sobre su vida actual. De hecho, fue escuchando los chismorreos de su querida hermanastra como se había enterado de que ese verano Lorrie se estaba escondiendo.

—Son los mayores esnobs del este de Carolina del Norte —había dicho Taylor mientras cenaban. Hablaba de la familia Beaumont—. Han vivido aquí desde que George Washington exploró esta zona, e incluso poseen algunas cartas suyas. Pero hace setenta años, la familia se arruinó, de modo que Lawrence Beaumont el segundo se casó con una rica heredera y ella falleció oportunamente tres años después de tener a Larry el tercero.

Como siempre, Taylor no se daba cuenta de las emociones que sus despreocupadas palabras causaban. Su padre también se había casado con una heredera que había fallecido joven.

—Lorrie, no Larry —había dicho Holly, e inmediatamente deseó haber podido retirar esas palabras. Su padre, su madrastra y su hermanastra se detuvieron para mirarla sorprendidos—. El cocinero a veces trabaja para ellos —murmuró, bajando la cabeza y mirando el plato.

Taylor lanzó a Holly una mirada reflexiva antes de proseguir con sus chismorreos. Taylor era sociable en la misma medida en que Holly era callada. Le encantaba estar entre una multitud, mientras que a Holly le gustaba tener tan solo un par de amigas para estar con ellas.

Taylor había continuado diciendo que Lorrie, «un sobrenombre estúpido para un chico», comentó, debía haber ido a un elegante campamento de verano, pero en el último momento uno de los inútiles negocios con tierras de su padre había fallado y se había quedado sin dinero.

—El chico no quiere que ninguno de sus amigos ricos lo sepa, de modo que se esconde en la vieja casa medio carcomida de la familia de su padre. ¿Le habéis visto?

Holly había tardado unos segundos en comprender que su hermanastra le estaba hablando a ella.

—¿Quién? —preguntó, mientras el corazón latía aceleradamente. No quería que nadie supiese que estaba pasando la mayor parte del tiempo a solas con un chico de dieciséis años. Pese a que no hacía más que ayudar a Lorrie a quitar el moho de la pintura en la vieja casa, temía que si se enteraban, no le dejarían hacerlo.

—¿Has estado leyendo a los clásicos, no? —inquirió su padre, mirando a su única hija con orgullo. Taylor era hija de su esposa.

Holly había bajado la mirada hacia su plato asintiendo con la cabeza.

Lo cierto es que logró conservar su secreto durante todo el verano. Su padre y su madrastra se pasaron todo el verano viajando y Taylor, todo el tiempo en Edenton. Además, la mujer contratada para cuidar de Holly no pudo haberse desinteresado más por saber dónde pasaba el día la chica.

Fue un verano mágico, de días largos y calurosos, junto a Lorrie. Trabajaron juntos todo el tiempo en la hacienda familiar.

Su familia había vivido allí desde su construcción, antes de la Guerra de Independencia, y a Lorrie le gustaba ese lugar tanto como su padre lo odiaba. Un día, mientras pintaban el comedor, Lorrie le contó que su madre se había casado con su padre por su apellido y su casa. Había intercambiado su fortuna por la historia de los Beaumont.

El abuelo de Lorrie, muy perspicaz para los negocios, bendijo el matrimonio de su hija, pese a que sabía cómo era Laurence Beaumont. Sin embargo, antes de la boda se aseguró de que la hacienda pasase a los hijos de su hija, de modo que su marido no pudiese vender la finca.

—No la recuerdo —le había dicho Lorrie mientras Holly daba una pincelada de pintura de color avellana por encima de la moldura limpia—. Pero me contaron que amaba tanto esta casa que murió por ella.

Dijo la última frase con amargura. Explicó a Holly que su madre había fallecido al dar a luz a otro hijo. Deseaba tanto que su hijo naciese en la casa Beaumont que, en contra de las órdenes del doctor, intentó dar a luz en la casa. Hubo complicaciones y tanto la madre como el hijo murieron antes de que la ambulancia pudiese llevarlos al hospital.

—Tal vez la muerte de tu madre es el motivo por el cual tu padre odia este lugar.

—No. Solo es que le gusta más el trasero de Tiffany.

Tiffany era la tercera esposa de su padre, y Lorrie la despreciaba. Hizo que su marido le comprase una casa nueva y moderna en Raleigh, y vivían allí. Raramente visitaban la vieja hacienda.

Holly no preguntó a Lorrie por el campamento al que debía haber ido. En realidad, no le preguntó por nada que no estuviese relacionado con la casa.

Él la llevó a ver las desvencijadas dependencias y le explicó para qué se habían utilizado. Le contó su sueño de restaurar algún día cada uno de los edificios y ser «un señor granjero», comentó sonriendo.

—Puedes hacerlo, Lorrie, sé que puedes.

Él había reído y la había despeinado —esa era la única manera como la tocaba.

Había sido un verano idílico pese al hecho de que pasó el noventa por ciento de las horas que estaba despierta y el cien por cien de las que dormía imaginando que Lorrie la besaba. Había contemplado atentamente sus labios hasta que llegó a conocer cada unas de sus pequeñas arrugas.

Si Lorrie había llegado a intuir que ella estaba enamorada de él, no lo demostró. Al final del verano, ella tenía que volver a la escuela, en Irlanda, y a Lorrie le quedaba un curso en el instituto.

Cuando se dijeron adiós, él la había levantado, le había hecho dar vueltas y le había dicho que era la hermana pequeña que nunca había tenido. Holly, mirándolo, hubiera querido que la besase; él lo hizo, pero solo en la frente, y luego la había despeinado una última vez antes de meterse en el coche y arrancar.

Ella había prometido que le escribiría y cumplió. Durante seis meses, escribió a Lorrie largas cartas, abriendo su corazón en ellas, hablándole de las riñas que había en su internado y de cualquier logro del que estuviese orgullosa. La única vez que él respondió fue cuando ella le envió un trabajo que había escrito sobre arquitectura colonial. Lorrie le mandó una postal en que decía: «Buen trabajo, chica. L».

Fue aquel verano con Lorrie lo que la encaminó hacia su carrera. Había decidido estudiar arquitectura en la universidad, pero pronto se pasó a historia de la arquitectura, y más tarde se especializó en arquitectura doméstica norteamericana.

Con los años, el hecho de que no le respondiese hizo que ella dejase de escribirle, pero nunca le perdió la pista. Siguió su carrera después de que se licenciase en Derecho, y vio como ganaba casi todos sus casos. Le mandó una tarjeta de pésame cuando leyó que su padre se había suicidado tras otro negocio inmobiliario fraudulento que lo había arruinado, y se pasó tres días seguidos llorando cuando supo que se había casado. Pero el matrimonio de Lorrie resultó positivo para ella. Hizo que dejase de vivir una fantasía, que apartase los ojos de los libros y empezase a mirar a los hombres de su alrededor.

Había crecido y se parecía a su madre, la cual había ganado un par de concursos de belleza, de modo que Holly nunca tuvo dificultades para encontrar hombres. A lo largo de los años había tenido algunas relaciones amorosas, una de ellas en serio, pero nunca había entregado su corazón. Nunca había hablado a nadie de aquel verano que pasó con su vecino, pero sabía que ningún hombre le había hecho sentir lo que Lorrie. Ningún hombre había hecho que desease decir: «Aquí tienes mi vida, tómala. Haz conmigo lo que quieras».

Cuando cumplió los veintiuno, se hizo cargo de su herencia. Millones. Después de dos días de euforia y de comprar ropa nueva, decidió que tenía que hacer algo de verdad con el dinero, algo que valiese la pena. Lo que le interesaba era la conservación de casas antiguas; sin embargo, no quería convertirse en una de esas mujeres ricas a las que los conservacionistas de verdad soportan solo por el dinero. Quería que la tratasen como a una persona que tiene un cerebro dentro de la cabeza, ya que sabía distinguir entre el estilo federal, el colonial y el renacimiento griego. Decidió hacer un doctorado en Arquitectura Estadounidense.

Al cumplir los veinticuatro años, su padre tuvo un leve ataque cardiaco y le aconsejaron que dejase de viajar. Un día que Holly estaba de visita en el hospital, hojeó la revista Town & Country. Hacía dos años que no leía algo que no estuviese relacionado con su tema de estudio, de modo que apenas entendía la revista. Pero cuando leyó el nombre de Laurence Beaumont III su mente se concentró. El artículo contaba que el señor Beaumont se había divorciado hacía poco tiempo y que se trasladaba a la casa de su hacienda, en las afueras de Edenton, Carolina del Norte, para abrir allí un bufete de abogados.

De pronto, fue como si todo lo que Holly siempre había querido estuviese a su alcance. Tenía dinero para comprar la casa cercana a la de Lorrie pero, por instinto, sabía que él se daría cuenta perfectamente de lo que buscaba. Había aprendido que, para los hombres, la persecución lo era todo.

En cuanto su padre estuvo lo bastante recuperado para salir del hospital, empezó su campaña para que comprara —para él, no para ella— Spring Hill, la vieja casa en la que se habían alojado cuando tenía trece años. El aislamiento le daría la paz que necesitaba, argumentó Holly. Tal vez podría comprar una barca con pedales y hacer ejercicio paseando por el río.

Holly se sintió culpable por ello, pero luego, solapadamente, hizo que su padre le pidiera pasar el verano con ellos. Cuando por fin él se lo pidió, ella respondió con cierta reticencia, hasta que su padre dijo: «Si no puedes, no pasa nada». Se giró hacia su esposa y cambió de tema.

En un tono demasiado alto, Holly comentó que tal vez la vieja casa sería un buen lugar para escribir su tesis doctoral.

Su hermanastra le había lanzado una dura mirada, y Holly tuvo que esconder la cara. Sus padres estaban tan ocupados con sus propias vidas que no tenían tiempo para examinar las vidas de sus dos hijas, pero Taylor pocas veces se perdía algo.

—Creo que Holly ha tenido una buena idea —había comentado Taylor.

Cuando Holly la miró, los ojos de su hermanastra decían que se proponía averiguar qué era lo que Holly andaba buscando.

Después de eso, pareció como si todo volviese a su lugar. Taylor había regresado a Edenton para visitar la casa, se había encontrado con un antiguo amor e, inesperadamente, se había comprometido. Estaba organizando una boda por todo lo alto, que habría de celebrarse por Nochebuena, y Holly sería su dama de honor.

En secreto, Holly imaginaba celebrar una doble boda. Ella y Taylor caminarían juntas por el pasillo y se reunirían con los hombres de su vida delante del altar.

Sin embargo, Taylor intuía que Holly estaba tramando algo. «No sé en qué estás pensando, pero lo averiguaré», había dicho Taylor, luego sonrió y pidió a Holly que se encargase de algunas cuestiones.

Cuando Holly objetó que no tenía tiempo, Taylor reveló que había sugerido insistentemente a sus padres que no se retirasen a la casa de las afueras de Edenton.

—Pueden alojarse en un hotel el día de la boda. Al fin y al cabo, una vez esté casada, pienso viajar, de modo que por mi parte no hay ninguna necesidad de que nuestros padres vivan en Edenton. Pero si tú quieres que vivan allí…

«Chantaje», había mascullado Holly en más de una ocasión cuando su hermanastra le encargaba alguna tarea desagradable.

Uno de los trabajos de Holly fue ir a la casa que sus padres habían alquilado antes del ataque al corazón de su padre y supervisar a los agentes de mudanzas. Obedientemente, había dejado sus estudios para acudir a una casa atroz en las Smokey Mountains para embalarlo todo. Cuando vio la casa rosa y blanca, con el cobertizo para botes del mismo color, se quedó horrorizada. Para ella, no merecía la pena vivir en ninguna casa construida después de 1840.

Así pues, se encontraba en la zona turística de alrededor del lago Winona, esperando a que apareciesen los agentes de mudanzas. Todo cuanto había en la casa, salvo una cama, había sido embalado o guardado en cajas. Ahora tan solo faltaba cargarlo en el camión. Pero el vehículo se había averiado en algún lugar y la habían llamado para avisarla de que llegarían tarde, aunque sin duda estarían allí hacia las tres de la tarde.

Ahora, a las doce, Holly se encontraba en la pequeña tienda que había cerca de la casa e intentaba decidir qué comprar para cenar. Podía almorzar en la cafetería situada frente a la tienda, pero se prepararía la cena ella misma. Tenía un bote de salsa para pasta en cada mano y estaba intentando decidir entre los dos cuando miró al otro lado del mostrador, a los ojos azul oscuro de un hombre extraordinariamente atractivo. Tenía el pelo negro, con un flequillo que le caía sobre la frente, parecido al de Superman, labios gruesos y barbilla partida.

—¡Oh! —exclamó Holly, agachándose para coger el bote de salsa que casi se le cayó.

Cuando se levantó de nuevo, el hombre se había ido. Se giró y le vio andar hacia las puertas de cristal. Era alto y delgado, de hombros anchos y caderas estrechas.

Llevaba tejanos desgastados con manchas de pintura y una camiseta rota en la que se leía: los camioneros viven en el cielo. «Es del otro lado del lago», pensó. «De la gente que vive en casas de verdad».

Colocó de nuevo los botes de salsa para pasta en la estantería y decidió que cocinaría unos camarones a la plancha. Tal vez debería ir al pueblo a comprar una botella de vino o dos. El hecho de estar sola no era motivo para vivir a base de pasta y salsa preparada, se dijo a sí misma.

Se sentó en una de las tres mesas del fondo de la tienda y esperó a que la mujer que estaba en la caja terminara de atender a los otros clientes antes de dirigirse a ella. Mientras esperaba, observó lo que sucedía al otro lado de la ventana. Él estaba ahí, ese hombre atractivo que acababa de ver.

En el aparcamiento, cubierto de grava, había varias personas y tres motos grandes. «Hogs», pensó. Así es como llamaban a las motos grandes, y las mujeres con el pelo demasiado decolorado y chaquetas de cuero sin mangas eran las «chicas moteras». Por lo menos, pensó, esos eran los términos que empleaban. Con su pasado, era más probable que conociese el nombre de la mejor amiga de la reina de Lanconia (Dolly) que el argot de los moteros.

La mujer de la caja registradora todavía estaba ocupada con los clientes, de modo que Holly continuó observando la escena que se desarrollaba fuera. El hombre, al que apodó «Cielo» por su camiseta, al parecer no conocía a los del grupo. Llevaba una bolsa de comestibles y parecía que quería pasar por donde estaban, pero los motociclistas le bloqueaban el paso.

«¿Por qué?», se preguntó. Mientras los moteros barrigudos hablaban con él, las dos mujeres le rodearon por detrás, mirándole de pies a cabeza. Luego se echaron a reír mientras se daban codazos. Holly sonrió para sí misma. Si estuviese con ellas, también se reiría. ¡Era un hombre guapísimo!

—Encanto, tú no tienes nada que ver con gente como esa.

Sorprendida, Holly levantó los ojos hacia la camarera.

—Yo…, ehem —empezó, sin saber qué decir.

—Eres la hija del embajador Latham, ¿verdad?

Holly asintió con la cabeza. Estaba acostumbrada a que la gente supiese quién era.

—Merece la pena mirarle, pero es amigo de Leon Basham, de modo que no te interesa acercarte a él. Además, una chica tan bonita como tú no necesita a un tipo como él.

—Yo no… No iba a… —dijo Holly frunciendo el ceño, pero no pudo evitar preguntar—: ¿Quién es Leon Basham?

—Un ladrón, un mentiroso y un tramposo —respondió la camarera—. Es uno de esos que participan en carreras con camiones. Conducen esas grandes y horribles máquinas con las que corren por las montañas los fines de semana. Las llevan por todo el país para competir en carreras.

—No suena tan mal —observó Holly. No podía apartar la mirada del hombre.

Había algo en el modo en que se movía, en la manera como sus hombros se mantenían firmes, cómo miraba a los ojos de la gente, que la intrigaba.

—Leon es distinto. Robó en media docena de lugares, en un radio de setenta y cinco kilómetros de aquí, antes de que le atrapasen.

Hacía trabajillos en esta zona para ganar lo suficiente para vivir, pero no tenía bastante para pagar el camión.

—¿Y qué tiene que ver ese tal Leo con él? —Holly señaló con la cabeza hacia la escena de la calle.

Ahora parecía que los moteros estaban intentando convencer a Cielo de que diese una vuelta con una de sus motos.

—Vive en la casa de Leon, aunque no se puede llamar casa a esa choza.

—Sí, pero tiene ese cobertizo —intervino un hombre que pasó a su lado.

Holly vio que la mujer le miraba con desprecio y comprendió que odiaba a su jefe. Este vestía como la gente del lugar, camiseta y tejanos, pero la camarera vestía como Holly: pantalón caqui, polo de algodón y cinturón a rayas. Holly habría pensado que era una estudiante universitaria trabajando en verano, si no hubiese sido porque probablemente rayaba los cuarenta.

—Mi marido piensa que es noble dedicar la vida a un camión —dijo en tono indignado.

Holly estaba pensando que los dos formaban una curiosa pareja, que eran muy distintos, cuando su atención se desvió hacia lo que sucedía fuera. Una de las mujeres había cogido la bolsa de comestibles de Cielo y el hombre pasaba su larga pierna por encima de una moto enorme.

La camarera puso la mano sobre la mesa mientras miraba por la ventana.

—Es una trampa, le ponen a prueba. Esa moto está trucada, si toca el pedal del gas, saldrá volando hacia atrás. Ellos saben que vive en casa de Leon, y lo que quieren es comprobar si es de fiar lo suficiente como para que tenga una llave del cobertizo.

—¿Qué tiene de importante ese cobertizo? —preguntó Holly, sin apartar un momento los ojos del hombre.

¿Iba a ser despedido sobre la grava? ¿Iba a caer de bruces, sobre su atractiva cara? El caso es que quizá tendría que prestarle asistencia cardiorrespiratoria.

Uno de los moteros empezó a explicarle el funcionamiento de los mandos, pero Cielo apartó su mano.

—Parece que sabe lo que se hace —dijo Holly.

—A la fuerza, si Leon le ha dejado una llave —replicó el marido de la camarera. Este se quedó al lado de su esposa, que se volvió hacia él.

—Ya sabes que Leon está en la cárcel. Probablemente, Carl dio una llave a este hombre y Leon ni siquiera lo sabe.

—Carl no es imbécil. Es consciente de que Leon le mataría si hiciese eso.

—¿Por la llave de un cobertizo? —inquirió Holly.

—¡Sí! —exclamaron el hombre y la mujer al unísono.

Los tres se giraron para observar al hombre de la moto.

—Cinco a que se cae —apostó la mujer.

—Diez a que lo logra —respondió Holly antes de que el hombre pudiese hablar. No vio como la camarera fruncía el entrecejo por encima de su cabeza.

Mientras los motociclistas se mantenían detrás, con una sonrisa en los labios, Cielo empujó el pedal de arranque —no pulsó el botón del encendido eléctrico—. Al cabo de unos segundos salía del parking propulsando una nube de grava por detrás y entraba en la carretera a toda velocidad.

Durante un instante, los moteros se mostraron decepcionados, pero a medida que pasaban los segundos parecían cada vez más preocupados por si no volvía. Si era el amigo ladrón de Leon, ¿les habría robado la moto?

Minutos después, el hombre volvió desde otra dirección y, de nuevo levantando una nube de polvo y grava, detuvo la moto exactamente allí donde la había cogido. Tranquilamente, desmontó y cogió la bolsa de comida que todavía sostenía la mujer.

—Le debes diez dólares —dijo el hombre a su esposa—. Y tráele algo de comer.

Se alejó sin prisa, manifiestamente complacido.

Mientras la mujer se sacaba un billete de diez dólares del delantal, Holly dijo:

—No tiene que pagarme. Era broma.

—Siempre pago mis deudas —replicó ella secamente, y Holly supo que estaba enfadada con su marido—. Bien, ¿qué puedo traerte? Antes de que pidas, no tenemos ensalada de pasta, a decir verdad, ningún tipo de ensalada —estaba levantando la voz para que su marido la oyese—. Lo único que tenemos es tocino. Todo lo que servimos lleva tocino dentro o por encima. Incluso el pollo está cocinado con grasa de panceta.

—¿Un sándwich? —preguntó Holly sumisa, sin querer entrar en una pelea doméstica.

—Te sugiero un sándwich vegetal —propuso la camarera en voz alta—, aunque lleva jamón y bacon.

—De acuerdo —aceptó Holly—, y un té sin azúcar.

—¿Oído, Ralph? —gritó—. Aquí hay una persona de ciudad que no quiere medio kilo de azúcar en la bebida.

Holly se sintió aliviada cuando la camarera se fue. Volvió a consultar el reloj. Había planeado pasar una noche allí después de que el camión se llevase los muebles, pero quizá no lo haría. Tal vez se iría esa misma tarde.

Cuando la camarera le trajo el sándwich y el té, Holly deseó que se fuese, pero ella permaneció allí hasta que Holly la miró.

—Oye —dijo la mujer, mientras se sentaba al otro lado de la mesa—, siento haber hablado así, disculpa por meterte en esto, pero me recuerdas a mí misma cuando tenía tu edad. Te costará creerlo viéndome ahora, pero yo me parecía mucho a ti —inclinándose adelante, miró fijamente a Holly—. Y mi marido se parecía mucho a ese hombre al que observas con tanto interés.

—Yo no estaba… —empezó Holly, pero decidió comer un poco de sándwich en lugar de terminar la frase.

—A veces son muy atractivos de jóvenes.

—¿Son? —preguntó Holly.

—Ya sabes, los chicos de por aquí. Chicos que a los once años ya conducen camionetas; chicos a quienes los padres les regalan rifles cuando cumplen nueve años; chicos que nunca han comido nada que no se haya acostado con un cerdo.

—¿Acostado…? ¡Oh! —exclamó Holly. Esos chicos. Chicos prohibidos. Chicos que no son del tipo adecuado. Chicos que han crecido para ser hombres como aquel con el que su madrastra se había casado la primera vez.

—Yo era como tú y me enamoré de un hombre atractivo que me hacía el amor en el asiento de atrás de su camioneta. Me dijo que le gustaría darme la luna por espejo.

—¡Qué dulce! —dijo Holly.

—Sí, y mira dónde me metió —hizo un gesto para mostrar la pequeña tienda.

Holly sabía que la gente de su «lado» del lago nunca comía en la cafetería. «El contenido en colesterol de la comida te mataría en treinta segundos justos», había dicho su hermanastra. Era cierto que el sándwich vegetal de Holly contenía un cuarto de bote de mayonesa y, por lo menos, cuatro lonchas de bacon y tres de jamón. Era delicioso, pero Holly imaginaba que solo con esta comida ganaría medio kilo.

—¿Y por qué no se va? —dijo Holly sin pensarlo.

Siempre había sido una persona muy práctica. Sí, le dolía que el muchacho al que ella quería no la quisiera a ella, pero la vida continuaba. Además, ¿no estaba haciendo algo al respecto, ahora?

—¿Y dar a mi familia esa satisfacción? —dijo la camarera—. Tendría que escuchar a todo el mundo, incluso a mis primos terceros, decir: «Ya te lo dije» —la mujer se irguió—. Así que ahora tengo que mirar como mi hermana conduce un Mercedes, mientras yo debo fingir que soy la persona más feliz de la Tierra y que no odio cada minuto de mi vida.

A Holly no le gustaba oír que nadie, en ningún lugar, fuese desdichada. No sabía qué decir. Al fin y al cabo, lo único que había hecho era mirar a un hombre atractivo al que se le marcaban los músculos por debajo de la camiseta.

La camarera se movía alrededor de la mesa.

—Eres una buena chica, por eso no quiero ver cómo te mezclas con un tipo que es amigo de Leon Basham.

—No lo haré —aseveró Holly; la camarera, no obstante, seguía de pie allí, como esperando a que Holly continuase hablando, por ello mintió—: Además, estoy prometida en matrimonio. En cuanto los agentes de mudanzas se vayan, volveré con él —como la mujer seguía sin marcharse, Holly añadió—: Pertenece a una antigua familia. Sus antepasados firmaron la Declaración de Independencia.

—¿Tiene dinero?

—Un montón —replicó Holly, tragando saliva al mentir.

La mujer inclinó la cabeza muy seria.

—Simplemente, mantente alejada de este lado del lago y de esas casas viejas. Con revolución o sin ella, lo que hay en esas casas es peligroso para chicas como tú.

—¿Revolución? —inquirió Holly con sorpresa—. ¿Qué revolución?

—No he dicho nada —respondió secamente la mujer, mirando los ojos de Holly, muy abiertos.

Mientras el marido se acercaba, le explicó a Holly, hablando por encima del hombro:

—Esas viejas casas de este lado del lago seguramente fueron construidas antes de la Guerra de Independencia. Los conservacionistas de Carolina del Norte están intentando que se abandonen las tierras porque han planificado su demolición. Van a construir más casas rosas como aquellas de ahí —pronunció esas últimas palabras lanzando una mirada desdeñosa a su mujer.

—¿De antes de la guerra? —susurró Holly, dándole vueltas en su cabeza—. ¿Cómo puede ser?

—Desertores de la guerra —explicó la mujer, encogiéndose de hombros—. Tal vez ingleses, tal vez estadounidenses, nadie lo sabe con certeza. Vendieron la tierra a un constructor hace un año, pero alguien de la agrupación de conservacionistas vino y dijo que no se podían destruir las casas. Se habló mucho de ello en el periódico local, y la polémica aún continúa.

—¿Quién gana?

—Están en empate. Créalo o no, Leon Basham es el que más se resiste.

—Deje que lo adivine: a causa de su cobertizo.

—Lo ha cogido rápido.

Holly sonrió, apartó su sándwich a medio comer y consultó su reloj.

—¡Qué tarde! Tengo que irme. Era delicioso.

La camarera le dio la cuenta y se fue a la caja registradora para atender a los clientes. Holly dejó una propina de diez dólares para cubrir la apuesta y porque la mujer había intentado ayudarla.

Al salir de la tienda, recordó que no había comprado nada para cenar. Pero decidió recorrer treinta kilómetros para ir a una tienda grande, a algún lugar donde nadie se interesase por ella si miraba a un chico atractivo o si compraba una botella de vino, una bolsa de gambas y una mazorca de maíz.

Sin embargo, parecía que su coche tenía mente propia. En lugar de lo que había planeado, giró a la izquierda y se encontró dirigiéndose hacia el lado del lago opuesto al que se encontraba la casa que sus padres habían alquilado. Había oído los comentarios de los invitados de sus padres acerca de las vistas sobre las casas antiguas.

Algunas opiniones eran favorables, otras no. La mayoría estaba de acuerdo en que su vista era mejor que la que se disfrutaba desde las casas viejas. Sus padres podían divisar una ladera cubierta por un bosque espeso, con las casas escondidas entre los árboles, apenas visibles. En cambio, la gente del otro lado contemplaba una colina aplanada cubierta de casas pegadas una a otra, mal construidas, de tamaño monstruoso y pintadas de colores absurdos.

Lentamente, Holly avanzó con su Mini Cooper por la carretera llena de baches mientras examinaba las viejas casas ocultas bajo los árboles. La mayoría eran poco visibles a causa de las caravanas instaladas delante, o bien porque estaban cubiertas con planchas o enterradas bajo plantas trepadores invasoras.

Prosiguió hasta el final de la carretera, donde encontró un gran cartel en el que se leía: SOLO RESIDENTES DE LAS FINCAS CONTIGUAS AL LAGO, y se dio media vuelta.

Obviamente, era imposible que en la zona occidental de Carolina del Norte existiese un grupo de casas anteriores a la Guerra de Independencia. En esa época no había colonos europeos allí. ¿O sí los había? Debía comprobar ese dato.

Así pues, ¿por qué toda la gente del lugar decía que esas casas eran tan antiguas? ¿Era una leyenda? ¿Historias que se transmitían de una generación a otra? De ser así, seguramente habría una base real. O quizás algún conservacionista había difundido ese rumor en un intento de salvar las casas. Bajo circunstancias similares, Holly no hubiese tenido dudas sobre qué hacer. Para salvar una casa antigua de la destrucción, ella también mentiría.

—Mentiría, engañaría y robaría —dijo en voz alta, pensando en Leo Basham y en lo que había hecho por su camión. Tal vez tener tanto apego a un camión estaba fuera de lugar, pero Holly lo entendía. Le gustaba la pasión, la admiraba. Lorrie había amado apasionadamente esa casa antigua, al igual que su madre. Y este hombre, Leon, estaba en la cárcel porque había robado por amor a su camión.

«Me pregunto si habrá robado herramientas Hollander», pensó mientras aparcaba bajo un nogal algo mustio. Había elegido a propósito un coche pequeño para poder pasar por lugares estrechos, y lo pidió de color verde oscuro para ocultarlo más fácilmente. «Además, es rápido, de modo que podrás escapar de los propietarios armados», dijo su hermanastra.

Sí, era cierto que Holly tenía la desafortunada costumbre de entrar en propiedades privadas para fisgonear en las casas antiguas. Le gustaba conducir por carreteras locales con curvas e indagar para saber qué había escondido en los bosques.

Aunque sus métodos fuesen ilegales, había tenido sus éxitos. Descubrió una casa, construida en 1784, oculta bajo una fachada nueva y barata a base de placas de vinilo. Holly había comprado la casa a los propietarios y la había trasladado a un nuevo emplazamiento. En otra ocasión había caminado entre hierbas que le llegaban a la cintura hasta que encontró tres acres en los que se alzaban unas dependencias medio derruidas de una antigua hacienda. Había pagado para que las trasladaran y restauraran. Era fácil encontrar a parejas jóvenes con ganas de rehabilitar casas antiguas y vivir en ellas. Todo cuanto necesitaban era dinero para los materiales —que Holly les proporcionaba.

Ahora salió del coche, miró a su alrededor y escuchó. Cuando hubo comprobado que no había nadie cerca, abrió el portamaletas y sacó unas botas altas de cuero de tres capas que siempre llevaba con ella. A las serpientes, las casas viejas les gustaban casi tanto como a ella. Cogió la cámara digital, una botella de agua, un bastón y una linterna y empezó a subir por la colina hacia la casa, que apenas se veía entre las hierbas que lo invadían todo.

En cuanto estuvo lo bastante cerca, vio que el exterior no era muy antiguo: 1880, como mucho. Con gran cautela, subió al porche, probando cada una de las tablas antes de apoyar todo su peso en ella. La puerta se había salido de una de las bisagras, de modo que costaba abrirla. Cuando encendió la linterna para examinar la moldura de la puerta y las bisagras, vio que la habían cambiado en la década de 1950, y le dio un empujón. Algunos de sus colegas eran partidarios de conservar todo lo anterior a 1980, pero ella no opinaba así.

Por dentro, la casa estaba mal conservada. Todo un lado había sido invadido por unas enredaderas que entraban por las ventanas como grandes serpientes peludas. Algunas de las tablas del suelo estaban totalmente carcomidas, y por debajo se veían algunas hierbas blanquecinas, que poco a poco ascendían hacia la luz.

Estudió el interior de ese edificio en ruinas y decidió que estaba perdiendo el tiempo. O bien esta no era una de las casas que se consideraban anteriores a la guerra, o bien esa teoría era un engaño. Se dio la vuelta para irse, pero entonces, divisó una viga al fondo —una viga ancha, tal vez sacada de un barco. Las casas antiguas a menudo estaban construidas con materiales de barcos desmantelados. ¿Pero aquí, tan al interior? Con cuidado, Holly se abrió paso hacia la parte posterior de la casa, pisando cautelosamente las tablas del suelo, mientras mantenía la linterna enfocando a la viga del techo.

Sin embargo, justo al llegar a la habitación y darse cuenta de que la viga no era nada especial, oyó un ruido. El inconfundible ruido de una serpiente de cascabel. Al instante se quedó inmóvil en su posición, con el corazón latiendo aceleradamente. Cuando se hubo calmado lo bastante, giró despacio la cabeza en dirección al ruido. A medio metro de ella había una enorme serpiente de cascabel enroscada y lista para atacarla si se movía un solo centímetro. Holly había estado tan absorta observando la viga que casi pisa la serpiente.

«Estúpida, estúpida, estúpida», se dijo. Bien, ¿y qué hacía ahora? ¿Esperar a que el sol bajase y al descender la temperatura la serpiente tuviese que buscar el calor? ¿Y si ponía a prueba sus botas para serpientes? Llevaban tres capas de cuero, eran increíblemente calientes, pero ¿estaban garantizadas para soportar cualquier mordedura de serpiente? Garantizadas, ¿eh? ¿Significaba eso que le devolverían el dinero si no funcionaban?

Se dijo a sí misma que dejase de ser sarcástica y pensara en la manera de salir viva de allí. No debía hacer movimientos bruscos, por supuesto, pero ¿y salir de puntillas despacio y con calma?

—Serpiente bonita —susurró, y tragó saliva cuando la cola sonó enérgicamente. Lentamente, dio un paso atrás.

En un momento determinado estaba de pie sobre el suelo de una vieja casa, y un segundo después se estaba cayendo por los aires. Gritó muy asustada, y se oyó un oomf cuando se estrelló sobre el suelo.

Se quedó quieta pestañeando y mirando arriba. Al parecer, se había caído en una antigua cisterna. Unos tres metros y medio por encima, vio el suelo y las tablas rotas, y mientras miraba, la serpiente se asomó para contemplarla.

—Solamente me faltaba eso —masculló—, atrapada en un pozo con una serpiente de cascabel.

Gimiendo de dolor y magullada por la caída, sacó la cámara de la funda que llevaba colgada del cuello e hizo cuatro fotos seguidas a la serpiente. Cegado por el flash, el animal se apartó del borde del agujero.

Holly se llevó la mano a la espalda y se giró de un lado para estudiar su alrededor. Se encontraba en un pozo de unos tres metros y medio de profundidad y dos y medio de diámetro. Quizás en otro tiempo fue un sótano para almacenar tubérculos, o bien para conservar hielo y, probablemente, en un principio las paredes fueron de tierra o de piedra. Pero algún propietario diligente las había cubierto con una capa de cemento, con lo cual ahora eran lisas y no permitían subir por ellas.

Holly sintió en su interior como crecía la sensación de pánico, pero la reprimió. Claro que conseguiría salir. Poco a poco, comprobando si tenía alguna herida, se levantó del suelo lleno de escombros. Si las paredes eran lo bastante modernas para estar rebozadas con cemento, probablemente habría una escalera de aluminio cerca.

Sobre el suelo descansaba una gruesa capa de maderas podridas y plantas de más de un palmo de grosor; también había restos de animales. Parecía como si nada de lo que había caído en el pozo hubiese conseguido salir.

Mientras estudiaba las altas paredes, se dijo a sí misma que ella era más lista que los animales, y que sin duda habría un modo de salir.

Una hora más tarde empezaba a invadirla el pánico. Había hecho un montón con los escombros e intentaba encaramarse, pero todo estaba tan descompuesto que sus pies se hundían. La madera podrida había amortiguado su caída, por eso no se había hecho daño, pero no conseguía subir por ella.

Por encima de ella estaban las viejas tablas del suelo. Veía una bisagra oxidada que en otro tiempo había sido la trampilla que daba al sótano. Si pudiese agarrarse a las tablas, ¿conseguiría alzarse a pulso? ¿Asirse a qué?, se preguntó.

Dando un paso atrás, hizo un inventario de lo que necesitaba utilizar. Tenía la cámara dentro de la funda, con una fina cinta de nilón. Su bastón y la linterna habían volado de sus manos en el momento de la caída.

—Una cuerda —dijo, mientras empezaba a desabotonarse la camisa—, debo fabricar una cuerda.

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