Hitler

Hitler


Intermedio III

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INTERMEDIO III

La guerra desacertada

«El horóscopo de la época no señala la paz, sino la guerra».

ADOLF HITLER

PARA la segunda guerra mundial no existe la pregunta sobre la culpabilidad; y en los intentos realizados en ocasiones para plantearla, las necesidades apologéticas o también la inclinación, como en la forma de A. J. P. Taylor para comprobar su propio chiste con la fundamentación de lo infundamentable, se entrecruzan con las sentencias del historiador. La postura adoptada por Hitler durante el transcurso de la crisis, su voluntad desafiante, la insistencia por una agudización y la gran catástrofe, las cuales dominaron sus reacciones de forma tan palpable e impidieron rotundamente toda voluntad conciliadora o de compromiso de las potencias occidentales, todo ello es algo que descarta totalmente cualquier pregunta sobre la culpabilidad. La guerra era la guerra de Hitler en el sentido más amplio que pueda ser imaginado: su política de los años anteriores, incluso toda su carrera política, tenían aquí su punto de orientación; sin una guerra no hubiesen poseído ni un objetivo ni una consecuencia, y Hitler no hubiese sido el que realmente era.

Él ha dicho que la guerra era «el último objetivo de la política»[1247], y apenas existe otra frase que pueda ser contada entre las máximas irrevocables de su imagen del mundo. Una y otra vez había desarrollado este pensamiento para él fundamental en numerosos lugares, en escritos, discursos y conversaciones: la política constituía, así opinaba él, la seguridad del estado vital de un pueblo; el espacio vital necesario solo podía ser conseguido y conservado mediante la lucha; consecuentemente, la política era una especie de dirección de guerra permanente, y el enfrentamiento armado solo significaba su máxima agudización: «La forma más fuerte y más clásica de hacer resaltar» no solo la política, como formulaba Hitler, sino incluso la vida misma; por el contrario, en el pacifismo las personas desaparecerían «y su lugar sería ocupado otra vez por los animales», los cuales se atenían de forma mucho más estricta a las leyes de la naturaleza[1248]. «Mientras la tierra gire alrededor del Sol —manifestó en diciembre de 1940 al enviado diplomático búlgaro Draganoff con una tonalidad poetizante—, mientras se den el frío y el calor, la fecundidad y la esterilidad, las tormentas y la luz del sol, también durará la lucha entre los hombres y los pueblos… Si los hombres viviesen en el jardín del Edén, se pudrirían. Todo lo que la humanidad ha conseguido, lo ha alcanzado mediante la lucha». Y a los que se hallaban sentados con él a la mesa les manifestaba durante la guerra que una paz que durase más de veinticinco años era nociva para una nación[1249]. En su forma de pensar, el ansia de poder, la necesidad de la fama o la seguridad revolucionaria para una salvación no concedían ningún derecho para desencadenar una guerra, y el mismo Hitler indicaba incluso que «era un delito» desatar una guerra para conquistar riquezas del suelo. Solo el motivo del espacio vital autorizaba a empuñar las armas, pero en su forma más pura la guerra era también independiente de ello, y solo la poderosa ley primitiva de la naturaleza sobre la vida y la muerte y la victoria del uno sobre el otro constituían un atavismo inextinguible: «La guerra es lo más natural, lo más vulgar. Siempre hay guerra, la guerra está en todas partes. No existe un inicio, no existe un final pacífico. La guerra es la vida. La guerra es toda clase de lucha. La guerra es el estado primordial»[1250]. Inmutable a pesar de sus amistades, ideologías y alianzas actuales, manifestaba a los reunidos alrededor de la mesa que si en un día determinado el programa de repoblación forestal que llevaba a cabo el Duce se veía coronado por el éxito, quizá se viese obligado a una guerra contra Italia[1251].

En estas ideas debe buscarse también el motivo de que el nacionalsocialismo no poseía ninguna utopía, sino únicamente una visión. Hitler denominaba a la imagen de una ordenación pacífica amplia y que todo lo abarcase, como «ridícula»[1252]. Incluso sus sueños de un imperio mundial no culminaban en el panorama de una época armónica, sino que se veían repletos del ruido de las armas, de rebeliones y tumultos; y por muy lejos que llegasen las fuerzas de Alemania, en algún lugar determinado se enfrentarían a una frontera sangrante, por la que tendrían que luchar, ante la cual la raza se endurecería y proporcionaría una constante selección de los mejores. «Nosotros calculamos los sacrificios propios, sopesamos la grandeza del posible triunfo y pasaremos al ataque —había escrito ya en su “segundo libro”— sin importarnos lo más mínimo que quede paralizado a los diez o a los mil kilómetros detrás de las líneas actuales. Porque, independientemente de donde finalice nuestro éxito, siempre constituirá el punto de partida para una nueva lucha». Esta idea fija, casi maniática, sobre el concepto y la idea de la guerra, indicaba nuevamente, muy por encima del punto de arranque socialdarwiniano, hasta qué punto Hitler y el nacionalsocialismo procedían de la experiencia bélica; esta modeló sus sentimientos, la práctica del poder y su ideología a partes iguales: la guerra mundial, solía repetir incesantemente Hitler, no había finalizado jamás para él. Tanto a él como a toda esta generación no le agradaba la idea de una paz, por cuanto no constituía objeto para su fantasía, la cual se veía más bien fascinada por la lucha y la enemistad.

Poco tiempo después de haber finalizado el proceso de la conquista del poder, cuando los enemigos políticos interiores habían sido ya eliminados, Goebbels manifestó a un diplomático extranjero «que él pensaba con mucha nostalgia en aquellos tiempos anteriores, en los cuales siempre se daban posibilidades de atacar»; y una de las personas más allegadas al círculo íntimo que rodeaba a Hitler hablaba de su «patológica naturaleza luchadora»[1253]. Tan fuerte y dominante era esta necesidad, que finalmente lo superó todo y se llegó a tragar incluso el genio político de Hitler, demostrado durante tanto tiempo.

Si bien todos los pensamientos y acciones de Hitler apuntaban casi exclusivamente hacia la guerra, no fue esta guerra la que él había buscado, cuando el 3 de septiembre de 1939 fue iniciada con las declaraciones de guerra de las potencias occidentales, obligándole a conducir la guerra con unos frentes absurdamente invertidos. Poco antes de convertirse en canciller, en los días de objetiva y soñadora inspiración, había declarado a los que le rodeaban que él iniciaría el enfrentamiento con las potencias enemigas completamente libre de afectos y pasiones, solo guiado por sus pensamientos de orden táctico; él no jugaba a la guerra y no permitiría tampoco que nadie se inmiscuyese de forma intrigante en sus acciones bélicas: «Seré yo quien conduzca la guerra. Seré yo quien fije el momento oportuno para el ataque. Con decisión férrea. Y no lo pasaré por alto. Utilizaré toda mi energía para conseguir que llegue dicho instante. Esta es mi misión. Si lo consigo a la fuerza, entonces tengo todo el derecho para enviar a la juventud a la muerte»[1254].

Esta misión que se impuso a sí mismo, había hecho fracasar al propio Hitler. ¿Le había hecho fracasar, realmente? La pregunta no puede ser formulada sobre el porqué, o si fue él quien libremente inició la segunda guerra mundial; dicha pregunta solo puede formularse considerando que él había configurado hasta el momento el proceso de todos los acontecimientos de forma casi exclusiva, indagando sobre por qué se vio inmerso en esta guerra y en un momento totalmente contrario a sus planes primitivos.

Es indiscutible que se equivocó en la apreciación de la postura inglesa, jugando entonces, una vez más, en contra de todo sentido común; con excesiva frecuencia había salido triunfador de situaciones parecidas, de forma que tenía que verse forzosamente seducido por la idea de reconocer la posibilidad de lo imposible como una especie de ley de vida personal. Aquí se halla el motivo más profundo para las muchas y vanas esperanzas que se había construido a sí mismo durante los meses siguientes: en primer lugar había sido la rápida conquista de Polonia, de la cual había esperado una reconsideración de la postura inglesa; después la intervención de la Unión Soviética al lado de los alemanes; durante cierto tiempo jugó la carta de una aminorada actividad bélica contra el reino insular, posteriormente la incrementó con los bombardeos, y entonces esperaba el cambio por su victoria sobre la espada continental de Inglaterra: «La guerra se decidiría en Francia —manifestó en marzo de 1940 a Mussolini—; si Francia fuese eliminada, Inglaterra debería solicitar la paz»[1255]. Finalmente, sin un motivo realmente fuerte, pero en el fondo solo debido a la titubeante postura de Italia, tuvo que intervenir en la guerra, y cada uno de los argumentos aducidos le parecía suficiente para intentar que Inglaterra abandonase esta lucha. Lamentablemente no sabía ver los otros motivos de la parte contraria, y estaba tan seguro de sus razones que en el denominado Plan-Z, en el que ya se reducía el programa de construcción de submarinos, hizo que se llevase adelante con dos botaduras mensuales en lugar de las veintinueve previstas.

Pero la equivocación sobre la resolución inglesa por la guerra no puede fundamentar de forma suficiente la decisión de Hitler por ir a la guerra. Es cierto que era plenamente consciente de los riesgos a los que se aventuraba; porque cuando Londres manifestó el 25 de agosto su resolución para intervenir de acuerdo con el pacto de ayuda a Polonia, Hitler había revocado la orden de ataque, bajo la impresión que le produjo esta noticia. Los días restantes no le habían proporcionado ningún motivo para suponer que la voluntad de Inglaterra por resistir se hubiese debilitado. Por lo tanto, cuando renovó el 31 de agosto la orden de ataque debió existir un motivo mucho más fuerte que influyese en su decisión.

En el cuadro global de su forma de actuar llama la atención la impaciencia terca con que empujaba hacia el enfrentamiento. La misma se halla en llamativa contradicción con los titubeantes procesos para la decisión, caracterizados por vacilaciones constantes, como siempre habían sido características en Hitler. Cuando Göring le aconsejó en los últimos días de agosto para que no exagerase aquel juego, respondió de forma violenta que en su vida había jugado siempre el todo por el todo[1256]; y si bien en este asunto la observación era exacta, no dejaba por eso de contradecir el estilo desconfiado y circunspecto de la política que Hitler había mostrado en los años anteriores. Se debe ir más atrás todavía, hasta llegar casi a la fase prepolítica de su carrera, para hallar el punto de contacto que en el verano de 1939 recuerda las viejas provocaciones y situaciones arriesgadas.

En realidad, todo indicaba que Hitler había descartado en estos meses mucho más que su experimentada táctica, concretamente la política como tal, en la cual y durante quince años había refulgido y no había tenido jugador contrario de similar categoría; como si se hallase hastiado de todas las obligaciones complicadas, de los equilibrios constantes, de todas las artes del disimulo y de todas las finas intrigas diplomáticas, buscando una vez más «una acción grande, comprensible por todos y que le liberase de todo»[1257]. Entre las más acusadas cesuras de esta vida cuenta, como ha podido observarse, la rebelión de noviembre de 1923: en un sentido exacto significaba la irrupción de Hitler en la política. Hasta entonces había sobresalido, sobre todo, por la agresividad sin contemplaciones de su agitación, por las alternativas radicales del todo o nada, que él había conjurado una vez más en la noche anterior a la marcha hacia la Feldherrnhalle con énfasis sombrío. «Si nos llama la lucha decisiva por el ser o no ser, entonces solo queremos conocer una sola cosa: el cielo sobre nosotros, el suelo bajo nuestros pies, el enemigo delante de nosotros». Hasta entonces solo había conocido las relaciones frontales, tanto en el interior como en el exterior. Correspondía al estilo agresivamente ofensivo del orador el brusco tono de mando del jefe del Partido, cuyas órdenes mostraban siempre una resolución brusca y categórica[1258]. Solo el derrumbamiento del 9 de noviembre de 1923 le hizo consciente del sentido y de la oportunidad del juego político, de los trucos tácticos, coaliciones y compromisos ficticios, convirtiendo al rebelde agresivo de antes en un sensato político que sabía disponer sus cartas. A pesar de la superioridad con la que muy pronto supo dominar el papel a desempeñar, jamás pudo ocultar del todo cuánto yeso había tenido que tragarse y que su profunda inclinación seguía siendo contraria a los rodeos, a las reglas del juego, a la legalidad y, por encima de todo ello, contra la propia política.

Ahora regresaba a sus antiguos hábitos, decidido a romper finalmente la red de dependencias así como de inteligencias falsas, recobrando aquella libertad del rebelde que le permitía llamar «cerdo al político que le presentaba un proyecto de negociación». Hitler se comportaba como «una fuerza de la naturaleza», informaba Gafencu, el ministro rumano del Exterior, en abril de 1939, después de haber realizado una visita a Berlín[1259], y apenas existe otra fórmula que caracterice y describa con mayor exactitud al demagogo y rebelde de los primeros años de la década de los veinte. Llama asimismo la atención que con la resolución por la guerra surgiesen nuevamente las antiguas alternativas apolíticas de victoria o aniquilamiento, potencia mundial o hundimiento, por las cuales siempre había sentido una simpatía especial y que aparecían, con regularidad, incluso repetidas veces en un mismo discurso: «Es infantil la esperanza en los compromisos: victoria o derrota», manifestaba, por ejemplo, el 23 de noviembre de 1939 a sus generales, para proseguir: «Yo he conducido al pueblo alemán a una altura enorme, aun cuando en estos momentos el mundo nos odie. Toda esta obra la pongo ahora en juego. Yo tengo que escoger entre victoria o aniquilación. Yo elijo el triunfo»; y en algunas frases posteriores, nuevamente: «No se trata aquí de una sola pregunta, sino del ser o no ser de la nación»[1260]. De completo acuerdo con esta retirada de la política, recayó en la terminología y manifestación, cada vez más palpable, de una altura casi irracional: «Solo aquel que luche con el destino puede tener una Divina Providencia favorable», observó en el discurso mencionado. Un observador de los más allegados registraba durante los últimos días de agosto una llamativa «tendencia por la muerte como los nibelungos», mientras Hitler, para justificarse, apelaba a Gengis Khan, quien también «había conducido a la muerte a millones de mujeres y niños», y definía la guerra como «una lucha del destino, la cual no puede ser sustituida de cualquier forma ni tampoco ser convertida en objeto de comercio mediante unas habilidades políticas inteligentes o tácticas, sino que representaba realmente una especie de lucha de los hunos… durante la cual uno se mantiene en pie o se cae y se muere; una de ambas cosas»[1261]: uno no puede por menos de ver en todos estos síntomas el hecho de que él llegaba nuevamente a un terreno prepolítico, en el cual, y en lugar de todas las despreciadas falsías de la historia y de las intrigantes artes políticas, era el destino el que marcaba el paso de los acontecimientos.

Los años siguientes han demostrado claramente que este dar la espalda a la política por parte de Hitler no procedía de un humor pasajero; porque en realidad nunca más regresó a la política. Todos los intentos de los que le rodeaban: las urgentes instancias de Goebbels, las insinuaciones de Ribbentrop o Rosenberg, incluso las recomendaciones frecuentes de políticos extranjeros como Mussolini, Horthy o Laval, eran en vano. Las regulares conversaciones con los jefes de los Estados satélites, que se iban haciendo cada vez más espaciadas y raras conforme iba prolongándose la guerra, fueron lo único que quedó de todo ello; pero no tenían nada que ver con la actividad política; Hitler mismo las calificó, exactamente, como «tratamientos hipnóticos». Al final se halla la respuesta que dio al enlace del Ministerio del Exterior en el cuartel general, el embajador Hewel, durante la primavera de 1945, ante una solicitud para que aprovechase la última oportunidad para emprender una iniciativa política: «¿Política? Yo ya no hago más política. Me repugna tanto…»[1262].

Su pasividad la fundamentó de la forma más contradictoria que imaginarse pueda con las circunstancias cambiantes, fuese porque veía trabajar al tiempo en su favor durante la fase de la suerte en la guerra, fuese porque en los períodos de las derrotas temiese lo desfavorable de su posición negociadora: «Él creía ser como una araña crucera —declaró durante la segunda fase de la guerra—, hallándose a la espera de la racha de suerte, y solo debía estarse preparado y prepararlo todo para este momento». En realidad, detrás de tales imágenes ocultaba su sospecha contra la política, cuyas apuestas le resultaban demasiado pequeñas, cuyas ideas le resultaban demasiado sosas y que no poseía nada de aquel aire en llamas que convertía al éxito en triunfos. En diversas manifestaciones realizadas durante aquellos años de la guerra y legadas hasta nuestros días indicaba que uno «debía cortarse a sí mismo todas las posibles líneas de retirada… entonces la lucha era mucho más fácil y con mayor decisión»[1263]. Como él veía ahora, la política no era otra cosa que una «posible línea de retirada».

Rechazando la política, Hitler regresó a las principales posiciones ideológicas de antaño. Aquella rigidez de su imagen del mundo, la cual había sido ocultada durante mucho tiempo por su infinita movilidad táctica y metódica, apareció ahora de nuevo, pero con unos contornos mucho más delimitados. La guerra puso en marcha un proceso de petrificación que muy pronto abarcó a toda su persona y paralizó sus reacciones. La instrucción cursada el 1.º de septiembre de 1939, el mismo día del inicio de la guerra, sin formalidad alguna, para conceder a los enfermos incurables «la muerte de gracia», puso ya una señal alarmante[1264]. Este proceso halló su imagen más palpable en el maniático y creciente antisemitismo de Hitler, el cual constituía una forma de consciente atrofia mitologizadora. A principios de 1943 manifestó a un interlocutor extranjero: «Los judíos son los aliados naturales del bolchevismo y los candidatos para los puestos que ocupa, en estos momentos, la intelectualidad, pero que debe ser asesinada durante la bolchevización. Por dicho motivo… él es de la opinión de que cuanto más radicalmente se ataque a los judíos, tanto mejor pueden ser eliminados. Él prefiere una batalla naval de Salamis a una escaramuza no aclarada, y prefiere romper los puentes tras él, considerando que el odio judío es por lo menos igual de grande. En Alemania… tampoco se retrocede, una vez se ha emprendido un camino»[1265]. De forma visible se iba aferrando en él la idea de incorporarse al gran enfrentamiento definitivo y, como él opinaba, la escatología no conocía la figura del diplomático.

En la búsqueda del elemento motriz concreto que ponía en movimiento todos estos procesos, la repugnancia de Hitler por la política no es lógicamente la única explicación posible, a pesar de que encaja perfectamente en el diagrama psicológico de este hombre con su constante y perceptible saturación de todo lo que tenía que ver con la duración. En ciertas ocasiones se ha estimado que existía una ruptura de la estructura personal debida a una situación enfermiza, pero faltan para ello los puntos de referencia y en no raras ocasiones se oculta detrás de estas tesis el intento de los desilusionados partidarios del régimen por aclarar la diferencia entre el Hitler triunfal y el Hitler que no tiene éxitos. Porque, por muchas rupturas que contenga esta vida, se trata precisamente del mismo e invariable carácter de las imágenes e ideologías que surgen con fuerza en esta fase y las liga de forma tan estrecha con anteriores períodos de su vida, que no es una ruptura lo que ahora aparece, sino el núcleo inmutable en la forma de ser de Hitler.

Es cierto también que su impaciencia se hallaba en juego; la necesidad de las gradaciones dramáticas, el hartazgo rápido mediante los éxitos, la dinámica cuyo autor era él y que le convirtió en su propia víctima; el «irrefrenable empuje» que le obligaba «a surgir de la pasividad» y que ya había registrado Ulrich von Hassel durante la ocupación de Renania y, finalmente, al fenómeno del temor de la época, el cual y a más tardar a partir del año 1938 ofreció un rasgo característico a su estilo de acción y que se veía ahora reforzado por la idea de que el tiempo no solo pasaba de largo, sino que trabaja en contra suya. «Durante las noches sin sueño —así lo afirmó a Mussolini— había intentado hallar una respuesta a la pregunta de si aplazar la guerra por dos años hubiese sido mejor o peor para Alemania»; pero pensando luego en lo inevitable del conflicto y en la creciente fuerza del enemigo «había atacado rápidamente, sin pensarlo mucho, a Polonia durante el otoño»[1266]. En un sentido similar se manifestó también a Von Brauchitsch y Halder el 27 de septiembre de 1939, y en un memorándum redactado catorce días más tarde aclaraba: «Conforme se halla actualmente la situación, el tiempo podrá ser considerado menos aliado nuestro que de las potencias occidentales»[1267]. De forma nueva cada vez racionalizó estos pensamientos, no hablando solo de «la suerte de poder dirigir uno mismo esta guerra», sino también de sus celos ante el pensamiento de que otro cualquiera pudiese empezar esta guerra antes que él o en otro lugar, mirando de forma despectiva a todo posible sucesor, manifestando que no quería «que después de su muerte viniesen guerras tontas». Los motivos más usuales pueden hallarse reunidos en el discurso pronunciado el 23 de noviembre de 1939, cuando quería obligar a los jefes militares con mando para un ataque inmediato contra Occidente y opinaba después de haber analizado la situación:

«Como último factor debo referirme con toda modestia a mi propia persona: insustituible. No puedo ser sustituido ni por una personalidad militar ni por una personalidad civil. Pueden repetirse los intentos de atentado (como el del 8 de noviembre de 1939 en el Bürgerbräukeller). Yo estoy plenamente convencido de la fuerza de mi cerebro y de mi fuerza resolutiva. Las guerras finalizan siempre con el aniquilamiento del enemigo. Es irresponsable todo aquel que piense de otra forma. Ahora existe una relación de fuerzas que para nosotros ya no puede ser mejorada; antes bien, puede empeorar. El enemigo no pactará la paz si la relación de fuerzas es desfavorable para nosotros. Nada de compromisos. Dureza con nosotros mismos. Yo atacaré y no capitularé. El destino del Reich solo depende de mí. Actuaré de acuerdo con ello»[1268].

Para rechazar la política, como se veía de forma clara en aquellas racionalizaciones extasiadas, Hitler se vio envalentonado asimismo por el indiscutible transcurso triunfal de la fase inicial de la guerra. Adoptó ahora con una pasión creciente el papel del caudillo guerrero que todavía contra Polonia había desempeñado con una cierta reserva, y algo de aquel rasgo infantil con que pretendía perpetuar todas sus experiencias satisfactorias y alegres era reconocible durante el transcurso de la guerra en su actitud ante la mesa de mapas militares en el cuartel general del Führer. Ello aportaba nuevos incentivos a sus nervios, nuevas excitaciones, le situaba también ante nuevos problemas y con seguridad vio en el oficio de caudillo militar el mayor desafío imaginable no solo a la «fuerza de su cerebro», a su dureza y espíritu resolutivo, sino también a su temperamento teatral; una misión de dirección de escena de la «especie más gigantesca» y de la máxima seriedad mortal. Subraya este pensamiento su indicación de que solo los elegidos de las Musas tenían talento para ello. Las victorias sin dificultades de los primeros tiempos fortalecieron en él el convencimiento de que ello le otorgaría la fama del caudillo militar, después de haber conseguido la del demagogo y la del político; y cuando esta fama no apareció, con la creciente duración de la guerra, empezó a buscar, jadeante, con terquedad, acompañado de sus fantasmagorías, hasta en el hundimiento.

La voluntad de Hitler por la guerra no era sin embargo tan fuerte e incondicional como para hacerse cargo de aquel concepto que por su culpa se convirtió en lo contrario; más bien se dirigió hacia el enfrentamiento, a pesar de unos preparativos corrientemente insuficientes. El ambiente pesado y triste en las calles, el júbilo negado de forma inequívoca en varias ocasiones durante los últimos meses, demostraban una insuficiente organización psicológica de la población, y Hitler hizo muy poco, con toda su impaciencia, por mejorarla. Desde el discurso ante el Reichstag del 28 de abril, apenas había aparecido ante las masas. Partía de la base, probablemente, de que el drama de los acontecimientos poseía ya suficientes energías movilizadoras. Pero las experiencias satisfactorias que la ocupación de Renania, la anexión de Austria o la entrada en el país de los sudetes habían proporcionado a las personas, ya se habían desvanecido durante la ocupación de Praga, gastándose, finalmente, por completo: para la necesidad de prestigio de la nación, la cual se había sentido humillada durante tanto tiempo, ni Danzig ni el corredor eran asuntos de una importancia auténtica. Es cierto que la guerra contra Polonia fue más popular que cualquier otro enfrentamiento durante el transcurso de la segunda guerra mundial, pero no existía en ella un motivo sugestivo y ni siquiera las exageradas informaciones sobre crueldades cometidas, asesinatos, torturas o violaciones, así como la cifra real de unas siete mil víctimas, fueron capaces de alterar esta situación. Pocos meses después de haberse iniciado la guerra ya se acumulaban las manifestaciones de desagrado; el Servicio de seguridad anotaba como voz de la población «que se había iniciado una guerra sin hallarse debidamente preparado para la misma». Entre Navidad y Año Nuevo, la Policía tuvo que intervenir públicamente contra concentraciones de personas descontentas[1269].

La resolución de Hitler por ir a la guerra estaba influida asimismo de forma decisiva por el temor de que la predisposición bélica de la población pudiese mermar más todavía, y entre sus pensamientos contaba el de iniciar las hostilidades mientras existiese la posibilidad de empalmar con la dinámica de años anteriores, que ahora empezaba a paralizarse. «El que evita las batallas —había manifestado muchos años antes— no conseguirá jamás la fuerza necesaria para librarlas»; y en uno de sus últimos discursos, en el cual justificaba el momento escogido para el desencadenamiento de la guerra («un instante más feliz que aquel del año 1939 era imposible que pudiese darse»), manifestó que su decisión la había basado asimismo en la idea psicológica de que «el entusiasmo y el espíritu de sacrificio no… podían ser colocados en botellas y conservarse». «Ellos surgen durante el transcurso de una revolución, para ir empalideciendo después progresivamente. Lo grisáceo de lo cotidiano y las comodidades de la vida arrastran luego a las personas hacia su camino, convirtiéndolas nuevamente en burgueses. Lo que nosotros pudimos conseguir mediante la educación nacionalsocialista, mediante aquella ola inmensa que arropó a nuestro pueblo, no podíamos permitir pasase de largo»; al contrario, la guerra constituía la oportunidad de avivar nuevamente aquel fuego[1270].

Pero la guerra no solo debía crear en el sector psicológico la base que se necesitaba para su dirección; en un sentido mucho más exacto lo constituía el concepto fundamental de Hitler por el enfrentamiento, permitiendo, como pocas otras cosas, que apareciese su aspecto de jugador de fortuna. En un discurso pronunciado a primeros de julio de 1944 reconoció este principio públicamente, cuando concedió que esta guerra constituía «una prefinanciación de las actividades posteriores, del trabajo posterior, de las materias primas posteriores, de la posterior base de la alimentación y, al mismo tiempo, una educación fabulosa para la superación de misiones que también en el futuro nos serían indiscutiblemente encomendadas»[1271].

Mucho más insuficientes que los puramente psicológicos se hallaban los preparativos económicos y técnicos del armamento. Es cierto que la propaganda alemana había hecho hincapié una y otra vez en los gigantescos esfuerzos defensivos llevados a cabo y todo el mundo se lo creyó, como se creyó los discursos de los actores principales del régimen, cuando estos afirmaban que los preparativos para la guerra habían sido desde hacía años los objetivos imperantes en la economía alemana. De acuerdo con ello, cuando Göring fue designado para llevar a cabo el plan cuatrienal, fanfarroneó: Alemania ya se hallaba en guerra, solo que todavía no se disparaba[1272]. Sin embargo, la realidad era muy distinta. Es cierto que el país superaba a sus enemigos en la producción de acero, otro tanto sucedía con sus reservas de carbón, más importantes; su industria era, por regla general, más productiva. Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos autárquicos, se seguía dependiendo del extranjero en las materias primas más decisivas para la guerra, representando, por ejemplo, para el estaño un 90%, para el cobre un setenta, para el caucho un ochenta, para aceites minerales cincuenta y seis y para la bauxita un 99%. Las reservas de las materias primas más importantes se hallaban aseguradas para un año, pero las de cobre, caucho y estaño estaban casi agotadas en la primavera de 1939. De no ser por la fuerte ayuda prestada por la Unión Soviética, Alemania habría sucumbido pronto a un bloqueo económico británico. Molotov, personalmente, se refirió a ello durante una conversación mantenida con Hitler[1273].

No era muy distinta la situación en el terreno del rearme militar. En su discurso ante el Reichstag del 1.º de septiembre, Hitler manifestó que se habían gastado noventa mil millones para ello, pero no dejaba de constituir una de aquellas ampulosas ficciones a las que siempre iba a parar cuando se trataba de facilitar cifras[1274]. A pesar de los enormes esfuerzos realizados durante los años anteriores, Alemania solo se hallaba preparada para la guerra del 1.º de septiembre, pero no para la del día 3. Es cierto que el Ejército se componía de ciento dos divisiones, pero solo la mitad se hallaban en activo y plenamente preparadas para una intervención; el grado de instrucción mostraba todavía fallos bastante considerables. Por su parte, la marina de guerra no solo era inferior a la inglesa, sino incluso a la flota francesa; las posibilidades que había ofrecido el acuerdo germanoinglés del año 1935 no habían sido ni siquiera aprovechadas, y el gran almirante Raeder manifestó poco tiempo después de haberse recibido las declaraciones de guerra occidentales que la flota alemana, es decir, «lo poco que tenemos acabado o se halla todavía en situación de ser aprovechado, solo puede hundirse combatiendo honradamente»[1275]. Solamente la Luftwaffe era más fuerte, disponía de 3298 aparatos, mientras que las reservas de municiones se habían reducido a la mitad al finalizar la campaña de Polonia, de forma que una continuación de la guerra no hubiese sido factible ni siquiera por tres o cuatro semanas más; el general Jodl estimó las reservas existentes como «ridículas», durante el proceso de Nuremberg. También las reservas de equipos militares se hallaban muy por debajo del límite de los cuatro meses que el Oberkommando del Ejército (OKH) había exigido. Incluso una ofensiva dirigida con fuerza mediana desde el Oeste hubiese significado la derrota de Alemania y el final de la guerra, posiblemente ya en el otoño de 1939; los técnicos militares han confirmado estos cálculos[1276].

Hitler, sin duda alguna, había visto todas estas dificultades y riesgos. En su memorándum del 9 de octubre de 1939 «sobre la dirección de la guerra en el Oeste» ha hecho referencia a las mismas, analizando en un párrafo determinado «los peligros de la situación alemana». Su preocupación máxima se basaba en una guerra de larga duración, por cuanto no consideraba a Alemania lo suficientemente preparada, ni material ni políticamente. Pero él achacaba todas estas debilidades a la situación general de Alemania, no a una situación concreta, por lo que no «podían ser mejoradas, en corto espacio de tiempo, sin grandes esfuerzos»[1277]; ello significaba, en el fondo, que Alemania no se hallaba en condiciones para conducir una guerra mundial bajo las circunstancias reinantes.

Hitler reaccionó ante este dilema con un giro brusco que dejaba aparecer toda su agudeza, así como su astucia incluso respecto a sí mismo: si Alemania no se hallaba capacitada para conducir una guerra de larga duración contra una coalición enemiga, entonces debía descargar golpes cortos, aislados, contra enemigos aislados, con el fin de ir destrozando su fuerza y ampliar paso a paso su base económica hasta alcanzar una situación que le permitiese conducir una guerra mundial: este era el concepto estratégico de la guerra Blitz (relámpago)[1278].

La idea de la guerra relámpago ha sido comprendida durante mucho tiempo como un método operativo o táctico consistente en asaltar por sorpresa y aniquilar al enemigo, pero en realidad se basaba en una idea mucho más amplia: un plan de la dirección global de la guerra que tenía en consideración las debilidades específicas y las ventajas alemanas, uniéndolas de forma ingeniosa en una nueva práctica conquistadora. Aprovechando los espacios de tiempo entre las distintas campañas para realizar nuevos esfuerzos para armarse, ello le permitía adaptar los preparativos no solo a los distintos enemigos escogidos, sino mantener relativamente bajas las cargas materiales para la economía, así como para la opinión pública, antes de que de tiempo en tiempo sonasen las fanfarrias de triunfos masivos que debían conducir a una estimulación psicológica: el concepto de la guerra Blitz fue un intento para no recaer en los ominosos lugares comunes de la primera guerra mundial, en los cuales Alemania ganaba sin duda las batallas pero perdía la guerra, dividiendo ahora la guerra en una serie de batallas triunfales. Mas en ello radicaba también lo dudoso y engañoso del concepto, aun cuando correspondiese perfectamente a la normal forma de ser del régimen y el estilo improvisador determinado por impulsos instantáneos de Hitler: debía fracasar en el instante en que se crease una coalición enemiga realmente fuerte y surgiese la decisión irrevocable para una guerra de larga duración.

Hitler confió de tal forma en este concepto que no se preparó de ninguna forma a la alternativa de una gran guerra. Una propuesta sometida a su aprobación en el verano de 1939 por el alto mando del Ejército para el caso de un amplio enfrentamiento, «aclarando la situación mediante unas maniobras bélicas y planificadas», fue desechada por él, haciendo referencia específica de que la guerra debía localizarse a Polonia[1279]. Su memorándum del 9 de octubre constituyó el primer intento concreto para definir la situación y los objetivos de un enfrentamiento con Occidente. También rechazó repetidamente las proposiciones sobre una adaptación en principio de la economía a las necesidades de una guerra amplia, total y de larga duración. La producción industrial total registró en 1940 un descenso respecto al año anterior, y poco antes del invierno 1941-1942 fue frenada la producción de los bienes militares, en espera de la inmediata «victoria relámpago» contra la Unión Soviética[1280]. También en ello se conjugaban las experiencias de la primera guerra mundial: bajo todos los conceptos pretendía evitar los efectos psicológicamente desmoralizadores de una economía limitada de forma rigurosa durante muchos años.

La relación existente entre la primera y la segunda guerra mundial no solo es comprensible por su interpretación sobre los más variados terrenos; es más, Hitler siempre había hecho referencia de forma expresa a la misma. Detrás de él solo se hallaba un armisticio; ante él, sin embargo, «la victoria que en 1918 desechamos», manifestó en diversas ocasiones; y en su discurso del 23 de noviembre de 1939 indicó, haciendo referencia a la primera guerra mundial: «Hoy se está escribiendo el segundo acto de este drama»[1281]. Basándose en esta relación existente, Hitler aparece como el representante más radical de la idea alemana del imperialismo mundial, la cual alcanza hasta la tardía época de Bismarck, y ya se espesaba a finales de siglo en objetivos concretos bélicos, aunque después del fracasado intento de los años 1914-1918 pretendía realizar y plasmar en una realidad la segunda guerra mundial con una resolución renovada y mucho mayor: la continuidad imperialista de casi cien años de duración de la historia alemana halló en Hitler su punto culminante[1282].

Realmente, esta concepción puede hacer valer motivos muy convincentes. La relación existente entre Hitler y la época de la preguerra, la procedencia de sus complejos, ideologías y reacciones defensivas le otorgan el peso preciso; porque a pesar de todo su modernismo se trataba de una aparición profundamente anacrónica, la supervivencia de unos restos del siglo XIX: en su imperialismo inocente, su complejo de grandeza, su convencimiento de una inevitable alternativa entre encumbramiento hacia potencia mundial o el hundimiento. En principio el joven ciudadano tendencioso de los días de Viena había repetido el movimiento fundamental con el que los directivos conservadores intentaban huir de los temores que les amenazaban para refugiarse en conceptos expansivos, solo que él los amplió y los radicalizó. Mientras aquellos se prometían de la guerra y de la conquista «un saneamiento de las circunstancias» en el sentido de sus privilegios sociales y políticos, un «refuerzo del orden patriarcal y de la mentalidad»[1283], él pensaba, como siempre, en unas categorías ampliadas hasta lo gigantesco y consideraba la guerra y la expansión muy por encima de un interés de clases, como la única oportunidad de supervivencia de la nación e incluso de la raza; en los pensamientos de Hitler el imperialismo social habitualmente conocido se mezclaba de forma característica con elementos biológicos.

Pero tanto en uno como en otro caso, siempre era el motivo fundamental de la existencia amenazada y estrecha el que empujaba a estas visiones de imperialismo mundial, si bien una de las veces, por lo menos en el caso del canciller alemán en 1914, Von Bethmann Hollweg, había sido depresivo, indiferente y no sin una debilidad fatalista; en el otro caso, de un consciente radical y encarnizado. Es cierto que ambos actores no pueden ser comparados; la idea de un imperialismo mundial alemán constituía para Bethmann Hollweg «una idea impensable, irrazonable»; Alemania, opinaba deprimido, «se hundiría, en caso de triunfar, intelectualmente ante su propio dominio político»[1284]; Hitler no conoció este escepticismo, por maltrecho que fuera, ni siquiera en forma de presentimientos; el que Bethmann Hollweg se hallase embargado, lo mismo que Hitler, de idénticas fantasías pesimistas y de sentimientos de hundimiento de tonalidades germánicas, si bien sublimados por una cultura burguesa, demuestra la amplísima ligazón del motivo del destino y de la catástrofe para la conciencia alemana; sin hacer mención, además, de los furiosos visionarios imperialistas mundiales que condujeron en 1917 a la caída de Bethmann Hollweg.

Pero también la dirección que Hitler dio a sus intenciones expansionistas correspondía a una tradición muy antigua. Siempre había constituido parte de la ideología alemana que el Este era el espacio vital alemán del Reich, y los orígenes de Hitler de una doble monarquía reafirmaron esta visión. Una declaración de los ruidosos agitadores de la Unión pangermana ya había hecho mención en 1894 de los intereses de la nación por el Este y Sudeste, «con el fin de asegurar a la raza germánica aquellas necesidades vitales que precisaba para el total desarrollo de sus fuerzas». Durante el célebre «consejo de guerra» del 8 de diciembre de 1912, el jefe del alto estado mayor Von Moltke había exigido que «la prensa debía popularizar la idea de una guerra contra Rusia», y en este sentido los artículos de fondo del Hamburger Nachrichten exigieron poco tiempo después la imprescindible lucha decisiva con el Este; el Germania preguntaba, secundando al primero, si el dominio sobre Europa debía recaer sobre los germanos o sobre los eslavos. Pocos días después de haberse iniciado la guerra, en el Ministerio del Exterior fue desarrollado un plan para «la creación de numerosos Estados intermedios», los cuales debían hallarse, todos ellos, sometidos militarmente a Alemania. Mucho más lejos llegaba el memorándum del presidente de los pangermanos, Heinrich Class, sobre «el objetivo alemán de la guerra», que fue ampliamente extendido como folleto en 1917. Exigía extensas provincias en el Este y pensaba en una «depuración racial rural» mediante el intercambio de rusos contra alemanes del Volga, traslado de los judíos a Palestina y de la población polaca hacia el Este[1285]. El concepto de la política oriental de Hitler no puede ser pensado sin tales ilusos proyectos que marcaron de forma indeleble las discusiones sobre los objetivos bélicos durante la primera guerra mundial, aun cuando ejerciesen su influencia decisiva los círculos de emigrantes rusos en Múnich, así como su propia inclinación por las encumbraciones intelectuales.

No dejaban tampoco de poseer su arraigo las ideas de Hitler sobre las alianzas. La idea de que Alemania debía asegurarse la neutralidad de Inglaterra, a fin de llevar a efecto una guerra de conquista hacia el Este, conjuntamente con Austria-Hungría y, posiblemente, también contra Francia, no era del todo extraña a la política del imperio del Kaiser. Bethmann Hollweg había precisado este pensamiento poco tiempo después de iniciadas las hostilidades, considerando además como factible llegar a un acuerdo con Inglaterra, después de una victoria relámpago sobre Francia, con el fin de actuar luego conjuntamente contra Rusia. Todavía hacia finales de la guerra había declarado que el enfrentamiento «solo hubiese podido ser evitado mediante un acuerdo con Inglaterra»[1286]: se trataba, por lo tanto, de la misma concepción ideal de Hitler que surgía por primera vez bosquejada en tales pensamientos, y Hitler buscó asimismo inmediatamente un acuerdo y la neutralidad de Inglaterra, después que la república de Weimar hubiese otorgado, especialmente Gustav Stresemann, una preferencia a la reconciliación con Francia.

Pero por encima de las conexiones ideológicas, políticoespaciales y técnicas de las alianzas, no es difícil fundamentar la continuidad de la voluntad imperialista alemana basándose en los grupos sociales. Eran, sobre todo, los estratos directivos conservadores los portavoces de los amplios conceptos de los tiempos del Kaiser, los cuales habían desarrollado un incrementado complejo de prestigio a partir del derrumbamiento del año 1918: desde entonces buscaban la forma de recompensar la tambaleante conciencia del propio valer de Alemania, así como de reconquistar los territorios perdidos (sobre todo en Polonia), y durante la época de Weimar se negaban, incluso sus representantes más sensatos, a conceder unas garantías fronterizas en el Este. Un memorándum del alto mando de la Reichswehr dirigido al Ministerio del Exterior en el año 1926, por ejemplo, formulaba de forma muy característica una especie de línea de conducta a seguir para la política exterior alemana: la liberación de Renania y del territorio del Sarre, eliminación del corredor polaco y la reconquista de la Silesia superior polaca, anexión de la Austria alemana, así como eliminación de la zona desmilitarizada[1287]; se trataba, por lo que respecta al orden de sucesión, del programa en política exterior de Hitler durante la década de los años treinta. Estos grupos vieron en el Führer del NSDAP al hombre que parecía hallarse en situación de convertir en realidad sus intenciones revisionistas, por cuanto sabía aprovechar y utilizar como ningún otro los amplios sentimientos de humillación por encima de casi todas las barreras e integrarlos como un medio más para la movilización de la nación. Llama poderosamente la atención el hecho de que le animasen incluso a emprender un giro más agresivo, sobre todo al principio de su época como canciller del Reich: tanto cuando su retirada de la Sociedad de Naciones como en el asunto del rearme, fueron los ministros conservadores los que empujaban hacia adelante al titubeante Hitler, y hasta que se llegó a la conferencia de Múnich solo les desagradaban los arriesgados métodos de jugador de Hitler.

Pero entonces finaliza la continuidad. Porque lo que consideraban como objetivo los conservadores revisionistas del tipo de Von Neurath, Von Blomberg, Von Papen o Von Weizsácker, para Hitler no constituía más que una etapa. Ni siquiera esto, más bien un paso de preparación. Despreciaba a sus temerosos colaboradores por cuanto no querían, precisamente, lo que la fórmula indiscutible les dictaba: «apropiarse del poder universal», que constituía el «objetivo del futuro» hacia el que siempre apuntaban: no se trataba de nuevas o incluso de viejas fronteras, sino de nuevos espacios, un millón de kilómetros cuadrados, sí, incluso todo el terreno que alcanzaba hasta los Urales y, finalmente, además: «nosotros dictaremos al Este nuestras leyes. Nosotros irrumpiremos e iremos adelantándonos poco a poco hasta alcanzar los Urales. Yo espero que nuestra generación pueda conseguirlo… Entonces poseeremos una escogida selección para el futuro. Con ello crearemos la base para que toda la Europa dirigida, ordenada y conducida por nosotros, por el pueblo germano, posea las generaciones selectas que sobrevivan siempre a las luchas que el destino impondrá con los pueblos que desde Asia intentarán atacar de nuevo. Nosotros no sabemos cuándo llegará este momento. Pero cuando la masa de hombres del otro lado se presente con sus mil o mil y medio de millones, el pueblo germánico debe superar esta lucha vital contra Asia con sus, como yo espero, 250 o 300 millones y con los otros pueblos europeos hasta una cifra total de 600 a 700 millones con un campo intermedio hasta los Urales y en cien años hasta más allá de los Urales»[1288]. Lo que distinguía cualitativamente a este imperialismo del de la época del Kaiser, y que quebró la continuidad, no fue tanto la inmensa hambre de espacio, la cual se hallaba concretada entre los pangermanos e insinuada en los planes orientales de Ludendorff de 1918, sino mucho más el fermento ideológico que le daba unión y fuerza agresiva: los pensamientos minoritarios, el bloque racial y el apostolado escatológico. Algo del reconocimiento repentino de aquella forma distinta de ser, por regla general obtenido de forma excesivamente tardía, se encuentra en las palabras con las que uno de los conservadores retrató a Hitler: «Este hombre, realmente, no pertenece a nuestra raza. Hay algo extraño en él, algo como de una raza elemental ya extinguida»[1289].

La manifestación de Hitler de que la segunda guerra mundial constituía la continuación de la primera no era en sí el lugar común imperialista por el que siempre se le ha considerado: más bien se trataba del intento de introducirse de forma subrepticia en una continuidad que él, precisamente, no quería proseguir, pero que debía interpretar para mantener ante los generales y los conservadores la creencia de que él era, por última vez, el administrador y conservador de sus irrealizados sueños de grandeza, el que les restituía el triunfo perdido y robado en 1918, pero que debía pertenecerles. En realidad, no pensaba en todo ello; los afectos y pasiones revisionistas le concedían solamente un punto ideal de contacto con el que empalmar. Desde un segundo término, con este concepto de continuidad nada dialéctico es fácil equivocarse sobre el carácter de esta aparición; Hitler no era Guillermo II.

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