Hitler

Hitler


Libro segundo » Capítulo II

Página 18 de 98

CAPÍTULO II

Triunfos locales

«¡Hitler será un día nuestro más grande jefe!».

RUDOLF JUNG, 1920

EN los penosos pero también embriagadores días de su incorporación a la política, en la primavera de 1920, Hitler se hallaba todavía muy lejos de toda exigencia sobre el futuro alemán y, en todo caso, no mucho más que cualquier agitador muniqués que, noche tras noche, fuese por las hirvientes cervecerías preñadas de humo para ganarse un público oyente para sus convicciones, con frecuencia enemistoso y a veces tomándole a chacota. Así y todo, su fama seguía creciendo. El temperamento retórico de la ciudad, siempre seducida por todo gesto excéntrico, constituía algo sumamente permeable para el estilo teatral de sus propias escenificaciones y los irrefrenables arrebatos del orador, e indiscutiblemente no le apoyó menos que los factores históricos tangibles. La afirmación de que el encumbramiento de Hitler fue decisivamente favorecido por las condiciones de la época es algo incompleto si no se hace referencia a las condiciones especiales del lugar en el que inició el mismo.

No menos importante fue la conciencia de los objetivos y la recapacitación que movilizó. Disponía, en realidad, de una sensibilidad desacostumbrada, casi femenina, que le situaba en condiciones de articular y explotar el ambiente de su tiempo. Su primer biógrafo, Georg Schott, lo denominó, no sin cierta temerosa admiración por lo demoníaco que parecía haber en sus palabras, un «balbuceador de sueños»[239]. Pero la imagen extendida hasta el presente del instintivo Hitler, que con seguridad visionaria o, como él mismo prefería manifestar, siguiendo su camino de forma «sonambulesca», omite y no considera la racionalidad y la frialdad planificadora que constituyen la base de acción y su encumbramiento en no menor medida que todas sus evidentes facultades ambientales.

Omite, sobre todo, su extraordinaria capacidad por apremiar, su insaciable afán de asimilar conocimientos que, precisamente, le dominaba en aquella época. En los estados febriles de sus primeros triunfos como orador, su capacidad de asimilación y disposición receptiva eran más importantes que nunca, su «talento combinador»[240] captaba los elementos más dispares y disparatados, conjuntándolos en fórmulas compactas. Mucho más que la de sus ídolos o compañeros de lucha, adoptaba la enseñanza de sus enemigos: aseguraba que siempre había aprendido mucho de ellos; solo los locos o los débiles mentales podían temer la pérdida de sus propias ideas. Así fue como reunió a Richard Wagner y Lenin, Gobineau, Nietzsche y Le Bon, Ludendorff, lord Northcliffe, Schopenhauer y Karl Lueger, formando una imagen de todo ello, arbitraria, curiosa, llena de osadía semicultural, pero no sin armonía de conjunto. También Mussolini y el fascismo italiano tenían, con creciente importancia, un lugar reservado en él, e incluso los llamados sabios de Sión y sus protocolos falsificados de forma demostrable los convirtió en sus profesores[241].

Sin embargo, las enseñanzas más perdurables las obtuvo del marxismo. Ya la energía que dedicaba a la configuración de una ideología nacionalsocialista, en contradicción evidente con su indiferencia ideológica íntima, atestigua los efectos del ejemplo marxista. Los pensamientos que constituían su punto de partida se fundamentaban en que el tipo de partido tradicional burgués no poseía la suficiente agresividad como para enfrentarse a la dinámica luchadora de las organizaciones izquierdistas de masas. Solo un partido organizado de forma similar, pero con una ideología mundial mucho más decidida, podía disputar la victoria al marxismo, y vencerle[242].

Varias experiencias adquiridas durante el período revolucionario le prepararon tácticamente. Los acontecimientos rusos, así como el dominio bolchevique en Baviera, le habían permitido distinguir cuáles eran las oportunidades del poder para un puñado de actores decididos a alcanzar sus objetivos. Pero mientras Lenin le enseñaba cómo se incrementa un impulso revolucionario y se le explota, Friedrich Ebert o Philipp Scheidemann le enseñaban cómo se perdía jugando. Posteriormente, Hitler aseguró:

«Mucho es lo que he aprendido del marxismo, lo confieso abiertamente. No, quizá, de esa aburrida enseñanza social y de la concepción histórica materialista, de esas cosas absurdas… Pero sí he aprendido de sus métodos. Solo que yo he tomado en serio lo que esos espíritus de tenderos y secretarios habían iniciado tímidamente. Todo el nacionalsocialismo está aquí inmerso. Fíjense exactamente… Esos nuevos medios de lucha política hacen referencia, en lo fundamental, a los marxistas. Yo solo necesité hacerme cargo de ellos y desarrollarlos, y poseía, en lo fundamental, lo que precisábamos. Yo solo tuve que continuar de forma consecuente lo que en la democracia social se había roto diez veces por el hecho de pretender hacer factible su revolución dentro del marco de una democracia. El nacionalsocialismo es lo que el marxismo hubiese podido ser si se hubiese desligado de la unión absurda, artificiosa, con una ordenación democrática»[243].

Pero no solo continuaba de forma consecuente todo aquello que emprendía, sino que al mismo tiempo procuraba superarlo. En su forma de ser existía la afición infantil para con el gesto grande y excesivo, una pasión enfermiza por impresionar, que soñaba con superlativos y que pretendía asegurarse las ideologías más radicales como, más tarde, las edificaciones más majestuosas o los más pesados tanques. Sus tácticas, sus ideologías, sus objetivos los había ido recogiendo, como indicaba, «por el camino de la vida, después de echar a un lado a los marojos»; de él mismo procedía la dureza y la consecuencia que imprimía a todo, el característico arrojo ante el último paso.

Sopesó y consideró racionalmente la táctica en sus inicios. Partía de la base de emplear, en principio, toda la energía para escapar del ghetto de los sin nombre y poder alzarse de forma inconfundible de entre la masa de los grupos nacionales en constante rivalidad. Aquella indicación suya que aparecía constantemente en sus posteriores discursos ante el Partido atestiguando sus comienzos anónimos, demuestra lo mucho que sufrió su ambición sin oportunidades bajo la conciencia de la desconocida y desatendida grandeza. Con una falta total y absoluta de escrúpulos, que paralizaban la respiración, en qué consistió la novedad característica de su aparición en escena y que, de una vez para siempre, dejó patente su negativa a atender reglas o convenciones, se dedicó a forjarse un nombre: a través de una actividad incansable, mediante disturbios, escándalos y aglomeraciones, incluso por el terror mismo si ofrecía una posibilidad de quebrantar las leyes y, al mismo tiempo, el silencio, obligando a un cotidiano reconocimiento: «No importa que nos consideren bufones o delincuentes, lo realmente importante es que nos nombren, que constantemente tengan que ocuparse de nosotros»[244].

Esta intención forjó el estilo y los medios de toda su actividad. El rojo chillón de las banderas no fue utilizado únicamente por su efecto psicológico, sino porque usurpaba —al mismo tiempo— el color tradicional de las izquierdas. Los canelones anunciando manifestaciones, también ellos, por regla general, en un rojo que no podía pasar inadvertido, contenían con frecuencia, e intercalados entre frases hechas, artículos de fondo impresos en letras gigantescas. A efectos de fingir una grandeza y una fuerza de choque sumamente decidida, el NSDAP organizaba una y otra vez desfiles callejeros, los repartidores de folletos y los que pegaban carteles murales estaban incansablemente en acción. Imitando, como él mismo reconocía, los métodos de propaganda de las izquierdas, Hitler hacía recorrer las calles por coches y camiones cargados de personal; pero encima de los mismos no estaba sentado el proletariado fiel a las consignas moscovitas amenazando con los puños cerrados, que tanto odio y pánico había despertado en los barrios burgueses, sino el educado radicalismo de los antiguos soldados que, bajo la bandera del NSDAP, seguían luchando por el alto el fuego, el final de la guerra y la desmovilización. Otorgaban a las reuniones y manifestaciones que Hitler organizaba de forma constante en Múnich y, posteriormente, en otras localidades, un fondo semimilitar, de intimidación.

Estos soldados fueron los que también empezaron a modificar la faz sociológica del Partido y a mezclar el tipo duro, como correspondía a unos soldados acostumbrados a utilizar la fuerza, con la tranquila ronda de bebedores de cerveza compuesta por trabajadores y modestos artesanos. La lista de afiliados más antiguos anota entre 193 nombres no menos de 22 soldados profesionales[245], los cuales no solo reconocieron en el nuevo Partido la posibilidad de una seguridad en su existencia, sino también la esperanza de hacer permanente aquella camaradería nacida en las trincheras, al mismo tiempo que demostrar su desprecio de la vida y de la muerte en el que la época los había educado, expresándolo más allá de la guerra.

Con el apoyo de estos recién incorporados afiliados marciales, acostumbrados a una severa supeditación, disciplina y espíritu de entrega, Hitler consiguió, paulatinamente, configurar el Partido con una estructura más fuerte. No pocos de los nuevos partidarios le eran enviados por el gobierno militar de Múnich, y si Hitler afirmó posteriormente que él, el sin nombre, el desconocido, sin medios y solo confiando en sus propias fuerzas se había alzado en contra de un universo lleno de enemigos, ello era —hasta cierto punto— correcto, por cuanto se enfrentó, realmente, con la tendencia reinante en aquella época. Pero también es cierto que él jamás estuvo solo. Desde el principio fue protegido por la Reichswehr y las agrupaciones militares privadas, y de tal forma que permitieron y allanaron su encumbramiento.

Como ningún otro, Ernst Röhm, el cual y con el grado de capitán actuaba de consejero político en el estado mayor del coronel Epp y que, al mismo tiempo, constituía la auténtica cabeza del velado regimiento marcial en Baviera, protegió e impulsó al NSDAP; hizo llegarle partidarios, armas y medios económicos. En sus intentos y aspiraciones se vio asimismo apoyado por los oficiales de la antigua comisión de control aliada, los cuales y por distintos motivos favorecían tales actividades ilegales; en parte, porque tenían interés en que continuase aquella situación similar a una guerra civil en Alemania; en parte, porque para ellos era conveniente reforzar el poder militar contra la todavía palpitante izquierda y, por encima de olvidadas enemistades, por deferencia y complacencia caballeresca para con los señores camaradas. A pesar de que Röhm, desde su niñez, «solo albergaba el deseo y la idea de ser soldado», hacia finales de la guerra actuaba en el estado mayor y era un excelente organizador, encarnaba más bien el tipo del chusquero. Aquel hombre pequeño, gordo, con la cara plagada de cicatrices, siempre ligeramente enrojecida, era un arrojado hombre de rompe y rasga que había sido herido durante la guerra en numerosas ocasiones. A las personas las clasificaba, escuetamente, como soldados o civiles, como amigos o enemigos; era honrado, sin florituras, un tanto grosero, frío, un viejo militar lleno de prudencia y rectitud, hallándose siempre libre de cargos de conciencia; y si alguno de sus camaradas de aquel tiempo de acciones ilegales notaba que Röhm, siempre adonde fuese, «aportaba vida a la reunión», también es muy probable que en frecuentes ocasiones sucediera lo contrario. En su unilateralismo bávaro estaba libre de complejos ideológicos descabellados y apuntaba siempre, con su activa intranquilidad, que desarrollaba rápidamente, hacia la consecución de la primacía del soldado en el estado. Guiado por esta intención había organizado aquella sección de propaganda en el estado mayor, bajo cuyas órdenes el hombre de confianza, Hitler, había visitado aquella reunión del DAP. Como casi todas las personas, impresionado por el genio retórico del joven agitador, le procuró las primeras valiosas relaciones con políticos y militares e ingresó muy pronto en el Partido con el número 623 de afiliado.

El instinto de mando que la gente de Röhm aportó al Partido fue orlado alegremente con la masiva utilización de la simbólica política y el adorno de su reconocimiento. La bandera con la cruz gamada no fue, como Hitler afirmaba falsamente en Mi lucha, su invención; más bien había sido uno de los afiliados, el odontólogo Friedrich Krohn, quien la había diseñado con motivo de la manifestación para la fundación del grupo local de Starnberg, a mediados de mayo de 1920, después de haber recomendado un año antes, en una memoria, la utilización de este signo ampliamente difundido en el campamento nacional «como símbolo de los partidos nacionalsocialistas»[246]. La aportación de Hitler no fue en el presente caso la idea original, sino, y sobre todo, el reconocimiento repentino de la fuerza publicitaria psicológica que poseía este símbolo tan conocido así como la consecuencia tenaz con que lo elevó al rango de distintivo del Partido y lo convertía en obligado.

Algo similar sucedió posteriormente con los estandartes, que adoptó del fascismo italiano y los concedió, como símbolo de campaña, a las secciones de choque. Impuso el saludo «romano» de salve, vigilaba la corrección militar de los uniformes y distintivos y concedía la mayor importancia a todo aquello que afectaba al carácter formal: la dirección de las salidas a escena, los detalles decorativos, el ceremonial cada vez más complejo de la consagración de las banderas, manifestaciones y desfiles, hasta las inmensas concentraciones humanas de los Días del Partido, donde dirigía enormes cuadros de personas ante la gigantesca escenografía pétrea, en todo lo cual salía a relucir su talento arquitectónico, consiguiendo una desbordante satisfacción. Durante mucho tiempo investigó y estudió en antiguas revistas de arte así como en la sección heráldica de la Biblioteca estatal de Múnich, con el fin de hallar el modelo adecuado para el águila que debía ser utilizada con el sello oficial del Partido. Su primera circular desde la presidencia del NSDAP, de fecha 17 de septiembre de 1921, se dedicaba con detallada meticulosidad a la simbólica del Partido e indicaba a las jefaturas locales «que debían realizar la oportuna propaganda, de la forma más agresiva posible, para que se llevase el distintivo del Partido. Los afiliados debían ser constantemente invitados a lucir el distintivo en todas partes y en todo tiempo. Los judíos que por ello se molestasen, debían ser aprehendidos inmediatamente»[247].

La trabazón de las formas ceremoniosas y de las terroristas grabó desde un principio los primeros pasos del Partido, por modestos que fuesen, demostrando haber sido la idea propagandística más efectiva de Hitler. Porque allí retornaban los elementos tradicionales bajo los cuales la política había hecho su aparición popular en Alemania y con una imagen actualizada: como festejos populares y exposición estética que mediante la utilización de medios de viva fuerza no poseían rasgos repulsivos, sino la dimensión de un destino serio, que para la hora histórica, en todo caso, parecía más adecuada que el afable trato de un funcionamiento tradicional del Partido.

Pero también favoreció al NSDAP que se pusiese en marcha como un partido nacional que no exigía ninguna exclusividad social, como los otros partidos nacionales de antaño. Liberado de toda diferencia de clases, rompió con la tradición según la cual la mentalidad patriótica constituía un privilegio de las clases notables, como si únicamente las personas con propiedades y con cultura tuviesen una patria; siendo nacional y, al mismo tiempo, plebeyo, brusco y dispuesto a pegar, llevó la idea nacional a la calle. A la burguesía, que comúnmente había conocido a las masas como un elemento de amenaza social, desarrollando reflejos defensivos, pareció ofrecerle ahora y por primera vez una avanzadilla agresiva: «Necesitamos la violencia para imponer nuestra lucha», aseguraba Hitler una y otra vez. «Los otros pueden desear apoltronarse en sus sillones de los clubs (sic), nosotros queremos ponernos de pie encima de las mesas de las cervecerías»[248]. A muchos, que no se sentían capacitados para seguirle, les parecía el demagogo teatral que embrujaba en las cervecerías y en las carpas de circo, más que el hombre que comprendía la técnica de su dominación y represión.

Su actividad superó a la de sus contrincantes, incansablemente estaba en acción, su máxima decía: cada ocho días una manifestación de masas. Una relación de tales manifestaciones, desde noviembre de 1919 hasta noviembre de 1920, le nombra en treinta y una ocasiones como orador. La cada vez más rápida sucesión de sus presentaciones refleja el carácter febril de sus contactos con la masa: «El señor Hitler… se enfureció de tal modo y gritó tanto que desde atrás no podía entenderse gran cosa», anota un informe. Un cartel en que se anunciaba su presentación, le citaba en mayo de 1920 como a «un brillante orador», prometiendo al oyente «una noche tremendamente excitante». Desde este instante, los informes sobre las reuniones registran una creciente participación de público, con frecuencia se habla de tres mil y más personas, y una y otra vez anotaban los taquígrafos, cuando subía al podio con su traje de color azul teñido y cortado de uniforme: «saludado tempestuosamente»[249]. Los protocolos que se han conservado de aquel tiempo relatan los triunfos del joven orador en una especie de escritura reflejada por un espejo, cuyas torpezas le proporcionan el carácter de su autenticidad:

«La reunión se inició a las 7.30 y finalizó a las 10.45. El conferenciante indicó que iba a tratar del judaísmo. El conferenciante dio a conocer que adonde se mirase había judíos: toda Alemania es gobernada por los judíos. Es una vergüenza que los trabajadores alemanes, sean intelectuales o manuales, permitan ser azuzados por los judíos. Naturalmente, porque el judío tiene el dinero en la mano. El judío se sienta en el gobierno y especula y escamotea. Cuando sus bolsillos vuelven a estar llenos de dinero, vuelve a azuzar a los trabajadores unos contra otros, para poder coger nuevamente el timón, y nosotros, los pobres alemanes, hemos de permitírselo. También habló sobre Rusia… ¿y quién ha conseguido todo esto? Solo el judío. Por lo tanto, alemanes, uníos y luchad hasta que el último judío haya abandonado el Reich alemán, aun cuando ello obligue a una rebelión y, mucho más a una revolución… El conferenciante fue fuertemente ovacionado. Se enfadó también con la prensa…, porque durante la última reunión uno de esos puercos había anotado todo».

En otro lugar, refiriendo un discurso del 28 de agosto de 1920 en el Hofbräuhaus, se dice:

«El conferenciante hizo referencia a cómo estábamos antes de la guerra y cómo estamos ahora. Sobre los acaparadores y especuladores, que todos debían ser ahorcados. Después, sobre el ejército mercenario. Dijo que no haría ningún daño a los chicos jóvenes si fueren incorporados nuevamente, porque nunca había perjudicado a nadie, porque estos de ahora no saben que deben cerrar la boca ante los viejos, porque a estos les falta la disciplina… Después habló de todos los puntos que incluía el programa, mereciendo fuertes aplausos. La sala está muy llena. Un hombre que le gritó al señor Hitler que era un mono, fue expulsado tranquilamente del local»[250].

Con creciente conciencia de su propio valer, el Partido empezó a ejercer influencia como «un factor del orden», dispersando las manifestaciones de las izquierdas, gritando a los oradores en las discusiones, repartiendo «recordatorios», y en cierta ocasión consiguió se hiciese desaparecer de una exposición pública una escultura porque contravenía al agrado popular. A principios de enero de 1921, Hitler aseguraba a sus oyentes en el Kindl-Keller que «el Movimiento nacionalsocialista en Múnich impediría, en el futuro, por la fuerza y sin contemplación alguna, toda manifestación o conferencia que se considerase apropiada para influir de forma dañina y desmoralizadora sobre los ya de sí enfermos ciudadanos del pueblo»[251].

Tal despotismo le fue posible al Partido al disfrutar no solo de la protección del mando de la región militar de Múnich, sino por convertirse en el «travieso y mimado niño»[252] del gobierno provincial de Baviera. A mediados de marzo, círculos derechistas berlineses, agrupados por el hasta entonces desconocido Dr. Kapp, director general de paisajes y regiones, apoyados por la Brigada Ehrhardt, habían intentado una sublevación; sin embargo, dicho intento se vio sofocado y se derrumbó por su propio diletantismo así como por la huelga general declarada. Mucho mayor éxito alcanzó el intento realizado al mismo tiempo por la Reichswehr y las agrupaciones de Cuerpos francos en Baviera. En la noche del 1 al 14 de marzo, el gobierno burgués socialdemócrata de Hoffmann había sido desplazado del poder por los propietarios de la fuerza real y auténtica, siendo sustituido por un gobierno de tendencia derechista bajo «el hombre fuerte» Gustav von Kahr.

Estos acontecimientos alarmaron, naturalmente, a las izquierdas, cuyo núcleo radical reconoció en seguida la oportunidad que se les brindaba de conjuntar la resistencia contra las ambiciones de poder de los medios derechistas con la lucha por sus propios objetivos revolucionarios. De forma preponderante, en la Alemania central y en el territorio del Ruhr, arrebataron el poder y el mando a las fuerzas que habían declarado la huelga general en contra de Kapp, hallando oídos prestos a la divisa de que el proletariado debía ser armado. En una movilización puesta en escena sin apenas roces ni dificultades y que permitía reconocer una planificación cuidadosa, grandes masas en formaciones militares consiguieron pronto poner en pie un «Ejército rojo» de más de 50 000 hombres, encuadrados entre el Rin y el Ruhr. En relativamente muy pocos días consiguieron conquistar la casi totalidad del territorio industrial; las débiles fuerzas y unidades de la Reichswehr y de la Policía que se les enfrentaban fueron eliminadas y en algunos lugares se produjeron auténticas batallas. Una ola de asesinatos, incendios y saqueos se abatió sobre el país, inundando la Alemania central, Sajonia y Turingia por un instante y descubriendo las tensiones sociales e ideológicas que habían sido desplazadas durante los apaciguamientos de una semirrevolución. También los sangrientos contragolpes que pronto organizó el poder militar, las detenciones sumarias, las acciones vengativas y los fusilamientos trajeron consigo profundos resentimientos, dejando entrever conflictos todavía no superados. Este país, una y otra vez dividido, destrozado por múltiples contradicciones, exigía y deseaba a ojos vistas orden y reconciliación. En su lugar se vio sumido en un laberíntico mundo irreal lleno de odio, desconfianza y anarquía.

Gracias al nuevo equilibrio de fuerzas, Baviera se convirtió, mucho más de cuanto lo había sido hasta el momento, en el punto natural de reunión para las maquinaciones de los radicales de derechas. Las repetidas invitaciones efectuadas, cumpliendo instrucciones de los aliados, para que fuesen disueltas las unidades semimilitares, tropezaron con la resistencia del gobierno Kahr, por cuanto veía en ellas su más poderosa fuerza de apoyo. Por otra parte, a los somatenes y unidades militares privadas, que ya contaban con más de trescientos mil hombres, fueron acudiendo más y más todos aquellos enemigos irreconciliables de la república que en otros lugares del Reich debían temer las intervenciones estatales e incluso persecuciones punibles: partidarios de Kapp que habían huido, impertérritos restos de disueltas unidades de los Cuerpos francos, procedentes del Este, el «jefe militar nacional» Ludendorff, aventureros, asesinos a sueldo, revolucionarios nacionales de las más diversas ideologías; todos ellos, sin embargo, unidos en la intención de derrocar a la odiada «república judaica». Podían aprovecharse, para ello, de la especial conciencia bávara, tan tradicional, la cual siempre había sentido un fuerte desprecio por el Berlín protestante y prusiano y ahora, con la máxima de «la célula del orden bávara», podía convertir aquellos resentimientos en una misión nacional. Bajo el apoyo cada vez más descarado y provocador concedido por el gobierno del país, iniciaron la instalación de arsenales de armas, transformaron castillos rurales y monasterios en puntos de apoyo secretos, desarrollaron planes para atentados, rebeliones y despliegue de fuerzas: incansables en secreteos conspiradores e innumerables y entrecruzados proyectos de alta traición.

Este desarrollo no quedó sin consecuencias para el NSDAP, en su camino ascendente, por cuanto a partir de este instante disfrutó, indiscutiblemente, de los favores de los que tenían el poder, militares, semimilitares y civiles, y con todo éxito que alcanzaba veíase más solicitado y cortejado. Después de haber sido recibido Hitler en cierta ocasión por Von Kahr, uno de sus acompañantes, el estudiante Rudolf Hess, se dirigió mediante un escrito al presidente del consejo de ministros, diciéndole: «El punto clave estriba en que H. está convencido de que un nuevo encumbramiento solo es factible si se consigue hacer retornar a lo nacional a la gran masa, especialmente a los trabajadores… Al señor Hitler le conozco personalmente y muy bien, por cuanto casi a diario hablo con él, y también en el aspecto humano estamos muy cerca. Es un carácter extrañamente honrado, con un corazón lleno de profunda bondad, religioso, un buen católico. Solo conoce un objetivo: el bienestar de su país. Para conseguirlo se sacrifica de forma altruista». Cuando el presidente del consejo de ministros le alabó públicamente en el parlamento y el jefe superior de policía Pöhner le concedió más y mayor beligerancia, empezó a bosquejarse por primera vez aquella constelación política de actores presente en todos los procesos fascistas de encumbramiento y usurpación del poder[253]. A partir de ese momento, Hitler se hallaba unido al poder conservador establecido, constituyendo la avanzadilla del mismo en la lucha contra el enemigo común, el marxismo. Y mientras el gobierno pensaba en aprovecharse de las energías y artes hipnóticas de aquel agitador rebelde y reacio, para en el momento oportuno y gracias a su superioridad intelectual, económica y política hacerle desaparecer del juego, la intención de Hitler era utilizar aquellos batallones, que había conseguido crear gracias al apoyo generoso de los que ostentaban el poder, para, una vez aniquilado el enemigo, hacerlos marchar contra el actual compañero y conseguir todo el poder para él. Se trataba de aquel extraño juego de fuerzas, lleno de ilusiones, traiciones y falsos juramentos, con el que Hitler había alcanzado casi todos sus éxitos y pudo chasquear a los incautos Kahr, así como, posteriormente, a Hugenberg, Papen o Chamberlain. Por el contrario, sus derrotas, hasta su fracaso final en la guerra, fueron debidas a que abusó de aquella constelación por su impaciencia, su tozudez o por haber sido mimado por los éxitos, perdiendo la partida, y, a pesar del tardío reconocimiento de aquel hecho, no fue capaz de ponerla nuevamente en pie.

A los mecenas más influyentes y económicamente fuertes, que a ojos vista iban a preocuparse del hombre del futuro, debía agradecerles el que en diciembre de 1920 pudiese adquirir el periódico Völkischer Beobachter. Tanto Dietrich Eckart como Ernst Röhm habían procurado los 60 000 marcos que debían constituir el fondo constitucional para la compra de aquel periodicucho fuertemente endeudado e insalvable, y que entonces aparecía dos veces por semana y contaba con unos once mil suscriptores[254]. Entre los donantes de dinero se hallaban numerosos nombres de la buena sociedad muniquesa, en la que Hitler había conseguido entrar, y también aquí ayudó Dietrich Eckart con sus amplísimas relaciones. El hombre brusco y chocarrero, con un cráneo redondo y grande, amigo de los buenos vinos y de los discursos primarios, no había alcanzado el gran éxito soñado como poeta y dramaturgo, aunque su reversificación del Peer Gynt de Ibsen hubiese despertado cierto eco, y por ello, como efecto de compensación, se pasó al campo de una bohemia politizante. En la Sociedad alemana de ciudadanos había sobresalido como fundador político, aunque no le acompañase en tal ocasión el deseado éxito, y otro tanto sucedió con el diario En buen alemán, que con ácida agresividad y no sin cierta exigencia seudocultural se convirtió en el portavoz de aquel amplio ambiente antisemítico. Siguiendo a Gottfried Feder, exigía en su diario la revolución contra la esclavitud de los intereses monetarios, así como la puesta en marcha del «socialismo auténtico», peleándose, influido por Lanz von Liebenfels, con gritos chillones, por una prohibición de los matrimonios mixtos radicales, y exigía una influencia asegurada para la pura sangre alemana. A la Rusia soviética la denominaba «la dictadura asesinacristianos del Redentor judío del mundo, Lenin», y aseguraba que «preferiría encajonar a todos los judíos en un vagón de ferrocarril y conducirlos al mar Rojo»[255].

Eckart había reconocido muy pronto a Hitler, y en marzo de 1920, durante el golpe de Kapp, habían viajado ambos a Berlín por encargo de sus camuflados superiores, con el fin de observar. Como hombre muy leído, gran conocedor humano, poseyendo amplísimos conocimientos y unos prejuicios muy similares, ejerció una influencia poderosa sobre el Hitler provinciano y torpe, gracias a su manera de ser nada complicada y a que era la primera persona con un fondo cultural burgués cuya presencia podía ser soportada por Hitler, sin que en este se abriesen las heridas de sus profundos complejos. Le prestó y le recomendó libros, educó su comportamiento social, corrigió sus expresiones y le abrió numerosas puertas: durante algún tiempo formaron una pareja inseparable en la escena de la sociedad muniquesa. Ya en 1919 había profetizado Eckart, en una poesía artísticamente arcaica, la llegada de un redentor nacional, «un hombre —como expresaba en cierto lugar— que sabrá oír las ametralladoras. La chusma debe tener miedo en los pantalones. No necesito a un oficial, porque a estos el pueblo ya no los respeta. Lo más conveniente sería un trabajador que tenga su boca en el lugar justo… No precisa demasiada inteligencia, porque la política es el negocio más tonto del mundo». Uno que tuviese siempre a flor de labios una «sabrosa respuesta» para los rojos era preferible a otro o a «una docena de profesores que se sientan sobre sus húmedos pantalones ante las realidades». Y, finalmente, exigía: «¡Debe ser soltero! Así nos haremos con las hembras!». No sin admiración veía en Hitler la encarnación de este modelo y le celebraba, ya en agosto de 1921, en un artículo del Völkischer Beobachter, por primera vez, como al «Führer». Una de las primeras canciones de lucha del NSDAP, Tormenta, Tormenta, Tormenta, procedía de su pluma, y el verso final, similar a un estribillo, le sirvió al Partido como su más efectiva divisa: «¡Alemania, despierta!». En un homenaje a Eckart, Hitler declaró que este «había escrito poesías tan bellas como Goethe». Públicamente señaló al poeta como a «su amigo paternal» y a sí mismo como a un alumno de Eckart; y todo parece indicar que este, conjuntamente con Rosenberg y los alemanes del Báltico, ejercieron la influencia más perdurable en aquella época sobre él. Al mismo tiempo, parece ser que abrió los ojos a Hitler acerca de su propia categoría y rango. El segundo tomo de Mi lucha finaliza con el nombre impreso del poeta en letras espaciadas[256].

Los éxitos de Hitler en aquella buena sociedad de Múnich, en la que Dietrich Eckart le introdujo, no poseían una motivación política. La señora Hanfstaengl, americana de nacimiento, fue una de las primeras en abrirle las puertas de sus salones, introduciéndole en aquella noble bohemia de escritores, pintores, intérpretes wagnerianos y profesores que allí se relacionaban. El estrato social tradicionalmente liberal vio en aquella aparición un tanto estrafalaria del joven orador popular, con unas concepciones inauditas y unas maneras poco educadas, más bien el objeto de una extrañeza interesante; resoplaba al hablar de los «delincuentes de noviembre» y endulzaba su vino con una cucharadita de azúcar: estos aspectos un tanto chocantes constituían las delicias de sus anfitriones. Le rodeaba la aureola de un mago, el prestigio del mundo circense y de la trágica amargura, el agresivo «brillo» de un «monstruo célebre». El elemento de contacto lo constituía el arte, sobre todo Richard Wagner, sobre el cual podía hablar ininterrumpidamente, como a borbotones, al que idolatraba, y bajo el signo del maestro de Bayreuth se produjeron relaciones a veces un tanto insólitas: «el hermano Hitler», si bien un huidizo, aventurero ahora en situaciones políticas. Las descripciones que de aquella época poseemos muestran, por regla general, una mezcla de aspectos excéntricos y de torpeza; enfrentado a personas con reputación, Hitler se sentía cohibido, caviloso y no sin cierta devota sumisión. Durante una conversación mantenida con Ludendorff, por aquel tiempo, después de cada frase pronunciada por el general solía levantar ligeramente sus nalgas, «bosquejando una inclinación y contestando con un devoto “¡Muy bien, Excelencia!” o “Como su Excelencia desee”»[257].

Su inseguridad, su dolorosa conciencia de saberse un extraño en aquella sociedad burguesa, le embargó durante mucho tiempo. Si podemos dar crédito a los informes que aparecen ante nosotros, constantemente se esforzaba por dar en la escena un realce a su persona: llegaba más tarde, sus ramos de flores eran mayores, las inclinaciones más profundas; las fases de silencios prolongados alternaban, de forma brusca, con desvaríos coléricos. Su voz era ronca, incluso lo más insignificante lo decía con pasión. En cierta ocasión, de acuerdo con lo expuesto por un testigo ocular, había permanecido sentado, silencioso y cansado, durante toda una hora, cuando su anfitriona dejó caer una observación amistosa sobre los judíos. Entonces «empezó a hablar. Y habló ininterrumpidamente. Al cabo de cierto tiempo, retiró de golpe la silla y se puso en pie, siempre hablando o, mejor dicho, gritando, y esto con una voz tan penetrante como yo jamás había oído en otra persona. En la habitación contigua se despertó una criatura y empezó a chillar. Después de haber pronunciado durante casi media hora aquel discurso un tanto chistoso pero también unilateral sobre los judíos, lo interrumpió bruscamente, se dirigió a la anfitriona, solicitó perdón y se despidió besándole la mano»[258].

El temor ante el desprecio de la sociedad que, al parecer, le perseguía, reflejaba, como un espejo, la irreparablemente rota relación del antiguo asilado con la sociedad burguesa. También en su indumentaria permaneció, durante largo tiempo, un olor que denunciaba el alojamiento para hombres. Cuando Pfeffer von Salomón, el que posteriormente había de convertirse en el jefe máximo de las SA, le conoció por primera vez, Hitler llevaba puesto un viejo chaqué, zapatos de piel amarilla y una mochila sobre sus espaldas, de forma que el estupefacto jefe de un Cuerpo franco prefirió eludir la presentación personal; Hanfstaengl se acordaba de que Hitler con un traje de color azul llevaba una camisa de color violeta, chaleco marrón y una corbata de un rojo subido; un abultamiento en la zona de las caderas delataba el lugar que ocupaba un arma automática[259]. Solo paulatinamente aprendió Hitler a estilizarse y ajustarse a la imagen del gran tribuno popular hasta el más ínfimo detalle de su indumentaria. También esta imagen delataba una inseguridad muy profunda, reuniendo elementos y aditivos de sus sueños de Rienzi de antaño, de Al Capone y del general Ludendorff de forma realmente estrafalaria. Pero ya en relatos contemporáneos surgen dudas de si no pretendía aprovecharse de su inseguridad y convertir sus torpezas en un medio para llamar la atención; en todo caso, parecía estar menos animado por tener una apariencia agradable que por lograr que su presencia permaneciese grabada de forma inolvidable.

El historiador Karl Alexander von Müller le encontró durante aquel tiempo en que se fraguaba la génesis de su encumbramiento político en la mansión «de Erna Hanfstaengl, tomando café, y acatando los deseos del abad Alban Schachleiter, que deseaba conocerle; mi esposa y yo éramos simples comparsas caseros. Nosotros cuatro ya estábamos sentados alrededor de la blanca mesa de caoba, delante de la ventana, cuando sonó la campana de la puerta de entrada; a través de la puerta abierta se veía cómo, en el estrecho pasillo, saludaba de forma casi sumisa y educada a la anfitriona, cómo dejaba el látigo de montar a caballo, su sombrero de terciopelo y el abrigo, se desabrochaba un cinto con revólver, colgándolo todo en el perchero. Esto era algo curioso y recordaba a Karl May. Todos nosotros no sabíamos todavía con cuánta meticulosidad en indumentaria y porte especulaba él para impresionar, lo mismo que el llamativo y sumamente recortado bigote, mucho más estrecho que la nariz nada bonita con sus amplias aletas… De su mirada se desprendía la conciencia del éxito popular: pero algo torpe seguía prendido a él y se tenía la sensación desagradable de que él lo notaba y lo tomaba a mal. La cara seguía siendo delgada y pálida, casi como un rictus de sufrimiento. Solo los ojos, de un color azul agua, como salidos de las órbitas, parecían mirar de forma rígida y con una dureza implacable, y sobre la raíz de la nariz, entre los fuertes arcos superciliares, parecía apelotonarse, como deseando explotar, una voluntad fanática. También en esta ocasión habló muy poco y prefirió escuchar, durante la mayor parte del tiempo, con acusada atención»[260].

Con la llamativa atención que despertaba, llegaron también mujeres y empezaron a cuidarle y mimarle, especialmente damas de cierta edad, las cuales suponían detrás de aquellos complejos y tiranteces del joven y famoso orador situaciones difíciles, que con su seguridad de instinto atribuían a poderosas tensiones que exigían una liberación por manos expertas. Hitler glosó posteriormente los celos de aquellas mujeres que, con decisión maternal, se apretujaban ansiosas en torno suyo. Conoció a una, indicó, «cuya voz se tornaba ronca, de tanta excitación, si yo había intercambiado un par de palabras con otra»[261]. Halló una especie de hogar con la viuda de un director de enseñanza, la «Mutti-Hitler» Carola Hoffmann, en el suburbio de Múnich Solln. También la esposa del editor Bruckmann, perteneciente a la rancia nobleza europea, que había publicado las obras de H. St. Chamberlain, le abrió su casa, así como la esposa del fabricante de pianos Bechstein; «desearía que fuese mi hijo», decía, haciéndose pasar posteriormente, para poderle visitar en la cárcel, como su «madre adoptiva»[262]. Todas ellas, sus casas, sus sociedades, ampliaron el espacio en torno suyo y le forjaron una fama.

Por el contrario, en el Partido seguía rodeado de una clase media virtuosa y sincera, así como de hombres brutales y casi criminales, que satisfacían su profunda necesidad de agresiones y de utilización de la fuerza física. Entre los amigos con quienes se tuteaba contaban Emil Maurice, el tipo de héroe de batallas en locales, y Christian Weber, un antiguo tratante de caballos, de grueso y redondo vientre, que en una cervecería de mala fama había trabajado como matón y que, igual que Hitler, llevaba constantemente consigo un látigo. También el aprendiz de carnicero Ulrich Graf pertenecía al estrecho círculo de compañeros, que formaban, al mismo tiempo, una especie de guardia personal. Asimismo Max Amann, el antiguo brigada de Hitler, un seguidor obtuso y experimentado que pronto apareció como gerente del Partido y de la editorial. Constantemente estaban alrededor de Hitler, vocingleros y activos. En el centro de todos ellos, después de las manifestaciones nocturnas, iban a la Osteria Bavaria o el Bratwurst Glöckl, muy cercanos a la Frauenkirche, permaneciendo allí horas y más horas bebiendo café y comiendo pasteles, hablando. Otro tanto sucedió en el café Heck, en la Galeriestrasse, donde bajo la luz mortecina en un rincón del local tenían siempre reservada una mesa, desde la cual observaban la larga sala sin ser ellos vistos. Muy pronto empezó a sufrir con la soledad, constantemente necesitaba personas a su alrededor, oyentes, guardianes, criados, chóferes, pero también conversadores, amigos del arte y gente que contara anécdotas, como el fotógrafo Heinrich Hoffmann o Ernst «Putzi» Hanfstaengl, los cuales daban a su «corte» el inconfundible color de un mundo de Bohème y de «estilo condottieri»[263]. No le desagradaba ser llamado el «Rey de Múnich»; mucho más tarde, bien entrada la noche, emprendía el camino de retorno a su habitación amueblada en la Thierschstrasse.

La figura dominante de su séquito era el joven Hermann Esser. Durante cierto tiempo había trabajado en un periódico como voluntario y había sido ponente de prensa en el mando superior de la Reichswehr. Conjuntamente con Hitler era el único talento demagógico de que podía disponer el Partido, «un hacedor de escándalos, que domina este asunto casi más que Hitler: un orador demoníaco, si bien de un infierno muy inferior». Era despierto, violento, y encarnaba el tipo popular y con riqueza de imágenes del periodista de revólver que constante e incansablemente inventaba escandalosos secretos de alcoba entre los judíos y especuladores. Los honrados ciudadanos, modestos, seguidores del Partido, le echaron pronto en cara el «tono de pastor de cerdos» que imprimía a sus compañeros[264]. Ya como estudiante había solicitado del consejo de soldados, en Kempten, la entrega de algunos ciudadanos. Dietrich Eckart y él contaban entre los más antiguos y activos propagandistas del mito Hitler. Al propio Hitler no le acababa de agradar este luchador radical; si las fuentes informativas no mienten, en repetidas ocasiones declaró que él sabía que «Esser era un sinvergüenza» y que solo le mantendría a su lado mientras lo necesitara.

En algunos aspectos, Esser se parecía al maestro de escuela Julius Streicher de Núremberg, quien como portavoz de un antisemitismo pornográfico y sin vergüenza alguna obligaba a que se hablase de él y parecía poseído por una fantasía disipada sobre asesinatos rituales, lujuria judía, conspiración mundial, incesto y aquella imagen siempre obligada y dominante en todos los sentidos de unos diablos cubiertos de pelos negros, lascivos, jadeantes sobre carnes inocentes de mujeres arias. No cabe duda de que Streicher era más estúpido e idiota, pero en su efectividad local podía nivelar la balanza con Hitler, contra el cual había sentido, al principio, fuerte enemistad. Mucho dice en su favor que el Führer del NSDAP de Múnich se hubiese preocupado con tanta intensidad de Streicher, no solo porque pretendía aprovecharse de la popularidad de este para alcanzar sus propios objetivos, sino porque se sentía unido a él por idénticos complejos de odio e imaginaciones forzadas. Hasta el último momento, a pesar de todos los roces, fue leal al «Führer de los francos» y declaró, todavía durante la guerra, que si bien Dietrich Eckart consideraba loco a Streicher, no podía hacer suyas las objeciones contra el Stürmer. «En realidad, Streicher había idealizado a los judíos»[265].

En contradicción con los aspectos señalados y que conferían al Partido una cierta estrechez y pobreza, a pesar del incremento masivo de afiliados, el capitán de aviación Hermann Göring aportaba, con su aureola de último comandante de la legendaria escuadrilla de caza Richthofen, un acento marcadamente mundano al séquito de Hitler, hasta el momento solo representado por el despreciado pero conspicuo «Putzi» Hanfstaengl. Jovial, ruidoso, asentado sobre piernas abiertas, se hallaba libre de los complicados aspectos psicopáticos que marcaban a la mayoría de los seguidores hitlerianos, y había ingresado en el Partido porque este prometía satisfacer sus ansias de libertad, acción y camaradería y no, como aseguraba, por «las tonterías ideológicas». Había viajado muchísimo, disfrutaba de extensas relaciones y parecía abrir los ojos a sus correligionarios al lado de su atractiva esposa sueca, como pretendiendo demostrar que también más allá de las fronteras bávaras vivían personas. Su inclinación de estafador la compartía con Max Erwin von Scheubner-Richter, un aventurero con un pasado muy movido y un gran talento para los oscuros negocios políticos, pero altamente rentable y beneficioso para él. Gracias a esta capacidad de saber sacar dinero de donde fuese, pudo agradecerle Hitler, en los años iniciales, la seguridad material de sus actividades; Scheubner-Richter consiguió, de acuerdo con apuntes reseñados en un acta, «proporcionar dinero en grandes sumas»[266]. Era una figura sumamente misteriosa, pero de gran aplomo en sociedad, gran facilidad para los idiomas y disfrutaba de múltiples relaciones en la industria, en la dinastía Wittelsbach, con el Gran Duque Cirilo, así como en círculos eclesiásticos. Su influencia sobre Hitler era bastante considerable; fue el único de los correligionarios caídos el 9 de noviembre de 1923, ante la Feldherrnhalle, que Hitler consideraba insustituible.

Scheubner-Richter fue uno de los numerosos alemanes bálticos que, conjuntamente con algunos emigrantes rusos radicales, no habían dejado de ejercer una importante influencia en el NSDAP. Hitler indicaba posteriormente y de forma humorística que el Völkischer Beobachter de aquellos años hubiese debido, en realidad, aparecer con el subtítulo de «edición báltica»[267]. Rosenberg conoció a Scheubner-Richter en Riga, cuando el joven estudiante, ajeno a la política, se ocupaba de Schopenhauer, Richard Wagner, problemas arquitectónicos y ciencias indias de la sabiduría. Solo la revolución rusa le proporcionó una imagen del mundo que poseía tantos signos antibolcheviques como antisemíticos, y los cuadros de crueldad que Hitler adoptó procedían, en cierta parte, de las metáforas de Rosenberg, considerado en el Partido como el experto en asuntos rusos. Por lo demás, fue la tesis de la identidad entre comunismo y judaísmo mundial lo que añadió a la imagen del mundo que Hitler poseía, aun cuando la influencia del «jefe ideológico del NSDAP» haya sido en parte sobrevalorada; pueden también haber sido estímulos de cierta importancia y que partieron de él los que incitaron a Hitler, después de que sus iniciales exigencias por la devolución de las colonias fracasasen, a empezar a interesarse por satisfacer las apetencias territoriales alemanas a costa de los amplios espacios rusos[268]. Pero después divergieron los caminos entre Hitler, que orientaba las ideologías pragmáticas básicamente en servicio del poder y de la fuerza, y el estrafalario Rosenberg, que representaba con una seriedad casi religiosa sus postulados ideológicos mundiales y empezó a desarrollar y construir sistemas del pensamiento mezclados con algunas fantasías absurdas y majestuosas.

Un año después de haber sido anunciado el programa, el Partido podía ya registrar éxitos considerables. En Múnich se habían celebrado más de cuarenta manifestaciones; en la provincia casi otro tanto más. En Starnberg, Rosenheim y Landshut, en Pforzheim y en Stuttgart habían sido creados grupos locales o se habían conquistado, y el número de afiliados se cifraba ya en casi diez veces más. La importancia adquirida por el NSDAP entre los medios populares del movimiento la demuestra un escrito que un hermano «Dietrich», de la Orden germánica de Múnich, dirigió a principios de febrero de 1921 a un amigo simpatizante de Kiel: «Señáleme usted una población —se decía en el mismo— en la cual y durante el transcurso de un año un partido cualquiera haya celebrado 45 manifestaciones masivas. El grupo local de Múnich cuenta ahora con 2500 afiliados y unos 45 000 partidarios. ¿Alguno de los grupos locales de su Partido se acerca a esta cifra?». Se había puesto en contacto con los hermanos de la orden en Colonia, Wilhelmshaven y Bremen y «todos eran de la opinión… que el partido de Hitler es el partido del futuro»[269].

Ir a la siguiente página

Report Page