Hitler

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Libro segundo » Capítulo II

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El decorado de este encumbramiento estaba formado por las disposiciones siempre lesivas del tratado de Versalles y que paso a paso iban entrando en vigor, la inflación realmente galopante y la creciente miseria económica. En enero de 1921, la conferencia aliada sobre Reparaciones acordó imponer al Reich, por una duración de cuarenta y dos años, una reparación que alcanzaba los 226 000 millones de marcos oro, así como, en idéntico espacio de tiempo, la entrega del 12% del montante de las exportaciones. En Múnich, las agrupaciones patrióticas y el NSDAP efectuaron un llamamiento a la población para una manifestación de protesta en el Odeonsplatz, que congregó a 20 000 personas. Como los organizadores no quisieron permitir que Hitler hablase, tomó rápidamente la decisión de organizar otra manifestación a la noche siguiente.

Drexler y Feder, con su cautela, creyeron que había perdido finalmente el sentido de la medida y de la razón. Camiones adornados con banderas, coros y carteles murales urgentemente confeccionados invitaban a la población para reunirse el 3 de febrero en el circo Krone; el «Señor Hitler —así decía el anuncio— hablará sobre el futuro o el hundimiento». Constituía asimismo la alternativa a la que, en realidad, había sometido toda su carrera. Pero cuando entró en la gigantesca carpa, estaba repleta de gente, 6500 personas que le vitoreaban jubilosas y que, al finalizar, cantaron el himno nacional.

Desde entonces, Hitler esperaba la oportunidad para convertirse en dueño y señor del Partido, por cuanto este le debía todo lo que era. La debilidad de aquel tiempo por el tipo del «hombre fuerte» le favoreció en sus intenciones. No cabe duda que en la jefatura del Partido iban apareciendo preocupaciones sobre la acción impetuosa del jefe de la propaganda, y una reseña en el diario del Partido, fechada en 22 de febrero de 1921, indica: «Hemos expuesto al señor Hitler la conveniencia de detenerse un tanto». Pero cuando Gottfried Feder se quejaba, por aquella misma época, sobre las cada día más visibles prerrogativas que se tomaba Hitler, Anton Drexler le respondió que «todo movimiento revolucionario debe poseer una cabeza dictatorial, y por ello considero para nuestro movimiento que Hitler es la persona más idónea, sin que ello tenga que significar que se me desplace a mí a un segundo plano»[270]. Allí se encontró posteriormente Drexler, cinco meses más tarde.

Las situaciones que, con los enemigos, habían sido durante toda su vida los más efectivos aliados, le depararon tal oportunidad. Y con una mezcla de sangre fría, astucia y fuerza de decisión, así como por hallarse dispuesto a los grandes riesgos, incluso ante objetivos muy limitados, como demostró a lo largo de varias situaciones críticas, le fue posible arrebatar la jefatura del NSDAP para sí mismo, fortaleciendo al propio tiempo su exigencia de Führer incluso entre los movimientos populares.

Porque el punto de partida de la crisis en el verano de 1921 lo constituyeron las conversaciones que, desde hacía meses, se mantenían con los partidos populares competitivos, especialmente con el Partido alemán socialista, con la intención de apuntar hacia una cada vez más estrecha colaboración. Pero todas las intenciones unificadoras fracasaban, una y otra vez, ante la intransigencia de Hitler, el cual exigía, nada menos, la total y absoluta supeditación de los grupos colaboradores, no concediéndoles ni siquiera la posibilidad de incorporarse como tales al NSDAP; es más, dichas agrupaciones debían ser disueltas y sus afiliados solicitar individualmente el ingreso en el Partido. La incapacidad de Drexler por comprender la terquedad de Hitler señala la gran diferencia existente entre un instinto categórico por el poder y el sentimiento de compañerismo del fundador de la agrupación. Con la intención, al parecer, de inducir a sus enemigos en la jefatura del Partido para que diesen un paso en falso, Hitler se trasladó, a principios del verano, por seis semanas a Berlín. Hermann Esser y Dietrich Eckart permanecieron, entretanto, como observadores, informándole constantemente. Bajo la influencia de algunos correligionarios que deseaban ver apartado al «fanático fanfarrón»[271], el inocente Drexler, siempre dispuesto a los compromisos, aprovechó realmente este tiempo, con el fin de restablecer las interrumpidas conversaciones sobre la unificación o, por lo menos, para una colaboración entre todos los partidos socialistas de derechas.

Entretanto, en Berlín, Hitler habló en el Club nacional y estableció relaciones con correligionarios conservadores y radicales derechistas. Conoció a Ludendorff, al conde Reventlow, cuya esposa, nacida condesa d’Allemont, le presentó a su vez al antiguo jefe de un Cuerpo franco, Walter Stennes: anunció a Hitler como al «Mesías venidero». La intranquila nerviosidad de la ciudad, que iniciaba sus primeros pasos en la célebre década de los años veinte, su frivolidad y su avidez proporcionaron a Hitler una mayor aversión; de forma excesivamente categórica contradecía a su temperamento sombrío. Con frecuencia comparaba la situación imperante con aquella de la decadente Roma; entonces el «Cristianismo, como cuerpo extraño», había sabido aprovechar la debilitada situación del Estado como en la actualidad el bolchevismo lo aprovechaba ante la decadencia moral de Alemania. Los discursos de Hitler durante aquellos años están repletos de ataques a los vicios de las grandes urbes, a la corrupción y al desenfreno, tal como los había observado en el brillante asfalto de la Friedrichstrasse o del Kurfürstendamm: «Nos divertimos y bailamos para olvidar nuestras miserias —gritó en determinadas ocasiones—; no es una casualidad que constantemente se inventen nuevas diversiones. Artificialmente pretenden arrancarnos los nervios». Lo mismo que cuando tenía diecisiete años, a su llegada a Viena, todo le parecía incomprensible y extraño en la gran ciudad, perdido entre tanto ruido, turbulencias y mezcolanzas; solo se encontraba bien, como en su casa, en ambientes provincianos, fijándose, sin perder un ápice, en su ordenada moral, su burguesía, su transparencia. En la vida nocturna reconoció una invención mortal del enemigo racial, el intento sistemático de «poner de cabeza las normales reglas higiénicas de una raza; el judío convertía la noche en día, escenificaba la vida nocturna de tan mala fama y sabía con exactitud que ello actuaba con lentitud pero con seguridad, destrozándole a uno el cuerpo, a otro el espíritu, para lograr anidar en el corazón de un tercero el odio cuando se ve obligado a presenciar cómo los demás se regalan orgiásticamente». «Los teatros —así continuaba—, los lugares que Richard Wagner deseaba ver oscurecidos para crear un sublime grado de seriedad y santificación y garantizar el desprendimiento en sí mismo de todo dolor y miseria, se han convertido en lugares donde anida el vicio y la desvergüenza». Veía a la ciudad infestada por la trata de blancas, y al amor, que «para muchos millones significa la máxima felicidad o la mayor desgracia», convertido y pervertido en mercancía, «nada más que un negocio». Se quejaba del sarcasmo con que se trataba la vida familiar, la decadencia de la religión, todo estaba corrompido y descualificado: «Para quien hoy esté desprendido de todo, en esta época de las infames estafas y de los engaños, solo existen dos posibilidades: o se desespera y se ahorca, o se convierte en un granuja»[272].

Apenas supo Hitler en Berlín de la arbitrariedad de Drexler, regresó inmediatamente a Múnich. Y cuando el comité del Partido, que se había sugerido a sí mismo energía y conciencia de su propia fuerza, le exigió que justificase su forma de proceder, Hitler reaccionó con un inesperado gesto dramático: el 11 de julio decidió, sin más ni más, abandonar el Partido. Tres días más tarde, y en una extensa carta, formuló desmedidos cargos y reproches, citando a continuación, y en forma de ultimátum, las condiciones bajo las cuales se hallaba dispuesto a reingresar en el Partido. Entre otras, exigía la inmediata dimisión del comité, «el puesto de primer presidente con atribuciones dictatoriales del poder», así como «la depuración del Partido de los extraños elementos actualmente ingresados»; tampoco debían ser alterados el nombre ni el programa; la preferencia absoluta del NSDAP de Múnich debía ser salvaguardada, y una unificación con otros partidos no podía darse, sino solo su anexión. Y con aquella intolerancia que ya permite entrever al futuro Hitler, declaraba: «Por nuestra parte, las compensaciones serán completamente descartadas»[273].

La fama y el poder que Hitler había alcanzado entretanto, y en cuánta amplitud, queda demostrado por la inmediata carta de contestación que al día siguiente le dirigió el comité del Partido. En lugar de plantear la discusión, aceptó las acusaciones de Hitler con unos tímidos recordatorios, se sometió totalmente y declaró incluso su buena predisposición para sacrificar al hasta ahora primer presidente Anton Drexler al enojo colérico de Hitler. El pasaje decisivo del escrito, y en el que por primera vez sonaban los tonos bizantinos de las posteriores prácticas de endiosamiento, decía: «El comité está dispuesto a ofrecerle el lugar de primer presidente, tantas veces ofrecido a usted por Drexler, en atención a su sabiduría inconmensurable, a los altruistas servicios prestados por el bien del Partido y sin pensar en sacrificios, a su excepcional talento oratorio, concediéndole a usted los poderes dictatoriales y expresando su satisfacción por la intención de reingresar en el Partido. Drexler permanecerá en el comité como adjunto y, si corresponde a sus deseos, como tal en el comité de acción. En caso de considerar usted que su separación del Partido fuese beneficiosa para este, deberíamos esperar y oír a la próxima reunión anual».

Tanto los inicios como el punto culminante de este asunto permiten reconocer la posterior capacidad de Hitler por dirigir y dominar las situaciones críticas, si bien demostraba, al finalizar el mismo, su constante inclinación, que afloraba nuevamente, de arruinar con sus exageraciones los triunfos conquistados. Apenas habíase sometido el comité del Partido, convocó, para solazarse en su triunfo, una reunión extraordinaria de afiliados. Ahora ya no quería que Drexler, siempre presto a ceder, hablase más con él. El 25 de julio compareció Drexler ante la sección VI de la jefatura de Policía de Múnich, y declaró que los firmantes del llamamiento a la manifestación no pertenecían al Partido y, por lo tanto, no se hallaban autorizados para convocar a los afiliados; también llamó la atención sobre el hecho que Hitler intentaba la revolución y la fuerza, mientras que él intentaba realizar los objetivos del Partido sobre una base legal y parlamentaria; pero la Policía se declaró incompetente. Al mismo tiempo, Hitler se vio atacado en un folleto anónimo, tildándole de traidor, «ambición personal y presunción de poder», se decía en el mismo, añadiendo que había intentado «sembrar el desconcierto y desmembrar nuestras filas, favoreciendo con ello los intereses del judaísmo y de sus ayudantes»; su intención se basa en utilizar al Partido «como trampolín para motivos sucios», siendo sin duda alguna instrumento en manos de oscuras personas, porque no sin motivo oculta temerosamente tanto su vida particular como su procedencia: «A preguntas por parte de algunos correligionarios sobre de qué vive realmente y qué profesión había desempeñado antes, cada vez se excitaba y enfadaba… Su conciencia, por lo tanto, no puede estar limpia, considerando, además, que sus excesivas relaciones con las damas, ante las cuales y con frecuencia se nombraba a sí mismo el “Rey de Múnich”, cuestan mucho dinero». Un cartel, cuya publicación, lógicamente, prohibió la Policía, acusaba a Hitler de una «enfermiza locura del poder», cerrando con la invitación: «El tirano debe ser derrocado»[274].

Solo la conciliadora intervención de Dietrich Eckart consiguió solucionar aquella disputa. En una reunión extraordinaria de afiliados, el 29 de julio de 1921, se dio por finalizada la crisis y Hitler no se dejó arrebatar la oportunidad de demostrar cómo se vanagloriaba por aquel triunfo. Si bien Drexler había utilizado la dimisión de Hitler para expulsar formalmente a Hermann Esser del NSDAP, Hitler consiguió imponer que la reunión se celebrase bajo la presidencia de su alabardero. Saludado «con una ovación que parecía no tener fin», obtuvo para sí la afirmación de la sala; después de exponer astutamente las disputas habidas, de los 554 presentes obtuvo 553 votos. Drexler se vio consolado con la presidencia honorífica, mientras que los estatutos fueron modificados según los deseos de Hitler. Se incorporaron al comité central casi todos sus acólitos y él mismo obtuvo la presidencia dictatorial: el NSDAP estaba en su mano.

Durante aquella misma noche, en el circo Krone, Hitler fue celebrado por Hermann Esser como «nuestro Führer», y fue asimismo Esser el que en cervecerías y posadas, con profunda emoción casi religiosa, se convirtió en activo predicador del «mito del Führer», mientras que, al mismo tiempo, Dietrich Eckart, en el Völkischer Beobachter, inició la difusión de dicho mito. Ya el 4 de agosto proyectó de Hitler el retrato de un «hombre de absoluta entrega, altruista, dispuesto al sacrificio», para continuar con la siguiente frase: «siempre vigilante y seguro de sus objetivos». Pocos días después apareció en el mismo lugar un retrato en el que los rasgos viriles de la figura dibujada por Eckart se habían enriquecido con las facciones nada terrenales de una imagen religiosa; procedía de Rudolf Hess y dignificaba «la pura voluntad» de Hitler, su fuerza, su talento oratorio, su sabiduría digna de admiración, así como su claro razonamiento. Hasta qué punto podían alcanzar aquellos tonos tan supersensibilizados de la redundancia en torno a la persona de Hitler el significado de una especie de culto desplegado en relativamente corto tiempo, lo demuestra el resultado de un concurso celebrado un año más tarde y cuyo premio mereció Rudolf Hess, con el tema: «¿Cómo será el hombre que conduzca de nuevo a Alemania a las alturas?». Hess se basó en la representación del retrato de Hitler, y escribió:

«Profundos conocimientos en todos los terrenos de la vida estatal y de la historia, la capacidad de obtener las correctas enseñanzas, la creencia en la pureza de su propia causa y en la victoria final, una indomable fuerza de voluntad le concede el poder del discurso arrebatador y que obliga a que las masas, jubilosas, le ovacionen. Con el supremo fin de salvar a la nación, no desdeña utilizar las armas del enemigo, la demagogia, los emblemas, los desfiles callejeros, etc… Nada tiene en común con la masa, es todo personalidad como todo Grande.

»Si las desdichas le apremian, no retrocede ni siquiera ante el derramamiento de sangre. Las grandes causas siempre se deciden mediante la sangre y el hierro… Él tiene ante sus ojos, única y exclusivamente, el empeño de alcanzar la meta fijada, aun cuando para alcanzarla deba pisotear a sus más cercanos amigos…

»Así se nos presenta la imagen del dictador: agudo en el espíritu, claro y verdadero, apasionado y, sin embargo, contenido, frío y osado, seguro de sí mismo, sopesando la decisión, irrefrenable en la rápida ejecución, sin contemplaciones para sí mismo ni para los demás, despiadadamente duro y, al mismo tiempo, blando en el amor para su pueblo, infatigable en el trabajo, con puño de acero en guante de terciopelo, capaz, finalmente, de vencerse a sí mismo.

»No sabemos todavía cuándo intervendrá para salvarnos, el “hombre”. Pero que vendrá, lo sienten millones…»[275].

Inmediatamente después de haber conquistado el Partido, el 3 de agosto de 1921, se crearon las SA, cuyas iniciales primitivas significaban Sport, o, también, Schutzabteilung (sección de protección). La fronda interna del Partido ya le había llamado la atención por haberse constituido para él una guardia protectora pagada, compuesta por antiguos militantes de los Cuerpos francos que habían sido licenciados porque «pretendían robar y saquear»[276]. Pero las SA no eran, ni mucho menos, una organización compuesta por aquellos licenciados de guerra que pretendían seguir camuflando sus instintos de fuerza, así como tampoco el instrumento de defensa de las derechas contra similares formaciones de terror del enemigo, aun cuando tales puntos de vista, en su origen, hubiesen podido ejercer una influencia; porque realmente existían unidades paramilitares dispuestas para la lucha en las izquierdas, como, por ejemplo, la «Guardia-Erhard-Auer» socialdemócrata, y los informes respecto a acciones tumultuosas dirigidas contra el NSDAP han sido confirmados repetidamente: «El mundo marxista, que debe agradecer su existencia al terror más que a cualquier otra situación de la época, atacó a nuestro movimiento con tales medios», afirmó Hitler en uno de los pensamientos fundacionales de las SA[277].

Pero la idea de las SA no bastaba para tales fines defensivos; desde un principio fueron pensadas como instrumento de ataque y conquista, considerando que Hitler, en aquella época, solo era capaz de imaginarse «la conquista del poder» mediante actos revolucionarios con empleo de la fuerza. Según el llamamiento fundacional, debía ser «ariete» y sus componentes educados tanto en la disciplina como en una voluntad revolucionaria permanente. Siguiendo una imagen característica en Hitler, la inferioridad del mundo burgués respecto al marxismo se basaba en el divorcio entre espíritu y fuerza, ideología y terror: el político en un ambiente burgués se veía constreñido a utilizar, únicamente, armas espirituales, aclaraba Hitler; el soldado, por su formación, estaba severamente apartado de toda política. En el marxismo, por el contrario, «se asocian espíritu y la fuerza bruta, en perfecta armonía»; las SA debían imitarle. En dicho sentido, las calificó en el primer boletín oficial de la tropa «no solo como instrumento para la protección del movimiento, sino… ante y sobre todo como la anticipada escuela para la venidera lucha por la libertad en lo interno»[278]. El Völkischer Beobachter correspondió, celebrando «el espíritu del arrojo sin contemplaciones».

La premisa externa para la fundación de un ejército privado la constituyó la liquidación de los somatenes civiles paramilitares en junio de 1921 y, un mes más tarde, la disolución del Cuerpo franco Oberland al regresar de la Silesia superior. Numerosos partidarios de estas unidades, que de un solo golpe creían perder el romanticismo del soldado, el contacto e incluso el sentido por lo que vivían, acudieron a aquellas aisladas criaturas lansquenetes, los jóvenes ansiosos y sedientos de aventuras que ya habían hallado acogida en el NSDAP. Procedían de la guerra y estaban grabados por las experiencias guerreras; en las SA, organizadas militarmente, encontraron acogida; en los títulos, voces de mando y uniformes, aquel apreciado e íntimo elemento vital que echaban de menos en aquella sociedad de la república que parecía no estar estructurada. La mayoría de ellos procedían de la numéricamente importante pequeña burguesía, en Alemania impedida de ascender socialmente durante largo tiempo y que solo durante la guerra, considerando las fuertes pérdidas sufridas por el cuerpo de oficiales, habían conseguido escalar nuevos puestos directivos. Robustos, ávidos de acción y sin desgastar, habían esperado para la posguerra unas carreras impensadas, antes de que las condiciones del tratado de Versalles les arrojaran nuevamente hacia atrás, sin considerar las humillaciones nacionales: a los pupitres de maestro de las escuelas populares, tras de los mostradores, las taquillas de los funcionarios, en esta existencia, que ahora les parecía estrecha y extraña. El mismo movimiento de desplazamiento que Hitler había llevado a cabo en la política, les condujo a ellos hacia Hitler.

Hitler vio en estos hombres, tan semejantes a él, el material adecuado para constituir la avanzadilla militante del movimiento, incorporando los resentimientos, la energía y la decisión de utilizar la fuerza de tales personas en sus reflexiones y cálculos tácticos del poder. Una de sus máximas psicológicas era que las demostraciones en que se utilizaban las fuerzas uniformadas no solo poseían una efectividad intimidadora, sino también de atracción, así como el terror es capaz de desarrollar una muy característica fuerza propagandística: «La crueldad impone —dijo en cierta ocasión—, la gente necesita el pánico salvador. Quiere asustarse de algo. Quiere que se les obligue a temer y que puedan, horrorizándose, someterse a alguien. ¿No han visto ustedes que aquellos que, durante las reuniones o manifestaciones, habían sido maltratados y pegados eran los primeros en inscribirse en el Partido? ¿Por qué hablan y hablan de crueldad y se indignan ante los tormentos? La masa lo quiere así. Necesita algo con que horrorizarse»[279]. Conforme iba creciendo su seguridad, Hitler prestaba mayor atención a que, además de los medios propagandísticos de cariz retórico y ritual, no se descuidasen las brutalidades. Uno de sus jefes animaba en una reunión de las SA con la siguiente máxima: «Pegad fuerte; si matáis a alguien a golpes, no importa».

También la denominada «batalla en el Hofbräuhaus», el 4 de noviembre de 1921, en la que las SA crearon su propio mito, fue deliberadamente provocada por Hitler por los motivos expuestos. Importantes grupos socialdemócratas habían aparecido en una reunión convocada por Hitler, con el fin de ocasionar disturbios, facilitando Hitler la cifra de seis a ochocientos enemigos. Por el contrario, las SA, en dicho día, solo estaban presentes con unos cincuenta hombres, debido al traslado de oficinas del Partido. El mismo Hitler ha relatado cómo, mediante un discurso apasionado, inculcó la necesaria excitación y disposición para la lucha a aquella pequeña unidad: se debían jugar el todo por el todo, les indicó, no debían abandonar la sala, salvo que hubiesen sido heridos mortalmente; a los cobardes, él mismo les arrancaría las insignias y brazaletes. Añadió que siempre se defiende mejor el que ataca primero: «Por tres veces seguidas gritó “Heil” —así lo ha descrito—, y la respuesta sonó esta vez más ronca y dura». El informe prosigue:

«Entonces entré en la sala y ahora podía, con mis propios ojos, observar la situación. Había muchos allí adentro, apretadamente sentados, y parecían querer atravesarme con sus ojos. Innumerables caras se dirigían hacia mí, con un terrible odio escrito en ellas, mientras otros, haciendo gestos burlescos, dejaban oír gritos muy significativos: “Hoy acabarían con nosotros, y debíamos vigilar nuestros intestinos”.

»A pesar de las interrupciones, pudo hablar durante una hora y media, y llegué a creer que era dueño de la situación, cuando, de repente, un hombre saltó sobre una silla y gritó “¡Libertad!”.

»En poquísimos segundos, la sala se convirtió en un pandemónium: todos chillaban y gritaban mientras sobre ellos volaban, como granadas de mano, innumerables jarras de cerveza; y todo ello entretejido con el crujido de las sillas que se rompían, las explosiones de las jarras de cerveza, quejidos, vocerío y algazara.

»Era un espectáculo idiota.

»El baile no había comenzado todavía, cuando mis tropas de ataque, porque así se denominaron a partir de aquel día, iniciaron la lucha. Como lobos se tiraban, en manadas, en grupos de ocho o diez, sobre sus enemigos y empezaron a expulsarlos de la sala a fuerza de golpes y palizas. Apenas transcurridos cinco minutos, ya no vi a casi ninguno de ellos, salvo los que estaban bañados en sangre… Entonces, de repente, desde la entrada de la sala, percibí dos tiros, y en seguida empezó un tiroteo salvaje. El corazón se llenaba de júbilo al observar cómo se refrescaban viejas experiencias guerreras…

»Veinticinco minutos habían transcurrido, aproximadamente; la sala daba la sensación de que en ella hubiese hecho explosión una granada. Muchos de mis hombres estaban siendo vendados, a otros hubo que llevárselos, pero nosotros habíamos quedado dueños y señores de la situación. Hermann Esser, que se había hecho cargo de la dirección de la reunión en esta noche, declaró: “La reunión puede proseguir. Concedo la palabra al orador”»[280].

Realmente, a partir de este día fue Hitler quien tuvo la palabra en Múnich. Según sus propias manifestaciones, después del 4 de noviembre de 1921, la calle perteneció al NSDAP, y en los inicios del siguiente año extendió sus actividades a toda la provincia bávara. Durante los fines de semana efectuaba viajes de propaganda por las zonas rurales, desfilaban con el máximo ruido posible —al principio solo reconocibles por el brazalete, después con blusas con el llamado «Hackelstecken»— por las poblaciones, cantando con resonante seguridad en sí mismos las canciones de las SA. Su aspecto, así lo indicó uno de los primeros seguidores de Hitler, «era todo menos apto para un salón», casi siempre ofrecía «una impresión salvaje y marcial»[281]. Pegaban consignas por las paredes de las casas y de las fábricas, se peleaban con sus enemigos, arrancaban las banderas negro-rojo-oro u organizaban, siguiendo instrucciones militares, acciones de comando contra especuladores y negreros capitalistas. Sus canciones y sus consignas demostraban una altanería sedienta de sangre. En una manifestación celebrada en el Bürgerbräu, se tendía a los visitantes una hucha con la inscripción de «óbolo para el acuchillamiento de judíos»; los denominados «pacificadores» dispersaban manifestaciones o conciertos que no eran de su agrado: «¡Pegamos para hacernos grandes!», era la humorística divisa. Realmente, estas apariciones bruscas y brutales de las SA, desconocidas anteriormente, dieron la razón a Hitler de que no significarían ningún entorpecimiento para el encumbramiento del Partido, ni siquiera en el ámbito de la sólida y honrada burguesía.

Los motivos para ello no deben ser buscados, única y exclusivamente, en la alteración de unas normas debido a la guerra y a la revolución; es más, el partido de Hitler podía hacer suyo lo típicamente bronco y grosero de los bávaros, convirtiéndose incluso en una forma de juego para ellos. Las batallas en las salas de reuniones, con las patas de las sillas pegando en todas direcciones y las jarras de cerveza volando por los aires como un tornado, los «acuchillamientos», los cantos asesinos, «las palizas superlativas», todo ello constituía un grandioso jolgorio. Es curioso que a partir de tales fechas se impusiese la denominación de «nazi», que en realidad constituía una abreviatura de «nacionalsocialista», pero que en las orejas bávaras sonaba como el cariñoso diminutivo del nombre Ignaz (Ignacio), demostrando con ello, al mismo tiempo, que el Partido había conseguido adueñarse de una amplia conciencia popular.

La generación de los participantes en la guerra, que constituyó el núcleo primitivo de las SA, fue rápidamente seguida por levas más jóvenes, demostrando que el movimiento era en realidad una «rebelión de hombres jóvenes descontentos». La mezcla de una predisposición violenta, de una comunidad de hombres de élite y una encubierta ideología conspiradora, ha conseguido siempre desarrollar un poder de atracción fuertemente romántico. «Dos factores son capaces de unir a las personas —dijo Hitler, por aquel tiempo, durante un discurso público—: los ideales comunes, la bribonada común»[282]. En las SA, un factor se había mezclado con el otro, constituyendo un todo indivisible. Durante el transcurso del año 1922, las SA registraron tal cantidad de ingresos que ya en otoño, y bajo la jefatura de Rudolf Hess, pudo ser puesta en pie la undécima centuria, casi toda ella compuesta por estudiantes. Durante el mismo año, un grupo del antiguo Cuerpo franco Rossbach, con el teniente Edmund Heines como jefe, fue incorporado a las SA como unidad independiente. La creación de múltiples formaciones especiales fue concediéndole un cuño marcadamente militar. Rossbach creó una sección ciclista, existía una unidad de transmisiones, una escuadra motorizada, una sección de artillería y un cuerpo de caballería.

La creciente importancia de las «secciones de choque» fue la que, de forma preponderante, otorgó al NSDAP el carácter de un partido de tipo nuevo. No cabe duda de que las SA, de muy distinta manera a cómo desearía la apologética en los recuerdos de algunos participantes, más allá de la programática nacional y general de lucha y de pegada, no tuvo jamás un perfil marcadamente ideológico; cuando desfilaba por las calles bajo banderas desplegadas y ondeantes al viento, no lo hacía en pro de una nueva ordenación de la sociedad. No poseía ninguna utopía, sino una gran intranquilidad; ningún objetivo, sino una energía dinámica que ella misma no podía dominar. Juzgando estrictamente, la mayoría de los que se alineaban en sus filas no eran ni siquiera soldados políticos, sino más bien grupos de lansquenetes que intentaban ocultar su nihilismo, su incertidumbre, su necesidad de subordinación detrás de algunos vocablos políticos altisonantes. Su ideología era la actividad a cualquier precio, con el fondo de una predisposición indecisa por subordinarse y estar dispuestos a someterse a una creencia; correspondiendo a este cuño homoerótico de agrupación de hombres, que le era propio, fueron ciertos individuos las «naturalezas del Führer», más que unos programas cualesquiera, los que supieron despertar en el hombre común de las SA la disposición al sacrificio: «Solo deben solicitar su incorporación —indicó Hitler en un llamamiento público— aquellos que quieran ser obedientes a su Führer y estén dispuestos, si es necesario, a ir a la muerte»[283].

Pero precisamente fue la indiferencia ideológica de las SA lo que las convirtió en un núcleo duro y conjuntado, el cual, lejos de toda tozudez sectaria, se hallaba a disposición de la ordenanza que fuese. Ello aportó al Partido, en su totalidad, una forma de unidad completamente cerrada y fuerte, extraña y ajena a la de los partidos tradicionales burgueses, proporcionándole de esta forma la oportunidad de convertirse en un partido recolector de todos los complejos de despecho y de disparatados descontentos. Cuanto más disciplinado y seguro fuese el núcleo de la tropa creada por las SA, tanto más pronto podía extender y ampliar Hitler sus llamamientos, sin distinción alguna, de forma fundamental a todas las capas sociales de la población.

En esta característica debe buscarse el motivo para aquella extraña y desigual imagen sociológica del NSDAP, cuya falta de semblante no puede ser correctamente concebida bajo la extendida fórmula de un Partido de la clase media. Es cierto que los estratos sociales de la modesta y pequeña burguesía otorgaron al Partido bastantes rasgos característicos, e incluso el programa anunciado por Hitler formulaba, a pesar de la denominación de «partido de los trabajadores», en ciertos puntos algunos resquemores y sentimientos de pánico de la clase media artesana, sus temores ante una dominación por parte de las grandes empresas y grandes almacenes, así como los resentimientos del hombre modesto contra la riqueza fácilmente obtenida, contra los especuladores y los grandes capitales. También el ruido propagandístico del Partido apuntaba especialmente a esta clase media, y Alfred Rosenberg, por ejemplo, la alababa como la única clase social «que se había resistido al engaño universal»; otro tanto hizo Hitler, al no olvidar las enseñanzas de su ideal de los días vieneses; Karl Lueger, quien, como Hitler escribió, «había movilizado a la clase media amenazada del hundimiento», asegurándose, de esta forma, «unos partidarios inamovibles y de tanta voluntad de sacrificio como de dura disposición para la lucha». «De las filas de la clase media deben proceder los luchadores —señaló—. En nuestras filas de nacionalsocialistas deben encontrarse y unirse los desheredados de la derecha y de la izquierda»[284].

Las diferentes listas de afiliados, sin embargo, que se han conservado hasta nuestros días, diferencian considerablemente esta imagen; nombran a un 30% de empleados o funcionarios, así como otros tantos artesanos y trabajadores, además de un 16% de comerciantes, no pocos de ellos propietarios de empresas pequeñas o medianas, que se prometían protección por parte del NSDAP ante la creciente presión de los sindicatos; el resto estaba constituido por soldados, estudiantes, profesiones liberales, mientras que en la Jefatura pesaban los representantes de la bohemia romántica de la gran ciudad. Una directriz de la jefatura del Partido, del año 1922, exigía que todo grupo local debía constituir la representación sociológica de su zona de influencia y que la dirección del mismo no podía, en ningún caso, contener a más de un tercio de académicos[285]. Fue característico que el Partido en aquella época atrajese a personas de cualquier procedencia, de cualquier matiz sociológica y que su dinámica la desarrollase sobre el fundamento de unificar grupos, intereses y sentimientos tan dispares. Cuando los nacionalsocialistas del territorio de habla alemana, en agosto de 1921, durante un encuentro interestatal celebrado en Linz, se definieron como «un partido de clase», ello ocurrió en ausencia de Hitler, quien consideraba siempre al NSDAP como la estricta negación de las contradicciones de clases y como su superación a través de las contradicciones raciales: «Al lado de grupos de clase media y de la burguesía, han sido muchos los trabajadores que han seguido a la bandera nacionalsocialista —se decía en un informe policial del mes de diciembre de 1922—; los viejos partidos socialistas ven en él (en el NSDAP) un fuerte peligro para su propia existencia». Lo que procuró un denominador común a tantas contradicciones y antagonismos fue concretamente su postura encarnizada de resistencia contra el proletariado así como contra la burguesía, tanto contra el capitalismo como contra el marxismo: «Para el trabajador consciente de su clase no hay lugar en el NSDAP, así como tampoco para el burgués consciente de su clase», aseguró Hitler[286].

Considerado de forma global, el nacionalsocialismo de los primeros tiempos fue una mentalidad y no una clase, lo que le proporcionó odios y partidarios: aquella constitución consciente, aparentemente apolítica, pero en realidad necesitada de una dirección amante de una jefatura, era la que reinaba en todas las escalas y clases sociales. Bajo las situaciones alteradas de la República, aquellos que la seguían se vieron repentinamente abandonados. Los complejos de pánico que les embargaban fueron todavía más fuertes, porque la nueva forma estatal no estableció la autoridad que podía haber hecho valer su lealtad y afinidad. El nacimiento de la república como consecuencia de los desastres de la derrota, la política de las potencias vencedoras, especialmente por parte de Francia, con su irreflexión plena de odio para los abjurados pecados de la época imperial, las pesadas experiencias del hambre, del caos y del hundimiento de la moneda, así como, finalmente, la política de cumplimiento, comprendida como expresión de un abandono nacional del sentimiento del honor, dejaron insatisfecho el sentimiento por la necesidad tradicional de una identificación con el orden estatal al que estas personas siempre habían que agradecer una importante parte de su propia estima. Apagado y humillado, como lo estaba el Estado, ya no significaba nada para ellos: nada de su fidelidad, nada de sus fantasías. El severo concepto del orden y del respeto que supieron conservar en el transcurso de aquel tiempo caótico, gracias a una oscura mentalidad de resistencia, les parecía que había sido puesto en duda bajo la república mediante su constitución, su democracia y libertad de prensa, enfrentamiento de opiniones y negociaciones de partidos, aparte de que con la nueva forma del Estado ya no comprendían, en muchas ocasiones, lo que era realmente el mundo. En su intranquilidad tropezaron con el NSDAP, el cual no resultaba ser otra cosa que la organización política de su propio desconcierto, pero de forma resolutiva. La paradoja de que considerasen comprendidas sus necesidades de orden, moral y credo precisamente por parte de los aventureros portavoces del partido hitleriano, con su frecuente pasado sumamente turbio y extraño, halla con esta exposición su aclaración. «Él comparó la Alemania de la anteguerra, en la que solo reinaba el orden, la limpieza y la exactitud, con la actual Alemania de la revolución», se dice en uno de los informes sobre los primeros discursos de Hitler, y era precisamente este instinto grabado en la nación por la disciplina y las reglas el que soportaba al mundo, ordenado o no, al que el demagogo aventajado se dirigía con creciente aceptación cuando tildaba a la república de negación de la historia alemana y del modo de ser alemán, porque constituía la cosa, el negocio, la carrera de una minoría; la mayoría deseaba «paz, pero no una pocilga»[287].

Estas palabras clave las obtuvo Hitler de la inflación, por cuanto, si bien no había adoptado todavía las firmas del verano del 1923, ya había conducido, sin embargo, a la expropiación práctica de grandes núcleos de la clase media. Ya a principios del año 1920, el marco se había desvalorizado hasta alcanzar una décima parte de su valor de anteguerra; dos años más tarde solo poseía el valor de una centésima parte (marco-céntimo) de su cotización antigua. El Estado, endeudado desde la guerra en 150 000 millones y que con las negociaciones sobre las reparaciones veía que nuevas cargas se le echaban encima, se vio de esta forma liberado de sus obligaciones, así como todos los demás deudores; la inflación se convirtió en una ventaja para los comerciantes, los que aceptaban créditos, los industriales y, sobre todo, para las empresas exportadoras, casi liberadas de impuestos y trabajando con salarios mínimos, de forma que se hallaban beneficiadas con el continuado desgaste de la moneda y, en realidad, no actuaban ni en lo más mínimo para detenerlo. Con dinero barato, que con la devaluación creciente podían devolver más barato aún, especulaban constantemente y sin trabas contra la propia moneda. Agiles hacedores de negocios consiguieron en el brevísimo espacio de muy pocos meses amasar fortunas gigantescas, creando, casi de la nada, extensos imperios industriales, cuya visión era tanto más provocadora porque su desarrollo iba íntimamente ligado al empobrecimiento y la proletarización de grupos sociales enteros, los poseedores de obligaciones del Estado, los jubilados y pequeños ahorradores, sin valores materiales.

Esta intuida conexión entre la fantástica carrera de los capitalistas y el empobrecimiento de las masas creó en los afectados un sentimiento de escarnio social que se trocó en perdurable irritación. El poderoso ambiente anticapitalista durante la época de Weimar se basó, principalmente, en esta experiencia. Una consecuencia mucho más amplia fue la impresión de que el Estado, que según la imagen tradicional debía persistir como una institución justa, íntegra y altruista, mediante la ayuda de la inflación había obligado a la quiebra criminal de sus ciudadanos. Entre las personas modestas, con su severa ética del orden, que fueron las más afectadas, actuó este reconocimiento de forma mucho más devastadora que la pérdida de sus modestos ahorros y, en todo caso, su mundo se hundió para siempre bajo tales golpes. La crisis continuada los empujaba a la búsqueda de una voz en la que pudiesen volver a creer y de una voluntad a la que pudiesen obedecer. La causa principal de la desgracia de la república fue que no pudiese ni fuera capaz de dar satisfacción a tales aspiraciones. El fenómeno de Hitler como agitador y conductor de masas posee en todo ello una parte decisiva con su talento de orador fuera de serie, rico en trucos y siempre creciente; pero no menos importante era la sensibilidad con la que supo captar el ambiente sentimental del irritado ciudadano y corresponder a sus deseadas imágenes; él mismo veía en ello el secreto verdadero del gran orador: «Se dejará llevar por la masa, de tal forma que puedan surgir en él, libre y fácilmente, las palabras necesarias para poder hablar directamente al corazón de los oyentes que tenga en aquellos momentos»[288].

Los motivos fueron una vez más, por encima de su personalidad, los complejos e irritaciones que el fracasado aspirante a la academia ya había vivido con anterioridad: el sufrimiento ante una realidad, por oponerse esta tanto a las nostalgias como a las ideologías. Sin tal coincidencia de una situación patológica individual y social no es posible poder pensar en el encumbramiento de Hitler hasta alcanzar un poder que parece mágico sobre los ánimos y corazones. Lo que la nación vivía en la actualidad: la consecutiva desmitificación, derrumbamiento y desclasificación con su búsqueda de objetos culpables y odiosos, lo había vivido él con anterioridad; desde entonces tenía motivos y excusas, conocía las fórmulas, los culpables, y todo ello otorgó un carácter ejemplar a su propia formación de la conciencia, de manera que las personas podían, como electrizadas, reconocerse en él. No fue el carácter irrefutable de sus argumentaciones, no fue la convincente agudeza de sus palabras e imágenes lo que les aprisionaba, sino el sentimiento de unas experiencias comunes, sufrimientos comunes y esperanzas lo que el fracasado ciudadano Adolf Hitler supo compartir con ellos, por verse ellos mismos abocados a idénticas miserias: la identidad de las agresiones los reunió. Su carisma extraordinario, irresistible en la mezcla compuesta por la obsesión, lo demoníaco suburbial y una extraña y pegajosa vulgaridad, procedía en gran medida de todo ello. En él se hacía verdad aquella frase de Jacob Bruckhardt de que la historia prefiere, a veces, condensarse en una persona para que el mundo la obedezca. El tiempo y los hombres caerían en un enorme y misterioso error de cálculo.

El «secreto», indiscutiblemente, sobre el que Hitler ejercía un dominio estaba, como todos sus aparentes instintos, estrechamente entramado con consideraciones racionales. Tampoco el pronto reconocimiento de su capacidad mediadora no le inducía jamás a descartar el cálculo psicológico de las masas. La serie de fotografías que le presentan en el exagerado estilo de la época ha despertado bastantes risas, por no comprender en ellas cuánto de su gesto demagógico se había enseñado a sí mismo, ensayado y aprendido con sus errores.

También el estilo especial que muy pronto empezó a desarrollar para sus presentaciones era consecuencia de su psicología y se diferenciaba del tono tradicional de las reuniones políticas, sobre todo por su carácter teatral: anunciaba con camiones de propaganda y carteles chillones «la gigantesca manifestación popular», unía con ingenio los elementos espectaculares del circo y de la Gran ópera con el piadoso ceremonial de la liturgia eclesiástica. Desfiles de banderas, marchas militares y frases de saludo, canciones, constantes gritos de Heil formaban el marco adecuado para el gran discurso del Führer, cuyo carácter de predicción se veía realzado de forma impresionante. Las directrices, cada vez corregidas y mejoradas, los cursos oratorios, las correctas reglas organizadoras de las manifestaciones no dejaron pronto el menor resquicio; ya en este tiempo apareció la inclinación de Hitler de no fijar única y exclusivamente las líneas directrices de la táctica del Partido, sino en desarrollar un indomable interés por los más mínimos e insignificantes detalles. Él mismo inspeccionaba, de vez en cuando, la acústica de todas las salas importantes de Múnich, para descubrir si en el Hackerbräu precisaba un mayor esfuerzo de voz que en el Hofbräuhaus o en el Kindl-Keller; comprobaba la atmósfera, la aireación y la situación táctica de los espacios. Las directrices generales preveían, entre otras, que las salas debían ser lo más reducidas posibles y ocupadas al menos en un tercio por sus partidarios; para evitar la impresión de ser un movimiento de la pequeña burguesía de la clase media y atraerse asimismo la confianza de los trabajadores, Hitler introdujo, en determinadas épocas, entre sus partidarios una «lucha contra la raya en el pantalón», enviándoles sin cuello y sin corbata a las manifestaciones; a otros les permitió tomar parte en cursos de enseñanzas, para que aprendiesen los temas y las tácticas del enemigo[289].

A partir del año 1922 empezó a establecer el sistema de celebrar en una sola velada series de ocho, diez o doce manifestaciones, en las cuales él era siempre el orador principal: este sistema encajaba perfectamente con su complejo de cantidades así como con sus ansias de repetición y correspondía, además, a la máxima de acción propagandista masiva: «Lo que la actualidad exige y debe exigir es la creación y organización de una manifestación de masas siempre creciente, que se componga de protestas y más protestas, en las salas y en las calles… ¡No la resistencia espiritual, no; una ola de irritación, porfía y enojo enconado debe inundar a nuestro pueblo!», declaró por aquel tiempo. Un testigo ocular que vivió la experiencia de una de estas series de manifestaciones organizadas por Hitler, informa:

«Cuántas reuniones políticas había vivido yo en esta sala. Pero ni durante la guerra ni en la revolución me había recibido, al entrar, un aliento tan abrasador de excitación hipnótica de las masas. Canciones de lucha propias, algunas banderas, símbolos propios, un saludo propio —anotaba yo—, ordenanzas casi militares, un bosque de banderas rojas chillonas con una cruz gamada sobre fondo blanco, la más curiosa mezcolanza de lo militar y de lo revolucionario, de lo nacionalista y de lo social —también entre los oyentes: en mayoría de clase media, en constante descenso en todos los estratos—. ¿Se la volverá a unir, soldándola? Durante horas enteras ruidosas marchas militares, horas enteras de breves discursos de subjefes. ¿Cuándo vendrá? ¿Habría sucedido algo imprevisto? Nadie podría describir la fiebre que se apoderaba de todos. De repente, allí detrás, en la entrada, movimiento. Voces de mando. El orador, en la tribuna, interrumpe su parlamento en medio de una frase. Todos se ponen en pie, gritando “Heil”. Y en medio de aquellas masas que siguen gritando y de aquellas chillonas banderas llega el esperado con su séquito, a paso rígido, que con el brazo derecho rígido y levantado se dirige a la tribuna. Pasó muy cerca de mí y vi: este era un hombre muy distinto a aquel que, hoy aquí y mañana allí, había visto en las casas particulares»[290].

La construcción de sus discursos se ajustaba a un tipo muestra uniforme, procurando crear rápidamente un ambiente favorable mediante grandes y despectivos veredictos sobre la época contemporánea, estableciendo de esta forma los primeros contactos: «Una irritación circula a través de todos los círculos; se empieza a acusar de que todo lo prometido en el año 1918 no nos ha aportado el honor merecido ni la correspondiente belleza», así inició un discurso en septiembre de 1922, para seguir mediante recuerdos históricos, aclaraciones al programa de un partido y ataques a los judíos, delincuentes del mes de noviembre o políticos arribistas, alcanzando, animado por gritos aislados del público o claque profesional, una excitación creciente, hasta llegar a los llamamientos siempre idénticos, pero pronunciados con auténtico éxtasis. Intercalaba en el discurso, según el acaloramiento del momento, las ovaciones, el vaho de la cerveza o la improvisación que le aportaba el ambiente en aquella atmósfera cargada, todas aquellas emociones que iba captando y que cada vez sabía interpretar mejor, trasladándolas a su lenguaje: la queja sobre la patria humillada, los pecados del imperialismo, las envidias de los vecinos, «la comunalización de la mujer alemana», la profanación del propio pasado o el antiguo resentimiento contra el blando, comercializado y desordenado Occidente, con el que había llegado la nueva forma del Estado, al mismo tiempo que el vergonzoso dictado de Versalles y las comisiones aliadas de control, la música negra, el pelo corto y el arte moderno, pero no había aportado trabajo, ni seguridad ni pan: «¡Alemania, con tanta democracia, se muere de hambre!», formulaba de manera intensa. Su inclinación por los sombríos acontecimientos mitológicos proporcionaba a sus largos discursos amplitud y fondo; incluso ante sucesos puramente locales se abría para él, gesticulando de forma salvaje, toda la perspectiva del drama universal: «¡Lo que hoy parece iniciarse será más grande que la guerra mundial —dijo en cierta ocasión—, y la lucha se desarrollará sobre territorio alemán para todo el mundo! ¡Solo existen dos posibilidades: seremos el cordero sacrificado o los vencedores!»[291].

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