Hitler

Hitler


Libro segundo » Capítulo II

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Durante las fases iniciales, el pedante Anton Drexler intervenía en ciertas ocasiones después de tales explosiones oratorias, aportando a los discursos, a pesar del desagrado de Hitler, una frase final correctora rígidamente razonada; ahora ya nadie le corregía cuando, con grandes gestos demagógicos, aseguraba que una vez alcanzado el poder haría pedazos el tratado de paz, o afirmaba que no temía una nueva guerra con Francia; en otra ocasión conjuraba la visión de un Reich poderoso «desde Königsberg hasta Estrasburgo y desde Hamburgo hasta Viena». La creciente afluencia demostró, sin embargo, que aquel tono osado y absurdo de reto era realmente lo que la gente deseaba oír, considerando el sentimiento de resignación y renuncia reinante: «No se trata de renunciar, de conformarse, sino de osar lo que parece imposible»[292]. La extendida imagen del oportunista sin principios menosprecia con toda seguridad la originalidad y el aturdimiento de Hitler; precisamente el concreto y firme temor de ser mal visto le proporcionó importantes éxitos, creándose a su alrededor una aureola de virilidad, desprecio y ferocidad que contribuyó a preparar, de forma determinante, el mito del gran Führer.

El papel que se asignó a sí mismo y que muy pronto estilizó era el del desplazado, el intruso que en épocas de descontento general tantas ganancias populares podía obtener. Cuando el «Münchener Post» le tachó de ser «el más impetuoso instigador que realizaba sus fechorías en Múnich», recogió inmediatamente dicho reproche: «¡Sí, nosotros queremos rebelar al pueblo, instigándole constantemente!». Al principio se le resistían a él mismo estas formas plebeyas, desalmadas, de presentarse; pero desde que había reconocido que no solo le proporcionaban popularidad en las carpas de los circos, sino un creciente interés en los salones, declarábase, sin el menor temor, cada vez más partidario de ellas. Cuando se le reprochó su dudosa compañía, contestó que prefería a un sinvergüenza alemán que a un conde francés, no ocultando tampoco lo demagógico de su proceder: «Se dice que somos unos antisemitas vocingleros. ¡Sí, señor, queremos desatar tempestades! ¡Los hombres no deben dormir, sino vigilar que les acecha una tormenta! ¡Queremos evitar que nuestra Alemania sufra la muerte por crucifixión! ¡Que se nos diga que somos inhumanos, lo queremos ser! ¡Pero si salvamos a Alemania habremos realizado la más grande acción de este mundo!»[293]. La curiosa y frecuente utilización de imágenes y motivos religiosos con el fin de alcanzar las más elevadas cimas retóricas, reflejan las conmociones de sus tiempos de niño; recuerdos de sus épocas como monaguillo en el Kloster Lambach y de sus experiencias de patética emoción viendo los cuadros de sufrimientos y desesperos ante un fondo que prometía una redención triunfal: en tales combinaciones admiraba lo genial, el profundo conocimiento psicológico de la Iglesia católica, de la que él aprendía.

Sin dudarlo adoptó para su blasfemo uso constante la frase de «mi Señor y mi Redentor» en sus explosiones de odio antisemita: «Con un amor ilimitado leo, como cristiano y como hombre, aquel pasaje que nos anuncia cómo el Señor se decide, finalmente, por empuñar el látigo para expulsar del Templo a los especuladores, aquella cría de víboras y culebras. Su tremenda lucha en este mundo, sin embargo, contra el veneno judío, la reconozco ahora en toda su magnitud, después de dos mil años, profundamente conmovido ante la más gigantesca de las realidades: que por todo ello tuviese que desangrarse en la cruz»[294].

La uniformidad en la construcción de sus discursos reflejaba la monotonía afectiva y nadie puede encontrar en ella una fijación personal o una mentalidad psicológica. Incluso la lectura de aquellos discursos, ya corregidos, nos muestra la sugestiva falta de aliento con que transformaba los resentimientos que le embargaban, siempre en idénticas acusaciones, reproches, juramentos vengativos: «¡Solo existen el odio y la obstinación, odio y siempre odio!», dijo en determinada ocasión, y una vez más se apropió del principio de la mutación osada cuando, en medio de una nación humillada e insegura, gritaba, pidiendo el odio de sus enemigos: reconocía que sentía añoranza de tal odio[295]. Ni en uno solo de sus discursos faltan los gritos de la propia conciencia: «Cuando alcancemos el timón, entonces procederemos como hacen los búfalos», gritó apasionado, y, como notifica el informe de la reunión, bajo ovaciones atronadoras. Para liberarse, anunciaba, se precisa algo más que una política racional y sensata, más que la honradez y el empeño de las personas; «¡para ser libre hay que ser orgulloso, poseer voluntad, obstinación, odio y siempre odio!». Su innata pasión por aumentarlo todo descubría en los negocios de cada día y en todas partes la mano de una gigantesca corrupción, la estrategia de una alta traición que todo lo abarcaba; y detrás de cada nota aliada, de cada discurso ante el parlamento francés, veía las maquinaciones del enemigo de la humanidad. Con la cabeza echada hacia atrás, extendiendo oblicuamente el brazo ante sí y con el dedo índice señalando hacia el suelo: así, en esta «pose» en él característica, desafiaba el agitador local bávaro, de aspecto más bien curioso, en sus momentos retóricos, como embriagado, no solo al gobierno y a las situaciones reinantes en el país, sino, en realidad, nada menos que al estado universal: «No, no perdonamos nada; nosotros exigimos: ¡Venganza!»[296].

No tenía el sentido del ridículo y despreciaba sus efectos nocivos. No dominaba todavía los gestos imperiales de los años posteriores, y por hallarse todavía bajo la influencia del sentimiento estético de ser extraño ante las masas, se entregaba a ellas, y, en no raras ocasiones, de forma voluntariamente popular. Saludaba a sus oyentes con la jarra de cerveza o pretendía acallar el tumulto que provocaba con un tímido «pst, pst». También las personas acudían, aparentemente, atraídas más bien por lo teatral que por otros motivos; y, en todo caso, de las decenas de miles de oyentes que se registraban a principios del año 1922, solo seis mil eran afiliados inscritos en el Partido. Inamovibles, con la mirada fija, le seguían las personas. A las pocas palabras pronunciadas se imponía el más absoluto silencio, acallando los ruidos de las jarras de cerveza; en no pocas ocasiones hablaba en un silencio en el que no se percibía ni la respiración, pero rompiéndolo, de tiempo en tiempo, de forma explosiva: como si miles de guijarros de río se precipitasen, repentinamente, sobre la tensa piel de un tambor, como describió muy acertadamente un observador. Inocente, con todo el hambre de prestigio que siempre le acompañó, disfrutaba del vértigo de saberse aclamado: «Cuando uno ha ido a través de diez salas —confesó a los que le rodeaban— y en todas partes las gentes le gritan a uno su entusiasmo, esto sí que es un sentimiento elevado». En no pocas ocasiones finalizaba sus representaciones con un juramento de fidelidad, que obligaba a que repitiera la sala, o gritaba, con la mirada fija y clavada en el techo de la sala, con voz ronca y atropellado apasionamiento, sin parar: «¡Alemania! ¡Alemania! ¡Alemania!», hasta que las masas le coreaban y el griterío pasaba a convertirse en una de las canciones de lucha o de «pogrom», con las que luego, frecuentemente, desfilaban por las calles. El mismo Hitler ha reconocido que después de los discursos «estaba empapado en sudor y que perdía de cuatro a seis libras de peso»; el azul de su uniforme teñido «desteñía siempre en su ropa interior»[297].

Dos años precisó, de acuerdo con sus propias palabras, antes de llegar a dominar todos los medios de avasallamiento y de tener la sensación de ser «el amo en este arte». No se equivocaba la opinión de que él, el primero de todos, utilizó los métodos publicitarios americanos y con su propia fantasía agitadora los conectó con el hasta aquel entonces concepto más rico en ideas de la lucha política. Es probable, como opinaba posteriormente la «Weltbühne», que el gran Barnum se contase entre sus educadores; pero el regocijo con el que dicha revista anunciaba su descubrimiento descubría un indolente enranciamiento. Fue la equivocación de muchos contemporáneos pagados de sí mismos, tanto de derechas como de izquierdas, confundir las técnicas hitlerianas con sus intenciones, y creer que sus métodos regocijantes eran objetivos burlescos. Sin alterarse lo más mínimo pretendía derribar un mundo y colocar otro nuevo en su lugar; pero las hogueras universales y apocalípticas que él tenía ante sus ojos no le impidieron la utilización de la psicología circense.

A pesar de todos los triunfos retóricos de Hitler, la personalidad realmente sobresaliente en un segundo término era la figura unificadora del campamento nacional, el generalísimo Ludendorff. Mirándole respetuosamente, Hitler no fue el último en considerarse como un precursor, «como una modesta naturaleza juanista»; como aseguraba a principios de 1923, él esperaba a alguien más grande, al que pretendía crearle un pueblo y una espada; pero sus efectos eran, sin embargo, cada vez más mesiánicos. Mucho antes que él mismo, las masas parecieron comprender que se trataba de un hombre milagroso, al que esperaban: acudieron a él «como a un Salvador», se decía en un comentario contemporáneo[298]. Ahora se saben las fuentes de aquellos acontecimientos que le despertaron y sus conversiones, que tan característicos son para la aureola seudorreligiosa y ansiosa de redención de los movimientos totalitarios. Ernst Hanfstaengl, por ejemplo, que por esta época le oyó por primera vez, tuvo, a pesar de todas sus objeciones, el sentimiento de que con él se había iniciado «una nueva etapa vital»; el comerciante Kurt Luedecke, que durante bastante tiempo figuró como jefe en la fila de Hitler y que posteriormente fue internado en el campo de concentración de Oraniemburg, relató, después de su fuga al extranjero, la subversión histérica de los sentidos que tanto él como innumerables otros habían sufrido después de su encuentro con el orador Hitler:

«Mi capacidad crítica fue anulada casi instantáneamente… Yo no sé cómo describir los sentimientos que me embargaban al oír a aquel hombre. Sus palabras parecían latigazos. Cuando hablaba de la ignominia de Alemania, me sentí capaz de atacar a cualquier enemigo. Su llamamiento al honor viril alemán era como un grito para empuñar las armas, la enseñanza que predicaba era una revelación. Se me apareció como un segundo Lutero. Todo lo olvidé, viendo a este hombre. Cuando miré a mi alrededor, vi cómo su fuerza de sugestión atenazaba a miles de oyentes igual que a mí. Naturalmente, para este acontecimiento estaba yo maduro. Era un hombre de 32 años, cansado de tantas desilusiones y desazones, a la búsqueda de algo que llenase mi vida; un patriota que no hallaba ningún campo de acción, que se entusiasmaba con lo heroico, pero que no tenía héroes. La fuerza de voluntad de este hombre, la pasión de su honrada convicción parecieron llegar a lo más íntimo de mí, como arrastradas por una corriente. Tuve una experiencia que solo podía ser comparada con una conversión religiosa»[299].

En la primavera del año 1922, el número de afiliados empezó a crecer fabulosamente; en ciertas ocasiones, incluso, se dio el caso de grupos completos que abandonaron su partido para ingresar en este; en el verano poseía ya 50 grupos locales, y al iniciarse el año 1923 tuvo que cerrar, provisionalmente, la oficina central de Múnich, debido a las masivas solicitudes de ingreso; de unos 6000 afiliados a finales de enero de 1922, la cifra alcanzó los 55 000 en noviembre del año siguiente. Esta afluencia no solo era consecuencia de la directriz del Partido, según la cual cada afiliado debía aportar trimestralmente tres nuevos correligionarios así como un abonado al Völkischer Beobachter, sino que estaba relacionada con la creciente seguridad y aplomo de Hitler tanto como orador como organizador. Para justificar los deseos de tanta persona desorientada, el NSDAP se esforzaba por unir y relacionar estrechamente la existencia personal de sus afiliados con el Partido. Es cierto que para conseguirlo utilizaba prácticas experimentadas en los partidos socialistas; pero el rito de las veladas nocturnas semanales, cuya asistencia se convirtió en obligatoria, las excursiones conjuntas, conciertos o fiestas de solsticio, las canciones entonadas en común, el rancho conjunto y el elevar las manos hasta aquellas fórmulas de un blando bienestar que se desarrollaban en los locales del Partido y en los hogares de las SA, superaron en mucho los ejemplos y fue inigualablemente hecho a medida de las amplias necesidades de los apátridas, tanto políticos como sociales. Para muchos de los antiguos afiliados, el Partido se desarrolló en una especie de mundo sucedáneo sectario y cultivado, y Hitler mismo lo comparó, en repetidas ocasiones, con las primitivas comunidades cristianas. Entre las manifestaciones más populares contaban las Navidades alemanas, en las que con su propia idea cubría aquellos sentimientos; porque estas manifestaciones conjuntaban los sentimientos, la conciencia de ser un elegido y el sentido de saberse arropado y protegido contra el oscuro y enemistoso mundo que les rodeaba. Hitler declaró entonces que la obligación más grande del movimiento era crear la oportunidad para «estas amplias masas en constante búsqueda y enajenadas, para que al menos hallasen un lugar que proporcionase tranquilidad a sus corazones»[300].

Por tal motivo, Hitler renunció al engrandecimiento del Partido al precio que fuese y solo autorizó la creación de nuevos grupos locales si se había encontrado un Führer capacitado y personalmente convincente que pudiese, en lo pequeño, satisfacer el deseo de autoridad, lo que en lo grande se perdía en el vacío de forma tan clara. Desde este momento, en todo caso, desde sus mismos inicios, el Partido apuntaba a ser algo más que una organización de motivos políticos y no olvidó, a pesar de los muchos asuntos diarios, de proporcionar a sus afiliados una interpretación trágica del mundo así como algo de aquel sencillo bienestar que muchos de ellos, individualmente, echaban de menos, de forma tan sensible, en sus cotidianas miserias e individualismos. En los fines patrios, eje central de la existencia y fuente de comprensión, ya en dicha época se hicieron notorias las posteriores exigencias totalitarias.

En el plazo de un año, el NSDAP se convirtió, de tal forma, en el «más fuerte factor de poder del nacionalismo alemán meridional», como escribió un observador[301]; la mayor parte de las muchas agrupaciones nacionales fueron absorbidas o arrastradas por él. También los grupos septentrionales alemanes registraban afluencia creciente, obteniendo muchos beneficios, sobre todo, de la masa del partido alemán socialista conforme este se iba desmoronando. Cuando, en junio de 1922, el ministro de Asuntos exteriores Walther Rathenau fue asesinado por un grupo conspirador nacionalista, algunos países, como Francia, Badén y Turingia, se decidieron a prohibir el Partido; en Baviera, sin embargo, que no había podido olvidar las experiencias de la época bolchevique, permaneció intocable como la avanzadilla más radical anticomunista. En la dirección de la Policía municipal de Múnich actuaban incluso numerosos partidarios de Hitler, entre ellos, y de forma especial, el jefe de policía Pöhner, así como su jefe de gabinete, el Oberamtmann Frick. Conjuntamente ocultaron las denuncias contra el NSDAP, informaban a su dirección sobre acciones previstas o vigilaban para que todos aquellos pasos que forzosamente debían ser dados resultasen infructuosos. Frick confesó, posteriormente, que en dicha época no hubiese sido difícil reprimir al Partido; pero ellos «mantenían abierta su mano protectora sobre el NSDAP y el señor Hitler», mientras que el mismo Hitler indicaba que sin la colaboración de Frick «no habría salido jamás de la celda»[302].

Una sola vez se vio Hitler seriamente amenazado, cuando el ministro bávaro del Interior, Schweyer, consideró, durante el transcurso del año 1922, que podía ser expulsado a Austria, como extranjero molesto: los desórdenes producidos por las bandas en las calles de Múnich, las luchas a puñetazos, las molestias y excitaciones a la rebelión para los ciudadanos se habían convertido en insoportables, como afirmaron los jefes de todos los partidos. Pero Erhard Auer, el Führer de los socialdemócratas, se opuso, haciendo referencia a «los principios fundamentales de la democracia y de la libertad». Sin traba alguna, Hitler podía seguir difamando a la República como «un lugar libre para extraños bribones», amenazando al gobierno para cuando él ostentase el poder, «que Dios se apiade de vosotros», y anunciando públicamente que para los jefes traidores del SPD solo «existía un castigo: la soga». La excitación creada por él transformó a la ciudad en un enclave antirrepublicano y enemigo, de la que por todas partes surgían ecos desorientadores sobre golpes de mano, guerra civil y restauración de la monarquía. Cuando el presidente del Reich, Friedrich Ebert, durante el verano de 1922, visitó Múnich, fue recibido en la estación del ferrocarril con ultrajes y gritos ensordecedores; con un pantalón rojo de baño[303], el canciller del Reich, Wirth, fue alarmado por su séquito para que interrumpiese el viaje previsto a Múnich, mientras que Hindenburg era saludado con ovaciones; asimismo, el traslado del último monarca de los Wittelsbach, Luis III, fallecido en el exilio, llenó la ciudad de tristeza y dolor, haciendo salir a la calle sus recordadas nostalgias.

Los éxitos alcanzados por Hitler en Múnich le envalentonaron para su primera y amplia acción. A mediados de octubre de 1922, las agrupaciones patrióticas celebraban una demostración en Coburgo, a la que invitaron también a Hitler. Pero la invitación contenía el ruego de «algún acompañamiento», y él lo entendió de forma excesiva y desafiante: partió, con la intención de hacer suya la demostración, en un tren especial con unos ochocientos hombres, sección de abanderados y gran banda de música. La solicitud de las autoridades de la ciudad de no entrar en ella conjuntamente, fue desechada por él «inmediata y tajantemente», de acuerdo con su propio informe, y ordenó a las unidades ponerse en marcha «bajo sones bélicos». A pesar de que a ambos lados de la calle le recibió una masa enemistosa y en constante crecimiento, no se enfrentó a ellos en abierta lucha a golpes y puñetazos, como se había esperado; Hitler dejó que sus unidades, una vez hubo llegado a la sala donde debía celebrarse la reunión, regresaran por el mismo camino: pero ahora con la grandiosa idea teatral de hacer detener la música y marchar bajo el redoble de los tambores. La esperada lucha callejera, que se extendió durante todo el día y toda la noche en forma de altercados individuales, vio finalmente a los nacionalsocialistas como absolutos vencedores: fue la primera de las muchas acciones desafiantes contra la autoridad del Estado que dominaron los acontecimientos del año siguiente, y los participantes en aquel viaje viéronse honrados con una medalla recordatoria. Es curioso observar cómo la ciudad de Coburgo se convirtió en uno de los más seguros y fieles puntos de apoyo del NSDAP. Cuando las altaneras reacciones de los hitlerianos empezaron a dar fundamentados motivos de una nueva rebelión, durante el transcurso de las semanas siguientes, Schweyer invitó a Hitler a que le visitase, amenazándole por las consecuencias de sus desenfrenadas acciones: caso de llegarse a la utilización de la fuerza, ordenaría que la policía disparase. Pero Hitler aseguró que él «jamás intervendría en una rebelión», dando al ministro su palabra de honor[304].

Con esto obtuvo la creciente seguridad de su importancia; las prohibiciones, las citaciones y las amenazas le demostraron, solamente, hasta dónde había llegado él, después de partir de la nada. En sus propios sueños se daba a sí mismo un papel grandioso para el futuro, reforzado por la reciente marcha de Mussolini sobre Roma, coronada por el éxito, así como la toma del poder por parte de Mustafa Kemal en Ankara. Con el máximo interés seguía el informe de uno de sus hombres de confianza cuando relataba cómo las camisas negras, gracias al entusiasmo y a la decisión así como a la bien intencionada pasividad del Ejército, habían ido conquistando, una tras otra, ciudades a los «rojos», arrastrándolas consigo: posteriormente habló del enorme impulso que recibió al enterarse de este «punto crucial de la historia». El «Grosse Brockhaus», editado en el año 1923, le citaba todavía como a «Hitler, Georg», acompañado únicamente de algunas brevísimas indicaciones de rutina sobre su persona; pero era esta una realidad sobre la que ya había saltado hacía mucho tiempo. Como cuando niño, con no menos intensidad, se dejó conducir por las alas de su amplia fantasía, para ver ahora, casi como en una imagen real, la «bandera de la cruz gamada» que «ondeaba sobre el Berliner Schloss y las modestas cabañas campesinas», o exponía, durante la idílica pausa del café, como despertando de un lejano mundo de los sueños, que durante la guerra próxima el objetivo debía ser «apropiarse de los territorios de trigo de Polonia y de Ucrania»[305].

Claramente empezó a desprenderse de sus ejemplos vivientes y de sus dependencias; en Coburgo había ganado conciencia de sí mismo: «a partir de ahora andaré mi camino a solas», declaró. Si hasta hacía poco tiempo se había comprendido a sí mismo como heraldo «de la cabeza férrea que algún día vendrá, quizá con las botas sucias pero con la conciencia limpia y el puño duro, que obligue al silencio a este héroe de los parquets y obsequie a la nación con este acto», empezó ahora, al principio vacilante y solo en contadas ocasiones, a considerarse a sí mismo como aquella imagen soñada y a conjurar, finalmente, su propia comparación con un Napoleón[306]. Sus superiores durante la guerra habían rechazado su ascenso a sargento, motivándolo en que sería incapaz de imponer respeto; mediante una capacidad desacostumbrada y con efectos de funesta rapidez para crear y conquistar lealtades, demostró ahora su talento para ser un Führer. Porque solo por él sus partidarios no se detenían ante nada; mirándole a los ojos estaban dispuestos a cualquier sacrificio, a realizar acciones vituperables y, desde los mismos comienzos, a cometer el delito que fuese, de forma que el NSDAP perdió más y más el carácter de un partido político para convertirse en una especie de colectividad de conjurados. Le agradaba que sus más íntimos le llamasen «Wolf» (lobo); este privilegio lo ostentaba asimismo la masculinizada señora Bruckmann; y en dicho nombre se veía la forma germánica primitiva de Adolf, en íntima relación con la imagen del mundo similar a una selva virgen, sugiriendo la imagen de fortaleza, agresividad y de soledad. En ciertas ocasiones utilizó el nombre como seudónimo, traspasándoselo posteriormente a su hermana, la que cuidaba de su casa; también el nombre de la ciudad de los «Volkswagen» tenía tales orígenes: «Como usted, mi Führer, esta ciudad debe denominarse Wolfsburg», le declaró Robert Ley, poco antes de fundar y crear la industria[307].

Con el máximo esmero empezó, a partir de este momento, a estilizar su propia apariencia, mezclando en ella rasgos legendarios: muy pronto tuvo el convencimiento de que ejecutaba sus acciones bajo los ojos de la «Diosa de la Historia». De forma consecuente desmintió su auténtico número de afiliado al Partido, 555, concediéndose el número 7, no solo para proporcionarse el prestigio de una mayor antigüedad sino también la aureola de una cifra mágica. Al mismo tiempo empezó a distanciarse de sus amistades; incluso a sus más íntimos ya no les invitaba a su casa, procurando mantener separados su cargo y su persona. A uno de sus antiguos conocidos, que por este tiempo encontró casualmente en Múnich, le rogó «insistentemente que no facilitase informes de él a nadie, ni siquiera a los más allegados partidarios, sobre su juventud en Viena y Múnich»; otro, procedente de las filas de sus «viejos luchadores», recordaba posteriormente, no sin conmoverse, que Hitler por aquel tiempo aún bailaba de vez en cuando con su esposa. Aprendía aspectos y «poses» estatuarias, al principio con torpeza y no libre de rigideces artificiales. A un observador agudo no se le escapa el constante cambio operado en años posteriores entre el estudiado dominio de sí mismo y los instantes de auténtica irreflexión, entre sus gestos de César y sus ensimismamientos, entre existencia real y artificial. En esta fase previa de su proceso de estilización no alcanzó todavía la conjunción de la imagen que se había forjado, antes bien, los elementos correspondientes se hallaban aún desunidos; un fascista italiano le vio como a «Julio César con sombrerito tirolés»[308].

De todas formas, casi era el sueño de su juventud lo que para él se cumplía: no precisar de una «profesión para ganarse el pan», ser libre y estar solo supeditado a su propio albedrío, él era «el dueño de su tiempo» y poseía además los aplausos, la brillantez, la escenificación y los efectos insospechados: una vida de artista, o algo muy similar. Viajaba en autos rápidos, era el centro de atracción de los salones y se sentía, en el gran mundo, como en su propia casa, entre aristócratas, capitales de industria, autoridades, científicos. En los instantes de inseguridad pensaba en acomodarse, como un burgués, basándose en su existencia actual; no exigía demasiado, y opinaba: «Solo desearía que el movimiento permanezca en pie y yo ganarme la vida como jefe del Völkischer Beobachter»[309].

Pero esto solo eran sensaciones. A su forma de ser, siempre orientada hacia lo total, osada, excesiva, no le iban bien tales pensamientos. No conocía las proporciones, su energía le impulsaba hacia las alternativas más excesivas, «todo en él empujaba a soluciones radicales y totales», había indicado un amigo de su juventud; ahora, otro le tildaba casi de fanático, «con inclinación hacia la locura y el desenfreno»[310].

La época del angustioso anonimato ya había finalizado, y ante su mirada se extendía un camino extraordinario. También el observador imparcial, que al joven Hitler no le hace ningún daño, reconocerá el punto de ruptura y no pasará por alto la palidez y la adormecida insignificancia de los treinta años transcurridos, que después, en solo tres, superó. No faltaba demasiado para que esta vida pareciese estar construida de dos partes que nada tenían de común entre sí. Con osadía y frialdad extraordinarias surgió desde una situación subalterna; ahora solo debía vencer algunas inseguridades tácticas, hacer acopio de rutina. Todo lo demás señalaba ya a las grandes situaciones sin escrúpulos, y en todo momento Hitler demostró hallarse a la altura de las circunstancias: las personas, los intereses, las fuerzas, las ideas, captándolas con una sola mirada y supeditándolas a sus propios intereses, la ascensión al poder.

No sin motivo, sus biógrafos han intentado hallar el acontecimiento que produjo tal ruptura, preocupándose por antiguas ideas en período de incubación, oscuras ligazones o, incluso, poderes demoníacos. Podría afirmarse que él no era ahora distinto al anterior, mas había encontrado la pieza que unía los ya invariables elementos de su nueva personalidad, convirtiendo al misántropo en demagogo y trocando al «soñador» en un hombre «genial». Lo mismo que se había convertido en el catalizador de las masas, a las que, sin aportar nada nuevo, les procuraba aceleraciones y ponía en marcha procesos críticos, así le catalizaron las masas a él; ellas eran su creación y él, al mismo tiempo, su criatura. «Yo sé —explicó posteriormente esta simbiosis a su público, dándole un giro casi bíblico— que todo lo que sois lo sois por mí, y que todo lo que yo soy solo lo soy por vosotros»[311].

Aquí radica la explicación de la rigidez característica que, casi desde sus comienzos, aparece en esta figura. En realidad, la imagen universal que desde sus días vieneses poseía Hitler, como solía asegurar, no se había alterado lo más mínimo; los elementos seguían siendo los mismos, aunque el grito que despertaba a las masas los entramaba con poderosas tensiones. Las pasiones y afectos, sin embargo, los temores y obsesiones ya no se modificaban; tampoco el gusto artístico de Hitler, incluso sus predilecciones personales continuaron siendo las de su niñez y juventud: Tristán y manjares harinosos, el neoclasicismo, el odio a los judíos, Spitzweg y el insaciable apetito de tartas de nata; todo ello sobrevivió, y cuando posteriormente manifestaba que «en Viena había sido un niño de biberón»[312], en realidad lo fue siempre en muchos aspectos. Ningún acontecimiento intelectual o artístico, ningún libro y ninguna idea que surgieran a partir de los inicios del siglo le interesaron o le dejaron huella. Y quien compara los dibujos y las acuarelas del copiador de tarjetas postales de sus veinte años con aquellos del soldado de la guerra mundial o, incluso, veinte años más tarde, con los del canciller, se verá enfrentado a idéntica impresión de rigidez; ninguna experiencia personal, ningún proceso evolutivo se refleja en ellos, inmóvil y como petrificado permanece tal y como ya fue.

Solo en lo metódico y en lo táctico sabía acoplarse y adaptarse, dispuesto a aprender constantemente. A partir del verano de 1923, la nación se vio sumida en crisis y situaciones desesperadas. Las apariencias parecían otorgar la oportunidad más favorable al que la despreciaba, al que desafiaba al destino y no a la política, al que no pretendía mejorar las situaciones, sino dar un vuelco radical y total a las mismas: «Yo les garantizo —así lo formulaba Hitler— que lo imposible siempre da buenos resultados. Lo inverosímil es lo más seguro».

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