Hitler

Hitler


Libro segundo » Capítulo III

Página 21 de 98

CAPÍTULO III

El desafío del poder

«Para mí y para todos nosotros, los contratiempos no han sido otra cosa que latigazos que nos han empujado hacia adelante».

ADOLF HITLER

PARA los últimos días del mes de enero de 1923, Hitler había convocado un Día del Partido en Múnich, que pretendía unir con una demostración de su poder que atemorizara. Cinco mil hombres de las SA de toda Baviera habían sido citados en Marsfeld, para, en esta plaza del suburbio, desfilar ante su Führer y montar la escenografía de la primera y solemne bendición de estandartes; al mismo tiempo debían celebrarse en no menos de doce salas de la ciudad concentraciones masivas; para el regalo popular se habían contratado orquestinas, grupos de Schuhplattler, así como al humorista Weiss Ferdl. Tanto esta grandiosa organización como los rumores que desde hacía unas semanas circulaban sobre un pretendido golpe rebelde del NSDAP, hacían destacar la importancia de Hitler en el campo político.

Las autoridades bávaras reaccionaron ante las desafiantes llamadas de Hitler con una medida que delataba su dilema respecto al NSDAP. El rápido crecimiento del Partido había permitido crear en la escenografía política una formación poderosa, cuyo papel fue siempre indefinido. Es verdad que se mostraba decididamente nacional, pleno de energías utilizables contra las izquierdas; al mismo tiempo, sin embargo, despreciaba todo respeto ante las reglas de juego, ofendiendo al orden que conjuraba. Finalmente, la intención de las autoridades de demostrar a Hitler hasta dónde podían llegar los límites de su soberbia había conducido a que en julio de 1922 tuviesen que imponerle un castigo carcelario de tres meses, al que fue condenado por haber impedido con sus hombres una reunión del Bayernbund, aparte de haber apaleado a su Führer, el ingeniero Otto Ballerstedt. Una vez cumplida la condena, en su primera aparición «fue llevado en hombros a la tribuna de orador, bajo un júbilo que parecía no tener fin»; el «Völkischer Beobachter» le había llamado «el hombre más popular y más odiado de Múnich»[313]: era una situación que, también para él, tenía difíciles e incalculables riesgos. El año 1923 constituyó un constante intento por parte de Hitler de clarificar su indefinida relación con el poder del Estado mediante un juego táctico de constantes cambios, de cortejar y amenazar.

En la inseguridad por saber cómo debían enfrentarse, de la forma más feliz posible, a este hombre ligeramente mal reputado pero de buenos sentimientos nacionales, las autoridades se decidieron por un compromiso con su propia dualidad: prohibieron la bendición de estandartes al aire libre, así como la mitad de las concentraciones masivas convocadas por Hitler, prohibiendo también una manifestación prevista para el día anterior por los socialdemócratas. Eduard Nortz, que como jefe de policía había sustituido al simpatizante nacionalsocialista Ernst Pöhner, permaneció, sin embargo, impasible cuando Hitler le conjuró para que levantase la prohibición: ello significaría no solo un duro golpe para el movimiento nacional, sino que se convertiría en una fatalidad para la patria. Con pocas palabras, aquel hombre frío, gris, hizo referencia a la autoridad del Estado, a la que también los patriotas estaban sometidos; y cuando Hitler explotó y empezó a chillar, diciendo que haría desfilar a las SA en cualquier caso y pasase lo que fuese, porque la policía no le atemorizaba y él personalmente iría al frente de la manifestación, dispuesto a dejarse fusilar, el funcionario permaneció impasible. Un consejo de ministros convocado en poquísimo tiempo impuso el toque de queda, prohibiendo con ello todas las manifestaciones del Día del Partido; parecía que había llegado la hora de recordar al Führer de los nacionalsocialistas cuáles eran las reglas del juego.

Hitler estaba desesperado, y por un instante todo su futuro político se vio amenazado. Porque las reglas del juego, tal como las comprendía él, preveían que el poder del Estado podía ser desafiado sin temor a sus reacciones, porque sus exigencias no eran otra cosa que la expresión consecuente y radical de sus propios esfuerzos. Solo cuando intervino la Reichswehr, que desde la época de Drexler había apoyado al Partido, pareció querer abrirse una salida de emergencia. Ernst Röhm y Ritter von Epp consiguieron del comandante supremo de la Reichswehr en Baviera, general Von Lossow, que este aceptase una entrevista con Hitler. Nervioso e inseguro, el Führer del NSDAP estaba dispuesto a todo tipo de concesiones; él mismo, aseguró, se presentaría «otra vez a su Excelencia», inmediatamente después del Día del Partido, el 28 de enero; Lossow, que había seguido con cierta extrañeza aquella presentación un tanto excéntrica, se mostró decidido a comunicar al gobierno que «él, en interés de la defensa nacional, lamentaría se rechazase a las unidades nacionales». Realmente, a consecuencia de ello fue levantada la prohibición, mas, para guardar las apariencias, Nortz solicitó del Führer del NSDAP, en una segunda conversación, limitar la cifra de concentraciones a solo seis, y que la bendición de estandartes no se efectuase en el Marsfeld, sino en el interior del vecino circo Krone. Hitler, que veía ganado su juego, contestó con dobleces. Después, y bajo el lema de «¡Alemania, despierta!», mantuvo las doce concentraciones y en medio de espesos remolinos de nieve, ante cinco mil hombres de las SA, «santificó» los estandartes ideados por él, bajo un ceremonioso ritual y precisamente en el Marsfeld. «O bien el NSDAP se convierte en el movimiento del futuro de Alemania —gritó a sus partidarios—, y entonces no habrá demonio capaz de detenerlo, o no lo será, mereciendo entonces el ser aniquilado». Ante los carteles murales que comunicaban el toque de queda desfilaron por las calles las unidades de choque de las SA, jubilosas, acompañadas de varias bandas militares propias, cantando sus canciones contra la república judía. En la Schwanthaler Strasse, Hitler presidió el desfile de aquellas unidades, casi todas ellas ya uniformadas.

Fue un triunfo impresionante sobre el poder del Estado y que al mismo tiempo estableció el punto de partida para los conflictos de los meses venideros. Muchos vieron en aquel acontecimiento una demostración de que Hitler no solo disponía de capacidad para sus dotes retóricas, sino que también poseía tacto político y mejores nervios que sus contrincantes. Aquellas sonrisas que produjeron durante largo tiempo el colérico ardor de sus presentaciones y que configuraron la imagen psicológica del Partido, desaparecieron y dieron lugar a la aparición de caras impresionadas que presentían finalmente el porvenir. Desde febrero hasta noviembre de 1923, el NSDAP registró 35 000 nuevos afiliados, mientras que las SA crecieron hasta cerca de 15 000 hombres; el capital del Partido se incrementó, entretanto, a casi 173 000 marcos oro[314]. Al mismo tiempo se extendió sobre toda Baviera una cada vez más tupida red de agitaciones y manifestaciones. A partir del 8 de febrero, también el Völkischer Beobachter apareció como periódico diario; Dietrich Eckart, excesivamente cansado y señalado ya por la enfermedad, fue mantenido todavía durante algunos meses como editor, pero la dirección del periódico pasó, a principios de marzo, a manos de Alfred Rosenberg.

La condescendencia, de tan graves consecuencias, que Hitler había encontrado tanto en las esferas militares como en las civiles, debíase, de forma preponderante, a la crisis que afectaba al país y que hacía tambalear sus cimientos. Durante la primera mitad del mes de enero, Francia, todavía incapaz de superar sus temerosos complejos respecto al país vecino y basándose en el espíritu del tratado de Versalles, había ocupado el territorio del Ruhr, dando con ello la señal para que desapareciese el seguro que frenaba los últimos factores críticos. Ya los desórdenes de los primeros tiempos de la posguerra, las incisivas imposiciones de reparaciones, la generalizada huida de capitales así como, y de forma primordial, la falta absoluta de reservas de todo tipo, habían dificultado enormemente la recuperación económica después del colapso producido por la guerra. Debía añadirse a ello la continuada actividad del radicalismo, tanto de derechas como de izquierdas, que había conducido a que el ya de por sí escaso margen de confianza que el extranjero había concedido a la estabilidad de la situación alemana fuese nuevamente disminuido; el marco había sufrido su primera y gran devaluación cuando, en junio de 1922, fue asesinado el ministro de Asuntos exteriores, Walther Rathenau. A partir de la impresión causada por la ocupación del Ruhr, la inflación desarrolló aquella carrera catastrófica que destrozó en las personas no solo toda esperanza de afirmación del orden existente, sino el sentimiento de un mínimo de seguridad, habituándolas a vivir en «una atmósfera de lo imposible»[315]. Constituía el derrumbamiento de todo un universo, de sus conceptos, de sus normas y de su moral. Los efectos fueron imprevisibles.

Por el momento, sin embargo, el interés público se dirigió, con más fuerza que nunca, al intento de alcanzar una existencia nacional propia; el papel moneda, que al final y en no raras ocasiones se calculaba por su peso, constituía solo el fantástico fondo de los acontecimientos. El 11 de enero, el gobierno hizo un llamamiento en favor de la resistencia pasiva, indicando, poco tiempo después, a sus funcionarios que no obedeciesen las instrucciones de las autoridades de ocupación. Las tropas francesas que penetraban en el territorio del Ruhr fueron saludadas por gigantescas concentraciones humanas, cantando, con frialdad e irritación, la Guardia en el Rin (Wacht am Rhein). El desafío fue contestado por los franceses con un catálogo de escogidas humillaciones; una draconiana justicia de ocupación dictaba arbitrarios y pesados castigos, y numerosos enfrentamientos contribuyeron a un incremento del espíritu de rebeldía. A finales de marzo, tropas francesas dispararon con ametralladoras contra una demostración de trabajadores en los terrenos de los Krupp-Werke (fábricas Krupp); hubo trece muertos y más de treinta heridos. Casi medio millón de personas desfilaron en el entierro, mientras que el tribunal militar francés designado condenaba al jefe de la empresa y a ocho de sus empleados directivos a penas de cárcel que oscilaban entre los quince y los veinte años.

Estos acontecimientos despertaron un sentimiento de unanimidad, como no se había registrado desde aquellos lejanos días de agosto de 1914. Pero bajo el abrigo de la compenetración unánime nacional, las diferentes fuerzas buscaban sus propias ventajas. Los Cuerpos francos prohibidos aprovecharon la oportunidad para resurgir de la ilegalidad en que se hallaban, para agudizar, mediante activas acciones, la resistencia pasiva decretada por el gobierno del Reich. Al mismo tiempo, la izquierda radical se mostraba predispuesta a reconquistar las posiciones perdidas en Sajonia y en Alemania central, mientras que la derecha fortalecía su castillo bávaro. En las fronteras del país se enfrentaban, en ocasiones, centurias proletarias a unidades de Cuerpo franco Erhardt, con las armas montadas[316]. En numerosas capitales se produjeron revueltas de hambre. Entretanto, franceses y belgas aprovechaban en occidente la situación para favorecer un movimiento separatista que, en verdad, muy pronto se hundió ante su propia falta de fundamentos precisos. La República, construida durante cuatro años bajo las más penosas situaciones, y afirmada con muchos esfuerzos, viose, así lo pareció, ante su propio derrumbamiento.

Hitler demostraba la recién conquistada conciencia de su propio valer con un gesto osado y retador: se alejó del frente unificado nacional y amenazó a sus sorprendidos partidarios con la expulsión del NSDAP de todo aquel que de forma activa participase en la resistencia contra Francia; en casos aislados cumplió su amenaza. «Si todavía no han comprendido que la modorra de la reconciliación significa nuestra muerte, entonces ya no se les puede ayudar», replicó a toda objeción[317]. Es verdad que había sopesado perfectamente los aspectos problemáticos de su decisión; pero tanto su conciencia como sus pensamientos tácticos le ordenaban no hundirse como unidad entre otras muchas, al lado de burgueses, marxistas y judíos, en el anonimato de un amplio movimiento de resistencia nacional. Y como él temía que la lucha en el Ruhr obligase al pueblo detrás del gobierno, afianzando con ello al régimen, esperaba y deseaba sacar provecho de sus intrigas provocando el desconcierto con intenciones subversivas mucho más extensas: «Mientras una nación no pueda, dentro de sus propias fronteras, barrer a los asesinos —escribió en el Völkischer Beobachter—, es imposible conseguir un éxito de cara al exterior. Mientras se protesta verbalmente y por escrito contra Francia, el auténtico enemigo mortal del pueblo alemán está al acecho dentro de sus propias fronteras». De forma incansable, en contradicción con todas las enemistades e incluso contra la agobiante autoridad de Ludendorff, perseveró en su exigencia de que en primer lugar debían ser aniquilados los enemigos internos. Cuando el comandante en jefe del Ejército, general Von Seeckt, quiso saber, durante una conversación celebrada a principios de marzo, si Hitler alinearía a sus partidarios con la Reichswehr, en el supuesto de pasar de la resistencia pasiva a la activa, obtuvo la respuesta, corta y tajante, de que primero era preciso destituir al gobierno. Asimismo, catorce días más tarde declaró a un representante del canciller Cuno que primero debía ser solventado el asunto del enemigo interno. «¡No abajo con Francia, sino abajo con los traidores de la patria, abajo con los delincuentes de noviembre, es lo que debe decirse!»[318].

La postura adoptada por Hitler ha sido siempre interpretada como una justificación de su falta absoluta de escrúpulos. Pero la decisión con que se enfrentaba a una dualidad muy impopular indica más bien que sus propios motivos fundamentales no le concedían otra opción, viendo él mismo en ello una de las decisiones clave de su carrera. Los colaboradores y propulsores de su encumbramiento, las autoridades y los portavoces conservadores, le consideraron siempre como a uno de los suyos, y en la vecindad a la que forzadamente afluían buscaban siempre y ante todo al hombre nacional. Pero ya la primera decisión política de Hitler, superior en importancia a lo puramente local, desautorizó a todas esas falsas hermandades, desde Kahr hasta Papen, estableciendo, de forma indiscutible, que él, situado ante una elección, se comportaba como un revolucionario auténtico: sin rodeos concedió a la postura revolucionaria prioridad sobre la nacional. En realidad, tampoco reaccionó en años posteriores de forma diferente, asegurando todavía en el año 1930 que preferiría, en caso de un ataque por parte de Polonia, desprenderse durante cierto tiempo de la Prusia oriental y de Silesia antes que inducir al régimen existente a una lucha defensiva[319]. A decir verdad, también había asegurado que se despreciaría a sí mismo si «no fuese ante todo alemán, en caso de conflicto»; pero realmente no permitió, más objetivo y consecuente que sus excitados partidarios, que le fuese dictada la táctica a emplear en sus propios discursos patrióticos; pasando a su vez al ataque, ironizaba tanto sobre la resistencia pasiva, que pretendía «gandulear a muerte» al enemigo, como sobre aquellos que con sus actos de sabotaje querían obligar a que Francia doblase la rodilla: «¡Qué sería hoy Francia —dijo— si en Alemania, en vez de internacionales, solo hubiese nacionalsocialistas! ¡Aun cuando no dispusiéramos de otra cosa que de nuestros puños! Pero si sesenta millones de personas poseyeran una voluntad única, pensaran y actuaran de forma fanáticamente nacional, de los puños surgirían y rebosarían las armas»[320]. Hitler se mostraba en estas palabras: una idea básica racional, engrandecida al máximo por una monstruosa conjuración de la voluntad y, detrás de ello, una visión estimulante.

La voluntad de resistencia de Hitler no fue menor, indiscutiblemente, que la de todos los demás partidos y fuerzas; no la realidad de que resistiera, sino de que solo debía ser una resistencia pasiva, incompleta, constituía, con los motivos apuntados, la base de su negativa. Detrás de ella estaba la convicción de que una política exterior consecuente y favorable solo podía ser llevada a la práctica si su columna vertebral se veía fortalecida por una nación unificada por una revolución; era una especie de primate radical de la política interna, una mutación de la política tradicional de Alemania, como por primera vez apuntó en una carta escrita desde el frente, en febrero de 1915, y que hasta la toma del poder constituyó su máxima táctica. Cuando empezó a entreverse el desmoronamiento de la resistencia pasiva y Hitler, en su imaginación melodramática, presentía un nuevo derrumbamiento de Alemania y la separación del territorio del Ruhr, en un discurso apasionado le bosquejó al gobierno la imagen de lo que debía ser una auténtica resistencia, desarrollando, al mismo tiempo, una visión que constituía un anticipo de su decreto sobre la acción de «tierra calcinada», del mes de marzo de 1945:

«¿Qué importancia tiene que en la catástrofe de nuestra actualidad se hundan las instalaciones industriales? ¡Los altos hornos pueden reventar, inundarse las minas de carbón, los edificios convertirse en cenizas, si detrás de todo ello, realmente, está un pueblo que se levanta, fuerte, sin miedo, decidido a llegar hasta lo último! Porque si el pueblo alemán levanta otra vez su cabeza, también todo lo demás se levantará. Pero si todo ello persistiese y el pueblo se hundiese en su propia podredumbre, entonces todas esas chimeneas, industrias y mares de casas no serían otra cosa que las piedras para la tumba de tal pueblo. ¡El territorio del Ruhr hubiese debido convertirse en el Moscú alemán! Hubiesen tenido que demostrar que el pueblo alemán de 1923 ya no seguía siendo el pueblo de 1918… ¡El pueblo de la deshonra y de la vergüenza se ha convertido de nuevo en un pueblo de héroes! Detrás del territorio del Ruhr en llamas, un pueblo tal hubiese organizado su resistencia a vida y muerte. De haber actuado de tal forma, Francia solo hubiera dado este paso con la máxima cautela… horno tras horno, puente tras puente, ¡todo volado por los aires! ¡El ejército de Francia no se hubiese dejado empujar a latigazos hacia ese horror! ¡Con la ayuda de Dios, nuestra posición sería hoy muy distinta!»[321].

La decisión tomada por Hitler, por muy pocos contemporáneos comprendida o estimada, contra una participación en la lucha en el Ruhr, fue asimismo el motivo fundamental en que se basaron aquellos rumores que indicaban que el NSDAP había podido financiar con dinero francés su extensa organización, su propaganda, sus uniformes y su armamento, pero jamás ha podido ser comprobado de forma fehaciente, así como tampoco ha sido contestada la pregunta sobre qué intereses políticos o económicos intentaron ejercer su influencia sobre el Partido en expansión, solo aclarados en una parte minúscula. De todas formas, la ostentación demostrada por el NSDAP, principalmente desde que Hitler se había hecho cargo de la jefatura del Partido, estaba en tan clara contradicción con el número de afiliados, que la búsqueda de unos mecenas de poderosas finanzas no puede ser descartada sencillamente con el complejo demoníaco de las izquierdas, las cuales solo podían explicarse su jamás superada derrota a manos del «antihistórico nacionalsocialismo» mediante una conspiración monopoliocapitalista que actuaba en un oscuro segundo término. Los propios nacionalsocialistas dieron pie a las más aventuradas suposiciones a través de un histérico «secreteo», con el que intentaban ocultar de forma nebulosa el origen de la financiación. Los documentos de los numerosos procesos por calumnia incoados durante los años de Weimar a consecuencia de siempre nuevos cargos y acusaciones, fueron ocultados o destruidos a partir del año 1933, y desde los primeros tiempos poseía validez la regla de no conservar ni un solo documento que afectase a gastos materiales habidos; el diario de la oficina central contiene, en solo muy contadas ocasiones, una anotación, por regla general con el añadido: «Será solucionado personalmente por Drexler». En ciertas ocasiones, Hitler prohibió a los visitantes de una reunión en el Münchener Kindl-Keller tomar anotaciones y detalles de transacciones realizadas por él mismo[322].

La base financiera del Partido la componían, indudablemente, las cuotas pagadas por los oficiales, modestos donativos de correligionarios dispuestos a estos pequeños sacrificios, el importe de las entradas a los discursos de Hitler o colectas organizadas entre los participantes a las diversas concentraciones, que en algunas ocasiones aportaron varios miles de marcos. Algunos de los primeros seguidores casi se arruinaron en beneficio del Partido, como, por ejemplo, Oskar Körner, asesinado el 9 de noviembre ante la Feldherrnhalle, propietario de un modesto establecimiento de juguetería; otros propietarios de establecimientos ayudaban con vales de descuentos; otros entregaban joyas u objetos de arte; seguidoras solteras, que en la embriaguez producida por la aparición de Hitler durante las manifestaciones nocturnas, sintiéndose transportadas a unas sensaciones de felicidad ya inesperadas para ellas, hacían donación testamentaria al NSDAP de todos sus bienes. Amigos económicamente poderosos, como los Bechstein, los Bruckmann o Ernst «Putzi» Hanfstaengl ayudaron, en ocasiones, con fuertes donativos. También el Partido encontró caminos para activar la aportación de medios económicos, suplementarios a las cuotas pagadas por los afiliados, emitiendo obligaciones sin intereses que debían ser adquiridas por los correligionarios y revendidas. De acuerdo con un informe policíaco, solo durante el primer semestre del año 1921 fueron vendidas nada menos que 40 000 obligaciones por diez marcos cada una[323].

Sin embargo, durante los primeros años el Partido sufrió constantes apuros económicos y a mediados de 1921 no podía permitirse poseer un cajero propio; en ocasiones, a los grupos destinados a la fijación de carteles les faltaba el dinero necesario para adquirir la cola precisa, y en otoño de 1921, debido a la falta de dinero, Hitler tuvo que aplazar varias concentraciones que debían celebrarse en el circo Krone. La miseria material empezó a ceder a partir del verano de 1922, cuando el Partido, gracias a su actividad febril, comenzó a convertirse en una interesante atracción. A partir de este momento, halló contactos cada vez más intensos con una red de mecenas que, más por propio interés que por simpatía, se sostenían como único dique contra la amenaza revolucionaria. En la organización de su propia defensa apoyaban a todas las fuerzas decididas a la resistencia, desde las organizaciones de lucha de las derechas hasta las modestas revistas semanales sectarias o los folletos de literatura contestataria; y es correcto afirmar que su finalidad no era ayudar a Hitler para que escalase el poder, sino a la enérgica fuerza, de la que querían aprovecharse, que se enfrentaba a la revolución.

La relación con los círculos financieros e influyentes de la sociedad bávara debía Hitler agradecérsela, además de a Dietrich Eckart, a Max Erwin von Scheubner-Richter y a Ludendorff, quien asimismo recibía cuantiosos medios de los representantes de la industria y de los grandes propietarios, que él repartía a su juicio entre las organizaciones populares de lucha. Y mientras Ernst Röhm movilizaba dinero, armas y equipos, el Dr. Emil Gansser, un amigo de Dietrich Eckart al que Hitler pudo en 1922, por primera vez, comunicarle sus intenciones, establecía contacto con los Nationalklubs, en los que se reunían magnates de la economía no bávara. Entre los mecenas estaban el fabricante de locomotoras, Borsig; Fritz Thyssen, de los Vereinigte Stahlwerke (Acerías unidas); el consejero secreto Kirdorf; las empresas Daimler o la Bayerische Induestriellenverband; pero también círculos financieros checoslovacos, escandinavos y, sobre todo, suizos, prestaron al Partido ayuda material, por su afortunada y bien merecida importancia, ganada a pulso. En otoño de 1923, Hitler viajó a Zúrich y regresó, al parecer, con un «cofre repleto de francos suizos y dólares»[324]. También Kurt W. Luedecke, personalidad poco clara pero con gran riqueza de ideas, proporcionó, de fuentes no identificadas pero al parecer extranjeras, importantes medios y financió, por ejemplo, un SA-Sturm «propio» con más de 50 hombres; desde Hungría llegaban aportaciones, así como también de círculos de exiliados rusos y bálticos, y algunos funcionarios del Partido fueron pagados, durante la inflación, con divisas extranjeras, entre ellos el Stabsfeldwebel de la SA-Führung y más tarde chófer de Hitler, Julius Schreck, o también el provisional Stabschef de las SA, el Kapitänleutnant Hoffmann.

Incluso un lupanar, instalado en la Berliner Tauentzienstrasse por un antiguo oficial siguiendo consejos de Scheubner-Richter, liquidaba sus ingresos en la central del Partido, en Múnich[325].

Los motivos que impulsaban a estos apoyos prestados al Partido eran tan dispares como sus procedencias. No cabe duda de que las espectaculares acciones llevadas a cabo por Hitler, a partir del verano de 1922, eran imposibles sin ellos; pero también es correcto afirmar que el demagogo en alza creciente y desaforada, que después de años de misantropía y soledad comprobaba por primera vez y de forma embriagadora su propia irresistibilidad, jamás aceptó acuerdos que pudiesen obligarle. La pasión anticapitalista del nacionalsocialismo no fue jamás tomada en serio por el envidioso y celoso espíritu de la época, porque permaneció racional y sordamente infundada; en realidad provenía también de la protesta contra los especuladores, acaparadores y grandes almacenes, vista desde la perspectiva mental de porteros de fincas y propietarios de establecimientos. Pero que no pudiese exponer sistemas brillantes sirvió más bien para concederle una credibilidad, aun poniendo más en entredicho la moral que los fundamentos materiales de las clases capitalistas. Uno de los antiguos oradores del Partido plasmó el propagandístico irracionalismo del movimiento de forma convincente, cuando gritó a las desesperadas e intranquilas masas: «¡Tened todavía, por muy poco tiempo, un poco de paciencia! Entonces, empero, cuando os llamemos, proteged las Cajas de Ahorro, porque allí nosotros, los proletarios, tenemos guardados nuestros céntimos, pero asaltad los grandes bancos, coged todo el dinero que allí encontréis, tiradlo a la calle y encended una hoguera con el gran montón. ¡Y en los postes del tranvía colgad a los judíos blancos y negros!».

Con explosiones similares, de sentimientos idénticos, también Hitler, precisamente ante el tétrico fondo de la inflación y de la miseria masiva, supo movilizar importantes núcleos de partidarios con sus constantes acusaciones contra la hipocresía del capitalismo. Max Amann, segundo jefe del Partido, afirmó durante la declaración que tuvo que prestar ante la policía de Múnich, poco después de la rebelión de noviembre de 1923, que Hitler, a los donantes, «solo les entregaba, como recibo, el programa del partido»[326]; a pesar de que ello se preste a ciertas dudas, globalmente puede partirse de la base de que era más difícil conseguir de él concesiones tácticas, como asimismo es prácticamente imposible suponer facetas de corrupción en la imagen de este hombre; minusvalora su rigidez, la conciencia alcanzada de su propio valer y el poder de sus creaciones delirantes.

La prueba de fuerza contra la autoridad del Estado, superada con éxito a finales de enero, condujo a que los nacionalsocialistas se pusiesen en cabeza de los grupos radicales de derecha en Baviera; en una oleada de manifestaciones, demostraciones y desfiles aparecieron mucho más ruidosos y seguros del futuro que en tiempos anteriores. Rumores de rebelión, planes subversivos llenaban la escena, y en los múltiples y variadísimos estados de ánimo alimentados por el Führer del NSDAP con apasionadas frases, renació la esperanza de que algún cambio general de la situación podía ser en breve ofrecido: no una «subversión a la ligera», como Hitler formulaba, sino un «exigir cuentas de la forma más general e inaudita». Con ello se fortaleció la publicidad del Führer, en la que se explotaron las experiencias de las semanas anteriores; porque estas le habían enseñado que también las decisiones provocativas e inesperadas podían contar con un determinado séquito, siempre y cuando se viesen convenientemente arropadas por el nimbo del Führer infalible. En Hitler se halla «la idea de todo el movimiento, resplandeciendo ante todos los ojos», y «nosotros le seguimos adonde él quiera», se decía, porque ya hoy es «el Führer predestinado para la nueva Alemania nacional». Un punto crítico alcanzó la ahora por primera vez extendida veneración del Führer con su rito similar a un culto, con motivo del cumpleaños de Hitler, durante la segunda quincena de abril. Alfred Rosenberg escribió en el Völkischer Beobachter un tributo de homenaje, celebrando el «sonido místico» del nombre de Hitler; en el circo Krone se reunió la totalidad de la jefatura del Partido, representantes de asociaciones nacionales y unos nueve mil correligionarios para ofrendar, en una manifestación pública, la correspondiente felicitación de cumpleaños; se impuso un donativo-Hitler para financiar la lucha del movimiento, y Hermann Esser le saludó como al hombre ante el cual «la noche empieza ahora a retroceder»[327].

Con objeto de hallarse a la altura de las circunstancias, de cara a la hora decisiva que parecía acercarse, siguiendo sugerencias de Röhm se habían establecido relaciones, ya a primeros de febrero, con algunas organizaciones nacionalistas militantes, a efectos de establecer una alianza con ellas: con la Reichsflagge, dirigida por el Hauptmann Heiss; con el «Bund Oberland», el Vaterländischer Verein München, así como con el Kampfverband Niederbayern. Bajo la denominación de Arbeitsbameinschaft der Vaterländischen Kampfverbände fue creado un comité conjunto, concediéndose la jefatura militar de la asociación al Oberstleutnant Hermann Kriebel.

Con ello se había creado un instrumento contrario al ya existente de la agrupación de alianzas nacionalistas, los Vereinigten Vaterländischen Verbänden Bayerns (VVV) que, bajo la dirección del antiguo presidente del gabinete ministerial Von Kahr y del profesor de segunda enseñanza Bauer, agrupaba las más dispares tendencias blanquiazules, pangermanas, monárquicas y, en casos esporádicos, también racistas, mientras que el negro-blanco-rojo Kampfbund Kriebel era más militante, radical y «fascista», inspirando la posibilidad nostálgica de un golpe de Estado al estilo y ejemplo de Mussolini o de Kemal Ataturk. Pero cuán problemático resultaba este crecimiento, que al mismo tiempo le robaba su hasta el momento indiscriminado poder de mando, tuvo que experimentarlo Hitler el 1.º de mayo, cuando, una vez más, impaciente y mimado por la fortuna de su juego político, osó un nuevo enfrentamiento con el Estado.

Ya su intento de imponer al Kampfbund un programa, fracasó ante la pesada y difícil mentalidad de soldado de sus compañeros, y durante el transcurso de la primavera se vio obligado a observar cómo Kriebel, Röhm y la Reichswehr le iban robando las SA que él había creado, personalmente, como una tropa revolucionaria a su entera disposición: siempre con el objetivo de ganar una reserva secreta para el ejército de los cien mil hombres, los estandartes (como se denominaba a las unidades con los efectivos de tres regimientos) efectuaban su instrucción, organizaban ejercicios nocturnos y desfiles, en los que Hitler solía aparecer como un ciudadano común y en ciertas ocasiones pronunciaba un corto discurso, pero ante las cuales ya no podía afirmar, o muy difícilmente, su reivindicación de poder. Furioso, observando cómo aquellas tropas de choque eran utilizadas para objetivos no previstos por él, convertidas de una avanzadilla ideológica en unidades reservistas del Ejército. Con el fin de recuperar el mando absoluto y total, encargó unos meses más tarde a uno de sus viejos colaboradores, el antiguo «leutnant» Josef Berchtold, la creación de una especie de Guardia de Estado Mayor, denominada «Stosstrupp Hitler», que fue el origen de las posteriores SS.

A finales de abril, Hitler y el Kampfbund llegaron a un acuerdo, durante una reunión, según el cual considerarían como una provocación la manifestación anual de las izquierdas con motivo del 1.º de mayo, conjurándose para impedirla por todos los medios a su alcance. Al mismo tiempo pretendían, recordando el cuarto aniversario del final de la dominación bolchevique, organizar una gigantesca manifestación de masas. Cuando el indeciso gobierno de Von Knilling, sin haber aprendido de la derrota sufrida en enero, atendió el ultimátum del Kampfbund a medias y autorizó a las izquierdas la manifestación solo en la Theresienwiese, prohibiendo sin embargo los desfiles callejeros, Hitler se mostró excitado de la forma en él habitual. Igual que en el mes de enero, intentó hacer entrar en juego en contra de las instancias civiles al poder militar. El 30 de abril, en una situación extremadamente tensa y delicada, mientras que Kriebel, Bauer y el recién nombrado Führer de las SA, Hermann Göring, se presentaban ante el gobierno exigiendo se proclamase el estado de sitio en contra de las izquierdas, Hitler se dirigió, acompañado por Röhm, a visitar al general Von Lossow, exigiendo no solo la intervención de la Reichswehr, sino asimismo, de acuerdo con los convenios generales, la entrega de armas depositadas en los arsenales del Ejército a las asociaciones patrióticas. El general rechazó, ante el indescriptible asombro de Hitler, tanto lo uno como lo otro; él sabía, declaró rígidamente, cuál era su obligación para velar por la seguridad del Estado y ordenaría se disparase sobre todo aquel que provocase disturbios. El coronel Seisser, el jefe de la Policía provincial bávara, se pronunció en forma similar.

Hitler se había colocado en una situación prácticamente sin salida y desesperada, que solo parecía permitirle renunciar de forma vergonzosa a la ruidosamente proclamada obstaculización de las fiestas de mayo. Pero en un movimiento sumamente característico en él negó la derrota, elevando drásticamente la apuesta. A Lossow ya le había amenazado de forma oscura, diciéndole que «las manifestaciones rojas» solo podrían celebrarse si los manifestantes «marchaban sobre su cadáver», y tanta conmoción respecto al destino así como su ampulosa exposición estaban en juego: siempre pareció, tanto ahora como posteriormente, existir detrás de todo ello una tensa seriedad, una capacidad máxima de decisión para cortarse a sí mismo los caminos de retirada y colocar su propia existencia ante las categorías alternativas del todo o nada.

En todo caso, Hitler ordenó acelerar los preparativos, de forma febril se prepararon armas, municiones y vehículos motorizados, y al final incluso la Reichswehr fue engañada, mediante un golpe de mano. En contra de la prohibición de Lossow, ordenó que Röhm y un puñado de hombres de las SA fuesen a los cuarteles y, con la excusa de que el gobierno temía disturbios para el 1.º de mayo por parte de las izquierdas, les fuesen entregados, sobre todo, fusiles y ametralladoras. En vista de estos ya nada encubiertos preparativos para una rebelión, algunos de los compañeros de la alianza empezaron a temer lo peor, se llegó a la lucha, pero los acontecimientos, entretanto, se habían adelantado a los propios actores: de acuerdo con las instrucciones de alarma, llegaron los hombres hitlerianos desde Núremberg, Augsburgo y Freising, muchos de ellos estaban armados; un grupo procedente de Bad Tölz había hecho remolcar un viejo cañón por un camión, la unidad de Landshut llevaba consigo algunas ametralladoras ligeras, todos en espera del levantamiento revolucionario, nostálgicamente esperado durante años enteros y que el mismo Hitler pregonó centenares de veces, con el fin de «cancelar la vergüenza del noviembre», como proclamaba la excitante y sombría consigna popular. Cuando el jefe de la Policía, Nortz, se dirigió a Kriebel, llamándole la atención, recibió la respuesta: «Yo ya no puedo volverme atrás, es demasiado tarde… Es indiferente si la sangre corre»[328].

Ya mucho antes del amanecer, se agruparon en el Oberwiesenfeld, así como también cerca del Maximilianeum y en otros lugares escogidos de la ciudad, todas las «Vaterländische Verbände», con el fin de enfrentarse al supuesto y amenazador intento de subversión de los socialistas. Hitler llegó algo más tarde al terreno de concentración, que simulaba un campamento militar. Apareció de forma altamente dramática, con un casco de acero sobre la cabeza y ostentaba la EK 1 (cruz de hierro de 1.ª clase). Le acompañaban, entre otros, Hermann Göring, Streicher, Rudolf Hess, Gregor Strasser así como el jefe de un Cuerpo franco, Gerhard Rossbach, que mandaba las SA de Múnich. Y mientras las unidades de asalto, en espera de las instrucciones para entrar en acción, iniciaban su instrucción, el Führer y sus colaboradores celebraron consejo, indecisos, desunidos y con un creciente nerviosismo por saber cómo debían proceder, ya que no aparecía la señal convenida con Röhm.

Sobre la Theresienwiese, entretanto, los sindicatos y los partidos de izquierda celebraban, no sin el vocabulario tradicional revolucionario, aunque de forma armónica y consciente, la fiesta de 1.º de mayo; como que la policía había acordonado al Oberwiesenfeld en dirección a la ciudad, en un amplísimo círculo, no llegaron a producirse los encuentros esperados. Röhm se hallaba en tales momentos, y en posición de firmes, ante su jefe, el general Von Lossow, quien se había enterado, entretanto, de la acción realizada en los cuarteles y exigía ahora, ardiendo de indignación, fueran inmediatamente devueltas las armas robadas. Poco después del mediodía, el capitán se presentó en el Oberwiesenfeld, escoltado por unidades armadas de la Reichswehr y de la Policía, haciendo entrega de la orden recibida. Mientras que Strasser y Kriebel aconsejaban el ataque inmediato, porque esperaban obligar posteriormente a la Reichswehr a incorporarse a ellos en caso de producirse una lucha con las izquierdas, Hitler renunció. Es verdad que pudo evitar la denigrante entrega de armas en aquel lugar, las unidades mismas las devolvieron a los respectivos cuarteles; pero la derrota era indiscutible y no pudo ser ocultada por la chillona pirotecnia del discurso que en la misma noche pronunció en el circo Krone, rebosante de partidarios.

Muchos son los síntomas que se pronuncian en favor de que Hitler con todo ello provocó la primera crisis personal en sus años de encumbramiento. Es indiscutible que no sin cierta razón podía hacer responsables del fracaso no solo a la dependencia de sus aliados, sino de forma especial a las melindrosas y al mismo tiempo tozudas unidades nacionales; pero tuvo que confesarse a sí mismo que en sus relaciones con los compañeros también habían surgido algunas debilidades y equivocaciones. Sobre todo, había perseguido un concepto equivocado. Un cambio inesperado y la violencia de su temperamento le habían impuesto un orden de campaña completamente equívoco: inesperadamente ya no tenía tras él a la Reichswehr, que le había hecho poderoso, sino enfrentada a él, amenazándole.

Constituyó el primer retroceso en su encumbramiento hasta el momento, a través de los años tormentosos. Durante varias semanas, Hitler se retiró, lleno de dudas en sí mismo, a Berchtesgaden, en casa de Dietrich Eckart. Solo esporádicamente iba a Múnich para pronunciar algún discurso o para distraerse. Si sus sistemas tácticos de actuación habían sido, hasta entonces, dictados por el instinto de buscar siempre apoyos, ahora desarrolló, bajo la impresión de aquel día de mayo, posiblemente los inicios de un sistema táctico más resolutivo: primeros esquemas de aquel concepto de la revolución «fascista» que no busca el conflicto, sino la conjunción con el poder estatal, y que ha sido exactamente descrito como «la revolución con el permiso del señor presidente»[329]. Algunos de sus pensamientos los plasmó por escrito, siendo posteriormente incluidos en Mi lucha.

Mucho más grave era la reacción crítica de la opinión pública. Constantemente, en numerosos discursos que semejaban latigazos, Hitler había glorificado la acción, la voluntad y la idea de la figura de un Führer; ocho días antes de la acción del 1.º de mayo había sentido compasión de la nación, expresada con floreadas palabras, que necesitando héroes se veía obligada a utilizar parlanchines, tributando homenajes a una creencia de actividad soñadora que no correspondía, precisamente, a la comedia del titubeo y a la desorientación mostrada en el Oberwiesenfeld: «En general se reconoce que Hitler y sus gentes hicieron el ridículo», se decía en un informe sobre los acontecimientos. Incluso el supuesto complot para asesinar al «gran Adolf», como escribió irónicamente el Münchener Post, que Hermann Esser había descubierto en el «Völkischer Beobachter» entre variado y artificioso clamoreo, fue ineficaz para hacer revivir su popularidad, por cuanto un similar descubrimiento, publicado en el mes de abril, pudo ser prontamente desenmascarado como invención nacionalsocialista. «Hitler ha terminado de dar ocupación a la fantasía del pueblo», escribió un corresponsal del New Yorker Staatszeitung, su estrella, en verdad, como había registrado un observador especializado a principios de mayo, «estaba palideciendo fuertemente»[330].

A él personalmente, en un examen introspectivo, quizá le pareciera que su estrella comenzaba a apagarse en el ambiente depresivo de la soledad de Berchtesgaden; esto podría hacer comprensible su llamativa retirada, la renuncia desmoralizadora, la reanudación de los contactos con Lossow, la busca de nuevos objetivos y nueva fuerza tanto para el Kampfbund como para el Partido, ahora sin su Führer. Un intento de Gottfried Feder, Oskar Körner y otros antiguos correligionarios para llamarle al orden y descartar, sobre todo, a «Putzi» Hanfstaengl, quien le proporcionaba aquellas «bellas mujeres» que de forma indignante corrían por allí «en pantalones de seda» y animaban las «orgías con champaña», no lo tomó en consideración[331]. Se dejaba arrastrar, como en una recaída, por sus viejos letargos y desganas. Mas, al parecer, también pretendía esperar, en primer lugar, el resultado del proceso judicial que la Fiscalía del Estado había incoado ante la Audiencia provincial Múnich I por los sucesos del 1.º de mayo. Porque, independientemente de la sentencia que sobre él recayera y con la que debía contar, también le amenazaba el cumplimiento del castigo de dos meses de cárcel, momentáneamente interrumpido por el asunto Ballerstedt; y era mucho más probable que el ministro del Interior, Schweyer, acogiéndose al incumplimiento de la palabra empeñada, intentara cumplir su antigua intención de expulsarle del país.

Con un contragolpe muy hábil, aprovechándose del enredo nacionalista entre las fuerzas bávaras, Hitler se adelantó a tales temores. En un memorándum dirigido al fiscal general, escribía: «Desde hace semanas, tanto en la prensa como en el parlamento provincial, se me está injuriando de la forma más ignominiosa, sin que me sea dada la posibilidad de defensa pública; debido a la consideración que le debo a la patria, solo puedo estar agradecido al destino que me permitirá ahora llevar a cabo mi propia defensa en el salón de justicia, libre ya de toda consideración». Por precaución, amenazaba con entregar el memorándum a la prensa.

Esta advertencia no se prestaba a dudas. Recordaba al ministro de Justicia Gürtner, un nacional-alemán que recibió el memorándum acompañado con un preocupado escrito del fiscal general, su antigua y continuada complicidad, cuando este había llamado a los nacionalsocialistas, en ciertas ocasiones, «carne de nuestra propia carne»[332]. La miseria nacional, cada día más acentuada que la inflación, las huelgas generales, la lucha en el Ruhr, las revueltas del hambre y las acciones subversivas de las izquierdas parecían conducir a un inexorable punto explosivo, creó las condiciones para no desear enfrentamientos con una figura de Führer nacional, aun cuando ella misma fuese parte de esta miseria nacional. Sin informar al ministro del Interior, quien se interesaba repetidamente por la marcha de las indagaciones, Gürtner indicó a la fiscalía del Estado que su deseo era «aplazar el caso para tiempos más tranquilos». El 1.º de agosto de 1923 se suspendieron momentáneamente las indagaciones, y el 22 de mayo del año siguiente fue sobreseído el proceso.

Pero cuán importante había sido la pérdida de prestigio sufrida por Hitler quedó demostrado a principios de septiembre, cuando las asociaciones patrióticas se reunieron en Núremberg para conmemorar el aniversario de la victoria de Sedán, celebrando el «Día alemán», unas manifestaciones que, de vez en cuando y con patética fastuosidad, se convocaban en distintos lugares de Baviera: ante un decorado pintoresco compuesto por banderas, flores y generales jubilados, cientos de miles de personas tributaban homenaje, con discursos y desfiles, al ofendido sentimiento de la grandeza nacional y a la necesidad de una más bella y exaltada evidencia: «Rugientes gritos de Heil —así se dice, con palabras poco corrientes en el léxico policial, en el informe del Staatspolizeiamtes de Nuremberg-Fürth sobre el 2 de septiembre de 1923— atronaron el aire, innumerables brazos se extendían hacia él ondeando pañuelos, una lluvia de flores y coronas, procedentes de todas direcciones, cayó sobre él: fue como un grito jubiloso de cientos de miles de desesperados, intimidados, pisoteados, acobardados, en los que parecía brillar un rayo de esperanza que los libraría de la esclavitud y de la miseria. Muchos, hombres y mujeres, estaban allí en pie y llorando…»[333].

No cabe duda que los nacionalsocialistas, de acuerdo con el mismo informe, aportaban uno de los más numerosos grupos entre aquellos cientos de miles de participantes; pero el punto neurálgico de aquel júbilo tan inmenso lo constituía, de forma inequívoca, Ludendorff; y cuando Hitler, bajo los efectos de la impresión causada por aquella concentración masiva y considerando asimismo el mucho terreno perdido, se halló nuevamente dispuesto para una alianza, fundando, con la asociación Reichsflagge del capitán Heiss, así como con el «Bund Oberland», bajo el mando de Friedrich Weber, el nuevo «Deutschen Kampfbund», ya no podía hablarse de sus exigencias de Führer. No solo la derrota del 1.º de mayo, sino también la retirada de Múnich, habían preparado la rápida descomposición de su prestigio: tan pronto dejaba de producir sensación con su persona, nombre, autoridad y grandeza demagógica quedaban anulados. Solo tres semanas más tarde consiguió el incansable Ernst Röhm, acosando constantemente, devolverle a Hitler, a su amigo, el renombre entre los jefes del Kampfbund, de forma que Hitler pudo, a pesar de todo, hacerse cargo nuevamente de la dirección política de la alianza.

El motivo aparente lo ofreció la decisión del gobierno del Reich de suspender la a todas luces insensata lucha en el Ruhr. El 24 de septiembre, seis semanas después de haberse hecho cargo del gobierno, Gustav Stresemann interrumpió la resistencia pasiva y reanudó el pago de las reparaciones a Francia. Hitler, durante los meses últimos, había reprobado dicha resistencia, pero sus objetivos revolucionarios exigían, al mismo tiempo, estigmatizar el poco popular paso dado por el gobierno y obtener de ello todas las ventajas subversivas. Ya al día siguiente se encontró con los jefes del Kampfbund, Kriebel, Heiss, Weber Göring y Röhm. En un discurso arrebatador y durante dos horas y media desarrolló sus ideas y visiones, finalizando con el ruego de que se le otorgase la dirección del «Deutschen Kampfbund». Con lágrimas en los ojos, así ha informado Röhm, Heiss le ofreció, al finalizar, la mano. Weber estaba conmovido, Röhm lloraba y temblaba, como se indica, de íntima excitación[334]. Plenamente convencido de que tal acontecimiento empujaba a una decisión final, ya al día siguiente pidió su excedencia militar, uniéndose definitivamente a Hitler.

Ir a la siguiente página

Report Page