Hitler
Libro segundo » Capítulo III
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Como Führer del Kampfbund, Hitler pareció pretender quitar la razón a todos los escépticos, mediante la demostración de su fuerza y capacidad de decisión. Sin pérdida de tiempo ordenó a sus 15 000 hombres de las SA la preparación para un caso de alarma, exigiendo, con el fin de incrementar su poder ofensivo, a los afiliados del NSDAP darse de baja de todas las demás agrupaciones nacionales, desarrollando una actividad casi histérica; pero como siempre, daba la sensación de que el objetivo auténtico que perseguía en todos sus planes, tácticas y órdenes debía ser una acción propagandística feroz y, al mismo tiempo, solemne, cuya turbulenta escenografía consistía para él en el concepto de lo realmente insuperable. Como en otras circunstancias, planificó para la noche del 27 de septiembre catorce concentraciones de masas, para ser celebradas todas al mismo tiempo y poder, asimismo, avivar catorce veces seguidas los excitados ánimos. Las intenciones más lejanas del Kampfbund no se prestaban a dudas, ello es indiscutible; apuntaban a una liberación de la «esclavitud y vergüenza», a una marcha sobre Berlín, a la creación de una dictadura nacional y a la eliminación de los «odiados enemigos en el interior», como Hitler, tres semanas antes, había asegurado: «¡O bien marcha Berlín y finaliza en Múnich, o Múnich marchará y terminará en Berlín! No debe existir dualidad entre una Alemania del norte bolchevique y una Baviera nacional»[335]. Pero cuáles eran en realidad los planes que en tal momento perseguía, especialmente si pretendía sublevarse o solo deseaba poder hablar otra vez, es algo que jamás ha podido ser correctamente establecido; casi todo parece indicar que pretendía hacer depender sus posteriores decisiones de los efectos, los sentimientos y el ardor de las masas, y con su característica sobrevaloración de los medios publicitarios arrastrar al Estado mediante el entusiasmo de las masas y obligarle a actuar: «De estas interminables luchas oratorias, nacerá la nueva Alemania», dijo en la citada manifestación. A todos los componentes del Kampfbund les hizo llegar una instrucción severamente secreta, prohibiéndoles se alejasen de Múnich y conteniendo la contraseña para caso de urgencia.
El gobierno de Múnich, acorralado por los rumores subversivos en circulación, la desconfianza contra el gobierno del Reich «marxista», así como por los resentimientos específicamente bávaros, se adelantó a Hitler. Sin ningún anuncio previo, el presidente del gobierno ministerial Von Knilling impuso el 26 de septiembre el estado de alarma, nombrando a Gustav von Kahr, como ya en otra ocasión en 1920, comisario general del Estado con poderes dictatoriales. Kahr anunció que, indudablemente, agradecía la colaboración del Kampfbund, pero avisó a Hitler, al mismo tiempo, que no hiciera «cosas extras», como él las denominaba, y prohibió, ante todo, las catorce manifestaciones convocadas. Fuera de sí, enojadísimo, como en uno de sus característicos ataques, que parecían ir en aumento con sus propias declaraciones y gritos de rabia, Hitler amenazó con la revolución y el derramamiento de sangre. Pero Kahr permaneció impasible. En la cúspide del Kampfbund, la unidad de lucha más aguerrida y conjuntada, Hitler habíase visto, finalmente, como colaborador del poder estatal; Kahr volvía a degradarlo, convirtiéndolo en solo un objeto. Por un instante pareció decidido al levantamiento. Pero durante el transcurso de la noche, Röhm, Pöhner y Scheubner-Richter consiguieron quitarle estas ideas de la cabeza.
De todas formas, el desarrollo habíase adelantado muchísimo a las intenciones de Hitler. Porque entretanto, en Berlín, bajo la presidencia de Ebert, se había reunido el gabinete para discutir la situación. Con excesiva frecuencia había conjurado Von Kahr a «la misión bávara para salvar a la patria», dejando bien sentado que bajo tal concepto comprendía, nada más y nada menos, el derrocamiento de la república, la creación de un régimen señorial conservador, y para Baviera una amplísima independencia así como el retorno de la monarquía, motivos, todos ellos, suficientes para despertar en el nuevo gobierno comprensibles preocupaciones. Ante el panorama de una mísera y desesperada situación del país, cuya divisa monetaria había caído verticalmente y cuya economía se hallaba prácticamente hundida, en vista de la influencia comunista en Sajorna y Hamburgo, en atención a las intentonas separatistas en occidente y del poder en constante decadencia del gobierno del Reich, los acontecimientos de Múnich podían constituir, realmente, la señal definitiva para el derrumbamiento de la actual situación.
En este indeciso y dramático momento, el futuro del país estaba en manos de la Reichswehr, cuyo jefe, el general Von Seeckt, era objeto de amplias esperanzas de las derechas para convertirse en dictador. En una aparición realmente efectista, con el consiguiente retraso para incrementar la misma y con la fría objetividad de la plena conciencia de su poder, contestó a la pregunta de Ebert, que dónde estaba la Reichswehr en esta hora: «La Reichswehr, señor presidente del Reich, está detrás de mí», aclarando con ello instantáneamente las auténticas posiciones de fuerza; pero al mismo tiempo, y cuando el mismo día le fue traspasado el poder ejecutivo con la declaración del estado de alarma, púsose con formal lealtad a disposición de las instituciones políticas[336].
Esta escenografía realmente intrincada, plena de tumultos y difícilmente comprensible, fue el escenario donde se desarrollaron los acontecimientos de las semanas siguientes: Seeckt echó a tiempo a dos de los actores. El 29 de septiembre se alzó en Küstrin la Reichswehr negra ilegal, bajo el mando del comandante Buchrucker, la cual temía, desde que fueron suspendidas las luchas en el Ruhr, su disolución y pretendía dar a las derechas, pero sobre todo a la Reichswehr, la señal para entrar en acción, con una serie de confusos presagios; pero esta acción, precipitadamente llevada a cabo e insuficientemente coordinada, fue aplastada después de corto cerco. Inmediatamente después, Seeckt se dirigió con una acción ampliamente resolutiva, que demostraba las inolvidables emociones de la época revolucionaria, contra las amenazas subversivas izquierdistas en Sajonia, Turingia y Hamburgo; entonces se vio enfrentado a la prueba de fuerza con Baviera.
En Baviera, Hitler había conseguido entretanto, guiado por su concepto táctico, acercar a Kahr a su lado. Una invitación de Seeckt para que se prohibiese un artículo calumnioso en el «Völkischer Beobachter» no fue obedecida por Kahr ni por Lossow, ignorando, además, una orden de detención contra Rossbach, el capitán Heiss y el capitán Ehrhardt. Cuando Lossow fue destituido, el comisario general del Estado, haciendo caso omiso de la constitución, le nombró comandante general de Baviera para la Reichswehr bávara e hizo todo lo posible para agravar el conflicto con Berlín mediante nuevas provocaciones, hasta exigir finalmente, nada más y nada menos, que fuese cambiado el gobierno del Reich, contestando a un escrito de Ebert con una abierta declaración de lucha: el capitán Ehrhardt, antiguo jefe de un Cuerpo franco, a quien buscaba el Tribunal supremo por vía requisitoria, fue sacado de su escondite en Salzburgo e instruido para que preparase la marcha sobre Berlín; la planificación preveía el día 15 de noviembre para el inicio de la ofensiva.
Los bruscos gestos iban acompañados de fuertes palabras. Kahr mismo polemizaba contra el espíritu antialemán de la constitución de Weimar, llamaba al régimen un «coloso de barro» y se veía a sí mismo, durante un discurso, como el exponente del problema nacional en la decisiva lucha ideológica contra la concepción internacional judeomarxista[337]. Indudablemente, él procuraba, a través de estas ruidosas reacciones, justificar las múltiples esperanzas estrechamente ligadas con su nombramiento como comisario general del Estado; pero en realidad, por el contrario, servía a las intenciones de Hitler. Un solo artículo en el Völkischer Beobachter había bastado, atendiendo a las manipulaciones de Kahr, para dar un giro completo a la fatal situación del 1.º de mayo: el conflicto con Berlín le proporcionó a Hitler la alianza con aquellos políticos bávaros cuya ayuda precisaba para realizar la rehabilitación contra el gobierno del Reich. Porque cuando Seeckt invitó a Lossow a que dimitiera, todas las agrupaciones nacionales se aprestaron para la disputa que se preveía con Berlín.
Inesperadamente, Hitler vio cómo se aproximaban grandes oportunidades; «el invierno nos deparará la decisión», manifestó en una entrevista al «Corriere d’Italia»[338]. Visitó repetidamente a Lossow, enterrando la disputa; ahora ambos tenían intereses comunes y enemigos comunes, pudo indicar sumamente feliz, mientras que Lossow aseguraba que «él estaba de acuerdo con Hitler en nueve de cada diez puntos». Sin pretenderlo en realidad, el jefe de la Reichswehr bávara se situaba en el centro del escenario como uno de los actores principales; pero el papel de conspirador no le iba, él era un soldado apolítico, temeroso ante las decisiones, y en las situaciones conflictivas en las que se hallaba inmerso no estaba a la altura de las circunstancias. Fue Hitler quien muy pronto tuvo que empujarle. Con la máxima exactitud caracterizó el dilema de Von Lossow: un jefe militar, con tan amplias prerrogativas, «que se enfrenta con su jefe máximo, debe estar decidido a llegar hasta lo último, si es preciso, o solo es un vulgar rebelde y un insurrecto»[339].
Mucho más difícil fue el entendimiento con Kahr. Mientras que Hitler no podía perdonar al comisario general del Estado la traición del 26 de septiembre, Kahr poseía plena conciencia de que no le habían convocado para «hacer entrar en la razón blanquiazul» al agitador decidido a cualquier locura agresiva. Su relación con Hitler no olvidaba nunca el pensamiento oculto, siempre despierto, para ordenar a su debido tiempo al tamborilero e inteligente alborotador que «desapareciese de la política»[340].
A pesar de todas las reservas, de todos los sinsabores, el conflicto con el gobierno del Reich hizo que coincidiesen; las diferencias de opinión que seguían latentes afectaban, sobre todo, a la exigencia del poder y, de forma primordial, al momento exacto de iniciar la ofensiva. Mientras Kahr, que pronto se encontró con Lossow y con Seisser en una especie de «triunvirato» del poder legal, daba preferencia a cierta moderación en dicho punto y mantenía una prudente distancia con sus osadas palabras, Hitler empujaba impaciente a la acción. «Solo una pregunta preocupa todavía al pueblo: ¿cuándo empezamos?», dijo, y celebraba de forma casi soñadora, en discursos escatológicos, el próximo derrumbamiento:
«Entonces habrá llegado el día —profetizaba— para el que este movimiento fue creado. La hora por la que durante años hemos luchado. ¡El instante en que el movimiento nacionalsocialista se pondrá en marcha triunfal para la salvación de Alemania! No hemos sido creados para unas elecciones, sino para actuar, como última salvación, cuando la miseria sea mayor, para cuando este pueblo vea acercarse, temeroso y desesperado, al monstruo rojo… De nuestro movimiento surgirá la redención, esto ya lo sienten millones de seres. ¡Se ha convertido casi en una nueva creencia religiosa!»[341].
Durante el transcurso del mes de octubre, las partes reforzaron sus preparativos. En una cuchicheante atmósfera de intriga, secretos y traición, las conversaciones eran constantes, los planes de acción pasaban de mano en mano, las contraseñas fueron intercambiadas para la hora de la verdad, pero también se acumulaban armas y se realizaban maniobras. Ya a principios de octubre, los rumores respecto a una subversión prácticamente inmediata tomaron tal consistencia que el teniente coronel Kriebel, el jefe militar del Kampfbund, se vio obligado a desmentir por escrito al presidente del consejo de ministros Von Knilling toda intención subversiva. En aquella selva de intereses, pactos, maniobras ficticias y emboscadas, cada uno vigilaba al otro, miles esperaban alguna instrucción concreta. En las paredes de las casas aparecieron consignas y frases contrarias; la «marcha a Berlín» se convirtió en una fórmula mágica que parecía prometer, de un solo golpe, la solución de todos los problemas. Como ya lo había hecho durante semanas, Hitler vivificaba esta psicosis de partida: «La república de noviembre está en las últimas. Esta tempestad elemental se desencadenará, y en esta tormenta la república sufrirá, de una u otra forma, una modificación. Madura ya lo está»[342].
Hitler, en contraposición a Kahr, parecía estar seguro de su plan. Indiscutiblemente, persistía la desconfianza de que el triunvirato pudiese ponerse en marcha sin él o que las masas no reaccionasen con la consigna revolucionaria de «¡Vamos a Berlín!», sino que las movilizaran con el grupo separatista de lucha «¡Separémonos de Berlín!»; en ciertos momentos temía asimismo que no se llegase a la acción, y ya a principios de octubre parece ser que empezó a pensar cómo podía obligar a sus compañeros a desencadenar la acción para situarse él a la cabeza del movimiento. Pero de lo que no dudaba era de que, una vez llegado el instante propicio, la población estaría durante el conflicto a su lado y en ningún caso junto a Kahr. Despreciaba a esta burguesía afectada, su falsa conciencia de creerse superior, su incapacidad ante las masas que pretendían arrebatarle. En una entrevista señalaba a Kahr como a un «débil burócrata de la anteguerra» y declaraba «que la historia de todas las revoluciones demostraba que jamás un hombre del antiguo sistema podía ser el caudillo de las mismas, sino solo un revolucionario». Sin duda, el poder estaba en manos del triunvirato; pero él tenía a su lado al «Nationalfeldherr» Ludendorff, el «Cuerpo de Ejército sobre dos piernas», cuya limitación política había reconocido rápidamente y de la que, con suavidad, sabía aprovecharse. Su comportamiento mostraba ya entonces la tendencia característica hacia lo desmesurado, se comparaba con Gambetta o Mussolini, aun cuando sus compañeros de lucha se riesen de tal comparación y Kriebel declarase a un visitante que Hitler no era el hombre apropiado para un puesto directivo, porque solo tenía propaganda metida en la cabeza. Hitler mismo, por el contrario, declaraba a uno de los altos oficiales del acompañamiento de Lossow que él se sentía predestinado a salvar a Alemania y que precisaba de Ludendorff para atraerse a la Reichswehr: «En la política no se me entremeterá en nada, no soy un Bethmann-Hollweg… ¿No sabe usted que también Napoleón se rodeó de hombres sin importancia cuando creó el Consulado?»[343].
Durante la segunda mitad del mes de octubre, los planes elaborados en Múnich adoptaron ya una forma más concreta. El 16 de octubre, Kriebel firmó una orden para la ampliación de la protección fronteriza hacia el Norte, que si bien fue dada a conocer como medida policíaca contra la mucho más intranquila Turingia, en realidad hablaba en términos marciales de «espacios de concentración de fuerzas» e «inicio de las hostilidades», de «espíritu ofensivo», «celo cazador», así como del «aniquilamiento» de las fuerzas enemigas, y ofrecía, sobre todo, la posibilidad de una movilización general para una guerra civil. Entretanto, los voluntarios efectuaban ejercicios y maniobras, basándose en los mapas de la ciudad de Berlín, y ante los cadetes de la Escuela de Infantería Hitler alababa la ética de la revolución, bajo atronadoras ovaciones: «La máxima obligación que impone su juramento a la bandera, señores, es la de saber romper con él». Con el fin de irritar a las fuerzas del compañero, los nacionalsocialistas llamaron a los elementos de la policía para que ingresaran en las SA, y posteriores datos facilitados por Hitler hablaban de unos sesenta a ochenta obuses y cañones pesados que precavidamente habían sido sacados de sus escondites. Durante una reunión del Kampfbund, el 23 de octubre, Hermann Göring comunicó detalles para «la ofensiva contra Berlín», recomendando, entre otras cosas, la confección de listas negras: «Debe actuarse con el máximo terror; el que ponga dificultades, aunque sean mínimas, debe ser fusilado. Es necesario que los jefes escojan a aquellas personalidades cuya eliminación es necesaria. Por lo menos una de ellas, como escarmiento, debe ser fusilada inmediatamente después de producirse el levantamiento»: el «Ankara de Alemania» se preparaba para la rehabilitación en el interior[344].
En esta atmósfera de desconfiada rivalidad un propósito arrastraba al siguiente. El 24 de octubre, Lossow convocó en el Vehrkreiskommando a los representantes de la Reichswehr, Policía y agrupaciones patrióticas, para darles a conocer la prevista movilización de la Reichswehr para marchar sobre Berlín. El santo y seña era «Amanecer del Sol». Para dicha reunión había invitado al jefe militar del Kampfbund, Hermann Kriebel, pero había omitido voluntariamente a Hitler y a la jefatura de las SA. Como respuesta a esta ofensa, Hitler montó inmediatamente una «gigantesca revista militar», como se dice en un informe contemporáneo; «desde primeras horas de la mañana se oían en la ciudad los redobles de tambor y la música, y durante el transcurso del día se veían por todas partes gentes uniformadas con la cruz gamada de Hitler en el cuello o el edelweiss del Oberland (leontopodio) en la gorra»[345], Kahr, sin ser solicitado para ello, declaró, con el pretexto de desmentir «los múltiples rumores en circulación», que él descartaba toda relación y trato con el actual gobierno del Reich.
Parecía una carrera silenciosa, irritante, y la pregunta era todavía quién sería el que pegase primero, para finalmente recibir de manos de «la nación redimida» «la corona de laurel en el Brandenburger Tor». Una especie de fiebre de matiz localista se introducía en todos los planos como un elemento fantástico, proporcionando a las actividades multilaterales un aditamento de wéstern. Sin detenerse excesivamente en las reales situaciones de fuerzas, los protagonistas anunciaban que había llegado la hora de «marchar y de solucionar diversas cuestiones como Bismarck había hecho»; otros celebraban la «ordenada célula bávara», o los «puños bávaros», que limpiarían «la pocilga de Berlín». Una nebulosidad acogedoramente íntima parecía extenderse sobre las imágenes que tanto agradaba exponer y que describían a la capital como si fuese la gran Babilonia, y algunos oradores rindieron los corazones de sus oyentes mediante la pintura de una visión que daba «a los fuertes bávaros la posibilidad de ejercer una acción de castigo sobre Berlín, el triunfo sobre aquella apocalíptica prostituta y, quizá, gozar un poco de ella». Un hombre de confianza del sector de Hamburgo informó a Hitler que «estarían a su lado millones de personas en la Alemania del norte el día de exigir cuentas, y en muchos casos reinaba la esperanza de que toda la nación, con todos sus pueblos y todas sus provincias, se uniría a la rebelión de Múnich, tan pronto esta se iniciase, y de que era inmediato “un levantamiento primaveral del pueblo alemán, similar al del año 1813”»[346]. El 30 de octubre, Hitler retiró ante Kahr su palabra de que él no se adelantaría.
Kahr, sin embargo, aún no podía decidirse y, posiblemente, jamás pensó, lo mismo que Lossow, en realizar un derrocamiento por iniciativa propia; a veces más bien parece que el triunvirato había pretendido infundir valor a Seeckt y a los nacionalconservadores «señores del norte», con todos sus desafíos, amenazas y planes de movilización, para que convirtiesen en realidad sus rumoreados conceptos dictatoriales y poder ellos mismos actuar en el momento oportuno en que los intereses bávaros y las posibilidades de éxito fuesen favorables y lo hiciesen aconsejable. A principios de noviembre enviaron a Berlín al coronel Seisser, para que se informase sobre la situación. Sin embargo, su informe defraudó. No podía contarse con un amplio apoyo, y Seeckt, especialmente, se mantenía muy reservado.
En vista de esta situación, el 6 de noviembre convocaron a los jefes de las agrupaciones patrióticas, indicándoles, en tono muy enérgico, que solo ellos tenían el derecho y el mando supremo para la prevista acción y que destrozarían toda acción individual: fue el último intento por conservar la hegemonía de la acción, que ya habían perdido entre tantas palabras cordiales y constantes indecisiones. Tampoco esta vez fue convocado Hitler a dicha reunión. Durante aquella misma noche, el Kampfbund llegó al acuerdo de aprovechar la primera oportunidad que se ofreciese para desencadenar la ofensiva, obligando, de esta forma, tanto al triunvirato como a una gran cantidad de personas indecisas, a tomar parte en esta acción prevista de la marcha sobre Berlín.
La decisión es algo que con frecuencia se ha admitido como un certificado para el temperamento teatral de Hitler, para su delirio de grandeza, y entregado a la afrenta popular como el «Beer-all Putsch», «carnaval político», «rebelión de escalera de servicio» o «fiesta de película del Oeste». Es cierto que en tales casos no le eran extraños algunos de los rasgos citados; pero, al mismo tiempo, demuestran la capacidad de Hitler para enjuiciar la situación, su valor y su táctica consecuente. Contenía, en un entramado característico, tantos elementos de pura «pose» y bribonería como de fría racionalidad.
En realidad, durante la noche del 6 de noviembre de 1923, Hitler no tenía posibilidad de elegir. La obligación de actuar era ya ineludible para él desde la todavía no superada derrota del 1.º de mayo, si quería no perder su prestigio hundiéndose en la masa amorfa de partidos y políticos y sí conservar su crédito: la seriedad de su indignación radical, casi existencial, que imponía respeto por su inflexibilidad y que demostraba a las claras que no pensaba en compromisos secretos. Como Führer del Kampfbund disponía y disfrutaba, entretanto, de una poderosa fuerza de choque, cuya voluntad de acción no podía ser ya mermada por la intromisión vacilante de una dirección colegiada mientras las tropas de asalto empujaban, impacientes por entrar en acción.
Su intranquilidad poseía motivos muy varios. Reflejaba el deseo de acción de los aventureros que, después de preparaciones conspiradoras de varias semanas de duración, querían, finalmente, empezar a desfilar y atacar, para alcanzar los objetivos prometidos. Muchos cultivaban la esperanza de que la futura dictadura nacional eliminaría las limitaciones impuestas por el tratado de Versalles, engrandeciendo a la Reichswehr. Desde hacía semanas en situación de constantes preparativos para la marcha, algunas unidades habían tomado parte en las maniobras «ejercicio de otoño» de la Reichswehr, pero entretanto se habían consumido todos los medios, también las reservas de Hitler se hallaban agotadas, las unidades pasaban hambre; solo Kahr podía seguir manteniendo a sus unidades. Una conferencia de Ehrhardt ante los industriales en Núremberg aportó 20 000 dólares.
El dilema en el que Hitler estaba inmerso aparece con toda claridad en la declaración prestada por el jefe del regimiento de las SA Múnich, Wilhelm Brückner, durante una reunión secreta del proceso posterior: «Yo tenía la impresión que incluso los oficiales de la Reichswehr estaban descontentos porque no se ponía en marcha la acción sobre Berlín. Decían: Hitler es un saco de mentiras como todos los demás. No queréis pegar. Nos es indiferente quién empieza, nosotros marcharemos con él. También le dije personalmente a Hitler: llegará el día en que ya no podré sujetar a esta gente. Si ahora no sucede nada, entonces delatarán a la gente para que se marche. Teníamos a muchos sin trabajo entre ellos, gente que había entregado su último traje, sus últimos zapatos, sus últimos céntimos para la instrucción, y decían: pronto se pondrá esto en marcha y entonces nos colocaremos en la Reichswehr y habremos salido, para siempre, de estas contrariedades»[347]. El mismo Hitler opinaba a principios de noviembre, durante una conversación con Seisser, que ahora debía acontecer algo; de otra forma, la gente del Kampfbund se vería empujada a las filas comunistas, debido a la miseria económica.
Una preocupación más para Hitler de que las unidades del Kampfbund pudiesen disolverse por sí solas la constituía el temor por el mucho tiempo transcurrido: la tensión revolucionaria amenazaba con extinguirse, había sido mantenida durante demasiado tiempo. Además, el final de las luchas en el Ruhr y la derrota de las izquierdas parecían indicar una vuelta a la normalización; también la superación de la inflación parecía hallarse más cerca que nunca, y con las crisis desaparecieron también los fantasmas. Es indudable que aquella situación de miseria nacional había abierto ante Hitler un vasto panorama para realizar sus jugadas. Ahora no debía titubear, aun cuando la decisión estuviese en contradicción con una u otra de las palabras de honor empeñadas; mucho más temible era que su concepto táctico no había sido cumplido: se atrevió a la revolución sin el consentimiento del señor presidente.
A pesar de todo, esperaba y deseaba obtener el consentimiento del señor presidente, precisamente por su decisión de actuar: «Estábamos convencidos de que aquí solo se podía actuar sí al Querer se le añadía la correspondiente Voluntad», declaró más tarde Hitler ante el juzgado. La suma de motivos de peso, todos ellos favorables a la acción, se enfrentaba, lógicamente, con el peligro de que el previsto golpe no poseyera la chispa imprescindible para arrastrar consigo al triunvirato. Parece ser que Hitler no concedió suficiente importancia a esta amenaza, por cuanto él solo forzaba una situación que los otros señores pretendían asimismo; pero al final esta equivocación estropeó totalmente la empresa y puso al descubierto la falta del sentido de la realidad en Hitler.
Él, lógicamente, no concedió jamás validez a esta objeción, sino que dio por bueno su desdén de la realidad haciendo referencia a la célebre manifestación de Lossow de que él tomaría parte en el golpe de Estado si existía, como mínimo, un 51% de posibilidades de éxito, como ejemplo de un sentido de la realidad sin esperanzas y con todo el desprecio que le merecía[348]. Pero no eran únicamente motivos factibles de cálculo los que abogaban por la decisión a actuar; en mayor amplitud, la evolución de la historia dio la razón a Hitler en un sentido mucho más amplio. Porque la acción, que finalizó en un auténtico fracaso, se convirtió en el decisivo paso de Hitler en su camino hacia el poder.
A finales de septiembre, en medio de aquellas excitantes preparaciones y maniobras de posición, Hitler había organizado en Bayreuth un «Día alemán», convocando una reunión en la Casa Wahnfried. Profundamente conmovido había entrado en los salones, visitó la habitación de trabajo del maestro, con su gran biblioteca, y la sepultura en el jardín. Fue presentado, después, a Houston Stewart Chamberlain, casado con una de las hijas de Richard Wagner y que había sido para él uno de los grandes autores que más le habían impresionado durante sus años de formación. El casi paralítico anciano apenas se fijó en él, pero sí notó la energía y la firmeza que emanaban de Hitler. En una carta que una semana más tarde escribió a su visitante, el 7 de octubre, no solo le celebraba como precursor y acompañante de uno de mayor grandeza, sino como al propio salvador, a la figura decisiva de la contrarrevolución alemana; había creído encontrarse con un fanático, pero su intuición le decía que Hitler era distinto, más creador y, a pesar de su notable fuerza de voluntad, nada violento. Él mismo estaba ahora tranquilizado y el estado de su alma se había modificado de un solo golpe: «El hecho de que Alemania, en las horas de su mayor miseria, haga surgir un Hitler demuestra que sigue con vida»[349].
Para este hombre movido por las inseguridades, que solo en repentinas fantasías se abría paso con su seguridad de gran demagogo, cuando precisamente se hallaba ante una de las más grandes decisiones de su vida, aquellas palabras fueron como una llamada del propio maestro de Bayreuth.