Hija

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En el barco

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En el barco

El barco era grande como la muerte. Desde el puerto, desde cerca, desde abajo, lo que más impresionaba era la altura desmesurada del casco. Esmé abrazó otra vez a sus padres deseando que se fueran por fin para empezar a recorrerlo, acortar el trance de la despedida. Guido estaba fascinado con el camarote. La estudiada perfección de los muebles mínimos y necesarios, las cuchetas rebatibles, la puerta del baño que se convertía en la puerta del placard, los encastres. Les hubiera gustado tener un ojo de buey, pero el camarote estaba debajo de la línea de flotación.

Ramiro, el otro redactor de la agencia de publicidad en la que trabajaba Esmé, llegó jadeando, con sus rulos al viento, se las había arreglado para que lo dejaran pasar, hacía flamear el cheque que traía en la mano.

—Conseguí que el hijo de puta de Beláustegui nos pague el free-lance.

—¡Hay que ser turro para mandarme un cheque al barco! —dijo Esmé—. Pero yo lo cobro igual.

Endosó el cheque y se lo dio a su padre, agradecidísima ahora de que estuviera allí.

Mucha gente se iba en serio, se iba del todo. Se notaba por la cantidad de equipaje. Guido y Esmé todavía no estaban seguros. Si querían, podían volver. Había caras conocidas. Un compañero del colegio de Esmé, sentado sobre un montón de bultos que sin duda habría que meter en la bodega. Un abogado conocido de Guido. El transatlántico, que estaba habituado a cruzar el mar llevando hombres y mujeres de cierta edad, gente con todo el tiempo y el dinero para conocer Europa o reencontrarse con ella, inmigrantes que deseaban rememorar aquel viaje en reversa que habían hecho cuando tenían más ilusiones que dinero, ahora llevaba en su panza de metal muchas parejas jóvenes, algunas con bebés o con chiquitos que correteaban entre las sogas, excitados, asustados, retenidos apenas por los gritos de sus padres.

—Todos tienen hijos —comentó la madre de Esmé, que la entendió y también la odió un poco.

—Esmeralda —le dijo su padre, con el último abrazo de despedida. Sólo cuando estaba muy enojado o muy emocionado, su padre la llamaba por su nombre completo.

El segundo día en el mar Esmé todavía estaba mareada por el movimiento del barco, pero no tanto como había temido. El tamaño de la bestia hacía que se sintiera menos el rolido. En cambio estar encerrada en la inmensidad sin matices del océano le producía una sensación de claustrofobia.

Había tres cubiertas y cada una tenía su propia pileta de natación, su propio salón comedor, sus salas de esparcimiento. Esmé y Guido intentaron colarse para conocer los salones de primera, pero severos controles impedían la mezcla de clases. Al menos de abajo hacia arriba. En cambio pudieron visitar la tercera, que no les pareció muy diferente de la clase turista. Como siempre, los ricos tenían derecho a husmear en los aposentos de los pobres pero no viceversa, aunque nadie fuera muy pobre en el transatlántico. Por supuesto, en la clase turista todos comentaban lo mucho que se divertían allí en comparación con lo incómodos que estaban los de primera, por culpa de la ridícula exigencia de vestirse de gala para las comidas. Había un cine, un verdadero cine con su gran pantalla y más de cien butacas. Había tiro al platillo (al piatello) todas las mañanas pero nunca se levantaban lo bastante temprano como para participar. En un sector al que tenían acceso todas las clases, había un paseo de compras que al principio parecía enorme y variado, casi una verdadera calle donde se podía comprar ropa de modistos franceses, carteras y zapatos italianos, chocolates y relojes suizos, pañuelos de seda, pagando con dólares o liras italianas. Pero después de recorrerlo un par de veces, Guido y Esmé se dieron cuenta de que era en realidad la imitación a escala de una calle y los negocios no eran más de cuatro o cinco. Guido, que nunca había militado, era un teórico marxista riguroso, ferviente como ninguno, y soportaba los lujos con severidad: no había que entregarse, era importante mantener distancia crítica.

Sobre todo, había comidas. Italianas, abundantes, deliciosas, variadas. Temáticas. Un día el comedor de segunda clase (pero se decía «clase turista») se disfrazaba de fonda española y otro día con unas redes y unas cañas se convertía en restaurante del puerto. Con una boina, una camiseta rayada, una faja en la cintura, un pañuelito al cuello o un chaleco bordado con lentejuelas, los mozos se disfrazaban sucesivamente de gondoleros, apaches franceses o toreros. Había un primer plato frío, por lo general un antipasto variado, una rigurosa pasta, siempre deliciosa y al dente, un plato principal, un plato de quesos, fruta y postre. El pan del desayuno era fresco, se horneaba todas las mañanas. Por la tarde había una merienda con tortas y budines que, después de semejante almuerzo, muy pocos estaban en condiciones de disfrutar. Llamaba a comer una música alegre y pegadiza que al segundo día ya actuaba directamente sobre las glándulas salivales.

Todas las mañanas se distribuía en los camarotes una hoja con los cables de noticias. El segundo día uno de los cables informaba que en la Costanera de Buenos Aires se habían encontrado veinte cadáveres dinamitados. Aproximadamente veinte. Como no fue posible reconocer los restos, decía la noticia, habían sido clasificados como N.N.

¡Y todo era tan divertido! Trece días hasta Lisboa. El abogado conocido de Guido, un hombre de piel tostada y pelo entrecano que se acercaba a los cincuenta años, viajaba con Mausi, una psicóloga que por pura casualidad era una pariente lejana de Esmé. Iban a Barcelona y su plan era instalarse en Sitges. El pueblo catalán se había convertido en meca de argentinos.

Almorzaban y cenaban juntos todos los días. Mausi era una mujer alta y delgada, con el pelo muy corto y una graciosa elegancia que impregnaba todos sus gestos. En la familia de Esmé se la mencionaba con escándalo. Cuando Mausi se separó por primera vez, dejó a sus hijos viviendo con el padre, una decisión asombrosa, inconcebible. ¿Una madre podía o quería librarse de sus hijos? No podía, no quería: no una verdadera madre. El abogado con el que viajaba a España era su tercera pareja. Esmé había escuchado a otras mujeres de la familia hablar de ella con una mezcla de horror, admiración, rechazo y envidia.

Mausi parecía tan imbuida de sus preceptos feministas que era difícil no tomarle un poco el pelo. Esmé fingía ser una jovencita tímida y sometida, que acataba las órdenes de Guido. Mausi la instaba a la rebeldía con largos discursos esclarecedores que la pareja más joven comentaba en el camarote desternillándose de risa.

Uno de los hijos de Mausi había muerto hacía un par de meses fusilado en un supuesto intento de fuga, cuando lo trasladaban desde el penal de Sierra Chica. Otra hija de su primer matrimonio se había escapado a tiempo y vivía en México. Amenazada, Mausi había decidido irse a España con Edgardo, dejando con su segundo marido a una chiquita de cinco años. (¿Una madre?) Edgardo también había sido amenazado, por haber defendido a un líder sindical.

Con tanta gente joven, el clima en el barco era muy alegre. Casi todas las noches se organizaban fiestas y bailes. Tocaba un conjunto musical en vivo contratado para repetir una y otra vez los mismos clásicos populares, que interpretaban cansados y aburridos mientras los pasajeros bailaban con entusiasmo. También había una serie de rituales previstos, que para la tripulación no tenían ninguna novedad pero que los pasajeros vivían por primera y probablemente única vez en sus vidas. La fiesta del Cruce del Ecuador fue al mediodía, había muchos pasajeros disfrazados, Esmé fingió querer participar, Guido fingió prohibírselo y así obtuvieron uno de los mejores discursos feministas de Mausi. Su compañero, sin embargo, empezaba a sospechar.

Una de las diversiones del Cruce del Ecuador consistía en tirar a la pileta a las mujeres disfrazadas de vagamente polinesias (minifaldas de falsos juncos, collares de papel crepe), que se prestaban alegremente, entre gritos y risas. Por supuesto una de las primeras en caer al agua fue Mónica Sternberg. Esmé la conocía porque sus dos hermanos habían sido compañeros suyos en un campamento del club. Alejo Sternberg, el menor, había interrumpido su carrera en Ciencias Económicas y ahora trabajaba de lavaplatos en Málaga. Mónica era bellísima. Todas las mañanas se formaba en la cubierta de segunda (clase turista) un corro de muchachos, entre los que estaba Guido, para verla desde arriba, jugando al ping-pong en bikini en la cubierta de tercera.

Al hermano mayor, Guillermo, se lo habían llevado una noche de su casa. Se decía que estaba detenido, como muchos otros, en un predio de la Marina, se decía que había sido torturado, se decía que todavía estaba vivo. Era raro, en Buenos Aires, pasar por ciertos lugares, por ciertos edificios, caminando o en auto y saber que ahí estaban encerrados amigos, o parientes, o conocidos, o compañeros del colegio, secuestrados, torturados, pero vivos. Esmé envidiaba la cintura de Mónica y sus ojos verdes y también le envidiaba la angustia de saber que su hermano estaba desaparecido, en lugar de la rigurosa certeza del cadáver cosido a balazos de su propia hermana, que habían retirado de la morgue judicial. En unos pocos años, con toda seguridad, los desaparecidos serían legalizados y juzgados, o directamente liberados.

En el transatlántico todo estaba cuidadosamente calculado para el disfrute de los pasajeros, incluyendo las aventuras eróticas de las pasajeras con los tripulantes. Los oficiales de abordo parecían haber sido elegidos por su atractivo físico. Eran todos altos, de pelo bien cortado y aspecto impecable. A Esmé le parecían un poco irreales, con sus camisas blancas impolutas y sus sonrisas siempre listas y brillantes. Hablaban en italiano o en un castellano cantarín, encantador, que a las mujeres les gustaba escuchar muy cerca del oído. El capitán parecía inexpugnable, pero se decía que el primer oficial había caído bajo el fuego graneado de Mónica Sternberg. Los oficiales eran relativamente pocos y no les resultaba fácil atender como correspondía a todas las pasajeras ansiosas, pero se multiplicaban y hacían maravillas. Se decía, por supuesto.

Esmé tenía pesadillas. Una noche soñó que veía pasar cadáveres ensangrentados por un ojo de buey. Una lluvia de muertos que se hundían a una velocidad imposible, como si fueran hombres-bala, como si los disparasen desde arriba con un cañón que apuntara al fondo del océano. Guido la oyó gritar y bajó de su cucheta para sacudirla. Cuando se despertó, la pesadilla todavía estaba allí.

Tarde o temprano, para disfrutar y entretenerse, la gente necesita competir o, por lo menos, ver competir a otros. Por supuesto, también esa necesidad, tan humana, estaba adecuadamente prevista. Además del famoso tiro al piatello, que Esmé y Guido todas las noches se prometían ir a ver y todas las mañanas olvidaban, había concursos de todo tipo. Concursos de baile, concursos de disfraces, concursos de talentos, campeonatos de truco, de canasta, de backgammon, de Scrabel, pero no de póker. Esmé miraba las caras de los jugadores tratando de adivinar quiénes eran turistas, verdaderos turistas, quiénes eran los que volverían al país después de unas semanas de diversión en Europa. A veces le parecía que no encontraba ninguno. En el concurso de disfraces, el premio al disfraz más original lo ganó un muchacho de ojos brillantes disfrazado de silla plegadiza. Era ese compañero al que había reconocido en el puerto con su mujer y su bebé.

A él no necesitaba preguntarle nada. Sus compañeros del colegio secundario estaban cayendo como moscas, como hormigas, como cucarachas, pero con menos capacidad de supervivencia. Cuando era chica, en carnaval, su padre las disfrazaba a ella y a su hermana de niñas accidentadas. Con cuidadosos vendajes manchados de ketchup, con brazos en cabestrillo y rengueando, entraban al corso ante las miradas compasivas de las señoras, que preguntaban con espanto qué les había pasado a las pobrecitas. Ahora la idea de disfrazarse de herida ya no le gustaba y, como sucedía con muchas diversiones de la infancia, le resultaba difícil recordar por qué le había hecho tanta gracia en su momento.

Esmé pasaba muchas horas leyendo en la cubierta, recostada en una reposera, con las piernas cubiertas por una manta aunque hiciera calor. Era una postura un poco incómoda, que la literatura y el cine habían hecho prestigiosa. Compartía con Guido la pasión por el cine: la salita del transatlántico, siempre colmada, los maravillaba y seducía. Iban todos los días, iban a ver incluso las películas infantiles. El programa del barco evitaba cuidadosamente los dramas y se limitaba a comedias y películas de acción. No era tal vez lo que hubieran elegido, pero hasta eso resultaba placentero, no tener que elegir. Esmé trataba de no mirar el programa del día para que la sorpresa fuera completa, se sentaba a mirar la pantalla con ilusión de nena chica.

En una película muy violenta, dos policías de California dejaban de lado todo intento de legalidad para pelear contra el mal con las armas del mal. Era una historia con moraleja, que justificaba lo irremediable de actuar fuera de la ley para defender la ley, un método a la manera de Harry el Sucio, que Clint Eastwood había puesto de moda unos años antes y que hubiera sido impensable para la generación anterior, donde, al menos en el cine, los buenos eran siempre impecablemente buenos, justos y legales. En una secuencia en que los detectives derribaban la puerta de un departamento a patadas y entraban disparando una ametralladora, Esmé sintió náuseas, seguramente por culpa del movimiento del barco, y tuvieron que irse del cine. Se había levantado mucho viento y estaban entrando ya al Golfo de Vizcaya, donde siempre hay mar gruesa. Guido la hizo tomar un Dramamine y se quedó acostada en la cucheta hasta la hora de cenar.

El barco tocó tierra en Lisboa. Hacía poco había caído la dictadura de Caetano, el sucesor de Salazar, y los portugueses, por primera vez en cuarenta y ocho años, habían votado en elecciones libres. Lo que más les llamó la atención a Esmé y Guido fueron las paredes pintadas con consignas políticas, que le daban a la ciudad un aspecto sucio y desprolijo. Fueron al Jardín de Plantas y llegaron justo a tiempo para volver al barco. Nadie o casi nadie se quedaba en Lisboa. Todos o casi todos bajaban en España. En el puerto de Barcelona el Eugenio C dejó su carga de argentinos asustados, jóvenes, felices de estar vivos, excitados, contentos de haber llegado, de haberse ido, mutilados. Juventud es alegría.

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