Heaven

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Capítulo 8

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Desnuda, con una gran sonrisa en la cara, giró lentamente sobre sí misma y volvió a detenerse frente a Ninomiya. Luego extendió los brazos, abrió los ojos como platos y estalló en sonoras carcajadas. Era una risa poderosa que iba discurriendo despacio desde los tonos más graves hasta los más agudos. Cuando todas las voces de su cuerpo se hubieron convertido en risa, Kojima se dirigió muy despacio, asegurando cada uno de sus pasos, hacia donde estaban los otros alumnos e hizo el gesto de acariciar, como si las envolviera, las mejillas de la chica que estaba más a la izquierda. La chica que había recibido la caricia soltó un pequeño alarido y dio un salto hacia atrás. Fue la señal para que las otras echaran a correr. Todavía con la sonrisa en los labios, Kojima alargó también los brazos hacia los chicos que estaban a un lado. Por un momento fingieron bromear, pero la expresión de su cara se descompuso enseguida y empezaron a retroceder, apartando a Kojima con gestos bruscos de la mano, hasta que, como las chicas, acabaron huyendo. Se fueron todos del parque de la ballena como si se persiguieran los unos a los otros mientras lanzaban grititos extraños. Los únicos que quedaron fueron Ninomiya y Momose.

Bajo una intensa lluvia del color del oro, yo estaba inmóvil, en calzoncillos, solo con los zapatos puestos, contemplando la escena mientras sostenía el pedrusco entre las manos.

Allí había una Kojima que yo no había visto jamás.

Kojima estaba ahí de pie con una fuerza enigmática en el rostro, con algo que no podía compararse a la sonrisa que vi el día que cayó a mis pies en el aula.

A duras penas podía creerlo. Kojima estaba desnuda, azotada por la fuerte lluvia, riéndose a carcajadas. Se volvió hacia Ninomiya, le tendió los brazos abiertos sin dejar de reír. Me dio la sensación de que Kojima decía: «Esto tiene mucho sentido». Era la voz que tanto me gustaba. Me acordé de que le había escrito en una carta que su voz se parecía a una mina del 6B. Kojima me sonreía. «Oye, Kojima —le decía yo—. ¿Todo esto tiene sentido?» «Claro que sí. Nosotros no estamos obedeciendo. Lo asumimos. Además, nosotros sabemos qué es lo correcto. Sabemos que aquí hay una voluntad. Solo que estos aún no entienden muchas cosas. Ya te lo he dicho antes, ¿no es cierto? Que también ellos, algún día, lo comprenderán.» Tras pronunciar estas palabras, Kojima sonreía. Yo sentía nostalgia. Su sonrisa me recordaba muchas cosas. «¿Sabes? La debilidad tiene un sentido. Tiene un sentido muy claro. —Yo la escuchaba en silencio—. Pero ¿sabes? —me decía Kojima—. Si la debilidad tiene un sentido, también debe de tenerlo la fortaleza. Y no me refiero a ese sentido de bajo nivel que se inventan los tipos débiles para justificar su propia debilidad.» Yo estaba mirando la cara de Kojima. Entonces, de pronto, esta se convertía en la cara de Momose. Y Momose me decía sonriendo: «Si algo tiene sentido, entonces todo tiene sentido. Y si no lo tiene, entonces nada lo tiene. Ya te lo expliqué aquella noche, ¿no? Que, a fin de cuentas, todo es igual. Tú, yo, todos, lo único que hacemos es interpretar el mundo según nos conviene. Solo hay combinaciones. ¿Hay algo más simple? Y es por eso por lo que no tienes más remedio que adquirir fuerza. Para que los demás no se impongan y te arrastren, quieras o no, hacia sus ideas, sus normas, su propio sistema de valores». «¡Esa fuerza yo no la quiero! —le gritaba yo—. ¡Ni quiero que me arrastren ni tampoco quiero ser arrastrado!» «¡Oh, no! No digas eso —me respondía Kojima con dulzura—. Piensa que nosotros sabemos lo que es correcto. Tenemos que demostrar que todo este dolor y este sufrimiento tendrán una recompensa definitiva. Ya te lo dije, ¿recuerdas? Que esto ya no es solo un problema tuyo y mío. Que por esto tú tienes estos ojos y yo tengo mi signo. Que justamente por esto tú y yo hemos podido encontrarnos. Todos los sucesos tienen un sentido. Porque superar el sufrimiento y la tristeza tiene un sentido.» Al hablar, Kojima sonreía. «Por eso hay que arrastrar a todo el mundo dentro de este sentido», añadía Momose con voz grave. Sobresaltado, miraba a Kojima. La cara seguía siendo la suya, pero la voz se había convertido en la de Momose. Y luego, cuando volvía a oírse la voz de Kojima, se me aparecía la cara de Momose. «Esto no son ideales, es la realidad —decía—. No hace falta ni imaginación ni nada. Lo que hay aquí es real.» Se oía resonar su risa. Cada vez me costaba más distinguir la voz de Kojima de la de Momose, ambas se mezclaban, las expresiones de sus rostros se confundían hasta que era imposible reconocer quién era quién. Con los ojos cerrados, yo negaba con la cabeza sin parar.

Ninomiya estaba mirando a Kojima con los ojos muy abiertos, pero no decía nada. Kojima le acarició la mejilla con la mano derecha. Incluso desde lejos podía ver que Ninomiya estaba petrificado. Sonriendo, Kojima levantó la mano y le acarició la cabeza lentamente. En la cara de Ninomiya se pintó una expresión que yo no le había visto nunca y empezó a ruborizarse de forma patente. Su cara estaba muy roja, a manchas, y apretaba los puños, incapaz de moverse. Cuando acabó de acariciarle la cabeza, Kojima empezó a andar como una sonámbula, pero con pasos firmes, hacia Momose.

En el instante en que Kojima tendía la mano hacia Momose, Ninomiya volvió en sí de pronto, echó a correr, agarró a Kojima por el pelo desde atrás, tiró de ella y la derribó al suelo. Desnuda, cayó con un golpe sordo sobre un charco, de espaldas, levantando salpicaduras de agua. Solté la piedra que sostenía entre las manos y corrí hacia ella. Con el rostro escarlata, Ninomiya nos miraba a Kojima y a mí desde lo alto. Momose se descruzó de brazos y, mientras se acariciaba los labios, clavó los ojos en Kojima. Sonreía, contento, con sus ojos almendrados.

—¡¿Qué estáis haciendo?!

Se oyó un grito que llegaba desde fuera del parque. Me di la vuelta. Vi a una mujer de mediana edad con un paraguas en una mano y unas bolsas colgando de la otra que miraba hacia nosotros alargando el cuello. Ninomiya le dio un golpecito a Momose en el brazo y fue el primero en echar a correr. Poco después Momose desapareció corriendo en dirección contraria.

—¡Eh, vosotros! ¿Qué estáis haciendo? —dijo la mujer dirigiéndose hacia el parque.

Kojima estaba desnuda, riendo, tendida boca arriba, inmóvil. Le pasé un brazo por los hombros, tiré de su uniforme empapado y hecho una masa, y se lo puse encima. La lluvia había amainado. La luz del sol era más intensa que antes y la piel de Kojima relucía con un brillo blanquecino. Kojima se recostó en mí, riendo y llorando. Mientras me miraba entre risas, un torrente de lágrimas brotaba de sus ojos y, mezclado con el barro y con la lluvia, se deslizaba por sus mejillas.

—Te duele, ¿verdad? —le dije—. Kojima, te duele, ¿verdad? Te duele, ¿verdad? —No hacía más que repetírselo una vez tras otra. Yo también lloraba.

—¡Pero si estás desnudo! ¡Y ella también! Pero ¿qué estáis haciendo? —se oyó de pronto que decía una voz asustada entre el frufrú de unas bolsas de plástico—. ¡Quédate aquí! —me dijo la mujer sacudiéndome por el brazo.

Pero yo no respondí nada.

«Kojima», decía sin parar mientras le pasaba la mano por la espalda.

Sin pronunciar ni una palabra, Kojima seguía riendo y llorando a la vez. Le rodeé el cuello con un brazo. Un torrente de lágrimas imparable brotaba de mis ojos, caía a goterones sobre la cara de Kojima, se mezclaba con sus lágrimas y con la lluvia y desaparecía. No eran lágrimas de tristeza. Probablemente aquellas lágrimas se debieran a que nosotros no teníamos ningún lugar adonde ir y solo podíamos vivir en aquel mundo de aquella manera. Eran lágrimas causadas por el hecho real de que no había ningún otro mundo que elegir. Eran lágrimas por todo, por absolutamente todo lo que existía. Continué llamándola por su nombre: «Kojima». Poco después llegó gente. Hasta que los adultos la envolvieron en una manta y se la llevaron, Kojima me estuvo mirando. Fue la última vez que la vi.

Kojima fue mi queridísima y única amiga.

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