Heaven

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Capítulo 9

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Mi madre y yo estábamos sentados frente a frente como en las comidas. Durante un rato no dijimos nada ninguno de los dos. Mi madre me preparó un té; luego, como si se acordara de repente, se levantó para servirse también ella; después de echar un vistazo a mi taza vacía, volvió a prepararme otro a mí: aquello se fue repitiendo unas cuantas veces.

Habían transcurrido dos días desde el incidente del parque de la ballena.

Yo no había vuelto a la escuela. Habían aparecido en casa, escandalizados, algunos profesores y algunos de los padres de mis compañeros de clase. Mi madre no los había hecho pasar y los había despachado diciendo que ya iría ella al colegio a hablar del asunto. Yo no había salido de mi habitación.

—Ah, lo de la comida... —dijo mi madre—. En la tele, cuando un chico no sale de su cuarto, se la dejan delante de la puerta, ¿no? Pero si está preparándose para los exámenes de ingreso en la universidad, entonces se la llevan hasta el escritorio de la habitación, ¿verdad? Cuando no estudia se la dejan siempre en la puerta, ¿te has dado cuenta? Y un rato después van a recoger los platos vacíos y vuelven a la cocina. Yo estos días lo he hecho por primera vez y, bueno, pues no ha ido mal, ¿eh? —Sonrió con cara de apuro—. No sé expresarlo bien, pero...

—Sí —le respondí.

—Lo que quería decir es que estoy contenta de que te la comieras.

—Sí.

—Ahora voy a ir a la escuela, pero antes querría hablar contigo.

—Sí.

—Porque, en este tipo de asuntos, todo el mundo dice lo que le parece.

—Sí.

—Pero yo solo escucharé lo que me digas tú.

—Sí.

—Puedes contarme lo que sea. Pero si hay algo de lo que no quieres hablar, no lo hagas.

 

 

Le hablé de mi acoso en la escuela.

De lo que había ocurrido durante el último año y de todo lo que me habían hecho antes. Pensé que necesitaría horas para contárselo todo, pero en realidad no me llevó mucho tiempo. Aquello, y lo otro, y aquel sentimiento, y aquella sensación: fui traduciéndolo en palabras y, cuando terminé de hablar, me dio la impresión de que todos aquellos hechos habían durado unos pocos minutos. Mi madre me escuchaba en silencio, con la mejilla apoyada en la mano, asintiendo de vez en cuando.

—Yo creo que... —dijo ella tras un largo silencio mientras hacía girar la taza de té entre las manos— no deberías volver más a esa escuela. El instituto será un lugar distinto y, si quieres ir, entre los dos buscaremos la manera de que puedas pasar de curso.

—Sí —respondí.

—Pero nadie volverá a decirte que tienes que ir a la escuela —dijo sonriendo—. Vamos, que no hará falta que vayas —me repitió.

—Sí.

—No tienes por qué seguir. Buscaremos una buena solución. Hay otras posibilidades. Si lo pensamos bien, algo encontraremos —dijo mi madre sin dejar de sonreír.

 

 

Luego le hablé de mis ojos.

Que ni yo mismo sabía qué hacer; la promesa que le había hecho a Kojima; que no sabía si la operación saldría bien o no, pero que creía que operarme quizá fuera una especie de claudicación ante ellos; que mis ojos eran mi propio yo, que me hacían ser quien era: Kojima me lo había repetido una vez tras otra; lo mucho que me habían ayudado sus palabras, lo especiales que habían sido para mí. Se lo conté todo con calma. Mi madre me escuchó en silencio. Después, tras dudar un poco, me habló de mi verdadera madre.

Me dijo que mi verdadera madre también había sido estrábica y que tenía una fotografía de ella.

Sin decir nada, mi madre clavó la mirada en sus dedos, posados sobre la mesa de la cocina, y permaneció inmóvil. Luego cogió las tazas vacías y se levantó a preparar más té. Se oyó cómo el agua llenaba la tetera, cómo se encendía el fuego y, poco después, cómo hervía el agua. Mi madre y yo nos quedamos mucho rato en silencio escuchando aquellos sonidos como si tuvieran un significado trascendental.

—Yo conocía a tu madre de verdad —dijo—. Por eso sé lo de sus ojos.

—¿Erais amigas? —pregunté.

—No. Solo la conocía.

Mi madre empezó a hablar tal como estaba, de pie.

—Pensaba que sabías que tenía los ojos como tú. Que, aunque no te acordaras de ella, habrías visto alguna foto o algo. ¿Te acuerdas del otro día, cuando me pediste consejo sobre lo de tus ojos? Pues no supe qué responderte justamente por eso. Creía que entraban en juego los sentimientos hacia tu madre, que tus ojos eran un lazo con ella. Y yo ahí no podía meterme, ¿entiendes? Y también fue porque yo el estrabismo lo veo como algo muy natural.

Mi madre y yo permanecimos un rato en silencio.

—Pero ¿sabes qué? —me dijo mirándome a la cara—. Opérate. Es algo que tienes que decidir tú, pero yo quiero animarte a que te operes. —Mi madre sonrió—. Unos ojos son solo unos ojos. No van a hacerte perder o estropear nada importante. Lo que tenga que quedar, hagas lo que hagas, quedará. Y lo que no tenga que quedar, no quedará.

—Sí —contesté yo.

—¿Tendrán que hospitalizarte? —me preguntó mi madre sentándose.

—Me dijeron que, a mi edad, como mucho tendría que quedarme un día.

—¡Vaya! Qué operación tan descafeinada —dijo mi madre sonriendo—. Pensaba que sería algo más serio. Puestos a hacer, ya que te operan...

—Pues no sé qué quieres que te diga —reí.

Mi madre también se rio.

—Y tenemos que pensar en el dinero de la operación —dijo mi madre decidida—. Porque, si lo hacemos, debemos acudir al mejor especialista del país. ¿Dónde crees que estará?

—Pues a mí me dijeron que esa operación la hacen los médicos que empiezan —dije.

—¿Ah, sí?

—No sé, pero a mí me dio la impresión de que puede hacerla cualquiera.

—Pero el coste es otro asunto. A fin de cuentas, es una operación de los ojos. —Mi madre frunció el ceño—. ¿Cuánto cuesta, más o menos?

—Pues... quince mil yenes.

—Quince mil yenes —repitió mi madre.

 

*

 

—¡Vaya, vaya!

Al verme, el médico levantó la mano hasta la altura de la cara y me sonrió con alegría. Nosotros lo saludamos con una inclinación de cabeza. Era una tarde con el cielo completamente despejado. El vestíbulo estaba, como siempre, lleno a rebosar, y por el aire flotaba, como de costumbre, un olor que solo podía calificar de «olor a hospital». Mi madre le hizo una profunda reverencia al médico y empezó a preguntarle un montón de cosas sobre la operación, hasta que le susurré al oído que aquel no era el doctor que me tenía que operar.

—¿Ah, no? —dijo mi madre avergonzada, y volvió a inclinarse—: Lo siento mucho, doctor.

—No tiene importancia —rio el médico—. La intervención para corregir el estrabismo es mejor que se haga de joven. Ahora es el momento oportuno —explicó sonriendo.

Nosotros asentimos.

—Tengo un amigo que es un médico excelente. Quizá parezca mentira, pero es especialista en estrabismo. Hay muchas personas que vienen de muy lejos para que las visite o para que las opere.

—Le agradecemos mucho sus atenciones. Gracias por habernos recomendado un doctor de tanto prestigio —dijo mi madre inclinando la cabeza.

El médico sonrió como diciendo que no tenía importancia y, luego, los dos mantuvieron una conversación trivial durante unos instantes. No paraban de llamar a una persona tras otra por el altavoz, se oía la charla de los acompañantes de los pacientes y una enfermera pasó por nuestro lado despacio llevando a un anciano cogido de la mano. Nosotros mirábamos aquellas escenas sin prestar atención. Poco después me llamaron a mí y mi madre fue a la recepción a hacer los trámites para el ingreso hospitalario y la operación. Quedamos en que la esperaría a la salida.

—¿Hoy no tiene visitas? —le pregunté al médico mientras salíamos.

—Los miércoles por la tarde no paso consulta —dijo él reprimiendo un bostezo. Se desperezó—. ¿Al final qué harás? ¿Anestesia local?

—No, he pedido anestesia general.

—¿No serás un poquito miedoso, por casualidad? —rio el doctor.

—¡Es que da miedo! —Yo también me reí.

—Sí, supongo que sí —dijo él bostezando.

—Hoy hace un día muy agradable. Parece mentira, ¿no? Con el frío que hizo hasta ayer.

El aire de diciembre era claro y transparente y, dentro de las horas de la tarde que iban transcurriendo despacio, nosotros estábamos sentados en un banco mirando las idas y venidas de la gente. Al aguzar el oído percibía muchos sonidos distintos. El timbre de una bicicleta, el llanto de un niño, el ruido de una obra que llegaba desde lejos, el canto de los pájaros justo a nuestro lado. Y, por ligeras que fuesen las ráfagas, el viento soplaba sin cesar: su sonido se introducía por todos los rincones y mecía todas las cosas.

—Ni yo mismo sé por qué voy a operarme —solté sin pensar. Las palabras se me escaparon de los labios—. No sé si hago bien.

El médico dijo:

—Ya.

Luego enmudecimos los dos.

—¿Para qué voy a operarme? —murmuré como si hablara conmigo mismo.

—No hay ningún «para qué» —dijo el médico algo después—. No creo que haya nada de malo en que una persona que tenga estrabismo intente dejar de tenerlo.

Yo callaba.

—Las personas siempre están cambiando. Es lo más normal. Tu nariz es una prueba: antes estaba muy hinchada y ahora ya está completamente bien. Piensa en la operación del ojo como en uno de estos cambios. —El médico se recostó en el banco, alargó los dos brazos y giró la cabeza en círculos—. Todavía eres muy joven, tienes decenas de años por delante. Si la operación sale bien, te acostumbrarás al nuevo ojo en cuatro días. Y llegará un momento en que incluso se te olvidará que fuiste estrábico —dijo, y se rio.

—¿De verdad? —me sorprendí—. ¿Lo olvidaré?

—Exacto —sonrió el médico—. Lo olvidarás hasta el punto de que no te darás cuenta de que lo has olvidado. —Después de decirlo, el médico se frotó la nariz con la punta del dedo y me miró risueño—. Bueno, aunque yo de esto todavía me acuerdo.

Nos reímos los dos.

 

*

 

Olía a desinfectante, veía vagamente una cama blanca de hospital, la sensibilidad estaba volviendo a mis brazos y piernas. Comprendí que la operación había terminado y que estaba despertando de la anestesia. «¿Cómo estás?», oí que me decía una voz y, al girarme, vi que mi madre estaba mirándome con expresión preocupada. Al palparme el ojo derecho, toqué un gran parche y me di cuenta de que debajo de capas y capas de vendas había un globo ocular que giraba. Solo me habían operado el ojo derecho. Notaba algún pequeño espasmo, pero no sentía dolor propiamente dicho.

—Hoy duerme. Mañana volveremos a casa —dijo mi madre.

Aún notaba la cabeza embotada. Tendido tal como estaba en la cama, asentí.

Poco después entró el oftalmólogo y me preguntó si me dolía. Le respondí que no, y me palpé de nuevo el ojo derecho apretando el parche. El oftalmólogo me explicó lo que debía hacer a partir de entonces. Me habló de la anestesia, de que la operación había sido un éxito, de cuántas veces al día debía ponerme las gotas, de que en unos días debería empezar la rehabilitación. Me dijo que mis músculos oculares tenían que fortalecerse y que, durante un tiempo, debería pasarme periódicamente por el hospital. Fui moviendo mi cabeza embotada en ademán afirmativo. Y, antes de darme cuenta, volvía a estar dormido otra vez.

 

 

Al día siguiente, mi madre vino a buscarme antes de mediodía. Esperé a que hiciera los trámites del alta y salimos juntos del hospital. Era un día claro y, en el cielo azul que se extendía hasta el infinito, no había ni una nube. En principio no debería haber notado ningún cambio, porque hasta entonces solo había usado el ojo izquierdo, pero lo cierto era que me costaba andar. Quizá fuera culpa del parche en el ojo derecho. Ni mi madre ni yo hablábamos. A medio camino, ella se dio cuenta de que se le había olvidado recoger la cartilla del seguro y regresó al hospital a buscarla. Le dije que la esperaría allí.

Estaba en medio de la alameda.

Con los dos ojos cerrados, me quité el parche del derecho. Luego me puse las gafas y abrí los ojos despacio.

Jamás había imaginado una escena como aquella.

En el aire frío de diciembre, miles, decenas de miles de hojas relucían con un brillo húmedo de color dorado y parecía que cada una de las hojas, una a una, resonara con su propio resplandor y toda aquella luz fluyese hacia mí. Contuve el aliento y me abandoné a este flujo. Sentía cómo la distancia entre un segundo y el siguiente se dilataba a manos de una fuerza gigantesca. Me olvidé de expulsar el aire de mis pulmones, me olvidé incluso de parpadear, me introduje en la brillante corteza negra de los árboles y pude percibir su tacto contra las partes más suaves de mi cuerpo. Cogí con las puntas de los dedos los granos de luz que vibraban entre la hojarasca de color amarillo y pude penetrar en su interior. Era mediodía, pero el sol aún no se dejaba ver. Todas las cosas brillaban con luz propia. Sin poder creerme la escena que tenía ante los ojos, me quedé con la boca abierta, negando sin parar. Me arrodillé, cogí una hoja y la contemplé. La hoja tenía un peso que yo ignoraba. Poseía una frialdad desconocida, tenía un contorno. Un torrente de lágrimas imparable empezó a brotar de mis ojos y, mezclado con aquellas lágrimas, el mundo que había aparecido ante mis ojos nacía y renacía una vez tras otra.

Todas las cosas eran hermosas. Al final de aquella alameda que había cruzado en tantas ocasiones, yo veía por primera vez un lado opuesto que relucía con luz blanca. Y yo lo sabía. Las lágrimas seguían brotando de mis ojos y, a través de ellas, el mundo tomaba forma por primera vez. En el mundo existía, por primera vez, profundidad. El mundo tenía otra orilla. Me esforcé en abrir mucho los ojos: todo lo que se reflejaba en ellos era hermoso. Lloré allí, de pie, rodeado de tanta belleza. Pero yo no estaba en ninguna parte. Podía oír cómo las lágrimas caían. Todo lo que se reflejaba en mis ojos era hermoso. Pero aquello solo era belleza. Era solo una forma de belleza que no podía enseñar a nadie, que no podía compartir con nadie.

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