Heaven

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Capítulo 7

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—¿Qué? ¿Cómo va?

Había vuelto a la realidad al oír la llamada de la enfermera y, una vez dentro del consultorio, el médico me había mirado fijamente a la cara y se había interesado por mi nariz.

—Ya era hora. Aquí no citamos a los pacientes a menos que sea necesario, pero tampoco está mal pasarse de vez en cuando, ¿eh? —dijo sonriendo.

Me disculpé.

—Pero bueno, bueno. Veo que ya está casi curado —dijo acercando su cara a la mía. Me echó un vistazo alrededor de la nariz.

—¿Y qué tal el dolor? ¿Aún te duele?

—Casi nada.

—Ya. Es que no está rota. Has tenido suerte.

—Sí —dije.

—¿Has tomado analgésicos?

—Solo tomo uno. Por las noches —respondí, y el médico asintió con la cabeza como diciendo que muy bien.

—Si se te hubiera roto, no habrías salido tan bien parado.

El médico se dirigió a su escritorio haciendo rechinar la silla y, dándome la espalda, me dijo mientras apuntaba algo en el historial clínico:

—Yo también me rompí la nariz una vez. Fue de adolescente. —Se volvió hacia mí y se pinzó la nariz con los dedos índice y pulgar—. Durante una pelea, ¿sabes? Se me dobló del todo. Mientras nos estábamos pegando, con la excitación, no noté nada. Pero luego, cuando me vi en el espejo, me pegué un buen susto. Un susto de muerte. Normal. Tenía la nariz de lado. Casi no podía mirarme, ¿sabes? Es que no era yo. Claro, siempre me había visto la nariz recta, y la tenía completamente torcida. La cosa era bastante seria y me llevaron a un médico que, para acabar de arreglarlo, era un curandero horrible. Bueno, curandero quizá no lo fuera porque, en aquella época, eso era lo normal. Pero el hombre me metió un par de palillos, como los que usamos para comer, en los orificios de la nariz..., y eso que todavía me estaba saliendo sangre, ¿sabes?..., hizo toda la fuerza que pudo y me volvió a colocar la nariz en su sitio. A lo bruto. Sin anestesia ni nada. Cuando recuerdo lo que me dolió la nariz aquel día, se me pone la piel de gallina. Incluso ahora. No es broma. Mira.

El médico se arremangó un poco la manga de la bata blanca y me enseñó el brazo. Yo miré en silencio y asentí de forma ambigua.

—Luego se me fue curando con el paso de los días, como te ha pasado a ti. Pero me dolió durante un año, más o menos. Por las noches, solo con que me rozara la manta, veía las estrellas. Además, el curandero aquel ya era mayor y no estaba especializado en estética, como yo: para él, era suficiente con que la nariz estuviese pegada a la cara, ¿sabes? Así que, fíjate cómo me ha quedado. Torcida, ¿ves?

Efectivamente, la nariz del médico estaba algo curvada. Además, en comparación con otras narices —aunque tampoco podía decirse que supiera mucho sobre el tema—, era una nariz magnífica. Se elevaba con decisión desde el puente y era grande en su totalidad, con una punta que sobresalía formando un ángulo desafiante.

—En fin —dijo el médico riendo—. Ya sabes. Cuídate mucho la nariz, ¿eh?

—Sí —respondí—. Porque solo tenemos una.

—Exacto. Porque solo tenemos una —rio.

A continuación me dijo que el dolor también desaparecería pronto y que, si pasaba algo, que volviera.

Le di las gracias, me puse en pie y, cuando me disponía a salir del consultorio, oí que decía a mis espaldas: «¡Ah! Otra cosa...».

—Ese ojo... —continuó—, ¿desde cuándo lo tienes así?

Sorprendido, me quedé mirando fijamente al médico.

—¿No tienes previsto operarte?

El médico siguió hablando sin importarle mi silencio. Junto a la puerta, la enfermera estaba sujetando la cortina para que yo pudiera salir a la vez que mantenía, como yo, la vista clavada en el médico. Sin saber qué responderle, me quedé plantado al lado de la enfermera.

—Porque te causa un montón de problemas, ¿no? Hay personas a quienes incluso les produce migrañas.

Sin decir nada, asentí con la cabeza varias veces y cerré los ojos. Luego los abrí despacio. Noté un débil zumbido en los oídos seguido de un silencio absoluto. Me di cuenta de que tenía la boca completamente seca. Me arrepentí de no haber bebido nada después de haber hablado con Momose hacía un rato.

—Es que —dije poco a poco— me operaron una vez cuando era pequeño. Pero quedó como estaba antes. No se arregló... Se ve que no hay nada que hacer.

—¿Qué edad tenías? —preguntó el médico.

—Cinco años —respondí.

—¿Y por qué no vuelves a intentarlo? —dijo el médico como si fuera lo más normal—. No lo sé, pero puede que el doctor fuera un manazas. —Sonrió—. Es broma. Pero es que, ¿sabes?, aunque la operación tiene su truco e incluso se podría considerar cirugía delicada, en sí misma la intervención es muy sencilla. Y por eso suelen delegarla en médicos recién salidos de la universidad.

—A mí me la hicieron con anestesia general —dije. Apenas reconocía mi voz.

—Sí. Porque eras muy pequeño —explicó el médico risueño.

—¿Y puedes operarte tantas veces como quieras? —pregunté con gran atención después de tragar saliva.

—Depende de cada uno, pero en principio es posible. Hay personas que requieren varias intervenciones para que sus ojos vuelvan a la posición normal —dijo el médico—. Además, hoy en día es suficiente con anestesia local. La operación para corregir el estrabismo consiste únicamente en tirar un poco de los músculos encargados de la movilidad del ojo y recolocarlos, así que es breve. Pero lo que pasa a veces es que los médicos jóvenes suelen tirar demasiado o, por el contrario, demasiado poco: se tiene que conocer el punto exacto para conseguir colocarlo justo en el centro. En el departamento de oftalmología de este hospital tenemos muy buenos especialistas. Habla con tus padres —dijo el médico—. Si has tenido alguna vez visión binocular, el proceso es muy simple. Tú has podido mirar alguna vez simultáneamente con los dos ojos, ¿verdad?

—Tengo estrabismo desde los tres años —contesté en voz baja—. Pero no me acuerdo de antes.

—Entonces no hay ningún problema —dijo el doctor rascándose la cabeza—. Hace poco operamos a un niño un poco más pequeño que tú. Quería ser jugador de béisbol, pero tenía estrabismo y no podía coger las pelotas al vuelo.

—Yo tampoco puedo —dije.

—Ya, claro. Bueno, puede que tú no quieras ser jugador de béisbol, pero si vuelves a chocar con una bicicleta y a caerte al suelo, puede ser grave. Si te operaras, entre la intervención quirúrgica y la recuperación tendrías que pasarte varias veces por el hospital, pero creo que valdría la pena intentarlo —dijo el médico tamborileando con los dedos sobre la superficie de la mesa—. Bueno, no quiero forzarte.

—No, no —dije. No supe qué añadir a continuación. De pie a mi lado, la enfermera nos iba mirando alternativamente al médico y a mí con un extremo de la cortina en la mano.

—Además, no es muy caro —prosiguió el médico poco después.

—¿Ah, no? —exclamé sorprendido. Hablé en voz mucho más alta de lo que esperaba.

Jamás había preguntado cuánto había costado la operación que me habían hecho a los cinco años y, de hecho, tampoco conocía ningún otro detalle, pero relacionar mis ojos con una cuestión de dinero me produjo de pronto un extraño malestar. Si pagaba cierta suma y me operaban, mis ojos volverían a ser normales... Hasta entonces no me lo había planteado nunca. Ni siquiera lo había imaginado. Había creído siempre a pies juntillas que, como la operación había fracasado una vez, tendría aquellos ojos para toda la vida. ¿Mis ojos... podrían ser normales algún día?... Era una sorpresa. Una enorme sorpresa. Me quedé allí plantado con una agitación en el pecho que no sabía cómo controlar, mordiéndome las uñas sin darme cuenta. No tenía ni idea de qué debía pensar a continuación. Se me representó la cara de Momose, me acordé de la densidad de las sombras de debajo de las luces de color blanco azulado. Me acordé de las tinieblas de mi habitación, vi mi cara reflejada en el espejo. En su superficie, solo el ojo izquierdo, borroso, captaba su propio reflejo en línea recta. El ojo derecho se desviaba como siempre hasta el rabillo y, si aproximaba la punta del dedo, no veía más que una mancha borrosa de color piel.

—Bueno, cuando te parezca bien, vuelve —me dijo el médico sonriendo—. Recuerda que es barato.

—Y esa operación —pregunté mientras me palpitaba un poco el corazón—, ¿cuánto cuesta?

El médico se cruzó de brazos, cerró los ojos y, con expresión de estar recogiendo algunos restos desperdigados detrás de sus párpados, dijo tras lanzar un pequeño gruñido:

—Pues... unos quince mil yenes.

—Quince mil yenes —repetí yo.

 

*

 

—Ya es otoño del todo —dijo Kojima mientras me miraba sonriendo.

Al empezar noviembre, el viento se había vuelto más frío de pronto. La chaqueta que Kojima llevaba encima de la blusa olía un poco a producto químico y, mezclado con él, se adivinaba también el olor del invierno. Los olores nos hacen recordar tantas cosas... De una forma directa, sin pasar por la cabeza, impregnan las palmas de las manos y la nariz y despiertan el eco de las sensaciones que preceden a las sensaciones.

Hacía tiempo que Kojima y yo no nos veíamos a solas y, desde la noche anterior, había estado algo nervioso. Mientras la esperaba en la escalera, no había podido parar quieto. Aquellos nervios me recordaron los que había sentido la primera vez que habíamos quedado en el parque de la ballena. También el atardecer de aquel día era uno de esos en los que puedes ver con tus propios ojos como el azul desciende desde lo alto del cielo y se va hundiendo despacio en la noche. Parecía que hiciera siglos de aquel día, pero solo habían pasado un par de estaciones.

—¿Sabes una cosa? Aunque no hayamos charlado mucho últimamente, he estado bien —dijo Kojima, contenta. Estaba apoyada en la barandilla, dando la espalda al cielo del crepúsculo y a la ciudad, y hablaba mientras cruzaba y descruzaba los brazos.

Ya me lo había parecido alguna vez en la escuela, pero, al verla de cerca, me di cuenta de cuánto había adelgazado. Jamás había estado gorda, pero, comparada con ahora, casi se podía decir que antes estaba rolliza. La carne le había desaparecido de brazos, piernas y mejillas hasta el punto de que parecía haberse convertido en otra persona. Casi bailaba dentro de su uniforme. A juzgar por el color de su cara y por su expresión, estaba cansada. Sin embargo, el par de ojos que aparecían bajo sus cejas arqueadas contradecían la impresión que daba su cuerpo y relucían, tan brillantes como si estuvieran húmedos, más vivos y despiertos que nunca. El pelo, que ella no paraba de retorcer y estirar, había ido creciendo a su aire y estaba muy largo. Las puntas le salían disparadas en todas direcciones, como una escoba de las duras. Tenía una especie de pelusilla enredada en el pelo. Por más que en clase estuviera siempre pendiente de ella, la impresión que daba, de cerca y de lejos, era completamente distinta. Me senté en la escalera, levanté los ojos y me la quedé mirando.

—He leído un montón de veces tus cartas. Y solo con leerlas, ya me animaba, ¿sabes? Oye, ¿y las mías? ¿Las has leído?

Le respondí que sí. Kojima asintió con aire satisfecho. No le expliqué por qué no había contestado a sus cartas ni tampoco ella me lo preguntó.

—Pero, ¿sabes?, aunque no nos veamos, y aunque no hablemos, sé cómo te sientes, ¿sabes? Más o menos —dijo Kojima sonriendo con timidez.

Como no sabía qué debía responder a eso, me callé y algo después le pregunté:

—¿Has adelgazado?

—Sí —me respondió con voz alegre. Y me dijo que últimamente no comía mucho.

—¿No tienes ganas de comer?

—No, no es eso. Es que lo he convertido en uno de mis signos —dijo Kojima.

—¿En uno de tus signos?

—Sí —contestó con una pequeña sonrisa.

—Pero si no comes...

—Pues claro que como —dijo ella—. Pero intento comer muy poco.

Kojima me miró con los ojos entornados.

—He sumado lo de estar sin comer a lo de no ir limpia, ¿sabes?

—¿Y eso es por lo de los signos? —le pregunté de nuevo.

—Sí, claro. Es un signo.

—¿Y con lo de signo quieres decir que es una señal como lo de tu padre?

—Sí, claro.

Kojima sonrió.

—Pero, ¿sabes?, el significado de los signos ahora ha cambiado.

—¿De qué manera? —pregunté.

—Pues, al principio, eran puramente una señal para no olvidar a mi padre. Mis zapatillas sucias eran los zapatos sucios de mi padre y la piel que no lavaba y mi olor eran la piel y el olor de mi padre que estaba lejos. Pero ahora, ¿sabes?, ahora ya no es solo esto. Ahora este signo ya no es solo una señal para no olvidar... Porque me he dado cuenta de que lo que hay entre mi padre y yo no son solo recuerdos, ¿sabes? Hay algo más —dijo Kojima—. Y esto, lo que hay... es una debilidad muy hermosa. Y es justamente por ella, por esta debilidad tan hermosa, por lo que tú y yo estamos luchando siempre, protegiéndonos cada uno en nuestro propio espacio...

Kojima, que hablaba tan lentamente como si fuera presionando cada una de las palabras en la palma de mi mano, parecía un dibujo pegado en la escena del crepúsculo.

—Además, ¿sabes?..., esta debilidad también existe para ellos..., para los de clase, que no dan para más que para tratarnos como nos tratan. Pero ellos, ¿sabes?, ellos no se dan cuenta. Es inevitable que ellos no lo entiendan. Pero tú y yo sí comprendemos muy bien lo que significa. Lo sabemos. Y esto, es decir, vivir asumiendo esta manera de ser, esta debilidad, es la fortaleza más valiosa del mundo. Es por eso por lo que apenas como... Es un rito. No solo por los de clase, por nosotros, o por mi padre, sino por toda la debilidad que hay en el mundo, por la fortaleza en el verdadero sentido de la palabra. Lo hago para no olvidar a las personas que son maltratadas, a las que hacen sufrir y que, a pesar de ello, se esfuerzan en seguir adelante. Por todos los que conocen la importancia que tiene actuar de este modo. No comer es una prueba. Uno de los medios para conseguirlo.

Kojima estaba justo delante de mí y, mientras hablaba, me miraba fijamente.

—Y tú eres quien mejor puede entenderlo, ¿no es verdad? Tú también has adelgazado un poco. Tú tampoco comes, ¿verdad? Lo sabía. Que tú entenderías lo que pienso.

—Yo... —empecé a decir, pero enmudecí.

Kojima me miró y sonrió como queriéndome decir que no pasaba nada. Sopló una ráfaga de viento de frente y me trajo el olor de Kojima. Nunca lo había percibido tan intenso, ni siquiera estando a su lado. Era olor a no haberse lavado durante días y días. Bajé la cabeza y fijé la vista en la punta de mis zapatos.

—Me importan mi padre y las otras personas que sufren como él asumiendo su propia fuerza en la debilidad, pero la persona más importante para mí eres tú —me dijo sonriendo alegremente—. Por cierto, ¿ya tienes la nariz bien?

—Sí.

—A simple vista, parece que vuelva a estar como antes —dijo Kojima—. Al principio... daba miedo.

—Sí.

—Si se te hubiera roto, ¿se te habría salido el hueso? —preguntó Kojima.

—Por lo visto, se habría torcido.

—¿El hueso se tumba de lado?

—Sí.

—Bueno, a ti, que tienes la nariz larga, podría habérsete tumbado una parte para un lado, pero ¿qué debe de pasar con las narices chatas como la mía? —dijo Kojima riendo—. ¿Se chafan y ya está?

—Seguro que también se tumban para un lado —contesté.

A pesar de lo mucho que me desconcertaba la Kojima que tenía frente a mí, le hablé de mi visita al hospital.

Le conté un montón de cosas. Que había tardado mucho tiempo en volver a ir, que el médico que me había visitado era muy simpático, que se había roto la nariz cuando era adolescente y lo bestial que había sido el tratamiento médico que le habían hecho. Sin embargo, no le dije que en el hospital me había encontrado a Momose y que luego había hablado con él. No confiaba en poder expresarme bien y tampoco creía que fuera una buena idea hablarle de aquello a Kojima.

En casa, o en la escuela, cuando me repetía yo solo las palabras de Momose y las analizaba, algunas veces pensaba que todo lo que me había dicho aquella noche era un completo disparate y, otras, que Momose, lo miraras como lo mirases, tenía razón. Oscilaba entre las dos conclusiones diferentes y acababa por no saber qué debía pensar ni cómo. En ocasiones incluso me preguntaba con terror si, en mi manera de pensar, no habría un defecto fatal de base que me conducía siempre a respuestas equivocadas.

En todo caso, en las palabras de Momose de aquella noche había indicios que no podía enterrar y fingir que no veía. Había una parte de su razonamiento que la rectitud en la que me apoyaba no conseguía alcanzar e, igual que aquella noche Momose se había sentado en el banco, ahora Momose había tomado asiento en ese lugar oscuro, silencioso y árido y, desde allí, me contemplaba riendo sin palabras.

Kojima me repetía sin parar que todo lo que pasaba tenía un sentido. Cada vez que nos veíamos, me animaba diciendo que teníamos que luchar juntos, que lo superaríamos juntos. Me escribía cartas. Nadie me había prestado nunca tanta atención en mi vida. Además, tanto si nos veíamos como si no, Kojima siempre era capaz de arrastrarme a un lugar lo más luminoso posible. Incluso después de que yo hubiese dejado de poder hablar tranquilamente con ella, Kojima había seguido preocupándose por mí y me había escrito una carta tras otra. Y me había dicho: «Me gustan tus ojos». En toda mi vida, nunca, nadie, jamás, me había hablado de este modo. Ella había sido la única que me había dicho esto sobre mis ojos.

Sin embargo, por otra parte, después de lo que había pasado en el gimnasio, yo no me sentía capaz de mirarla. Cuanto más me animaba ella, cuanto más hacía suya aquella actitud inexplicable, porque ella misma sufría el maltrato, cuanto más se imbuía de aquella especie de fuerza, menos podía yo mirarla a los ojos. No conocía la verdadera razón. Al pensar en tiempo atrás, cuando todavía hacía calor, y recordar cómo me tranquilizaba su modo de hablar algo confuso y su sonrisa tímida, me dolía el corazón. Pero Kojima había ido cambiando poco a poco y seguir aquella transformación desde lejos hacía que mi cuerpo se petrificara. El cambio que había nacido en Kojima se cernía como un nubarrón sobre aquel espacio, pequeño pero lleno de luz, que ella me había ofrecido, y yo ahora sentía que me habían expulsado de él.

Y, por primera vez en mucho tiempo, le había escrito una breve carta a Kojima diciéndole que tenía que hablar con ella.

 

 

—Oye, ¿me escuchas? —me dijo clavándome la mirada.

—Te estoy escuchando.

Kojima hablaba con expresión grave del hospital al que yo había ido. Aunque no había nadie más, había bajado de repente la voz. De vez en cuando soplaba una fuerte ráfaga de viento y yo dejaba de oírla. Por eso vino y acercó su cara a la mía. Despedía una mezcla de varios olores. Olía a saliva, a sudor, a algo agrio. Me preguntó si sabía por qué un hospital tan grande como aquel no tenía un departamento de ginecología y obstetricia. Cuando le respondí que no lo sabía, me dijo que qué iba a saber yo si ni siquiera me paraba a pensar en ello. Lo dijo riendo aunque parecía enfadada. Luego me contó algo que había pasado en el hospital unos diez años atrás. Yo fui asintiendo una vez tras otra mientras la miraba.

Como había adelgazado tanto, daba una impresión completamente distinta, pero la Kojima que hablaba con entusiasmo parecía estar llena de vida y, al contemplarla, sentí una soledad y una tristeza indescriptibles.

—Oye, Kojima —dije aprovechando que hacía una pausa—. Te he escrito la carta porque quería hablar contigo.

—Sí, ya lo sé —respondió Kojima—. ¡Pero es que, solo con verte, estoy tan contempamina...!

Al oír esta palabra, de pronto me entraron ganas de llorar. Al darse cuenta, Kojima pareció sorprendida. Luego me miró con una cara cuyos contornos habían cambiado y me sonrió alegremente. Apreté los dientes y, ya algo más sereno, le dije en voz baja:

—Es que quiero decirte una cosa.

—Pues claro. Te escucho —dijo Kojima.

—Es sobre mi ojo.

La expresión risueña de sus ojos y de su boca se borró al instante, como si se despegara de su rostro, y se me quedó mirando con expresión de estar viendo un bicho raro. Después asintió varias veces con pequeños movimientos de la cabeza. Parecían gestos reflejos, automáticos.

Le hablé sobre mis ojos.

Le dije que, si me operaba, cabía la posibilidad de que dejara de ser estrábico. Kojima me escuchó en silencio. Cuando terminé de hablar, no dijo nada. El aire empezó a enfriarse de golpe y comenzó a caer una lluvia menuda. Aunque no era perceptible a la vista, mezclada con el viento, aquella llovizna nos azotaba las mejillas. Me encogí de hombros y me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. Kojima, que estaba de pie, también embutió las manos en los bolsillos de su chaqueta.

—Te vas a mojar. Es mejor que vengas aquí —le dije.

Ella no respondió nada a esto.

—Entonces... —dijo Kojima en voz baja. Y enmudeció.

Yo también guardé silencio. Esperé a que ella siguiera hablando.

—¿Estás pensando en operarte? —soltó de golpe tras haber permanecido un rato callada. Lo dijo como si hablara consigo misma.

—Todavía no lo sé.

—¿Y por qué me cuentas cosas que todavía no sabes? —dijo Kojima—. ¿Es que me estás pidiendo consejo?

—No, no es eso —dije—. Más que pedirte consejo... Es que quería decirte que me había enterado de eso.

—¿Y por qué? —insistió Kojima con voz sombría—. ¿De qué sirve que me lo cuentes a mí?

—Es que...

Me atraganté con las palabras.

Me humedecí los labios varias veces y, ya algo más tranquilo, miré a Kojima y le dije:

—Es que, como tú me habías dicho que te gustaban mis ojos..., pues quería contártelo.

Permanecimos un rato callados los dos.

—¿Y por eso quieres operarte los ojos? —dijo Kojima sin mirarme—. Tú...

Esperé en silencio a que prosiguiera.

—No entiendes nada.

—Quizá no entienda nada —dije.

—No es «quizá». No entiendes nada de nada. —Kojima me miró a la cara—. Tus ojos son la parte más importante de ti. Son lo más importante, lo más valioso que posees, algo que no tiene nadie más que tú. Lo que hace que seas como eres. Yo no tengo nada. Y como no tengo nada, he tenido que hacer lo de los signos, pero tú tienes un signo propio, de nacimiento, y gracias a este signo nos hemos podido encontrar los dos. ¿Cómo puedes decir entonces que vas a echarlo a perder? ¿Cómo puedes? ¿Es que no tenía ningún valor para ti que tú y yo pudiéramos encontrarnos?

—Pero si no es eso. Pues claro que tenía valor. Sigue teniendo valor ahora —contesté—. No he decidido operarme. Nada de eso. Es solo lo que te he contado antes. Que me han dicho que, si me operara, quizá podría curarme. Y yo quería decírtelo. Solo eso.

—¡Eso es mentira! —dijo Kojima—. Tú te pusiste contento, ¿no? ¿No es cierto que te pusiste contento cuando te enteraste? La verdad es que quieres operarte el ojo y huir. ¿O no?

—¿Huir? —pregunté—. ¿De qué?

—Pues de todo —dijo Kojima—. De lo que pasa en la escuela, de lo de ahora, de ti mismo, de todo.

Kojima lo dijo mientras se frotaba los ojos con las palmas de las manos.

—Kojima, no llores.

—Y también quieres huir de mí, ¿no es verdad? —musitó.

—Eso no es así para nada. —Negué con la cabeza—. No es así en absoluto. Te lo repetiré las veces que haga falta.

—¡Basta! —soltó mirándome de frente. Se veían brillar unos finos regueros de lágrimas que corrían por sus mejillas—. Pues yo no voy a dejarlo —dijo. Los ojos llenos de lágrimas brillaban con un destello blanco que iba temblando al compás de su respiración—. Yo no voy a dejarlo.

—Kojima.

—Yo no puedo dejarlo. —Y en el instante en que acabó de decirlo, las lágrimas empezaron a desbordarse de sus ojos y a caer a goterones por las mejillas—. Tú, si quieres, puedes operarte el ojo y seguir a aquella gente. Si te operas el ojo con el que se meten siempre, puede que no vuelvan a hacértelo pasar mal y, si eso es lo que eliges, pues yo no puedo decir nada y tampoco puedo hacer nada.

—¿Operarme el ojo significa, según tú, seguir a Ninomiya y a los demás? —pregunté.

—Pues claro —respondió Kojima—. Esto ya no es solo un problema tuyo y mío.

Me quedé mirándola fijamente a la cara sin decir nada.

—Si a ti y a mí ahora nos pasara algo y nos muriéramos, por ejemplo, aunque dejaran de hacérnoslo pasar mal a nosotros, seguro que en algún otro lugar le estaría pasando lo mismo a otra persona. Los débiles siempre sufren a manos de los fuertes. No hay modo de evitarlo. Esa gentuza nunca desaparece. ¿Y tú quieres imitarlos, ponerte de su lado y, de esta forma, dejar de ser débil? ¿Es eso lo que crees que hay que hacer? Pues no es verdad. Esto es una prueba. Y lo importante es superarla. ¿No es eso lo que hemos estado hablando siempre, siempre, nosotros dos?

—Kojima, cálmate.

Al oírme se calló. Sorbió sonoramente por la nariz. De sus ojos seguían brotando una cantidad increíble de lágrimas. Nos quedamos un rato de esta manera. A lo lejos, se oyó la sirena de una ambulancia y, luego, el débil llanto de un niño. No sé cuántos minutos permanecimos allí, de pie en silencio.

—Yo... —dijo un rato después en voz baja—. Yo creía que éramos iguales.

—Es que lo somos —afirmé.

—Pero me equivocaba.

—No te equivocabas.

Kojima negaba despacio con la cabeza.

—Kojima.

—Seguro que te operarás el ojo —dijo Kojima llorando. En la voz se entremezclaban los sollozos.

—Kojima.

—Deja de decir mi nombre —me pidió de manera entrecortada.

Después Kojima cerró los ojos con fuerza y continuó llorando en silencio mientras sus hombros se estremecían. Nunca había visto llorar a nadie con una cara de sufrimiento tan grande. Kojima seguía derramando lágrimas y lágrimas con los dientes muy apretados, los puños cerrados a la altura de los muslos y el cuerpo tenso. De vez en cuando se le escapaba un gemido. Una mezcla de mocos y lágrimas le iba cayendo a grandes goterones, en línea recta, de la cara al suelo. Yo no sabía cómo reaccionar. No podía hacer más que quedarme allí plantado mirándola, incapaz de decirle nada, de moverme incluso.

El tiempo transcurría sin que Kojima dejara de llorar. Y lo único que hacía yo era mirarla, sin saber qué hacer.

Pasó el tiempo, el temblor de sus hombros se detuvo y, cuando ya creía que había parado de llorar, de repente volvieron a oírse los sollozos. Desesperado, pensé muchas veces en correr junto a ella, pero no lo hice. La rigidez de su cuerpo me indicaba claramente que ella no quería que lo hiciera. No me quedaba otra que seguir allí, mirándola con pasmo. Transcurrió mucho tiempo antes de que Kojima volviera a decir algo. Habló en voz tan baja que apenas se la oía. Dijo:

—En verano.

—¿En verano? —repetí para no dejar escapar su voz.

—En verano... te hablé... de mi madre, ¿no?

—Sí —asentí.

—Sobre... por qué... se había casado con mi padre.

—Sí.

—Lo de que se había casado con él porque le daba pena... Lo que ella me había dicho.

—Sí.

—Que de él le daba pena todo.

—Sí.

—Mi madre dijo que le daba pena por todo. Que todo le daba pena de él.

—Sí —asentí de nuevo.

—Pues lo que no le puedo perdonar a mi madre...

Kojima alzó los ojos y me miró.

Las lágrimas se habían secado en la superficie de su rostro sucio y tenía el blanco de los ojos enrojecido. Sus párpados inferiores estaban muy hinchados y se veían muy blancos. Kojima me clavó la mirada. Unos mechones finos de pelo se le pegaban a las mejillas, pero ella no hacía nada por apartárselos.

—... no es que abandonara a mi padre, no es que se fuera con otro...

Asentí en silencio.

—Sino que...

Asentí otra vez.

—Sino que no continuara dándole pena hasta el final.

Después de decir estas palabras, Kojima bajó las escaleras y se fue.

Desapareció sin mirar atrás. Sin vacilar un instante. Yo no solo no intenté retenerla, sino que ni siquiera la llamé. Se oyeron sus pasos, resonando por la escalera, hasta que se apagaron. El vacío fue reemplazado por el fuerte rumor de la lluvia. Yo estaba allí solo, abandonado. Sin que me diera cuenta, la llovizna brumosa de antes se había convertido en una lluvia con todas las de la ley. Era el rumor de una lluvia que va empapándolo todo despacio, tomándose su tiempo. Temblaba como la voz de un ser vivo desconocido y llegaba desde algún lugar muy lejano del extenso cielo negro.

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