Heaven

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Capítulo 8

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El fin de semana, mi madre se hizo un corte en el brazo.

Me dijo que le había fallado la mano mientras lavaba los platos y que un cuchillo de cocina le había caído sobre el brazo. Yo estaba leyendo en mi habitación y, al oír el ruido, corrí hacia la cocina y me encontré a mi madre con el brazo izquierdo en alto y la mano derecha presionándolo con fuerza a la altura del codo. Ella se volvió hacia mí y se echó a reír.

—¡Mira! No para sangrar. Llama a una ambulancia —me pidió.

La sangre le corría por el brazo que mantenía en alto hacia el costado, y ya había teñido la blusa, desde la manga arremangada hasta el pecho, de un color rojo intenso. Fui corriendo a telefonear.

—¡Anda! ¡Cómo sale! —dijo mi madre como si bromeara.

Yo me piqué un poco. Le pregunté si podía hacer algo mientras tanto. La ayudé a enrollarse una toalla en el nacimiento del antebrazo y, después, al ver que no podía quedarme quieto, ella me dijo riendo que me tranquilizara. Mientras esperábamos a la ambulancia me di cuenta de que me temblaban un poco las rodillas.

—Espero que no tarde mucho. ¡Uf! El corte..., no sé, pero diría que es bastante profundo. Con un tajo así, no es exagerado llamar a la ambulancia, ¿verdad? Y, además, hoy el hospital está cerrado.

—¿Por qué te estás riendo? —le pregunté.

—Es que a mí, cuando tengo miedo, me da por reír.

—¿Y ahora tienes miedo?

—Sí, claro. Sangrando tanto... Tú dirás. Es normal que tenga miedo, ¿no? Pero no duele. Solo que, si no parara, ¿qué crees que pasaría?

—Pues que te podrías morir —dije tras pensármelo un momento.

—Exactamente —asintió mi madre.

Se oyó la sirena de la ambulancia; algo después sonó el timbre de la puerta, entraron un par de hombres y, tras hacerle una cura de urgencia, se llevaron a mi madre al hospital. Yo quería acompañarla, pero ella me dijo que la esperara en casa, así que me quedé allí.

—No te preocupes. Me darán unos puntos y enseguida estaré de vuelta —me dijo antes de que la puerta del recibidor se cerrara tras ellos.

Tras dudar un instante, corrí a abrir la puerta de nuevo y le pregunté si tenía que avisar a mi padre. Ella se volvió hacia mí, me dijo que no hacía ninguna falta y se despidió agitando la mano derecha.

Estaba tan aturdido que me quedé un rato sentado en el sofá, pero al poco tiempo me levanté, fui al lavabo, cogí un trapo y agua y limpié la sangre esparcida por el suelo de la cocina. Tardé muy poco rato. No había tanta sangre como creía y enseguida desapareció toda sin dejar rastro. Al parecer, la mayor parte de la sangre estaba impregnada en la ropa de mi madre. Estaba demasiado excitado para seguir leyendo, así que me quedé sentado en el sofá sin hacer nada.

Mi madre volvió pasadas las cuatro de la tarde.

—Por lo visto, el corte era bastante profundo —dijo enseñándome el brazo envuelto en vendas blancas.

—¿Te han cosido? —le pregunté.

—Claro. Cinco puntos —respondió mi madre pasando los dedos por encima del vendaje.

Fui yo quien se encargó de la cena. Me había preparado alguna vez algo para mí, pero nunca había cocinado para los demás. Mi madre dijo que podíamos pedir que nos trajeran algo, pero, al final, decidimos comer lo que teníamos en casa. Más que elaborar una cena propiamente dicha, lo que hice fue cocer arroz blanco, preparar sopa de miso y cortar y saltear algunas verduras que había en la nevera siguiendo las indicaciones de mi madre. Aparte, calenté algunos restos de comida en el microondas y, cuando lo llevé todo junto a la mesa, daba la impresión de ser una cena de verdad.

—Es un poco pronto, pero ¿cenamos? —dijo mi madre encendiendo el televisor.

Comimos en silencio con los ojos fijos en la pantalla, como siempre.

—Al menos, es una suerte que sea la izquierda.

—Pues sí —dije.

—Pero eso de alterarse tanto de repente cansa mucho —dijo mi madre respirando hondo—. Me parece horrible. No lo soporto. Las cosas inesperadas las llevo fatal.

—Ya —contesté.

—Cuando te pasa algo así, se te ponen los nervios de punta, ¿no? Y por más que intentes calmarte, no hay manera. Los nervios van a la suya. Yo, esto, no lo aguanto.

—¿Qué te gustaría ser? ¿Una persona impasible? —le pregunté.

—Puede que sí —dijo mi madre—. No sé, pero siento algo tan violento, ¿sabes?, algo que brota dentro de mí, así, de repente. La mayoría de las cosas no me preocupan demasiado, pero esto no lo soporto.

Sin decir nada, seguí comiendo el salteado de col con arroz blanco. No habría sabido decir si tenía hambre o no, pero me daba la sensación de que podía continuar comiendo indefinidamente. La cena terminó sin más, como de costumbre. Lo habitual era que cada uno llevara sus platos al fregadero, pero aquella noche fui yo quien apiló todos los platos y los cuencos vacíos y los llevó a la cocina. Luego, aunque a mí no me apetecía, como mi madre siempre se tomaba un té después de cenar, fui a calentar el agua, le preparé una taza y se la llevé. Me dio las gracias.

—Oye, hablo solo por si acaso —dijo un poco más tarde mientras se tomaba el té a sorbitos—. Pero, si tu padre y yo nos divorciáramos, ¿qué te parecería a ti?

—¿Os vais a divorciar?

—En realidad, aún no hemos decidido nada.

Permanecí en silencio durante un rato. Mi padre apenas aparecía por casa, pero a mí aquello ya no me importaba. Me acordaba de que en los tiempos en los que empezó a dejar de aparecer, cuando nos veíamos por casualidad, me decía que estaba ocupado, pero de eso ya hacía una eternidad. Lo que sí recordaba muy bien era que, cada vez que yo usaba la palabra eternidad, mi padre ponía mala cara y me replicaba: «¿Cómo puedes decir eso tú, si apenas has vivido cuatro días?».

—Todavía no es seguro —añadió mi madre algo después—. No es que esté haciendo lo típico de preguntar la opinión a los hijos justo antes de divorciarnos, vaya. Solo es que creo que puede pasar, siendo sincera.

—Ya —dije.

Seguimos viendo la televisión en silencio. Mientras miraba inadvertidamente la pantalla ruidosa, me dije que, si se divorciaran, seguro que a mí me tocaría ir con mi padre. No podía ni imaginar cómo sería mi vida con él, pero esto era lo habitual. Aunque no tuviera ni idea de qué estaba pensando y apenas le viera la cara, los lazos de sangre eran lo que eran. Eso pensé. Mi madre estaba con la mejilla apoyada en la mano, viendo la televisión en silencio. Había alguien colgado de una grúa por los pies con la cabeza empapada de tinta china como si fuera un pincel.

—Quizá no debería haberte hablado de esto ahora. Lo siento. Es que hoy estoy algo trastornada —dijo, y se rio—. Qué mal, qué mal. Lo siento, ¿eh?

—No pasa nada —contesté.

Luego, aunque no tenía previsto hacerlo, empecé a hablarle de mis ojos. Le conté que, si me operaba, cabía la posibilidad de que me curara. Cuando terminé de hablar, ella se quedó en silencio unos instantes y me preguntó: «¿Qué quieres hacer?». Le respondí que aún no lo sabía.

Mi madre sostenía la taza de té entre las manos y la hacía girar lentamente. Me levanté, fui a la cocina, me serví una taza de té y volví a sentarme.

—Quizá no haga falta que lo decidas enseguida, ¿no? De momento tal vez sea suficiente saber que, si quieres, puedes hacerlo, ¿no? —dijo mi madre—. Es algo muy importante. Mejor que te lo pienses bien.

Le respondí que sí y esperé a que el té se enfriara un poco para tomármelo mientras contemplaba distraídamente el vapor que se elevaba desde la taza.

 

 

No recibí nada más de Kojima.

No me envió ninguna carta y, en la escuela, aparte de no dirigirnos la palabra —lo cual era habitual—, tampoco intercambiamos ni una sola mirada. Cada vez que echaba un vistazo en su dirección, ella no parecía mirar hacia mí. Me acordaba mucho de ella. Cuando llegaba a la escuela antes que los demás, introducía la mano en mi pupitre vacío y me quedaba inmóvil con las manos en su interior. Al recordar que antes sus cartas estaban pegadas allí, me dolía el corazón. Me acordaba también de la única vez que Kojima me había llamado por teléfono. «Entonces era verano —pensé—. Y ahora es otoño.»

En la escuela se hicieron los preparativos de la fiesta de la cultura y de la fiesta del deporte: el ambiente era todos los días muy animado. A mí me daba la sensación de estar oyendo continuamente cosas que no tenían nada que ver conmigo, cosas en las que no me quería mezclar. Y, en aquel día a día, a mí me seguían tratando como siempre, me hacían correr, me golpeaban, se reían de mí. Nadie parecía hartarse de hacerlo. Todo se iba repitiendo, una y otra vez, como si fuera lo normal.

Tampoco Momose cambió lo más mínimo. Me había preguntado si habría alguna represalia después de lo de aquella noche, pero no fue así en absoluto. Por lo visto, nadie sabía que habíamos hablado. Se comportaba de un modo tan natural que parecía que lo hubiera olvidado todo y que no se acordara de nada, o que aquello no hubiera ocurrido jamás.

 

 

Dudé mucho, le di muchas vueltas, pero al final le escribí una carta a Kojima.

Le dije que quería verla y hablar con ella. No había sabido explicarle bien lo de mis ojos y esto había causado un malentendido entre los dos. Yo sabía que mis ojos tenían un gran significado para ella y, por eso, quería contárselo antes que a nadie. Sentía mucho no haber podido expresarme mejor. No tenía la menor intención de herirla.

Pero no me contestó.

Volví a escribirle. Me daba miedo ir enviándole una carta tras otra sin que hubiera respuesta. «Mañana por la tarde te espero a las cinco en la escalera. Ven si puedes. Te estaré esperando.» Pegué esta nota en su pupitre a primera hora de la mañana. Durante todo el día estuve pendiente de su reacción. Al día siguiente la esperé durante dos horas, a partir de las cinco, pero no apareció.

La Kojima que veía en el aula estaba cada día más delgada, lo cual era evidente a ojos de cualquiera. Pensé que no debía de comer nada. Los compañeros de clase también se burlaban de ella por esto. La insultaban con palabras que cuesta pronunciar y se reían. Por su manera de reír parecía que realmente se divirtieran desde el fondo de su corazón.

Volví a escribirle otra carta. Quería hablar con ella otra vez. No teníamos por qué hablar de mis ojos, sino de muchas otras cosas, como antes. Además, todavía no me había enseñado su cuadro, Heaven. Me acordaba mucho de aquel día.

Seguí enviándole muchas otras cartas. Le escribía como cuando nos intercambiábamos tantas notas en primavera: sobre mis pensamientos o lo que se me había ocurrido, sobre los libros que leía, sobre cosas que pensaba que podían darle un poco de alegría. Pero Kojima tampoco me respondió.

Un día, entre clases, le dieron un fuerte empujón y fue a parar, dando un traspiés, junto a mi pupitre. En medio de un entrechocar de madera y metal, Kojima cayó al suelo junto con algunas sillas y mesas. Se quedó acurrucada, inmóvil, rodeada de las risas agudas de las chicas que la estaban mirando. Yo me quedé petrificado, incapaz incluso de tenderle la mano. «¡Arriba!», le dijo una de las chicas mientras intentaba ponerla en pie, agarrándola por el cuello de la chaqueta con el palo de una escoba. Kojima olía a suciedad. Cabizbaja, sin fuerzas, trató de levantarse, sus cabellos tiesos le ocultaban el rostro. Sentado en mi pupitre, la miré. Cuando se irguió, pude ver sus ojos. Hacía mucho tiempo que no veía su cara. Conteniendo el aliento, le lancé una mirada que parecía una súplica. Tenía las mejillas hundidas, el contorno de la boca ennegrecido, los labios, blancos y resecos. En el breve espacio de tiempo que transcurrió entre el momento en que ella se puso en pie y aquel en que las otras chicas empezaron a tirar de ella, Kojima estuvo mirando en mi dirección, pero sus ojos no eran los de la Kojima que yo conocía. «Kojima.» Su nombre se escapó de mis labios. Pero ella no respondió. Y, con aquellos ojos que parecían no ver nada, Kojima le estaba sonriendo claramente a algo.

 

*

 

Recibí una carta de Kojima un miércoles.

Después de ver aquella sonrisa, no había podido seguir escribiéndole más. Pero cuando vi su carta, me alegré de corazón. Y la releí muchas veces.

Con su escritura firme y sólida, decía que me esperaba el sábado a las tres en el parque de la ballena. El lugar donde nos habíamos visto por primera vez. El parque de la ballena.

Todavía podía recordar con claridad el olor del atardecer de aquel día de primavera. Me venían a la mente de inmediato la dureza del neumático al sentarme, el tacto del cemento agrietado de la ballena, el olor de la húmeda tierra negruzca. Al ver la firme escritura de Kojima no pude evitar acordarme de los sutiles trazos de la nota que me envió la primera vez. Sentí nostalgia. Y un poco de tristeza. Entonces, tal como había hecho muchas veces antes, puse todas sus cartas encima de mi mesa y las releí. Kojima me hablaba de muchas cosas. Las fui leyendo una tras otra, las fui plegando con cuidado y, al final, las guardé en el estuche del diccionario.

 

 

El sábado por la mañana —cosa infrecuente— vino mi padre. Tenía fiesta. Al entrar en la cocina me lo encontré sentado en el sofá viendo la televisión. Al verme, solo dijo: «¡Ah!», y se volvió otra vez hacia la pantalla. Iba pasando con el mando rápidamente de un programa a otro y, a cada salto de canal, cambiaba el tipo de sonido y el volumen.

Luego desayunamos los tres. Comimos, sin decir una sola palabra, lo que había preparado mi madre. El vendaje de mi madre estaba inmaculado. Por alguna extraña razón, tanto el brazo como el vendaje parecían falsos. Pero debajo de las vendas había una herida de verdad y yo había visto cómo sangraba. Solo la televisión charlaba sin parar. Era como si quisiera suplir la parte de conversación que nosotros, como familia, teníamos la obligación de mantener. En ocasiones como aquella, siempre me venía a la cabeza lo mismo.

Mi padre estaba leyendo el periódico. No le veía la cara. El ruido que hacía al doblar las hojas para leerlo con más comodidad, o al volver las páginas, me iba poniendo más y más enfermo hasta el punto de que me dieron ganas de vomitar. Me entraron unos violentos deseos de agarrar el periódico que tenía enfrente y romperlo. Contuve las náuseas masticando lo que tenía en la boca y, dentro de mi cabeza, fui dándole vueltas a lo del periódico e imaginando cómo lo rompía a pedacitos. ¿Qué haría mi padre si se lo hiciera? Pensé que, probablemente, me pegaría un bofetón sin dudar un segundo. Pero a mí me daba igual. No podía pensar en nada más que en cómo iba rasgando el papel y destrozando el periódico. Cuando acabé con mis fantasías, me embutí en la boca todo lo que me quedaba en el plato y me levanté. Mi padre asomó la cara por un lado del periódico y miró mi plato vacío. Di las gracias por la comida y volví a mi habitación.

Me puse a hacer los deberes de matemáticas y, cuando me hartaba, leía un rato y, cuando me cansaba de leer, continuaba con los deberes de matemáticas. El hecho de que mi padre estuviera en casa y de que, justo aquel día, fuera a ver a Kojima después de tanto tiempo hacía que estuviera de un humor algo inestable, y no podía tranquilizarme de ninguna forma.

Estuve inquieto toda la mañana. A mediodía oí cómo mi padre se marchaba. Poco después, cuando salí de mi cuarto para ir al lavabo, vi que mi madre estaba a punto de salir. Me preguntó, preocupada, si no me importaba que volviera a las siete y que cenáramos más tarde. Le dije que no había problema, regresé a mi habitación y, en cuanto oí que salía del recibidor y echaba la llave, sin poder esperar un minuto más, me saqué el pene y me masturbé. No pude aguantar hasta la cama y empecé a agitar la mano de pie ante la puerta. Era la primera vez que hacía algo parecido. Agité la mano agarrando el pene con más fuerza que de costumbre, comenzaron a fluir con suavidad las sensaciones y las imágenes vagas y, cuando estas alcanzaron cierta intensidad, eyaculé. No tenía un pañuelo de papel preparado, así que eyaculé en mi mano izquierda. Había tanta cantidad de semen que se me escapaba entre los dedos, pero al menos me tranquilicé un poco. Pese a todo, cuando después de lavarme las manos regresé a mi cuarto, me tendí en la cama y empecé a leer de nuevo, mi pene volvió a ponerse duro enseguida. Intenté quedarme tal cual, inmóvil, pero me empezó a doler. La erección palpitaba con tanta fuerza que me hacía daño. Tal vez por impaciencia, inquietud o expectación, toda la energía que había acumulada en mi interior acababa confluyendo en el pene. En aquel momento, mientras me volvía a agarrar el pene, más grande y duro que nunca, pensé en Kojima.

Era algo inconcebible.

Antes, mientras me masturbaba, nunca me había venido la imagen de Kojima a la cabeza. No es que quisiera y no pudiera. Era solo que ni quería ni podía: así de simple. Para mí, las dos cosas pertenecían a mundos completamente diferentes.

Pero aquel día, por razones inexplicables incluso para mí mismo, yo me sentía dentro de un torrente imparable y, sin saber por qué sucedió ni por qué solo pasó aquel día, lo cierto es que... no pude ahuyentar su imagen de mi imaginación. En aquel torrente violento, pero muy natural, Kojima se me apareció y me dirigió una sonrisa. En el banco del museo, yo estaba sentado a su lado, acercaba mi cara a la suya, le chupaba los labios. Luego imaginé cómo le lamía todo el sudor del rostro. Era una percepción desconocida para mí. Después imaginé cómo le quitaba el uniforme, la desnudaba, la metía en el baño. Yo iba agitando la mano mientras imaginaba cómo le lavaba el pelo con dulzura, le quitaba la suciedad del cuerpo con jabón y, cuando ya tenía la piel limpia, apretaba sus senos con las palmas de las manos, le separaba las piernas y me introducía en su interior. Cuando acababa de lamer hasta el último rincón de su cuerpo, volvía a chuparle los labios. De pronto, Kojima se convertía en aquella alumna que había visto una vez en el aula. Ella no me miraba. Los grandes ojos que aparecían por debajo del flequillo recto y liso se dirigían hacia otra parte y, mientras seguía agitando la mano, imaginé el momento en que penetraba en su interior. Eyaculé enseguida. Al mismo tiempo que el semen se derramaba, retornó la imagen de Kojima. En los ecos de placer de la eyaculación, Kojima me miraba con su cara redonda, con una expresión dulce y algo tímida. Era la Kojima que a mí tanto me gustaba. Cuando terminó de brotar la última gota de esperma, el rostro de Kojima, que hasta poco antes había sido alegre y suave, se fue volviendo claramente más y más frío, y la Kojima que ahora me contemplaba tenía la mirada vaga y vacía, las mejillas, hundidas. «Nosotros somos iguales —decía, y sonreía—. Me gustan tus ojos», decía, y volvía a sonreír. Era aquella sonrisa que había visto el último día. Me incorporé, me apoyé en la pared y me quedé inmóvil. No se oía nada. Era una tarde de sábado muy tranquila. Expulsé el aire pesado que llenaba mis pulmones y me dejé caer de nuevo sobre la cama. Me dije que era un miserable, más sucio de lo que podía expresar en palabras. «¡Pero ¿qué estás haciendo?!», pensé. Tendido boca arriba, tenía la percepción de que mi pecho era blanco y de que, en mi espalda, se abría un agujero negruzco. Cerré los ojos y esperé a que se borrara. Oí que sonaba el teléfono, pero no pude moverme. Sin acabar de secarme el semen, caí dormido.

 

 

Corrí, corrí. Loco de impaciencia ante el semáforo en rojo que no cambiaba nunca, aproveché un momento con poco tráfico y atravesé de un salto la calle, casi me lancé sobre un coche. Tras pisar el freno, el conductor sacó la cabeza por la ventanilla y me gritó enfadado. Hasta entonces ni me había dado cuenta de que estaba corriendo. Aquellos gritos que me dirigían no me afectaron en absoluto. Yo estaba en otro lugar. Aquello no tenía nada que ver conmigo.

 

 

El cielo estaba claro, no se veía ni una sola nube, pero, mezclado con el viento, se oía retumbar algún trueno. Cuando llegué al parque de la ballena, Kojima ya estaba allí. Al verla me agaché e intenté recobrar el aliento. A pesar de que estaba sudando y de que me dolía el pecho, no tenía la percepción real de haber corrido hasta allí, ni siquiera la de haber salido de mi habitación. Pero estaba en el borde del parque de la ballena y veía a Kojima, vestida con el uniforme y sentada sobre los neumáticos. «¿Por qué llevará el uniforme si hoy no hay clase?», me pregunté mientras me dirigía hacia ella tras respirar hondo varias veces. Lo veía todo más plano aún que de costumbre y, por más pasos que daba en dirección a Kojima, no sabía si realmente me estaba acercando a ella o no. Tenía la sensación de estar pisando el mismo suelo una y otra vez. Pero, finalmente, me encontré frente a ella. «Kojima», la llamé. Ella tardó un poco en levantar la vista. Con la boca cerrada, me miró a la cara y parpadeó despacio varias veces. Uno tras otro, los parpadeos fueron tan largos que me pareció oír cómo se movían sus pestañas. Luego volvió a dirigir la mirada al suelo. Preocupado aún por el ruido de mi propia respiración, me senté a su lado.

—Has leído mis cartas, ¿verdad? —dije—. Me expliqué mal..., lo del otro día... fue un malentendido.

Hablé a Kojima entre jadeos. Ella tenía los ojos bajos, no hizo ademán de mirarme ni una sola vez. A pesar de encontrarme a su lado, me daba la impresión de que aún estaba durmiendo en mi cuarto. Si quería mover los dedos, podía moverlos sin problemas, pero me quedaba la sensación de que faltaba algo decisivo. Cerré los ojos con fuerza y parpadeé varias veces para aclararme las ideas, pero era como si todos los rincones de mi cabeza estuvieran llenos de una especie de algodón que ni siquiera sabía si era duro o blando. No podía calibrar la distancia que había entre mí mismo y los demás. Ni siquiera sabía si aquella distancia existía o no. Pensé que debía de estar soñando. Yo me había convertido en mis ojos. Así era como me sentía en aquellos momentos.

Me senté junto a Kojima sin decir nada y me quedé mirando sus rodillas. Luego alargué la mano hacia ellas, hasta la esquina de uno de los pliegues de su falda. Quería saber si podía tocar sin problema las cosas que veía. Mis dedos dormidos se posaron en el borde de la falda. Palpé su mano que descansaba un poco más arriba. Las yemas de mis dedos pudieron percibir el tacto de la mano color piel que estaba allí. No estaba ni fría ni caliente, pero era la mano real de Kojima. A pesar de ello, Kojima no se movió en absoluto. Puse la palma de mi mano encima de la suya y permanecí en silencio. Me quedé contemplando sus zapatillas de deporte sucias.

De pronto noté algo extraño y, al levantar la vista, descubrí la cara de Momose.

A su lado estaba Ninomiya y, alrededor de este, había una ristra de caras conocidas que, sonriendo con sorna, miraban en nuestra dirección. Por un instante resurgió el olor del gimnasio. Mezcladas entre otras, reconocí las caras de tres chicas de clase. Sin comprender qué estaba sucediendo, clavé los ojos en cada una de aquellas caras, una tras otra. En total eran siete. Por más que las miraba, no entendía qué significaba todo aquello. ¿Por qué estaban allí? ¿Qué hacían ellos en el lugar donde estábamos Kojima y yo?

—¡Vamos! ¡Sigue! —dijo riendo uno de los esbirros mientras me daba una patada en una rodilla. Dejó una mancha de barro en mis tejanos.

Una de las chicas lanzó un chillido de excitación y se rio. Fijé el ojo izquierdo en el lugar donde me habían dado la patada. Luego toqué el barro con las yemas de los dedos. Era barro real. Me acababan de dar una patada. Me habían dado una patada en la rodilla. Me lo repetí a mí mismo. No sentía dolor propiamente dicho. Estalló una risa grave y varias voces gritaron a coro: «¡Vamos! ¡Hacedlo, rápido!». Kojima seguía con la mirada baja.

—¡Qué sitio tan sucio! —dijo Ninomiya mirándome—. ¿Siempre lo hacéis aquí?

Una de las chicas celebró sus palabras con risas y alguien volvió a darme una patada en la rodilla. Esta vez noté bien el golpe.

—¿Lo hacéis ahí dentro? ¿O allí?

—¡Vaya! ¡Pero si está sucísimo! —exclamó una de las chicas y de nuevo se oyeron carcajadas.

Momose estaba con los brazos cruzados, como Ninomiya, pero en un lugar algo más apartado.

—Lo sabemos, ¿vale? Lo de vuestro rollo —dijo una voz—. ¿Creíais que no nos enteraríamos?

No comprendía de qué me estaban hablando.

—Oye, tú —me dijo Ninomiya, agachándose y acercando su cara a la mía. Aunque su expresión había cambiado, yo conocía muy bien aquella cara. Recordé que había habido un tiempo, cuando éramos niños, en que la boca que estaba en aquella cara pronunciaba mi nombre con simpatía—. Yo nunca lo he visto hacer en directo, ¿sabes? Vamos. Hazlo y así me lo enseñas.

—¿El qué? —pregunté. Mi voz era tan fina que apenas era perceptible. Pero Ninomiya la oyó perfectamente.

—Pues tener sexo, claro.

A su alrededor, prorrumpieron en carcajadas.

En mi interior se abrió un vacío, como si hubiera dejado de respirar, y reproduje en mi cabeza las palabras de Ninomiya: «Sexo». Había dicho «sexo». Noté cómo los latidos de mi corazón, que había palpitado a un ritmo regular, empezaban a acelerarse y cómo mis hombros se quedaban rígidos. Me acordé de las dos veces que había eyaculado aquella tarde. Al tragar saliva, el sonido resonó nítidamente en mis oídos, se me secó la lengua y sentí que de pronto se calentaba el aliento que se deslizaba por encima de ella. ¿A qué venía que me dijeran eso? ¿Cómo se habían enterado de que Kojima y yo estaríamos allí? ¿Qué pretendían hacer? ¿Qué relación tenían ellos con mis eyaculaciones? No sabía adónde mirar. No sabía qué tenía que pensar. Momose estaba de pie, un poco más lejos. Él no me miraba.

—Pero qué pasada, ¿no? —rio Ninomiya levantándose—. ¿También os lo montáis en la escuela? ¡Qué pasada! ¡Jo! ¡Eso es una pasada! —Sacudió la cabeza como si estuviera admirado—. Vamos. Enseñádmelo.

—No lo hemos hecho —dije en voz baja—. No hemos hecho nunca eso.

Después de decirlo, todos, excepto Momose, soltaron una risotada a la vez, como si les hubieran dado una señal. ¿Qué tenía de cómico aquello? No había hecho más que responder a su pregunta. Nosotros no lo habíamos hecho jamás. Noté cómo el sudor se me deslizaba por la espalda hasta la cintura. Los latidos de mi corazón me resonaban con fuerza en los oídos, parecía como si el mundo entero temblara al compás de sus palpitaciones. Me di cuenta de que mi mano derecha, que antes se había posado sobre la mano de Kojima, ahora se la estaba estrechando con fuerza. Pero ella no mostraba reacción alguna.

—¿Por qué estáis aquí? —pregunté con voz ronca.

—Es que nos hemos enterado de que tenías una cita con Kojima.

—La habéis obligado vosotros a escribirme, ¿verdad?

—Bueeeno, pueees... —dijo Ninomiya riendo—. Vamos, que después tenemos otras cosas que hacer. Así que espabilad. Venga. Enseñádnoslo de una vez.

Uno de los esbirros me pegó una patada en el muslo. Un golpe mil veces más brutal que antes.

—Eso, nosotros —dije sujetándome el muslo— no lo hemos hecho nunca.

—Los perros lo hacen por aquí, ¿no? —soltó Ninomiya con toda naturalidad—. A los perros se la suda, ¿no? Pues eso. Que vosotros también podréis, seguro. ¡Ánimo! —Ninomiya se rio—. Nosotros tenemos otras cosas que hacer, ¿vale? No podemos perder todo el día con esto. Así que poneos al lío deprisita para que podamos hacer nuestros planes. ¿Es que no lo has oído? Sigue. Solo eso. Es muy fácil.

Ninomiya me miraba con una gran alegría pintada en toda la cara. Las arrugas de su sonrisa estaban llenas a rebosar de un vivo placer. «Esto es un rostro humano», pensé. Las comisuras de los labios se curvaban hacia arriba en una amplia sonrisa y los ojos relucían con un brillo húmedo.

—Estás..., estás loco.

Cuando se lo dije, Ninomiya miró las caras de su alrededor y estalló en una gran carcajada.

—¡Adelante!

A la orden de Ninomiya, uno me agarró por los hombros y me levantó. La mano de Kojima se soltó de la mía. Volví a cogérsela corriendo y se la sujeté con fuerza. Al verlo, estallaron las risas.

—¡Hazlo, te digo!

Negué con la cabeza y me senté sobre los neumáticos. Estreché con fuerza la mano de Kojima. La apreté todavía más fuerte y, aprovechando un descuido de los que teníamos delante, hice un intento de escapar. Pero me agarraron enseguida por la espalda de la camisa, tiraron de mí y me derribaron al suelo. Al caer, arrastré conmigo a Kojima, a quien tenía cogida de la mano. «¿Estás bien?», le pregunté. Ella tenía los ojos abiertos como platos y, unos instantes después, se incorporó a medias y, sin mirarme, afirmó con la cabeza, despacio. Formando un círculo, nuestros compañeros de clase nos observaban desde lo alto, nosotros estábamos acurrucados a sus pies, incapaces de movernos.

—¿No crees que Kojima está demasiado sucia? Desde hace rato apesta que te mueres. ¿O solo me lo parece a mí?

—Esa cerda siempre huele igual —dijo una chica, y frotó la suela del zapato en la espalda de Kojima—. ¡Puaj! Me parece que he pisado una mierda.

—Da lo mismo. Esa cerda ya iba igual de sucia antes.

—Es una amenaza para la salud pública. Una basura. Un desecho.

La chica mantenía el pie sobre la espalda de Kojima y la empujaba con fuerza hacia abajo: Kojima estaba con los ojos bajos y las manos apoyadas en el suelo. Miré a aquella chica a la cara.

—Oye, bizco. No tengo ni idea de adónde estás mirando, así que mejor que mires para abajo —dijo, y se rio—. ¡Vaya par de guarros! El bizco y la cerda.

Kojima y yo permanecimos inmóviles. Aunque el cielo seguía estando despejado, los truenos retumbaban a intervalos cada vez más cortos.

Me pregunté si aquello sería verdad.

¿Era real? Se suponía que, hacía un rato, yo estaba en mi habitación, había salido de casa corriendo y había acudido a ver a Kojima. Había ido a encontrarme con ella como hacía siempre que quedábamos. ¿Por qué pasaban esas cosas en nuestro mundo? Nosotros no le hacíamos nada a nadie. Ni Kojima ni yo hacíamos nada, intentábamos seguir nuestro camino sin hacer nada. Nada en absoluto. Entonces, ¿por qué ocurría aquello? Yo solo quería verla y había ido a encontrarme con ella. ¿Por qué Kojima y yo teníamos que estar acurrucados de aquella manera mientras nos pisaban y nos daban patadas?

Pero..., pensé, aquello no había sido un encuentro ni nada por el estilo. Kojima no había querido verme. Por alguna razón, Ninomiya y los otros habían descubierto lo de las cartas y habían obligado a Kojima a escribirme. A lo mejor era yo quien había metido a Kojima en aquella situación. Sí. Seguro que yo tenía la culpa, por haberle escrito una carta tras otra.

Podía darle tantas vueltas como quisiera, pero las palabras de mi cabeza no tenían ninguna fuerza. Kojima no se movía. Tuve la sensación de que una pequeña gota de lluvia me había caído sobre la nariz. Levanté la vista al cielo. No había ninguna nube de lluvia. Quizá el cielo no estuviera tan despejado como antes, pero tenía un brillo brumoso que coloreaba el aire. Aquel color despertaba en mí la nostalgia, como si ya lo hubiera visto antes en algún momento, en alguna parte, pero, si había sido así, no conseguía recordarlo. En el aire que había sido fresco hasta poco antes empezaron a flotar unas oleadas de viento tibio que fueron llenando poco a poco el espacio alrededor de nosotros. Los truenos retumbaban, ahora lejos, ahora cerca.

—Yo haré todo lo que quieras, pero a Kojima déjala marchar —le dije a Ninomiya—. Por favor. Ella no quería verme. Fui yo, que le escribí una carta tras otra. Todo es cosa mía, solo mía. Kojima no tiene nada que ver. Nunca ha hablado conmigo. He sido yo quien se lo ha montado todo —dije. Sentí una opresión en el pecho. No pude continuar hablando. Tragué saliva varias veces y contuve la respiración hasta que me sentí algo más tranquilo—. Eso es algo que he hecho yo solo. A ella déjala marchar.

—¡Mentira! No es eso lo que hemos descubierto —dijo uno de los esbirros riendo.

—No es mentira. Es verdad.

—¡Vamos, vamos! —intervino Ninomiya en tono conciliador cruzándose de brazos—. Tanto da una cosa como otra. Vamos, tú, bájate los pantalones, deprisa. Ya te he dicho que no teníamos tiempo, ¿o no te has enterado?

—Deja marchar a Kojima —repetí.

—Y, entonces, ¿con quién te lo vas a montar? —rio Ninomiya.

—Por favor, déjala ir. Te lo pido por favor. —Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me vi de rodillas rogándole a Ninomiya con la frente en el suelo.

—¡Eh!... —dijo él riendo como si le chocara mucho mi actitud. Me dio un golpecito en la cabeza con el pie—. ¡Eh! No te pongas tan dramático que no te va a servir de nada. ¿Te desnudas tú? ¿O tendrán que desnudarte?

Levanté la cara y miré a Momose. Veía su silueta entre los pegotes de barro negro que tenía pegados a las gafas.

Tal como estaba, de rodillas, lo llamé:

—Momose, tú sí te das cuenta, ¿verdad? Tú te das cuenta de que esto no tiene ningún sentido. Tú sabes muy bien que algo así da lo mismo hacerlo que no hacerlo, ¿verdad? Tú lo sabes, ¿verdad? Momose, por favor, Momose.

Ninomiya me dio una bofetada en la cara. Las gafas se me quedaron colgando de una oreja, sentí cómo las mejillas me ardían y, unos instantes después, entre la saliva noté un ligero sabor a sangre.

—¡Cállate! No abras la boca, ¿me oyes? ¡Desnúdate!

Me debatí pateando con todas mis fuerzas. Hicieron falta dos esbirros para sujetarme por detrás y quitarme el cinturón. Se oyeron los chillidos alborozados de las chicas.

—¡Vete! —le dije a Kojima—. ¡Vete a casa! —grité con todas mis fuerzas volviéndome hacia ella, que estaba agachada en el suelo.

Pero ella no se movió.

—¡¡¡Corre!!! —me oí decir a mí mismo gritando a voz en cuello mientras me resistía tanto como podía.

A pesar de ello, Kojima no se movió.

Me bajaron los pantalones, me los quitaron volviéndolos del revés.

—¡Desnudadlo también de cintura para arriba! —oí que decía Ninomiya y, siguiendo sus órdenes, me arrancaron la camisa y me dejaron en calzoncillos—. Los zapatos dejádselos puestos. Es más gracioso —dijo con una sonrisa sarcástica.

Mirándome, una de las chicas se retorcía de la risa. Las otras dos, que habían estado charlando entre ellas, al verme, lanzaron chillidos de júbilo y dijeron: «¡Qué asco!». Intenté recuperar mis ropas, pero uno de ellos hizo una bola con ellas y las lanzó encima de la ballena. No podía llegar hasta allí.

Me quedé ahí plantado, sin ropa, entre risotadas graves, risas agudas, voces que parloteaban. No sentía ni frío ni calor. Lo único que notaba era que el aire se había vuelto más denso que antes.

—¡Vamos! Ahora desnuda a Kojima —me ordenó Ninomiya.

No podía creer lo que estaba oyendo.

—Pero... ¿qué dices? —exclamé. La voz me temblaba—. ¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que desnudes a Kojima —contestó Ninomiya con expresión despreocupada. Abrió la boca de par en par, gesticuló como si hiciera ejercicios de articulación, se acercó a mí y me lo repitió al oído en voz muy clara para que lo entendiera bien—: Te he dicho que desnudes a Kojima.

Noté como un calor intenso me llegaba desde el pecho hasta la garganta.

Retumbó un trueno. Empezaron a caer pesados goterones del cielo claro. Una de las chicas comentó: «Uf. Llueve», con voz de fastidio. Uno dijo: «Esto es aquello de la rata,1¿no?». Otro repuso: «No, que es un zorro».2A pesar de la lluvia, la luz del sol era todavía más intensa que antes. ¿Cómo podía estar lloviendo si no había ni una sola nube en el cielo? Las gotas de lluvia se impregnaban del color del aire y del sol, se teñían de dorado, caían en forma de hilos y, con un rumor sutil, iban humedeciendo tanto la espalda de la ballena y la superficie de los neumáticos como mi propia piel.

—Si tú no la puedes desnudar, alguien tendrá que hacerlo —dijo Ninomiya—. Se ha puesto a llover. ¡Rápido!

No me moví ni tampoco dije nada.

—¿Crees que si nos haces perder el tiempo de esta manera todo va a quedar en nada? ¿Piensas que así te vas a poder librar? —soltó—. Pues de eso nada. Yo, en estas cosas, soy un perfeccionista, ¿sabes? Nunca dejo nada a medias. Ni tampoco para más adelante. Quiero resultados el mismo día, ¡ya! ¿Vale? Vamos, que vas a tener que hacer ahora, sí o sí, lo que te estoy ordenando. No tienes alternativa. ¿Lo has entendido bien? Eso que te quede muy claro.

—No lo haré —dije.

—Si no lo haces tú, lo tendremos que hacer nosotros —rio Ninomiya—. Además, ¿quieres que te diga una cosa? Tú, con esa pinta, no tienes ninguna capacidad de persuasión.

Las chicas empezaron a quejarse de la lluvia y a discutir con los esbirros de Ninomiya. Una incluso renegó: «¡Uf! ¡Qué rollo!». Yo estaba allí de pie, en silencio. Alrededor, las voces fueron aumentando gradualmente de volumen hasta que Ninomiya se volvió hacia las chicas y les dijo que, si se querían ir antes, pues que lo hicieran y listo. Ellas refunfuñaron un rato, pero enseguida se pusieron a hablar de otra cosa y, al final, no se marcharon.

—Pues si no lo haces tú... —dijo Ninomiya con tono irritado, y ordenó a uno de sus esbirros que levantara a Kojima del suelo.

Entonces, casi sin pensar, alargué la mano hacia un pedrusco que había debajo de los neumáticos de un tamaño lo suficientemente grande como para tener que agarrarlo con las dos manos. Palpé las aristas con la yema de los dedos, lo cogí. Pesaba mucho. Clavé la mirada en el objeto que tenía entre mis manos.

—¡Eh, tú! ¡No me vengas ahora con cosas raras! —dijo Ninomiya, que me había visto.

Sin responderle, me quedé mirando la piedra que sostenía entre las manos, veía su contorno desdoblado.

La mitad de la piedra estaba negra por la humedad y aquello me hizo pensar en la sangre. En la parte negra estaban los cantos más agudos. Cogí el pedrusco por la parte seca y fijé la vista en la parte afilada.

Me acordé de lo que me había dicho Momose en las oscuras sombras del banco del hospital. «¿Por qué no puedes hacerlo?» Sí, ¿por qué no podía hacerlo? «Si lo hicieras, es posible que la situación cambiara bastante.» Sí, era posible que hubiese cambiado. «¿No te sientes culpable nunca?» Ahora era yo quien preguntaba. «Pues no. Nunca», había respondido Momose como si fuera lo más natural del mundo. «Solo haces lo que eres capaz de hacer. Ni más, ni menos. Nada tiene sentido.» «¿No tiene sentido?» Momose había sonreído solo con el rabillo del ojo. «Lo correcto, lo erróneo: todo eso no existe. Solo existe la conveniencia de cada uno. Se trata de hasta qué punto puedes arrastrar a los otros a tu conveniencia, a tu propia interpretación de las cosas. Hasta qué punto puedes hacerlos entrar, a la fuerza, quieran o no, dentro de tu propio marco.» «¡Yo ni quiero arrastrar a nadie ni que nadie me arrastre a mí!» Se lo dije gritando a Momose. «Eso es imposible. Las cosas no van así.» Momose se rio. «Te estoy hablando de cómo funciona el mundo. No se trata de ideales ni de nada por el estilo. Estamos hablando de un sistema simple que funciona tal como está establecido de antemano. Y tú, ahora, si así lo quisieras, con esa piedra podrías golpear a Ninomiya en la cabeza. Ahora podrías pillarlo desprevenido y, si le pegaras en la cabeza con decisión, caería al suelo. Luego, antes de que pudiera levantarse, podrías volver a arrearle en la cabeza con todas tus fuerzas. Imagínatelo. Tú te quedarías muy a gusto y protegerías a Kojima. Los tipos que lo rodean, al verlo, se largarían corriendo. Y yo también, por supuesto. Además, piensa: en una situación así, ¿quién no haría lo mismo? Nadie te culparía por ello. Al contrario, despertarías simpatía y compasión. Bien mirado, no está mal, ¿verdad? ¿Por qué no puedes hacerlo? ¿Por qué no puedes hacerlo?»

La lluvia era más fuerte que antes. Empezó a tronar. De vez en cuando, un rayo opaco rasgaba el cielo color ocre claro, la lluvia que caía a mares lo hacía relucir todo y empezaban a formarse pequeños charcos en el suelo. Me imaginé a mí mismo con la piedra en las manos, arrojándome sobre Ninomiya, pero mi cuerpo no se movió. ¿No bastaba con la imaginación? Dentro de mi cabeza repetí de nuevo el instante en que dejaba caer la piedra sobre su cabeza. Pero no resultó. Con la piedra en las manos, exhalé una bocanada de aire. Tal como había dicho Momose, si podías, podías. No se trataba del bien o del mal, sino simplemente de ser capaz de hacerlo. Y ahora, si había algo que debía hacer yo, ese algo era luchar, ¿o no? Tenía que coger la piedra y enfrentarme a Ninomiya, ¿o no? ¿Acaso no era esto lo que yo tenía que hacer? Tenía una piedra en las manos. Si me quedaba quieto, nada cambiaría, ¿no era así? ¿Acaso esto no lo sabía yo mejor de lo que hubiese querido? Agarré bien la piedra con las dos manos y reuní fuerzas.

En aquel instante, Kojima se levantó despacio y me sujetó el brazo.

La miré a la cara.

Ella me estaba mirando sin decir nada. La lluvia goteaba por su pelo y brillaba sobre sus cejas. Me soltó el brazo con suavidad. Yo no podía pronunciar palabra. Miré su cara. Y en aquel momento me di cuenta de cuántas miradas me habían dirigido hasta entonces. Miradas que evitaban encontrarse con la mía, miradas de asco, miradas burlonas. Desde que tenía conciencia, multitud de personas a las que no conocía en absoluto habían lanzado sobre mí miradas que yo no había tenido otro remedio que recibir y, aunque no muchas, también había habido miradas cariñosas. Miradas que alguien me había dirigido mientras me decía que le gustaban mis ojos. Miradas que alguien había clavado en mí mientras me cogía la mano. En aquel momento me di cuenta de eso. Porque los ojos de Kojima, que se encontraba frente a mí, estaban desprovistos de expresión. Me había dado cuenta de eso observando sus ojos, unos ojos que no miraban nada.

Entonces Kojima empezó a caminar lentamente y se detuvo delante de Ninomiya.

Ninomiya retrocedió un paso sin decir nada. Sus esbirros murmuraron algo durante unos instantes y después se callaron. Momose, que estaba recostado en la ballena mirando hacia nosotros, descruzó y cruzó los brazos, adelantó el mentón.

Kojima se quitó los zapatos y los calcetines y se quedó descalza sobre la tierra. Luego introdujo los dedos entre la corbata y el cuello de la blusa, se deshizo el nudo de la corbata, hizo una bola con ella y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Sus movimientos eran increíblemente lentos. Después se quitó la chaqueta, la arrojó al suelo y se fue desabrochando desde arriba, por orden, los botones de la blusa. A continuación se abrió los corchetes de la falda y la dejó caer al suelo. A sus pies se formó un círculo azul marino, el dobladillo extendido se fue empapando del agua de un charco y, en un instante, la lluvia oscureció su color. Estaba descalza, con una camiseta de tirantes blanca y unos pantalones cortos de gimnasia. Entonces se quitó los pantalones azul marino y se quedó solo con unas bragas de color blanco. La lluvia le pegaba la ropa a la piel, por encima de la que se deslizaban una multitud de regueros de agua, formando un dibujo. Nadie decía nada. Kojima tiró de la camiseta hacia arriba, se la pasó por los codos, se la pasó por la cabeza y la lanzó al suelo. Tenía la parte superior del cuerpo desnuda. Le sobresalían las costillas. Su cuerpo era menudo. Luego se quitó las bragas y se quedó completamente desnuda. Nadie decía nada. Solo se oía el rumor de la lluvia. Kojima estaba allí, de pie. Una lluvia del color del oro caía sobre el uniforme que se había quitado y sobre su cuerpo. El agua de los charcos relucía reflejando la luz del sol y las gotas rebotaban, brillantes. La lluvia se hizo aún más intensa.

Kojima, desnuda, enderezó la espalda y se quedó inmóvil ante los ojos de Ninomiya.

Kojima sonreía.

Nadie decía nada.

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