Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


4. Nombre de estrella

Página 9 de 52

4

Nombre de estrella

Liam

Solo se me ocurren dos formas de explicar lo que está pasando: o esta chica es muy buena actuando o no tiene ni idea de quién soy.

Me niego rotundamente a pensar que pueda ser lo segundo.

Espero en silencio mientras forcejea con la cerradura de su casa y aprovecho que no me mira para darle un repaso. Es una chica menuda, castaña, con el pelo cortado a la altura de los hombros. Antes estaba demasiado adormilado como para darme cuenta, pero, cuando por fin consigue abrir, entra antes que yo y me indica que la siga, y entonces se me van los ojos y de pronto decido, quizá debido al alcohol, que no solo no está nada mal. Está mucho mejor que bien.

—Date prisa, ¿quieres? —me espeta sin mirarme.

Me obligo a reaccionar ante ese tono tan hostil.

Su casa es pequeña y huele a desinfectante, como si acabase de llevar a cabo una limpieza a fondo. Me duele demasiado la cabeza como para fijarme en los detalles, pero se nota a simple vista que este sitio no se parece en nada a nuestra mansión. ¿Dónde ha dicho que estamos? No recuerdo haber oído el nombre de este pueblucho en mi vida.

Joder, ¿qué cojones hice anoche?

Recuerdo que vi a Michelle y a Max juntos en la fiesta y que me subí al coche con una botella de vodka. Conduje hasta las afueras, aparqué en un descampado y me lie a beber hasta que todo se volvió borroso. Lo que pasó después es todo un misterio. De alguna forma, he acabado durmiendo en el coche de una desconocida con mal genio que ahora me conduce a lo que creo que es su habitación.

El cuarto es bastante grande teniendo en cuenta el tamaño del resto de la casa. Hay dos camas idénticas ubicadas en las paredes laterales, pero, mientras que una está deshecha, parece que nadie se haya acercado a la otra en años. Por lo demás, diría que está bastante ordenado, lo que por alguna razón no me sorprende en absoluto. Subo la vista al techo y me doy cuenta de que está lleno de estrellas de plástico.

Guau. Menuda friki.

—Qué acogedor —comento intentando ser amable.

Gruñe como respuesta. Me quedo junto a la puerta mientras rebusca en los cajones de la mesilla. No quiero desafiar a mi suerte, así que mantengo mis ojos lejos de ella. Para distraerme, le echo un vistazo al pasillo. Hay dos habitaciones más, pero están cerradas y no se oye ni un alma. Me pregunto si vivirá sola.

¿Cuántos años tiene? ¿Los suficientes como para haberse independizado? Acabo de darme cuenta de que tampoco sé su nombre. Mierda, ni siquiera estoy seguro de que sea mayor de edad. Por el bien de ambos, más me vale centrarme de una vez.

—Aquí está. —Su voz me trae de vuelta a la realidad.

Me tiende un cargador de color blanco. Al mirarla, veo sus ojos oscuros, sus mejillas hundidas y esos labios carnosos. Me observa con impaciencia, así que me apresuro a cogerlo.

—Gracias.

Señala un punto detrás de mí.

—Puedes enchufarlo ahí.

Enchufarlo. Sí, claro. Los cargadores se enchufan.

—¿Tienes una aspirina? —le pregunto casi agonizante—. Me va a estallar la cabeza.

Ha sido un paso arriesgado, pero ya no puedo más. Ella se cruza de brazos y me mira con desconfianza.

—Necesito algo que me ayude con la resaca —insisto.

—No beber ayuda con la resaca.

—Muy graciosa.

—Quedamos en que serían diez minutos y solo te quedan siete —me recuerda con sequedad.

Odio que me ganen en una discusión, pero mantengo la boca cerrada. Necesito averiguar lo antes posible cómo he llegado aquí y, sobre todo, cómo voy a regresar. Adam estará volviéndose loco. ¿Desaparezco la noche de mi cumpleaños sin dar explicaciones? A sus ojos, será como si hubiera cometido un crimen.

Me giro en busca del famoso enchufe y resisto el impulso de mirarla cuando escucho movimiento a mi espalda. Una vez unido a la corriente, me saco el móvil del bolsillo e intento conectarlo al cargador. No obstante, parece que el destino está en mi contra esta mañana, porque no sirve.

Estoy muy jodido.

¿Qué voy a hacer ahora?

Escondo el enchufe con mi cuerpo y finjo que uso el móvil, solo para ganar tiempo, aunque ella no me está mirando. Tiene la vista clavada en las estrellas del techo. Necesito pensar en algo rápido si quiero que me ayude. Viendo como es, seguro que aprovechará cualquier oportunidad que se le presente para echarme. Me pone mala cara cada vez que abro la boca.

—¿Y bien? —demanda al cabo de unos segundos.

Me mentalizo antes de girarme y devolvérselo.

—No me sirve.

De primeras se muestra sorprendida, pero su expresión cambia cuando ve mi teléfono. Y, de pronto, en lugar de enfado, veo en su rostro cierta vergüenza, como si fuera culpa suya no tener un cargador especial para móviles de alta gama.

Sin embargo, su voz suena tan fría y sarcástica como antes:

—Lástima. Parece que no podré ayudarte.

—No tengo adónde ir. —Sueno tan desesperado que me doy pena a mí mismo. Por fin consigo que me mire y leo la duda en sus ojos. Mientras tanto, las sienes siguen mandándome punzadas de dolor—. Necesito una aspirina. Por favor.

Por suerte, accede y me indica que me siente antes de dejarme solo en la habitación. Cuando regresa poco después con una pastilla y un vaso de agua, se me escapa un suspiro de alivio. Me la trago sin pensármelo dos veces.

—¿Mejor?

Tardará en hacer efecto, pero aun así respondo:

—Gracias.

—Siento que mi cargador no te sirva. Es el único que tengo.

Deja el vaso que le he devuelto sobre la mesilla y se sienta en la cama guardando las distancias. Puede que esté más dispuesta a ayudarme de lo que quiere hacerme creer.

—¿Cómo decías que se llamaba este sitio? —pregunto.

—Milnrow.

—Ubícame —le suplico con los ojos cerrados. Me llevo las manos a las sienes y ruego que la aspirina me haga efecto lo antes posible.

—A unos treinta minutos de Mánchester y unos cuatrocientos kilómetros de la capital.

Levanto la cabeza con brusquedad.

—¿Que estoy a cuántos kilómetros de Londres?

¿Cómo diablos he acabado aquí?

La desconocida parece leerme la mente, porque su expresión se endurece.

—¿Has conducido casi cuatrocientos kilómetros por autopista estando borracho? —Su voz está cargada de reproche. Parece que esté a punto de darme un puñetazo.

—Si hubiera venido conduciendo mi coche, no habría acabado durmiendo en el tuyo.

Es una respuesta tan lógica que consigue tranquilizarla. Guarda las garras, aunque sigue mostrándose recelosa.

—Hay un autobús nocturno que pasa por aquí cada dos días. La estación está unas calles más abajo. Parece que hemos resuelto el misterio.

Siento que el mundo me da vueltas. No recuerdo haberme subido a un coche con nadie, pero tampoco haber comprado un billete de autobús. ¿En qué diablos estaba pensando? Bueno, vale, en realidad sí que lo sé: quería irme tan lejos de mamá, Adam y el resto de mi vida como fuera posible.

No esperaba que el Liam Borracho fuera a tomárselo tan al pie de la letra.

—Si vives en Londres y has acabado aquí, deberías llamar a tus padres. Estarán preocupados por ti —menciona entonces.

Casi me río con amargura. ¿Mamá, preocupándose por mí? Adam sí que estará desquiciado ahora mismo, pero no porque le importe yo, sino porque estando a tantos kilómetros de mí no puede vigilarme y es consciente de que cualquiera de mis acciones podría afectar a la imagen de mi madre. De todas formas, tiene razón. Debería llamarlos y que al menos se tomaran la molestia de ejercer de padres por una vez en sus vidas.

El problema es que no sé cómo voy a explicarles lo que ha pasado. No puedo decirles que anoche bebí tanto que acabé subiéndome a un autobús con rumbo a ninguna parte. Se volverían locos. Y, además, no los necesito. He aprendido a solucionar las cosas por mí mismo. Encontraré la forma de volver. Y de contactar con Evan para que me cubra las espaldas.

—¿Puedes llevarme a la estación? —pregunto—. Debería coger un autobús y volver cuanto antes.

Pestañea, como si creyera que le tomo el pelo.

—Te lo he dicho antes, el autobús pasa cada dos días. Estamos en el culo del mundo. Y es sábado. Nadie quiere venir a Milnrow un día normal, aún menos un fin de semana.

Su negatividad me sienta como un golpe en el estómago.

—¿Y qué esperas que haga? ¿Quedarme aquí hasta que pase el próximo autobús?

—Ni de coña. Dijimos que serían diez minutos y llevas quince. Estoy haciéndote un favor. —Ahí está, de nuevo, ese tono hostil. Parece notar que no estoy de humor para discutir, porque guarda silencio antes de suavizar la voz—: De todas formas, ¿por qué has venido? ¿Huías de algo? ¿Tienes problemas con tus padres?

La observo un segundo. Busco en su rostro pruebas de que miente, pero no encuentro nada. ¿Así que todo esto va en serio?

—¿De verdad no sabes quién soy?

Una vez más, mi pregunta la saca de sus casillas.

—Solo sé que te llamas Sean.

—Liam.

—Como sea.

—Harper. Me llamo Liam Harper. —Imagino que reaccionará al escuchar el apellido de mi madre, pero no se inmuta. Resoplo cansado—. Bueno, parece que al culo del mundo tampoco llega internet.

Mi ataque repentino la toma por sorpresa.

—Solo yo puedo meterme con mi pueblo —me advierte.

—Con tu aldea, más bien.

—Podría ser peor.

La miro y me lo pienso.

—Sí, tienes razón.

Silencio. No aparta la mirada, pero noto cuándo pongo nerviosa a una chica y, aunque lo intente disimular, es evidente que mi presencia le afecta. Aun así, insiste en no tener ni idea de quién soy. Puede que sea una ventaja, así que decido ahorrarme los detalles:

—No estoy huyendo. Ni siquiera sé cómo he llegado aquí. Pero necesito volver a casa antes de que mis padres se enteren de que me he ido. Dices que no hay autobuses hasta dentro de dos días y no puedo esperar tanto, así que eres la única que puede ayudarme.

Enarca las cejas. Vale, de momento no me ha mandado a la mierda, así que me permito felicitarme por mi corto pero eficiente discurso.

—¿Yo? —inquiere, sin saber adónde quiero llegar.

—Necesito que me lleves de vuelta a Londres.

Directo y sin anestesia. Su respuesta es automática.

—No.

—Vamos, no tengo otra forma de volver. —Me levanto cuando ella retrocede, pero guardo las distancias.

—No es mi problema. Tengo cosas que hacer y me estás haciendo perder el tiempo.

Mierda. Necesito convencerla antes de que me diga que me vaya. Echo un vistazo rápido a la habitación, en busca de inspiración, pero lo único que veo son cuadernos sobre el escritorio.

—Te compensaré —insisto, pese a que todavía no sé cómo.

—No me interesa.

—Puedo pagarte.

Me ofrezco casi de manera automática, ya que he aprendido que la gente hace cualquier cosa por dinero. Se vuelve a mirarme con desconfianza.

—No me sale a cuenta que me pagues solo la gasolina.

—Te daría más. El dinero no es un problema.

Siento un ápice de esperanza al ver la duda en sus ojos. Me pregunto para qué querrá utilizar el dinero. ¿Querrá comprarse algún capricho o lo necesitará de verdad?

—¿Cuánto? —exige saber.

—¿Cuánto quieres?

—Cuatrocientas.

—Trescientas cincuenta.

—Podrías llamar a un taxi y te sobraría dinero.

—¿Lo tomas o lo dejas?

—Cuatrocientas —insiste cruzándose de brazos—. O tendrás que pasarte los próximos dos días durmiendo en la estación.

Espera que proteste, pero me tiene atado de pies y manos. Así que renuncio a mi orgullo y asiento con la cabeza.

—Está bien. Pues cuatrocientas.

Sin embargo, no parece muy convencida. Le doy unos segundos para considerarlo. Cuando se muerde el labio, mi mirada recae en su boca y continúa bajando. No se parece a Michelle, pero me gusta. No sabría decir si es mi tipo porque no creo tener uno en particular, pero cualquiera se daría cuenta de lo guapa que es. Y de que está buenísima. Solo me obligo a apartar la vista porque sé que la situación lo requiere.

—Necesito volver antes de esta noche —dice tras mucho pensárselo.

—Iremos directos a Londres. Llegarás a tiempo.

—Vale. Pues está hecho.

Mierda, menos mal. Con suerte, también podré convencerla de que me preste su móvil para llamar a Evan. Mi plan va sobre ruedas, excepto por una cosa.

—¿Tienes el carnet? —inquiero con intención.

—¿Disculpa?

—Sé que muchas chicas de dieciséis conducen sin tenerlo.

—Tengo dieciocho, capullo —me espeta—. Y jamás conduciría sin documentación.

Escondo una sonrisa. Perfecto. Es mayor de edad.

Sus ojos conectan con los míos, aunque no tarda en girarse y ponerse a buscar su móvil y sus llaves. En efecto, creo que la pongo nerviosa. Me quedo en silencio hasta que se vuelve hacia mí.

—Deberíamos irnos —me indica sin mirarme directamente.

—Y tú deberías decirme tu nombre. Si me secuestran y te pillan, la policía me pedirá información.

Quiero hacerla sonreír, pero todavía se me resiste. Tras observarme con desconfianza, responde:

—Me llamo Maia.

Maia. Me gusta.

—Es nombre de estrella —menciono.

—¿Te gusta la astronomía? —pregunta sorprendida.

Michelle adoptó a una gata hace unos meses y estuve ayudándola a buscarle nombre. Recorrí todo internet en busca de los más bonitos y «Maia» estaba entre mis propuestas. No voy a contarle toda la historia, así que solo me encojo de hombros.

—Algo así —me limito a contestar.

No recuerdo qué nombre escogió al final, pero ojalá no fuera este. Dudo que pueda volver a escucharlo sin acordarme de esta chica.

Ir a la siguiente página

Report Page