Hasta que nos quedemos sin estrellas

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5. Un viaje por carretera

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Un viaje por carretera

Liam

—Ponte el cinturón.

—Oído, sargento.

Al escucharme, Maia pone los ojos en blanco. Termino haciéndole caso, aunque no me molesto en ocultar la sonrisa. Se me da bien sacar a la gente de sus casillas; diría que es una de mis virtudes. Ella tiene carácter y creo que voy a divertirme mucho pinchándola durante todo el camino.

Sin embargo, decido esperar hasta que entremos en la autovía y ya no pueda echarme a patadas del coche. Hemos tardado casi media hora en salir porque todavía no estaba convencida. He aguantado sin rechistar como todo un campeón, a pesar de que no entiendo qué es lo que le preocupa; estará de vuelta para esta noche como muy tarde. Son bastantes horas de viaje, vale, pero pienso pagarle bien. Me parece un trato justo.

Y, aun así, sigue comportándose como si esto fuera un suplicio para ella.

Antes he descubierto que no vive sola. Ha entrado en una habitación a despedirse de su madre, que todavía dormía. Creo que Maia no le ha dado muchos detalles y ella tampoco se ha molestado en preguntar, lo que ya nos hace tener algo en común. ¿Dejas que tu hija se suba a un coche con un desconocido y ni siquiera muestras interés en saber adónde va? Bueno, suena a algo que mi madre también haría.

Maia conduce hasta que salimos de Milnrow. Yo voy mirando por la ventana distraído. Ahora que la aspirina ha hecho efecto ya no me duele la cabeza, pero este trasto es tan incómodo que no sé cómo voy a aguantar casi cuatro horas aquí metido. Mis piernas son demasiado largas para el asiento. Me reacomodo, inquieto, y ella deja de prestarle atención a la carretera un segundo para mirarme.

—Así que el niño rico no está acostumbrado a los coches pequeños, ¿eh?

Pongo los ojos en blanco. Me ha estado llamando así desde que le dije que el dinero no era un problema.

—Te noto muy hostil, Maia. Cualquiera diría que me estás tirando los tejos.

—Siento ser yo quien te diga esto, pero no eres mi tipo.

—Ya, claro.

—Los tíos que se dan aires de malote me parecen ridículos.

Contengo la sonrisa.

—¿Intentas herir mi ego?

—La verdad duele.

—Piensas que voy de malote. Bueno, no está nada mal. —En realidad, me parece interesante. Me echo hacia atrás y esbozo una sonrisa burlona. Como no contesta, decido picarla un poco más—: Dime, ¿me has hecho fotos mientras dormía? Seguro que vas a usarlas para empapelar tu habitación.

—No, y si las hubiera hecho, habría sido para enseñárselas a la policía.

Ya empezamos otra vez.

—Vamos a pasar mucho tiempo juntos. Estaría bien que dejaras de tratarme como a un delincuente.

—No sé si lo eres o no.

Eso sí que me molesta. Al mirarla, descubro que está apretando el volante con mucha fuerza y que no deja de mirar nerviosamente los espejos retrovisores. Lleva tensa desde que salimos. ¿Así que es por mi culpa? Imagino que el olor a alcohol no debe de haberme ayudado a dar una buena impresión, pero llevo sin ducharme desde anoche. No había baños públicos en el dichoso autobús que debí de coger borracho y me dejó en medio de ninguna parte.

Ahora que lo pienso, tampoco me he mirado al espejo. Me dispongo a bajar el espejo retrovisor, pero Maia reacciona en ese preciso instante. Da un volantazo, se desvía bruscamente de la carretera y detiene el coche en un camino de tierra. El corazón me da un salto. ¿Qué diablos...?

Antes de que pueda preguntar, sale del vehículo y lo rodea para abrirme la puerta. Empiezo a pensar que va a dejarme aquí tirado, pero entonces se aferra a ella angustiada, y me suelta:

—Conduces tú.

—¿Qué? —mascullo aturdido.

—Que conduces tú. Vamos, muévete.

No reacciono, así que tira de mi brazo para sacarme del coche.

—Liam, por favor.

Reacciono al verla tan desesperada y bajo del vehículo. Maia ocupa mi asiento rápidamente. Después cierra la puerta y se queda esperando, de brazos cruzados, a que yo vuelva a subirme. Me tomo unos segundos para procesar lo que acaba de ocurrir. A esta chica le falta un tornillo.

Me monto en el coche de todas formas.

—Muy bien. —Suspiro, y me abrocho el cinturón. Mis piernas siguen siendo demasiado largas para este trasto, por lo que busco la palanca bajo el asiento para darme más espacio.

Maia no me mira. Está pálida y se clava las uñas en los brazos inquieta. Hace un segundo habría pensado que es por mi culpa, pero dudo que me hubiera dejado conducir si pensara que voy a hacerle daño. ¿Tanto miedo le da la carretera? A mí también me daba respeto cuando me saqué el carnet, pero nunca hasta este extremo.

—¿Estás bien? —pregunto.

Da un respingo al oír mi voz. Parece que esté a punto de entrar en pánico. Traga saliva y asiente, aunque sé que es solo para que deje de insistir.

—Conduce con cuidado —me suplica.

—Claro.

Como decía, es una chica muy rara.

No digo nada más y maniobro para volver a la autovía. Guardamos silencio durante los siguientes cinco minutos. Maia se limita a mirar por la ventana, tensa, sin descruzar los brazos, y yo le lanzo miradas de reojo mientras tamborileo nerviosamente sobre el volante. Me cuesta concentrarme teniéndola al lado. Antes de que saliéramos de su casa apenas confiaba en mí lo suficiente como para dejarme subir a su coche, y ahora quiere que conduzca yo. Sea lo que sea lo que le pase, debe de ser grave.

Y no creo que el silencio ayude.

—¿Has ido a Londres alguna vez?

Se tensa al oírme. La miro con el rabillo del ojo y vuelvo a prestarle atención a la carretera.

—No —se limita a responder.

—Pues deberías. Seguro que te encantaría. —Me mira con incredulidad—. Le gusta a todo el mundo —añado.

Chasquea la lengua escéptica, pero, cuando se reacomoda en el asiento, se acerca un poco más.

—He oído que es una ciudad muy triste.

—Bueno, sé por experiencia que no es bueno fiarse de los rumores.

Con esto me gano su atención. Por suerte, creo que ha dejado de pensar en lo que sea que le preocupaba.

—Adelante —la animo lanzándole una mirada rápida—. Pregunta lo que quieras. Estoy conduciendo tu coche y ni siquiera sabes cuántos años tengo.

—No me interesa. —Miente rápido y a la defensiva.

—No te hagas la dura conmigo, Maia. Te he calado.

Espero que vuelva a desafiarme, pero suspira resignada.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

—Suficientes para ir a la cárcel por secuestro —comenta amargamente.

Me trago una sonrisa.

—Tú eres la que ha insistido en dejarme conducir.

Capta enseguida la pregunta implícita en mis palabras. Se recoloca en su asiento, repentinamente incómoda.

—No estoy acostumbrada a salir a la carretera.

—Conduciendo —asumo. Imagino que habrá viajado varias veces con sus padres.

—En general. —Guardo silencio para que dirija la conversación, lo que parece relajarla—. Voy y vengo de Mánchester todos los días, pero no cuenta. Solo está a treinta minutos.

—¿Trabajas allí?

—No. Bueno, más o menos.

—Pero trabajas, ¿verdad?

—Soy camarera.

—Es curioso, ¿eh?

—Que trabaje en un bar no significa que me guste tratar con borrachos —me suelta de mal humor.

Me cuesta no reírme. Ha sido muy hábil a la hora de pillar la broma.

—¿Estudias? —sigo preguntando.

—No.

No quiero que parezca un interrogatorio, así que digo:

—Yo tampoco. No quise ir a la universidad para dedicarme únicamente a lo mío.

Busco despertar su curiosidad, pero se encoge de hombros con cierto desinterés. Menudo golpe para mi ego. En realidad, sé que es mejor que no sepa quién soy; a la larga, me traerá menos problemas. Pero está tratándome como a un gilipollas cualquiera y una parte de mí se muere por contarle la verdad solo para impresionarla.

—¿Te arrepientes de no haber ido a la universidad? —inquiere al cabo de un rato—. Si yo hubiera tenido la oportunidad, no la habría desaprovechado.

—Supongo que no. Renuncié para hacer lo que me hacía realmente feliz.

Me sorprende que mi mentira suene tan creíble.

—Eso está bien —contesta.

—¿Por qué no puedes ir a la universidad?

—Trabajo. No podría compaginarlo. Además, puede que en tu mundo la gente no se lo plantee, pero estudiar es caro.

Me lo pienso y asiento. Nunca se me había ocurrido.

—Tienes razón —coincido—. En mi mundo nadie se lo plantea.

Ahora que soy consciente, es bastante triste. E injusto. Maia se rodea con los brazos y mira hacia otra parte.

—Pues eso.

—¿Qué habrías estudiado? —me intereso. Quiero desviar el tema de conversación para que no se ponga a la defensiva. Además, no puedo negar que tengo curiosidad.

Para ser alguien que por culpa de «su mundo» nunca se ha planteado estudiar, Maia lo tiene muy claro.

—Periodismo.

—¿Por eso tienes tantos cuadernos? ¿Escribes?

No sé quién se muestra más sorprendido: si ella al notar que me he fijado o yo cuando me doy cuenta de que, en efecto, lo he hecho.

—¿Cómo sabes que tengo tantos cuadernos?

—Estaban sobre tu escritorio. Soy muy observador.

—Eso sí que te hace parecer un delincuente.

Me toma por sorpresa y no puedo evitar reírme. Maia se bloquea ante mi reacción, pero en sus labios acaba formándose una sonrisa tímida. Eso me da ánimos para no dejar que muera la conversación.

—En realidad, no sé nada sobre astronomía. Encontré tu nombre en una web de nombres para gatos.

Ahora es ella quien se ríe. No me resisto a mirarla de nuevo, aunque vuelvo a concentrarme en la carretera enseguida. Tiene una risa muy bonita.

—Sabía que era mentira. No pareces un friki de la astronomía.

—¿Lo dices porque soy guapo?

—Porque pareces imbécil.

Me llevo una mano al pecho, como si me hubiera dado directamente en el corazón.

—Me hieres.

—Seguro.

Se me escapa una sonrisa. No pienso admitirlo en voz alta, pero puede que no me caiga tan mal después de todo.

—¿Tus padres sabían que Maia era nombre de estrella cuando te lo pusieron?

—A mi padre le encantaba la astronomía. Siempre le decía a mi madre que solo se casaría con ella si le dejaba llamar a sus hijos como él quisiera. Tenían una broma entre ellos y acabó siendo algo serio. También fue quien escogió el nombre de mi hermana. —Hace una pausa y me mira—. Se llama Deneb. Es la estrella más alejada de la Tierra conocida por el ser humano.

Tras esto, un silencio incómodo se instaura entre nosotros. Maia se arrima a la puerta y parece que se cierra en banda. Me aclaro la garganta.

—Seguro que es un tío guay. Tu padre —comento.

—Está muerto.

Joder. El corazón me salta con tanta fuerza que casi hago que nos desviemos de la carretera.

—Lo siento —pronuncio sin aire.

Se apresura a negar, como si acabase de darse cuenta de lo brusca que ha sonado.

—No pasa nada. Murió cuando tenía diez años. No lo sabías.

De nuevo, es como si el silencio fuera a engullirnos.

—Yo tampoco tengo padre —confieso. No sé por qué me apetece tanto contárselo—. Se largó cuando cumplí los doce. Me ha criado mi madre.

He maquillado demasiado la situación, pero no necesito que sepa nada más sobre mi familia. Imagino que me dirá que lo siente, como hace todo el mundo; sin embargo, se limita a contestar:

—Qué putada.

Y yo me río porque tiene toda la razón.

—No le gustaba que mi madre tuviera más éxito que él.

Nunca soportó que le fuera tan bien con su marca. Cuando su nombre empezó a volverse conocido en el país, las discusiones en casa se volvieron tan frecuentes que yo no soportaba estar fuera de mi habitación. Después se divorciaron y mi padre se largó sin dar explicaciones. No hemos vuelto a verlo, y tampoco hace falta. Adam será un muermo, pero trata a mi madre mucho mejor que él.

Durante los siguientes cuarenta minutos nos invade un silencio que ya no es incómodo. Maia tararea las canciones que suenan en la radio mientras admira el paisaje. Tras mucho pensármelo, acabo tomando un desvío hacia un área de servicio. Aparcamos junto a una cafetería que no parece tener mucha clientela.

—Conque sí planeabas secuestrarme... —comenta en voz baja mirando lo que nos rodea.

—Te invito a un café. Necesito despejarme.

Salgo del coche sin dejarla responder. Tarda unos segundos en hacer lo mismo.

—Esto no estaba en el trato —me recuerda mirándome por encima del vehículo.

Sonrío al lanzarle las llaves.

—No hay nada de malo en invitar a una chica guapa a tomar algo.

Ella las atrapa al vuelo.

—No tontees conmigo —me advierte.

—No tonteaba, Maia. Deja las fantasías para cuando te vayas a dormir.

Sonrío y echo a andar hacia la cafetería. Ella me sigue a regañadientes. Cuando le abro la puerta para que entre primero, se cruza de brazos y espera a que pase yo. Supongo que intenta sacarme de mis casillas, pero la verdad es que su carácter me hace bastante gracia. Entra detrás de mí y me parece ver cómo sonríe cuando piensa que no la miro.

Compruebo con alivio que llevo dinero en los bolsillos. Habría sido de muy mala educación invitarla a tomar algo y que tuviese que pagar ella.

—¿Café? —sugiero mientras nos ponemos en la fila. Solo hay un par de clientes antes que nosotros. Los camareros sirven a toda velocidad.

—Chocolate. No me gusta el café.

—Creo que no vamos a llevarnos bien.

—No nos llevamos bien.

Vuelvo a sonreír. Sin embargo, cuando mi mirada se cruza por casualidad con la de una chica al fondo, me doy de bruces contra la realidad.

Mierda.

¿Cómo no lo he pensado antes?

Mierda, mierda, mierda.

A mi lado, Maia sigue perdida en sus pensamientos, porque una persona normal nunca se fijaría en si hay alguien observándola desde la otra punta de la cafetería. La chica codea a sus amigas y todas comienzan a mirarme. Finjo que no me doy cuenta. No tardan mucho en sacar sus teléfonos móviles. Comienzan a sacarme fotos a escondidas, como si necesitasen pruebas de que me han visto. De que existo y estoy aquí.

Tengo que ocuparme de ellas antes de que la situación empeore.

—Dame un momento —le digo a Maia, que asiente sin hacerme mucho caso.

Está pendiente de su teléfono. Me hago un recordatorio mental: después tendré que pedirle que me deje llamar a Evan para que me cubra las espaldas.

Rogando que no vea cómo me alejo, camino hacia las chicas. Sus ojos se abren aún más cuando notan que me dirijo hacia ellas, y comienzan a ponerse nerviosas. Compruebo con alivio que al menos han soltado los móviles. Bien. A ojo, calculo que tendrán unos quince años.

—Eres Liam Harper —pronuncia con voz aguda una de ellas. Apenas puede respirar—. ¿El de verdad?

Asiento y, después, estalla el caos.

Un caos silencioso, gracias al cielo.

Charlamos durante unos minutos y asiento cuando me piden una foto. Insisto en que borren las que me han sacado antes, con Maia, pero sé que no tengo forma de asegurarme de que lo harán. Una de ellas incluso me pide que le firme un autógrafo. Que esté «acostumbrado» a todo esto no significa que no me parezca surrealista. Tener millones de seguidores en internet es una cosa muy diferente a ponerles cara y ver que existen realmente.

Tras despedirme, vuelvo a la fila con Maia. Las chicas siguen cuchicheando y el escándalo ha llamado la atención de otros clientes. Seguramente ahora muchos se interesarán en saber quién soy y querrán sacarse una foto conmigo, aunque no me conozcan, solo porque las han visto a ellas.

Supongo que tendremos que volver pronto al coche.

—Esa chica te ha pedido un autógrafo —susurra Maia en cuanto me detengo a su lado.

No intento negarlo porque no podré ocultárselo durante mucho más tiempo.

—Sí —respondo, sin dar más explicaciones.

Esquivo su mirada a toda costa. Ella me observa con curiosidad. Justo cuando nos toca pedir, formula esa pregunta que llevo esperando desde que me desperté en su coche:

—¿Quién eres?

Y yo no respondo. No sé cómo explicarle que ya no lo sé.

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