Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


8. Intenciones ocultas

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Intenciones ocultas

Maia

¿Te acuerdas de la primera vez que viste una estrella fugaz?

Yo acababa de cumplir ocho años. Deneb tenía catorce. Estábamos en verano, a mediados de agosto. Nos habíamos ido de vacaciones. Fuimos a la playa esa noche. Mamá estiró una enorme toalla sobre la arena y nos tumbamos a contemplar las Perseidas. Esa fue la primera vez que vi desplomarse una estrella. Papá me pasó un brazo sobre los hombros y me dijo: «Corre, Maia, pide un deseo».

El astrónomo Ptolomeo creía que, cuando caía una estrella fugaz, el reino de los cielos se abría para los mortales. Por eso nuestros antepasados también murmuraban sus plegarias durante las noches. Cuenta la leyenda que solo había una regla: el deseo debía ser pronunciado antes de que la estrella desapareciera o, por el contrario, nunca llegaría a cumplirse.

Esa noche papá me hizo pensar que el cielo era mágico.

Ahora ya no creo en el poder de las estrellas fugaces.

Liam y su amigo se lanzan miradas durante todo el camino, pero ninguno rompe el silencio. Mientras tanto, yo voy en la parte trasera, sobre un asiento de cuero sintético que probablemente costará más que mi sofá. Intento distraerme mirando por la ventana, pero no dejo de preguntarme por qué he accedido a venir. De vez en cuando, Evan me mira a través del espejo retrovisor y pone mala cara, como si no soportara pensar que, bueno, sigo aquí.

Tardamos poco más de una hora en llegar a Londres. Apoyo la cabeza contra la ventanilla y observo el paisaje hasta que desaparecen los bloques de casas y entramos en lo que parece una urbanización privada; hay un portero vigilando la entrada que nos deja pasar en cuanto ve que Liam y Evan están en el coche.

Es como si nos adentrásemos en un mundo distinto. De pronto, solo veo grandes parcelas rodeadas por muros de hormigón. Las viviendas sobresalen debido a su altura; algunas tienen hasta cuatro pisos de alto. Hay árboles y flores y coches de alta gama aparcados en las aceras. Me incorporo en el asiento para verlo todo mejor y, cuando la mirada de Liam se cruza con la mía a través del espejo retrovisor, intento que no se dé cuenta de que estoy alucinando.

«Está acostumbrado a todo esto —me digo—. Su vida es así.»

Tiene mucho más de lo que la gente como yo podría soñar.

Llegado el momento, Liam se saca un mando minúsculo del bolsillo que utiliza para abrir las puertas automáticas. Los muros están recubiertos de hiedra y, en el interior, hay un amplio jardín que se extiende alrededor de la vivienda.

Evan aparca frente a la cochera y las compuertas se cierran detrás de nosotros. Trago saliva abrumada. La casa en sí es bastante minimalista. La planta baja es más extensa que la superior y todas las paredes están pintadas de blanco. Hay varios ventanales que hacen que parezca aún más inmensa. No veo ninguna piscina, pero no me sorprendería que tuvieran una en la parte de atrás.

De hecho, incluso me extrañaría que no tuviesen su propio jardinero.

Evan y Liam se bajan del coche y me apresuro a seguirlos, mientras no paro de preguntarme qué diablos hago aquí. Cierro la puerta del vehículo con cuidado, temiendo romperla, e intento no pensar en lo diferente que es del mío. Liam me lanza una mirada nerviosa, pero no dice nada; se limita a conducirnos hacia el interior.

La puerta principal está abierta, lo que sería impensable para mí, pero supongo que tiene sentido cuando tienes un muro de dos metros y medio rodeando tu casa. Me seco las suelas de las botas en la alfombra antes de entrar, ya que el suelo seguía húmedo, cosa que Liam y Evan no se molestan en hacer.

Dentro, las paredes son de colores claros, a juego con los muebles, y el suelo está recubierto de parqué. Dejan sus cosas en el recibidor y, aunque ninguno se molesta en dirigirme la palabra, acabo siguiéndolos hasta el salón. No dejo de mirar lo que nos rodea, aunque intento no mostrarme excesivamente sorprendida.

—Voy a por la cámara —anuncia Evan.

Liam asiente distraído.

—Ya que subes, tráeme un cargador, ¿quieres?

—¿Qué me darás a cambio?

—¿Mi amistad?

—Hecho. Pero ofréceme algo útil la próxima vez.

Desaparece al fondo del pasillo y sube la escalera. Una vez a solas, Liam se vuelve hacia mí. Me mira de arriba abajo y me doy cuenta de que todavía llevo su sudadera, lo que me hace sentir bastante más incómoda. Ojalá pudiera devolvérsela ya, pero antes me he quitado la camiseta porque estaba empapada.

Seguimos en silencio hasta que, tenso, Liam señala el sofá.

—Puedes sentarte si quieres. Estás en tu casa.

Solo que no es así, porque no pinto nada en este lugar.

—No tienes por qué hacer esto —replico—. Puedo arreglármelas sola. No quiero causarte más problemas.

—Solo estoy devolviéndote el favor.

—Yo no estaba haciéndote ningún favor.

Quedamos en que me pagaría por traerlo hasta Londres. No he actuado de forma desinteresada y él parece acordarse de repente, porque traga saliva y me hace un gesto antes de alejarse.

—Llamaré al taller. No seas cabezota y siéntate.

Sube la misma escalera que su amigo, dejándome sola en el salón. Me rodeo con los brazos mientras giro lentamente sobre mis talones. Le echo un vistazo a la televisión, que ocupa media pared, a las videoconsolas de la mesita y a los sillones, que son de un color tan blanco que me daría miedo mancharlos si me siento.

Y, después, me miro a mí misma.

Me fijo en mis vaqueros rotos y en mis zapatillas desgastadas. Decido que no me gusta este lugar. Nunca me he avergonzado de mis orígenes, pero aquí, rodeada de todo aquello que nunca podré tener, me siento pequeña e insignificante. Mucho más que de costumbre.

Aun así, le hago caso a Liam y me siento en uno de los sofás. Rebusco el móvil en mis bolsillos y evito preguntarme si le habrá parecido un trasto viejo cuando lo ha usado antes. Me planteo llamar a mamá, pero ni siquiera se ha molestado en escribirme para asegurarse de que estoy bien. Prefiero no tentar a la suerte. Conociéndola, sería incluso capaz de ponerse a echarme cosas en cara. Y ya tengo bastantes problemas.

A quien sí debería llamar es a Charles. Tengo turno en el bar esta noche, pero es imposible que me dé tiempo a llegar. Necesito el dinero. Y el trabajo. Y tener el día libre mañana para ir al hospital. Sin embargo, a no ser que encuentre la forma de teletransportarme, lo único que tendré serán problemas.

Me muerdo el labio inquieta. Acabo guardando el teléfono sin hacer ninguna llamada. Me enfrentaré a ello más adelante.

Ahora solo quiero recuperar mi coche.

Unos minutos más tarde, oigo ruido en la escalera. El corazón me da un vuelco, no entiendo muy bien por qué, y me enderezo mientras espero a que Liam aparezca para darme noticias sobre el mecánico, pero no se trata de él.

Evan entra en el salón y deja una cámara y unos cuadernos sobre la mesa. En cuanto me ve, su rostro se contrae en una mueca de disgusto. Me entran ganas de soltarle algún comentario, pero me contengo. El silencio se prolonga durante unos largos segundos, hasta que, de pronto, dice:

—Sabes que está pillado, ¿no? Liam. Tiene novia. Estás perdiendo el tiempo.

Me vuelvo bruscamente hacia él.

—¿Disculpa?

—No tienes ninguna oportunidad. No eres su tipo. De hecho, ni siquiera sé por qué sigues aquí.

—Por mi coche —contesto intentando no perder los estribos.

—No eres la primera persona que se acerca a nosotros por interés. Hazte un favor y lárgate antes de perder la dignidad.

Y, solo con eso, consigue llevarme al límite de mi paciencia.

He tolerado que bromease antes con Liam. Que insinuara que se había liado conmigo. Que quisiera dejarme abandonada en medio de ninguna parte. Lo he tolerado todo, pero ha cruzado el límite. ¿Quién diablos se cree que es? ¿Piensa que puede venir aquí e insinuar que mi único objetivo en la vida es meter la mano en los pantalones del gilipollas de su amigo?

Porque no, no puede. Y porque estoy harta.

De pronto, estoy tan cabreada que creo que no soportaré estar aquí ni un solo segundo más. Me levanto, y todo empeora cuando Liam entra en la habitación. Está sonriendo, pero su expresión cambia radicalmente cuando me ve.

—¿Qué pasa? —pregunta, más dirigiéndose a Evan que a mí.

—Dame el teléfono del taller. Me largo de aquí —le espeto yo.

De reojo, me parece ver a Evan asentir conforme. Liam pestañea confuso.

—¿Qué? Creía que habíamos quedado en que...

—No, Liam. Eso lo has decidido tú. Yo solo quiero irme a mi casa. Ahora. —Está tan perplejo que no reacciona, y eso me saca aún más de quicio—. ¿Sabes qué? No lo necesito. Puedo arreglármelas sola. Que os jodan.

Paso por su lado irritada, y salgo de la vivienda sin pensármelo dos veces. Vuelve a llover con fuerza, pero no le doy importancia. Me abrazo a mí misma y corro escaleras abajo. Buscaré una forma de volver a casa sola, como he hecho siempre. Quiero estar tan lejos de estos dos imbéciles como pueda.

No obstante, no tardo en escuchar pasos detrás de mí. Antes de que llegue a la puerta, alguien me agarra del brazo para que me gire. Noto que se me acelera el corazón, por mucho que lo intente ignorar.

—¿Qué diablos te pasa? —me espeta Liam.

Y, sin más, exploto:

—¿Que qué me pasa? ¿Me estás tomando el pelo? —chillo zafándome de su agarre—. ¡No dejas de darme problemas! Ahora ya estaría en casa, preparándome para irme al trabajo, de no ser por ti y tus estúpidos dramas. Si tanto querías volver a Londres, ¿por qué no llamaste a tu amigo desde el principio? ¡O a un puñetero taxi! Todo lo que ha pasado es culpa tuya, Liam. ¡Todo es culpa tuya!

Nunca lloro delante de nadie, pero siento tanta rabia, tanta frustración acumulada, que esta vez no lo puedo evitar. Se me llenan los ojos de lágrimas y me las seco con el brazo, harta de mí misma y de esta situación.

Mientras tanto, él me mira como si no supiera qué decir.

—Si quieres volver ahora mismo, puedo pagarte un taxi y...

—¡No quiero tu dichoso dinero! —exclamo fuera de mí, y se me escapa un sollozo—. Solo quiero mi coche, Liam. ¿No lo entiendes? Necesito mi coche.

—¿Y qué quieres que haga? Apenas te conozco y ya he perdido la cuenta de todo lo que he hecho por ti. Me ofrecí a pagarte por traerme hasta Londres, cosa que aún pienso hacer, también he mandado a un mecánico a recoger tu dichoso coche y, para colmo, te he traído a mi casa. Estoy siendo generoso contigo y lo único que haces es quejarte, quejarte y quejarte sin parar.

—¿Que me quejo? ¿Porque me hayas arrastrado hasta aquí? —pronuncio con rabia, y doy varios pasos hacia él—. ¿Esperas que te dé las gracias por no dejarme abandonada en la gasolinera?

—Teniendo en cuenta lo insufrible que eres, cualquier tío lo habría hecho en mi lugar.

—Muy bien. Pues dame el número del mecánico y me perderás de vista.

Extiendo la mano expectante. Liam duda.

—Ni siquiera sabes cómo llegar al taller.

—Ese no es tu problema.

—Maia...

—También quiero mi dinero —le interrumpo—. Quedamos en que serían cuatrocientas. Suéltalo para que pueda irme de una vez.

Liam resopla con incredulidad.

—Bajo a trescientas. Solo hemos hecho la mitad del camino.

—Sí, porque has jodido mi coche.

—Además, me has obligado a conducir. —Enarca las cejas con burla—. ¿Qué pasa, Maia? ¿Te da miedo la velocidad?

Los recuerdos me invaden contra reloj y, de repente, tengo un nudo en la garganta.

—Eres gilipollas.

No lo soporto más. Me giro y recorro el jardín a toda prisa. Liam maldice por lo bajo y se apresura a seguirme.

—Venga ya, ¿de verdad vas a enfadarte por eso?

—Déjame en paz.

—¿Y qué pasa con el dinero?

Me vuelvo a mirarlo con rabia.

—No quiero nada que provenga de ti —escupo.

Estoy muerta de frío. Entre eso y lo enfadada que me siento, no dejo de temblar. Intento marcharme de nuevo, pero Liam me agarra de la muñeca. Tiene la piel caliente, y de pronto siento un cosquilleo intenso en el estómago que me lo pone del revés.

Me preparo para volver a insultarlo, pero cierro la boca en cuanto veo sus ojos. Tiene una mirada tan intensa que es como si pudiera atravesarme con ella.

—Hay una razón de peso por la que no quieres conducir —pronuncia muy despacio, como si temiese asustarme—, ¿verdad?

—No es asunto tuyo.

En lugar de insistir, se limita a soltarme y suspirar. Me sujeto la muñeca instintivamente.

—No he conseguido contactar con el mecánico. Lo llamaré el lunes a primera hora. Hace frío y llueve que te cagas, así que hazme el favor de entrar antes de que cojas una pulmonía. No quiero más problemas.

¿Así que no tendré mi coche hasta el lunes? El pánico me invade y me entran ganas de volver a gritarle, pero me contengo al recordar lo que ha dicho. No puede hacer nada más. Nos guste o no, esto es lo que hay.

Pero eso no significa que vaya a hacerle caso.

—No pienso entrar ahí.

Liam se aprieta el puente de la nariz impaciente.

—Vamos, no empieces otra vez.

—No empiezo nada, solo te aviso de que no voy a...

—¿Puedes dejar de ser tan testaruda? ¡Está lloviendo!

Lo miro de arriba abajo.

—Mejor. Te hacía falta una buena ducha.

—Tenemos una habitación de invitados en la planta de arriba. Con baño propio. Tendrás intimidad. Puedes quedarte hasta que recuperes tu coche. Y es la última vez que voy a ofrecértelo.

Mierda. Toma ultimátum.

No me da la oportunidad de replicar. Se gira antes de que pueda abrir la boca y sube la escalera del porche. Por mucho que mi orgullo me inste a mandarlo a la mierda, sé que no seguirlo implicaría pasar la noche a la intemperie. Cada vez llueve con más fuerza y la ropa mojada se me pega al cuerpo. Suelto una maldición.

—Liam —pronuncio tragándome mi dignidad, pero finge que no me oye.

Armándome de paciencia, me apresuro a ir detrás de él. Subo los escalones de dos en dos y me entrometo en su camino antes de que llegue a la puerta.

Enseguida me doy cuenta de que ha sido un movimiento arriesgado. Liam abre mucho los ojos sorprendido ante mi cercanía, porque de pronto solo nos separan unos centímetros. El corazón me salta dentro del pecho. Aún tengo la respiración agitada. Las gotas de lluvia le resbalan por la piel recorriendo su mandíbula y su cuello, hasta que se pierden en el interior de su camiseta.

Me aclaro la garganta, repentinamente nerviosa.

—Tu... tu amigo cree que quiero liarme contigo.

Seguramente no sea un buen momento para que tengamos esta conversación, pero no puedo callármelo. Él traga saliva. No paso por alto que su mirada se ha posado sobre mi boca.

—¿Y no quieres?

—No.

Mi respuesta lo hace volver a la realidad.

Se aparta ligeramente confundido.

—Dile que no vuelva a insinuarlo —le advierto.

Dicho esto, le planto las manos en el pecho para alejarlo y Liam retrocede pasmado. Quiero volver a entrar, pero, cuando empujo la puerta, descubro que está cerrada. Mierda. Soy patética. Él ya está rebuscando en sus bolsillos. Debe de haberse dejado las llaves dentro, porque suspira y llama al timbre. Transcurren unos largos segundos en silencio hasta que Evan se digna abrirnos. Está masticando su sándwich con una amplia sonrisa, que decae en cuanto me ve.

—Vaya, ¿todavía sigues aquí?

—Vamos, te enseño tu habitación —suspira Liam detrás de mí.

Estoy segura de que el imbécil tiene una opinión que dar al respecto, pero Liam pasa por su lado sin darle la oportunidad de replicar. Aunque no quiero quedarme a solas con él, me apetece mucho menos aguantar los comentarios de Evan, así que lo sigo sin pensármelo dos veces. Recorremos juntos un pasillo lleno de ventanales y subimos al segundo piso.

Arriba todo es tan espectacular como en el piso inferior. Paredes blancas, suelo de parqué negro, muebles minimalistas y luz natural en cada rincón. La escalera conduce a una sala amplia con plantas, sillones e incluso un futbolín. Hay cuadros decorando la estancia, pero no veo ninguna foto familiar. A la izquierda, se extiende un pasillo con varias puertas que supongo que conducirán a las habitaciones.

En efecto, tomamos esa dirección y Liam abre la más cercana a mano izquierda. Después, se aparta para dejarme pasar.

Es un cuarto amplio, con ventanales gigantescos, como en el resto de la casa, y una enorme cama de matrimonio situada en una esquina. A sus pies, hay una alfombra de pelo oscura en la que tampoco me importaría dormir. Las puertas correderas del armario, que son de madera, se encuentran al fondo, junto a una de color blanco que, según lo que me ha contado, imagino que irá a parar al baño.

Liam se aclara la garganta un tanto incómodo.

—Sé que no es gran cosa, pero...

¿Que no es gran cosa? ¡Pero si es casi más grande que mi salón!

—Está bien —respondo en su lugar. Prefiero que no se dé cuenta de lo alucinada que estoy. Se vuelve a mirarme con desconfianza y me fuerzo a añadir—: Mmm..., gracias.

Esboza una media sonrisa y se encoge de hombros, restándole importancia.

—No las des. Es lo mínimo que puedo hacer. —Pero ambos sabemos que no es verdad. Aparta rápidamente sus ojos de los míos—. Puedes usar el baño para darte una ducha, asearte o lo que quieras. Y puedo buscarte algo para cenar si tienes hambre.

—No hace falta —respondo.

—¿Seguro? El bocadillo de esta mañana no era muy... comestible.

Me aprieto las manos tras la espalda, nerviosa.

—Solo quiero irme a dormir.

—Está bien. Estaré abajo si necesitas algo. —Asiento forzando una sonrisa. Liam abre la puerta para marcharse, pero, antes de cruzar el umbral, se vuelve hacia mí, como si hubiera recordado algo—. Una cosa más.

¿Y ahora qué?

—¿Sí?

—Sinceramente, Maia, espero que antes estuvieras siendo sincera. Que quisieras liarte conmigo nos complicaría mucho las cosas y, como te he dicho antes, no quiero más problemas.

Pestañeo. Su rostro permanece serio.

—No quiero liarme contigo —repito por décima vez.

Liam asiente, como diciendo: «Eso es justo lo que quería escuchar».

—Mejor. No te ofendas, pero no eres mi tipo.

Pero sí que me ofendo.

—¿Perdón?

—Lo siento, pero es la verdad. No me van las chicas como tú.

Una persona decente se habría quedado callada, y justo por eso le espeto:

—Es curioso que me vengas con estas justo después de que te haya rechazado, ¿eh?

Liam abre la boca, la cierra y, después, sonríe como si creyera que le tomo el pelo.

—Tú no me has rechazado.

—Claro que sí. Y estoy a punto de hacerlo otra vez. Es de noche, estás en mi habitación y lo único que me sale decirte es: adiós, Liam.

Enarca las cejas, pero no se mueve, así que le pongo las manos en la espalda para empujarlo fuera del dormitorio. Intento centrarme en sacarlo de aquí y no en la firmeza de sus músculos bajo mis dedos. Seguramente él también tenga ganas de irse, porque no habría conseguido sacarlo al pasillo si se hubiera opuesto.

—¿Sabes? En realidad, no es tu habitación. Es mía y solo te la he prestado, así que técnicamente no puedes echarme.

—He dicho que adiós, Liam.

—Intenta no soñar conmigo esta noche, ¿quieres? Sería de muy mal gusto.

—Que te jodan.

Él sigue sonriendo.

—Buenas noches, Maia.

Ahí está de nuevo. La sonrisa. Estoy harta de verla, así que agarro la puerta y se la cierro en las narices. La habitación se queda en silencio y yo me apoyo contra la madera, con los ojos cerrados, mientras le ordeno a mi corazón que vuelva a latir con normalidad. Esta situación me ha afectado más de lo que debería.

Aguardo expectante hasta que, pasados unos segundos, escucho pasos alejándose.

Si no fuera porque no quiero ir a la cárcel, lo empujaría por la escalera.

¿Que no soy su tipo, dice?

Parece que Míster Borracho también tiene complejo de Brad Pitt.

Espero hasta que se me pasa el cabreo y, a continuación, me tomo unos minutos para inspeccionar a fondo la habitación. Hay sábanas, toallas y útiles de aseo en el baño, pero no encuentro nada de ropa para cambiarme, así que tendré que improvisar. Me desvisto, me enfundo mi camiseta, que ya está seca, y dejo la sudadera de Liam doblada sobre la cómoda. No pienso arriesgarme a quedarme solo en ropa interior cuando ni siquiera hay pestillo en la puerta.

Después entro en el baño, que es tan espectacular como el resto de la casa, y me estremezco de gusto al lavarme la cara con agua caliente. Me deshago la coleta y me miro al espejo. Una chica pálida con ojeras y las mejillas hundidas me devuelve la mirada. Trago saliva. No pego nada en este lugar.

Creo que empiezo a entender por qué Liam dice que no soy su tipo.

Aparto esos pensamientos de mi mente, vuelvo al cuarto y me meto directamente en la cama. Mañana me daré una buena ducha. Y después buscaré la forma de volver a casa. Ahora estoy agotada. No obstante, me paso los siguientes treinta minutos dando vueltas entre las sábanas, intentando, sin éxito, conciliar el sueño. Al final, me rindo y alargo la mano para coger mi móvil.

No tengo ni un solo mensaje. Ni siquiera de mamá.

A nadie le importa que haya desaparecido sin dar explicaciones. Porque yo no le importo a nadie.

Estoy cansada de fustigarme. Dejándome llevar por la curiosidad, entro en la aplicación de YouTube y busco: «Liam Harper».

Y me aparece su perfil.

Doce millones de suscriptores.

Vaya, parece que Míster Borracho sí que tiene razones para darse aires de famoso.

Ha publicado un montón de vídeos. Las miniaturas son llamativas y coloridas, y en todas aparece Liam poniendo caras extrañas. Desde luego, sí que se le da bien fingir que es divertido. No me apetece volver a escuchar su voz en lo que me queda de vida, pero la curiosidad me está matando, así que hago click en uno de ellos. Pero no en los que ha publicado recientemente.

Bajo hasta los que subió hace meses. En concreto, a uno cuyo título me llama la atención:

25 COSAS SOBRE MÍ — LIAM.

De inmediato, la característica sonrisa de Liam ilumina la pantalla. Se nota que es un vídeo antiguo; tiene el pelo más corto y los rizos no le caen descuidadamente sobre la frente como ahora. Graba en una habitación con estanterías repletas de cosas frikis. La cámara le apunta directamente al rostro y él saluda y explica con soltura en qué consistirá el vídeo.

Sobre el minuto tres, hay una interrupción. Una voz femenina grita algo fuera del plano y Liam se ríe mientras mira a la chica, que debe de estar detrás de la cámara. Escucho un nombre. Michelle. Y lo veo en sus ojos. Veo cómo le brillan.

La intervención no dura mucho más. De hecho, la chica ni siquiera se muestra a la cámara, solo hace acto de presencia de forma sutil, como si quisiera demostrar a los espectadores que está ahí. Y, volviendo a centrarse en el objetivo del vídeo, Liam se pone a enumerar.

Esa noche, descubro que:

Liam Harper tiene diecinueve años.

Su color favorito es el negro.

No es capaz de escoger su canción favorita porque, cada vez que escucha una nueva, cambia de opinión.

Evan es su mejor amigo desde que tiene memoria.

En el instituto se metían tanto con él que tuvo que cambiarse de clase más de tres veces.

Ahora todos esos chicos que lo criticaban intentan ser sus amigos.

No tiene mascotas (aunque no sabe si Evan cuenta como una).

Prefiere los perros a los gatos.

Pero también prefiere a los gatos antes que a Evan.

Uno de sus sueños es recorrer Europa con sus amigos y una mochila a la espalda.

De pequeño era tan revoltoso que se pasó muchas horas en la sala de castigo.

Una vez mató el cactus de su clase echándole limpiacristales.

Aunque la profesora le echó la culpa, en realidad la idea había sido de Evan.

Cuando piensa en su futuro, se ve grabando vídeos para YouTube.

A veces no piensa antes de hablar, y eso le trae muchos problemas.

También tiende a reírse en momentos de tensión.

E incordiar es uno de sus mayores talentos.

El 19 de marzo (es decir, ayer) es su cumpleaños.

Le gustaría tener un perro. Y dar a Evan en adopción.

Guarda todas las cartas que le envían sus fans.

Normalmente tarda horas en grabar cada vídeo porque es demasiado perfeccionista.

No entiende por qué lo sigue tanta gente y, aun así, se siente muy agradecido con todos y cada uno de sus suscriptores.

Está seguro de que YouTube le ha cambiado la vida.

Liam y Liam Harper definitivamente no son la misma persona.

Y todo esto, toda su vida, tal y como está, le hace feliz.

Dicho esto, sonríe a la cámara y se despide de sus seguidores hasta el próximo vídeo. Yo dejo el móvil sobre la mesilla, me tumbo mirando al techo y me pregunto cuántas de las cosas que ha dicho serán verdad.

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