Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


Cartas para Deneb (II)

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Cartas para Deneb (II)

Una puede mirar al cielo de noche en diciembre y ver la constelación de Andrómeda. Como sabías que era mi favorita, me contabas la leyenda a menudo. Yo no me cansaba de escucharla, aunque ya me la supiera de memoria, porque me encantaba oírte hablar. Faltaban tres semanas para el comienzo del último mes del año y habías reorganizado las estrellas pegadas en el techo para formar a Andrómeda sobre mi cama.

Esa noche diluviaba. Mamá había salido a trabajar y, como siempre, te metiste en mi cama a hacerme compañía hasta que me quedara dormida. Siempre me habían dado miedo las tormentas. Cada vez que sonaba un trueno, daba un respingo y me acurrucaba contra ti mientras tú contenías la sonrisa para que no me enfadase.

Ibas a pasarte todas las Navidades en un campamento de Física y yo deseaba en secreto que el día de tu regreso llegara pronto. Iba a echarte mucho de menos. De hecho, te lo dije varias veces. Antes no se me daba tan bien callarme lo que sentía.

Pasados unos minutos, cuando los truenos cesaron, mi voz sonó en medio de la oscuridad de la habitación:

—¿Deneb?

Me apartaste delicadamente el pelo de la frente.

—¿Sí?

—¿Qué nombre le pongo a mi galaxia?

Juraría que te oí sonreír. Solía hacer muchas preguntas así, y tú eras la única que se las tomaba en serio.

—¿Por qué no el tuyo? A mí me gusta.

—A mí no. Es aburrido.

—Es nombre de estrella.

—Ya, pero eso no lo sabe nadie.

—Mejor para ti. Así podrás decírselo a cada persona que conozcas y dejarlos a todos sorprendidos.

Solté una risita. No podía negar que me gustaba la idea.

—Y, si alguien se burla de mí por eso, le pegaré un puñetazo.

Ahora fue tu turno de reírte. Me acerqué más a ti sonriendo. Me gustaba oírte reír. Y también que hablaras sobre tu vida, sobre las estrellas, sobre lo que harías cuando fueras mayor y terminaras la universidad. Ansiaba desesperadamente ser como tú. Si cada persona tenía una galaxia, tú eras la constelación que buscaba cuando perdía el rumbo.

—Maia es la cuarta estrella más luminosa de las Pléyades. ¿Sabes lo que significa eso?

Cerré los ojos y negué con la cabeza.

—No. ¿Qué significa?

—Que brillas seiscientas veces más que el sol.

Volví a reírme, encantada con mi nuevo descubrimiento.

—Guau. Eso es brillar mucho.

—Eso es brillar muchísimo.

—Si yo brillo seiscientas veces más que el sol, tú brillas muchísimas más.

—Vaya, gracias.

Moví la cabeza para mirarte. Mamá siempre decía que no nos parecíamos en nada. Yo era castaña y menuda, y tú tenías el pelo más oscuro y eras mucho más alta. Aunque yo no tenía muchos amigos por entonces, tú siempre le habías caído bien a todo el mundo. Eras simpática e inteligente. Todo lo contrario a mí. Sin embargo, me gustaba que la gente se diera cuenta enseguida de que éramos hermanas. Eso significaba que en el fondo no éramos tan diferentes.

Estaba segura de que, con el tiempo, me convertiría en una supernova, como tú.

Eras la única persona que me entendía. Por eso no soportaba pensar que tendríamos que separarnos.

—No quiero que te vayas —admití con la voz aguda.

Usaste el brazo que tenías sobre mis hombros para atraerme hacia ti.

—Solo será una semana, ¿vale? Volveré antes de que te des cuenta de que me he ido.

—¿Y después?

—¿Después?

—¿Me prometes que vas a quedarte conmigo?

Por entonces no era más que una niña con miedo a perder a su hermana mayor. Creo que en el fondo eso no ha cambiado. Recuerdo cada detalle de esa noche. Que me dijiste que brillo seiscientas veces más que el sol y que Maia era el nombre ideal para mi galaxia. Y también tu mirada llena de cariño cuando te hice esa pregunta que me había costado tanto pronunciar.

Y lo que pasó después, cuando una de las estrellas se despegó y me cayó sobre la nariz. La apartaste con una sonrisa. Después, volviste a tumbarte bocarriba en la cama, conmigo a tu lado y la estrella sobre la mesilla de noche.

—Claro que sí. Hasta que se caigan todas —dijiste señalando al techo—. Hasta que nos quedemos sin oportunidades, Maia. O hasta que nos quedemos sin estrellas.

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