Gypsy

Gypsy


Capítulo 4

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Capítulo 4

 

Ese Jimmy Nolan era un verdadero cabestro. Dio un paso atrás y su gancho de izquierda solo le rozó la mejilla de puro milagro. Un mazazo como ese de lleno y te dejaba inconsciente, clarísimo. Se acercó a las cuerdas, se sacó el casco protector de un tirón, miró a su tío Sean y asintió con la cabeza.

–¡¿Qué?! –gritó él con el pitillo en la boca.

–Técnica, le falta técnica, pero tienes un filón.

–¿En serio, Paddy? –Nolan se le acercó por detrás, lo agarró por el hombro y lo giró con violencia para mirarlo a los ojos.

–Sí, en serio, pero no vuelvas a tocarme.

–Vale, vale –dijo él con sus dientes medio podridos y en ese preciso instante vio el problema. De repente lo vio cristalino, ese chico peleaba por pasta, solo por pasta, y eso nunca acababa bien, de ahí que Jimmy Nolan no le acabara de convencer–, no te mosquees, Paddy.

–Vale –saltó del ring y se acercó a su tío–, tienes mucho curro con él, pero tú mismo.

–¿No me ayudarás a entrenarlo?

–No, yo ya he tenido suficiente. –Se tocó la costilla donde ese salvaje le había incrustado su demoledor gancho de derecha y levantó las cejas–. El abuelo diría que le falta nobleza, tío, lo sabes.

–Es verdad, pero tiene talento natural, hay que pulirlo y ya está.

–Pues buena suerte, me voy.

–Vale y gracias por venir.

Se despidió con la mano y se fue al vestuario para ducharse y vestirse rapidito. Era domingo y había prometido a los niños ver con ellos el partido del Real Madrid contra el Barça que daban en el canal de deportes. Habían venido Borja y María, los mejores amigos de Manuela, desde Londres y habían acabado organizando una tarde de deporte y palomitas con los enanos. Luego podría pasar por casa y cambiarse antes de salir a tomar algo por Temple Bar.

No había mejor día y lugar para ligar turistas que un domingo por la noche en Temple Bar. Ya no le divertía mucho hacer ese tipo de chorradas, pero haría el esfuerzo para estar con sus primos, muchos sufridores hombres casados, a los que no veía demasiado. Era el típico plan idiota sin fundamento, pero le vendría bien para desconectar y echar unas risas.

Salió a la calle y comprobó que llovía con ganas, estupendo para estar en casa con la familia, corrió hacia el coche y sintió vibrar el móvil en el bolsillo, pero no contestó hasta que no estuvo sentado al volante. Puso el coche en marcha y activó el manos libres.

–Hola, mamá.

–Hola, Paddy, me han dicho que tienes un combate en Navidades.

–Estoy muy bien, gracias, ¿y tú? –dijo con sorna y ella reculó.

–¿Qué tal te va, cariño?

–Perfectamente, gracias, ¿y vosotros?

–El marido de April sigue en el paro y Bridget desbordada con todo lo que tiene encima. Tu padrastro te manda recuerdos, sabes que el trabajo ha bajado un montón y tu hermanito…

–¿Qué?

–Que no te olvides de tu madre cuando cobres el combate.

–Dios… –Respiró hondo pasándose la mano por la cara.

–Ya sé que te dije que no te volvería a pedir dinero, pero somos familia y si la familia no se ayuda…

–Madre, ya lo hemos hablado mil veces.

–No me puedes dejar colgada.

–¿Ah, no?

–Somos tu familia, aunque tú no vengas a vernos y me hayas dado la espalda para agradar a los malditos O’Keefe, sigo siendo tu madre.

–Madre…

–Ya sé que tu padre está forrado, cada día más y que tiene a su zorrita viviendo en un palacio mientras nosotros…

–¿Sabes qué? –interrumpió ya incapaz de callarse– no hables así de la mujer de mi padre, ni de mi familia. Si tienes la caradura de llamar a tu hijo para seguir sangrándolo, al menos intenta hacerle la pelota, ¿sabes?

–Eres un cabrón cruel, Paddy, igual que el hijo de puta de tu padre.

–Pues entonces déjame en paz. –Colgó el teléfono y enfiló camino de Ballsbridge.

Jamás había visto a sus padres tocarse, ni siquiera dirigirse la palabra, no recordaba haber compartido con ellos jamás algo parecido a una familia y, desde muy pequeño, desde que tenía uso de razón, se había convertido en el emisario entre ambos, en el mensajero y el recadero de sus asuntos porque, si alguna vez la mala suerte se conjuraba y debían mirarse a la cara, ardía Roma.

Patrick O’Keefe se había casado con Violet, su prima, cuando apenas tenía diecisiete años, a los dieciocho ya se había convertido en padre e inmediatamente empezaron los problemas con su mujer.

Su abuela, que no soportaba a Violet, siempre decía que ella, que era bastante mayor que su primogénito, era una lista interesada y poco más. Eso convirtió la relación entre las familias en un infierno y su padre abandonó en seguida cualquier intento por mantener aquel matrimonio.

A él lo habían criado las abuelas, especialmente Bridget, su abuela paterna, que se lo llevó a su casa varias veces hasta que, en la adolescencia, y ante la insistencia de su madre por casarlo con una de sus sobrinas, su padre dio el golpe en la mesa, lo agarró de un ala y se lo llevó definitivamente a vivir con sus abuelos paternos a Dublín. Su madre no se opuso, a cambio de una buena compensación económica, y cuando al fin se divorciaron, tras muchos años viviendo separados, se desató la guerra definitiva y el escándalo final porque Violet confesó que sus hijas, Bridget y April, a las que durante años Patrick O’Keefe había reconocido y mantenido como suyas, no lo eran.

Aquella gigantesca escandalera lo pilló con dieciocho años y una tremenda sensación de vergüenza. Por supuesto no tenía culpa de nada, pero la gente hablaba, cuchicheaba a sus espaldas y oír que tu madre era una zorra mentirosa y embustera y tu padre un cornudo, afectaba a cualquiera, más aún si eras un chaval con muchas ganas de pelea.

Gracias a Dios, sus abuelos, sus tíos, sus primos y especialmente su padre, lo apoyaron y protegieron todo lo posible. Nunca había tenido una relación paterno filial muy normal con su padre, él era más un colega al que admiraba profundamente y un tío guay que nunca le negaba nada, que un padre al uso, sin embargo, fue entonces cuando sacó su vena paternal y consiguió mantenerlo ajeno al revuelo, todo lo que pudo, hasta que las aguas se calmaron. Violet se casó entonces con el verdadero padre de sus hijas y él se casó con la mujer de su vida, Manuela Vergara, una española diez años más joven que él, que le dio la estabilidad y la familia que tanto soñaba.

Con el divorcio, Patrick, a pesar del escándalo, cedió a su exmujer su casa de Derry y le dio un buen pellizco monetario para que lo dejara en paz y así fue, él nunca más volvió a mencionar el nombre de Violet, ni para bien ni para mal, y su abuela prohibió a todo Dios mentarla a ella o a su familia en casa. Además, tenía terminantemente prohibido acercarse por Dublín y el invento llevaba ya ocho años funcionando. De ese modo nunca más nadie volvió a acordarse de Violet, nadie salvo él que, por supuesto, siguió manteniendo una relación distante pero continua con ella, que, al fin y al cabo, seguía siendo su madre.

En su cultura, la gitana, a los mayores, sobre todo a tus padres y abuelos, se les respeta sobre todas las cosas y trató de ser fiel a su crianza y respetar siempre a Violet, pero ella solía ponérselo difícil.

Si lo llamaba era solo para pedir dinero, para ella o sus hermanos, y así lo hizo siempre. Incluso cuando se fue con una beca a los Estados Unidos y no tenía de dónde sacar dinero para pasarle, ella siguió exigiendo, porque siempre daba por hecho que los demás tenían que ayudarla.

Y así se había pasado la vida él, ayudando y tratando de solucionar las desgracias de su madre, sintiéndose culpable y responsable de ella, aunque en realidad no tenía ninguna obligación. Siempre lo hizo, y lo hubiese seguido haciendo si no hubiera ocurrido algo, gracias a Internet, que le abrió los ojos y le permitió, al fin, cortar el grifo.

Acababa de volver a Irlanda y ella lo llamó para pedirle un montón de pasta, treinta mil euros para suplir una urgencia familiar tremenda, le juró, y él agarró las ganancias de un combate, se las mandó y se olvidó del tema (jamás devolvía lo que le pedía prestado), así que no le dio más vueltas hasta que su prima Grace, desde Nueva York, le mandó las fotos que su hermana Bridget había colgado en Facebook presumiendo de la moto que le había regalado al vago de su marido. Lo primero fue no creérselo y lo segundo fue llamar a Bridget, presionarla un poco y conseguir su confesión: su matrimonio iba fatal, su marido estaba deprimido y lo único que se les había ocurrido para tenerlo contento y evitar que se largara con otra, había sido pedirle el dinero para comprarle un capricho.

Una brillante idea de su madre, que era tan insensata, inmadura e inconsciente como el par de hijas que había criado. Esa misma noche la llamó indignado, le cantó las cuarenta y le juró que jamás le volvería a pasar un duro.

Sin embargo, ahí estaba otra vez, como si nada, pidiendo pasta por todo el morro, con una facilidad pasmosa sin plantearse, ni en sueños, la posibilidad de que ella, sus hijas o sus yernos, se pusieran a trabajar, como todo el mundo.

–¡Hey! –gritó, abriendo la puerta principal de la casa de su padre y Liam y Aidan corrieron a saludarlo con sendas camisetas del Real Madrid.

–Mira, Paddy, somos del Real Madrid.

–Muy bien, qué guapos. –Les revolvió el pelo y entró al salón donde se encontró a todo el mundo.

Borja y María, a los que saludó con un abrazo, a su padre, sus abuelos y Michael, que también iba con su camiseta del Real Madrid, Russell tumbado en la alfombra. Todos dispuestos para ver el partido con palomitas, ganchitos y unas cervezas. Se quitó la chaqueta y oyó la voz de Manuela.

–¡Paddy!, ¿qué tal? No te he oído llegar. –Se acercó a él y le acarició la espalda–. ¿Qué quieres tomar?

–Ya se lo pone él, ven aquí, Spanish Lady, ¿quieres? –Su marido la agarró de la mano y la obligó a sentarse a su lado–. Para ya, me canso de mirarte.

–Vale, es que…

–Es que nada –le besó la cabeza y la abrazó mientras Liam y Aidan se apresuraban a subirse a sus rodillas–, ya está bien.

Él suspiró y se fue a la cocina a por una cerveza, la sacó de la nevera y decidió olvidarse de su madre y sus cuitas, ya bastante tenía encima y no estaba para dramas ajenos. Volvió al salón y se sentó para ver el comienzo del partido a la vera de su abuela.

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