Gypsy

Gypsy


Capítulo 5

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Capítulo 5

 

Increíble, pensó haciendo la cama de los niños. Las cuatro de la tarde y esa mujer se había largado de fin de semana con su marido dejando la casa patas arriba. ¿Quién podía hacer algo así?, ¿eh?,

¿quién?

Estiró los edredones y se dedicó a recoger la ropa del suelo. Desde luego, todas las noches dejaba más o menos impolutos los cuartos de los chicos, pero a primera hora era la madre la que los levantaba y se ocupaba de sus cosas y un día más, la santa señora, había salido sin mover un solo dedo, se había largado sin más, camino de Francia para esquiar, y cuando regresaron del cole, las extra escolares y todo lo demás, se encontraron con el tremendo panorama: la casa desordenada, los restos del desayuno en la cocina, el lavavajillas lleno y sin poner en marcha, una lavadora sin colgar y todas las camas desechas, incluida la del matrimonio, que había abandonado la casa a la carrera, como alertados por un aviso de bomba. Era de locos.

Pasó por el dormitorio principal y cerró la puerta, se encaminó al cuarto de baño de los niños, con Evan pegado a sus talones, y fue entonces cuando oyó que Tommy la llamaba desde la primera planta, se asomó a la escalera y lo vio con un cartón de leche en la mano:

–¿Qué pasa, Tommy?

–No hay leche, ni yogures, no puedo merendar.

–No puede ser, mira en la despensa.

–No hay nada.

–¿Cómo que no hay nada? –Miró a Evan y lo animó a bajar a la cocina, se fue directo a la nevera, abrió la puerta y el panorama la dejó perpleja. Salvo mantequilla, latas de cerveza y dos lechugas pochas, no había nada más. Nada fresco al menos, se fue a la despensa, encendió la luz y tampoco vio nada reseñable–. ¿No hizo la compra?, no me lo puedo creer.

–¿Y qué hacemos?

–Pues no lo sé, a lo mejor hizo la compra por internet y la traen ahora. –Les sonrió y empezó a entrar en modo pánico-cabreo total. Tenía que estar cuatro días sola con los dos niños ¿y no le había dejado la nevera llena?, ¿en serio? Agarró el móvil y llamó, llamó hasta que Beatrice Donnelly se dignó a contestar desde su lujosa estación de esquí francesa–. Beatrice…

–¿Qué pasa?

–¿No has dejado la compra?

–¿Cómo?

–¿Has hecho compra o algo? La nevera y la despensa están vacías.

–No me dio tiempo, hazla tú.

–¿Yo?, ¿y a qué hora?

–Pues pide unas pizzas.

–¿Todos los días?, si al menos me hubieras avisado antes, habríamos pasado por el súper de camino a casa. ¿Cómo…?

–Mira. –La mujer bajó el tono y se puso a susurrar–. Se me pasó hacer la compra, hazla tú y en paz, el lunes te doy tu dinero.

–No se trata de dinero, se trata de que me dejas sola con tus hijos cuatro días y… –suspiró–, ¿no prevees hacer una compra en condiciones?

–Vale, mira, tenemos reserva para cenar. Ya hablaremos. Adiós.

Y colgó, esa inútil impresentable colgó y ella respiró hondo y se giró hacia los niños, que la observaban con cara de pregunta, forzando una sonrisa. Pobrecitos, pensó antes de agarrar las llaves del coche y el abrigo, pobres críos con semejante esperpento de madre. Les hizo un gesto y volvieron a salir a la calle, aunque los tres estaban agotados. Se subió al coche y enfiló hacia el centro comercial donde estaba el súper y una hamburguesería donde decidió que les daría de cenar.

Llevaba cinco semanas con esa familia y la cosa no hacía más que empeorar. Otras au pairs del barrio le habían dicho que a los Donnelly no les duraban ni las niñeras, ni las asistentas, ni las au

pair s, porque era imposible tratar con la señora Donnelly, que pasaba olímpicamente de todo, intentando que los demás se hicieran cargo de sus responsabilidades. Aquello no la sorprendió en absoluto, porque su jefa ni siquiera era capaz de disimular lo incompetente que era, así que seguía buscando nuevo destino en Irlanda, aunque le daba mucha pena dejar a esos niños a la deriva. Ellos no tenían culpa de nada y si se iba en ese momento, seguro que no encontraban a otra au pair que se hiciera cargo de ellos. Estaba atrapada en una pesadilla y por un momento pensó en Manuela O’Keefe y su familia, en su preciosa y acogedora casa, limpísima, ordenada y armónica, a pesar de tener tres niños pequeños.

Su amistad con ella había ido creciendo con el paso de los días. Su primera visita a su restaurante, La Marquise Dublín, el restaurante de lujo más de moda de la ciudad, le había dejado claro que la señora O’Keefe además de ser madre y esposa, era una alta ejecutiva, que se mataba a trabajar. Su despacho era precioso, amplio y luminoso, con un rincón adaptado para los niños, con una mesa, cuatro sillitas, una estantería con películas y cuentos, un baúl con juguetes y hasta un pequeño reproductor de DVD con su televisor. Estaba preparada para que se quedaran con ella cuando no podía dejar el local, le dijo, y asumía aquella necesidad con tanta naturalidad que a Úrsula le pareció lo más normal del mundo.

Manuela llevaba desde Irlanda los cuatro restaurantes La Marquise: Londres, Dublín, Sídney y Nueva York, y aunque contaba con ayuda en casa y en el trabajo, se ocupaba personalmente de todo.

Era un dechado de energía y de atención a sus tres retoños, a los que adoraba, al igual que a su marido, que se dedicaba a otros negocios y a otras mil actividades en colaboración con ella.

–¿Siempre quisiste tener familia numerosa? –le preguntó una tarde en el entrenamiento de los niños y ella sonrió, negando con la cabeza.

–No, la verdad es que no. Patrick sí, él siempre quiso una familia grande y al final llegaron los tres… ha sido una sorpresa tras otra, pero estamos encantados. Ahora no me imagino nuestra vida sin los niños.

–Se ve que os organizáis muy bien.

–Bueno, cuento con la ayuda de mi suegra, de la familia, con un equipo estupendo en el restaurante y, además, vivo con Mary Poppins…

–¿Qué? –Se echó a reír y Manuela con ella.

–Patrick, no conozco a nadie que se le den tan bien los niños. Es firme e imparte disciplina, pero también es muy divertido, los tres están locos por él y eso facilita muchísimo las cosas.

Pocos días después la invitó a cenar a su casa y pudo comprobar que el señor O’Keefe, con esa pinta de actor de cine que tenía, era adorable y paciente con sus hijos, muy cariñoso, también con su mujer, y comprendió perfectamente a qué se refería Manuela. El tío era un diez y además la trató maravillosamente bien, los dos se volcaron con ella y por unas horas, muy pocas, volvió a sentirse a gusto y relajada, como un ser humano normal, y no como una loca agotada, continuamente cargada de trabajo, tareas y responsabilidades, por culpa de una jefa odiosa y egoísta como la suya.

–Vale –volvió a la realidad y miró a los niños–, nos vamos a la compra y de paso cenaremos en la hamburguesería del centro comercial, ¿de acuerdo?

– ¡Sí! –aplaudieron los dos.

Estaba claro que esa era la última que le montaba la señora Donnelly, la última, porque el mismo lunes por la mañana llamaría a la agencia y pediría un cambio de destino inmediato, tenía motivos de sobra para que le solucionaran la papeleta y pensaba exigir resultados o se largaría a su libre albedrío y los denunciaría. Lo sentía por Evan y Tommy, pero todo el mundo tenía un límite.

–¡Úrsula!

–¿Qué? –Los miró por el espejo retrovisor y ellos le indicaron el móvil.

–Te llaman.

–Oh Dios, estoy en la luna. Gracias, chicos. Hola… –dio al manos libres y una voz femenina, con ese acento imposible de algunos sitios de Dublín, preguntó por ella–, sí, soy Úrsula Suárez, ¿quién es?

–Lucy, Lucy Farrell, del Boxing Gym, la llamaba para confirmarle su plaza en el gimnasio.

–Estupendo, muchas gracias.

–Le he mandado un email con los horarios del boxeo, kickboxing y cardio, como pidió en su solicitud, y los datos bancarios para domiciliar los pagos.

–Muchas gracias, ¿cuándo puedo empezar?

–En cuanto pague la matrícula, cuando usted quiera.

–Gracias, es una gran noticia. Adiós.

–¿Qué es una gran noticia? –preguntó Tommy en cuanto colgó y ella sonrió, metiendo el coche en el parking del centro comercial.

–Me han dado plaza en un gimnasio muy bueno del centro, llevo mucho tiempo sin entrenar y lo necesito.

–¿Juegas al rugby? –preguntó Evan muerto de la risa.

–No, me gusta el boxeo, ¿qué os parece?, así que cuidadito conmigo.

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