Guerra y paz
LIBRO PRIMERO » Primera parte » XXIV
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XXIV
A la hora fijada, el príncipe, empolvado y afeitado, entró en el comedor, donde lo esperaban su nuera, la princesa María, mademoiselle Bourienne y el arquitecto del príncipe, que, por un extraño capricho suyo, era admitido a la mesa, aunque por su posición social aquel hombre insignificante no podía pretender semejante honor. El príncipe, quien siempre tuvo gran cuidado en distinguir las condiciones sociales y rara vez admitía a su mesa siquiera a distinguidos funcionarios de la provincia, con el arquitecto Mijaíl Ivánovich, que se sonaba tímidamente con su pañuelo a cuadros en un rincón, quería demostrar que todos los hombres son iguales, y con frecuencia decía a su hija que Mijaíl Ivánovich no era en nada inferior a ellos mismos. Y en la mesa el príncipe se volvía con mayor frecuencia hacia el silencioso Mijaíl Ivánovich que hacia los demás.
En el comedor, de techos altísimos, como todas las demás estancias de la casa, los lacayos y camareros, erguidos detrás de cada silla, esperaban la entrada del príncipe; el mayordomo, con la servilleta al brazo, seguía los preparativos, hacía señas a los lacayos sin dejar de echar inquietas miradas al reloj de pared y a la puerta por la cual debía aparecer el príncipe. El príncipe Andréi examinaba un gran cuadro con marco dorado, nuevo para él, que representaba el árbol genealógico de los Bolkonski, colocado frente a otro cuadro, también con un marco enorme, que debía de ser el retrato muy mal hecho (obra evidente de un pintor doméstico) de un príncipe coronado, con seguridad un descendiente de Rurik, iniciador de la estirpe de los Bolkonski. El príncipe Andréi, moviendo la cabeza y sonriendo, miraba el árbol genealógico con el mismo gesto con que se mira un retrato ridículo, pero parecido.
—¡Cómo lo reconozco en todo esto! —dijo a la princesa María, acercándose a ella.
La princesa María miró con asombro a su hermano. No podía comprender de qué sonreía. Todo cuanto hacía su padre era para ella motivo de veneración y excluía toda crítica.
—Todos tienen su talón de Aquiles —prosiguió el príncipe Andréi—. ¡Donner dans ce ridicule,[136] con su enorme inteligencia!
La princesa María, incapaz de comprender el atrevido razonamiento de su hermano, se disponía a contestarle cuando resonaron en el despacho los pasos esperados. El príncipe entraba siempre con rapidez, alegremente —así lo hacía en cada ocasión—, como si quisiera contraponer sus apresurados movimientos al severo orden reinante en la casa. Al mismo tiempo el gran reloj de péndulo dio dos campanadas y el de la sala vecina respondió con su delicada vocecita. El príncipe se detuvo; bajo sus cejas copiosas, los ojos animados, severos y brillantes, miraron a los invitados y se detuvieron en la joven princesa Lisa. Ella, en aquel instante, experimentó la sensación de un cortesano cuando entra la familia real: ese mismo sentimiento de temor y respeto imponía el viejo a cuantos se le acercaban. Acarició la cabeza de la joven princesa y con mano torpe le dio unas palmaditas en la nuca.
—Estoy contento, estoy contento —dijo, mirándola fijamente otra vez a los ojos; después siguió adelante y se sentó en su sitio—. Siéntense, siéntense; Mijaíl Ivánovich: siéntese.
Señaló a su nuera un puesto a su lado. El camarero colocó una silla para ella.
—¡Oh! ¡Oh! Te has dado demasiada prisa, no está bien —dijo el viejo, mirando el abultado talle de la princesa.
Se echó a reír: una risa seca, fría, desagradable —así reía siempre—, tan sólo con la boca y no con los ojos.
—Hay que pasear mucho, mucho, cuanto más mejor —comentó.
La princesa Lisa no escuchaba o no deseaba escuchar sus palabras. Guardaba silencio y parecía confusa. El príncipe le preguntó por su padre y la princesa empezó a hablar, sonriente. Le hizo preguntas sobre las amistades comunes, y la princesa, animándose aún más, contó al príncipe los sucesos y murmuraciones de la ciudad y le transmitió los saludos de los conocidos.
—La comtesse Apraksine, la pauvre, a perdu son mari, et elle a pleuré toutes les larmes de ses yeux[137] —decía la joven con animación creciente.
Pero, a medida que se animaba más y más, el príncipe la miraba con mayor severidad y, de improviso, como si ya la hubiese estudiado bastante para tener una idea clara sobre su personalidad, se volvió hacia Mijaíl Ivánovich.
—Pues sí. Mijaíl Ivánovich: nuestro Bonaparte lo va a pasar mal. El príncipe Andréi —hablaba siempre de su hijo en tercera persona— me ha estado contando las fuerzas que se reúnen contra él. ¡Y nosotros que siempre lo considerábamos como una nulidad!
Mijaíl Ivánovich, que ignoraba en absoluto que nosotros habríamos hablado de Bonaparte en semejante sentido, comprendió que él era necesario para iniciar la conversación favorita; miró sorprendido al joven príncipe sin saber lo que vendría después de eso.
—¡Oh! Es un gran táctico —dijo el príncipe a su hijo, señalando al arquitecto.
Y la conversación volvió a girar en torno a Napoleón, o los generales y hombres de Estado del momento.
El viejo príncipe parecía convencido no sólo de que los actuales gobernantes eran unos mozalbetes desconocedores de los rudimentos del arte militar y estatal, y de que Bonaparte no pasaba de ser un despreciable francesito que triunfaba por la única razón de no haberse nunca enfrentado con un Potemkin o a un Suvórov: estaba convencido de que no había en Europa dificultad política alguna ni guerra, y que todos aquellos sucesos no pasaban de ser un guiñol que los actuales gobernantes representaban para pasar el tiempo. El príncipe Andréi soportaba alegremente las burlas de su padre sobre la gente de ahora y experimentaba un verdadero placer en excitarlo y oírlo.
—Siempre parecen buenas las cosas de antes —dijo—. Pero ¿no cayó Suvórov en la trampa que le tendió Moreau, y no supo salir de ella?
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién? —gritó el príncipe. —¡Suvórov!— y apartó con violencia su plato, que Tijón recogió rápidamente. —¿Suvórov?… Reflexiona, príncipe Andréi, no hubo más que dos: Federico y Suvórov… ¡Moreau! Moreau habría caído prisionero si Suvórov hubiese tenido las manos libres; pero tenía encima a los del Hof-Kriegs-Wurst-Schnaps-Rat, los del Alto Mando de la salchicha y el aguardiente. Ya verás lo que son esos del Hof-Kriegs-Wurst-Schnaps-Rat. Suvórov no pudo con ellos, ¿cómo va a poder Mijaíl Kutúzov? No, amigo mío: contra Bonaparte no bastan vuestros generales. Hay que recurrir a los franceses que no reconocen a los suyos y caen sobre los suyos. Hemos enviado a un alemán, Pahlen, a Nueva York, a América, en busca del francés Moreau— dijo, aludiendo al ofrecimiento hecho aquel año a Moreau para que entrara al servicio de los rusos. —Lo que nos quedaba por ver. ¿Acaso eran alemanes los Potemkin, los Suvórov y los Orlov? No, amigo; o vosotros habéis perdido todos la cabeza, o la he perdido yo. Que Dios os asista, pero ya lo veremos. ¡Bonaparte para vosotros se ha convertido en un gran capitán! ¡Hum!…
—Yo no sostengo que todas las medidas tomadas sean buenas —dijo el príncipe Andréi—. Lo único que no comprendo es cómo puede juzgar así a Bonaparte. Ríase cuanto le plazca, pero Bonaparte, sin embargo, es un gran capitán.
—¡Mijaíl Ivánovich! —gritó el viejo príncipe al arquitecto, que, entretenido con la comida, confiaba en que lo hubiesen olvidado—. ¿No le tengo dicho que Bonaparte es un gran táctico? También él lo dice.
—Sin duda, Excelencia —replicó el arquitecto.
El príncipe rió una vez más con su risa fría.
—Bonaparte nació con la camisa puesta. Sus soldados son excelentes y al principio no hizo la guerra más que a los alemanes. ¿Quién no ha derrotado a los alemanes? Desde que el mundo existe, todos han derrotado a los alemanes, y ellos a nadie, sino a sí mismos. A costa de ellos es como Bonaparte ha ganado su fama.
Y el príncipe comenzó a desmenuzar los errores que, a su parecer, había cometido Bonaparte en las diversas campañas y hasta en los asuntos de Estado. Su hijo no lo contradecía, pero era evidente que, a pesar de todas las razones en contra, era tan incapaz como el viejo príncipe de cambiar de opinión.
El príncipe Andréi escuchaba sin interrumpir, y no salía de su asombro de que aquel anciano, relegado tantos años en el campo, conociese y criticase tan al detalle los acontecimientos militares y políticos de Europa de los últimos años.
—¿Crees que un viejo como yo no entiende nada la situación actual? —concluyó—. ¡Pues todo lo tengo aquí! Por las noches no duermo. Bueno, ¿dónde está ese tu gran capitán? ¿Dónde ha demostrado serlo?
—Sería largo de explicar —respondió el hijo.
—Pues vete con tu Bonaparte. Mademoiselle Bourienne, voilà encore un admirateur de votre goujat d’empereur[138] —gritó en excelente francés.
—Vous savez que je ne suis pas bonapartiste, mon prince.[139]
—Dieu sait quand reviendra… —cantó desafinadamente el príncipe y, con una risa aún más desafinada, se levantó de la mesa.
La pequeña princesa Lisa permaneció en silencio durante toda la discusión y el resto de la comida, mirando asustada ya a la princesa María, ya al suegro. Cuando se hubieron levantado todos de la mesa, tomó a su cuñada por el brazo y la llevó a otra habitación.
—Comme c’est un homme d’esprit, votre père —dijo—. C’est à cause de cela peut-être qu’il me fait peur.[140]
—¡Oh! ¡Es tan bueno! —respondió la princesa María.