Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO PRIMERO » Primera parte » XXV

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XXV

El príncipe Andréi partía en la tarde del día siguiente. Su padre, sin cambiar para nada su costumbre, se retiró después de la comida. La princesa Lisa estaba con su cuñada. El príncipe Andréi, vestido con su ropa de viaje, sin charreteras, preparaba con su ayuda de cámara las maletas en el apartamento para él reservado. Después de inspeccionar por sí mismo el coche y la colocación del equipaje, dio orden de disponer el tiro. En la habitación no quedaron más que los objetos que el príncipe llevaría consigo: una arqueta, un estuche de aseo, de plata, dos pistolas turcas y una espada, regalo de su padre, procedente de Ochakov. El príncipe Andréi cuidaba con esmero estos objetos: todo era nuevo, limpio, guardado en sus fundas de lienzo y atado con sus cintas.

En el momento de la partida o de un cambio de vida, los hombres capaces de reflexionar sobre sus actos se sienten más bien dominados por pensamientos graves. En semejantes circunstancias se examina de ordinario el pasado y se hacen planes para el porvenir. El rostro del príncipe Andréi en aquella ocasión era tierno y pensativo. Con las manos a la espalda, caminaba rápidamente por su habitación, de un extremo a otro, mirando ante sí y moviendo abstraído la cabeza. ¿Le resultaba penoso ir a la guerra? ¿Le daba pena abandonar a su mujer? Tal vez lo uno y lo otro, pero no deseaba, evidentemente, que lo sorprendieran en tal estado. Cuando oyó pasos en el vestíbulo separó rápidamente las manos, se detuvo junto a la mesa, como si estuviese cerrando la funda de la arqueta, y adquirió su expresión habitual, calmosa e impenetrable. Era la princesa María con su pesado andar.

—Me han dicho que has mandado enganchar —dijo sin aliento (al parecer había corrido hasta allí)—, y yo que tanto quería hablar todavía contigo a solas. Sabe Dios por cuánto tiempo nos separamos. ¿No te enfada que haya venido? ¡Has cambiado mucho, Andriusha! —añadió, como para justificar su pregunta.

Al decir la palabra «Andriusha», sonrió. Evidentemente le resultaba extraño pensar que aquel hombre apuesto, de aire severo, era aquel Andriusha, el muchacho delgado y travieso que había sido su compañero de la infancia.

—¿Dónde está Lisa? —preguntó Andréi, contestando sólo con una sonrisa a sus palabras.

—Está tan cansada que se ha dormido en el sofá de mi cuarto. Ah! André, quel trésor de femme vous avez![141] —dijo, sentándose sobre el diván, frente a su hermano—. Es una verdadera niña, una niña graciosa y alegre. ¡Le he tomado mucho cariño!

El príncipe Andréi guardó silencio, pero no pasó desapercibida para su hermana la expresión irónica y desdeñosa que se dibujó en su rostro.

—Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades, Andréi. ¿Quién no las tiene? No olvides que ha sido educada y ha vivido en un ambiente mundano y que su situación ahora no es de color de rosa. Hay que ponerse en el lugar de los otros; tout comprendre, c’est tout pardonner.[142] Piensa cuán triste tiene que ser para la pobrecilla, después de esa vida a la que estaba habituada, separarse del marido y permanecer sola en el campo y en sus condiciones. Es muy duro.

Al mirar a su hermana, el príncipe Andréi sonreía como sonreímos cuando oímos hablar a una persona a la que creemos conocer a fondo.

—Tú vives en el campo y no te parece nada terrible esa vida —dijo.

—Yo soy otra cosa. ¡Para qué hablar de mí! No deseo otra vida, ni puedo desearla, porque no conozco más que ésta. Pero piensa, Andréi, lo que tiene que ser para una mujer joven, mundana, enterrarse en el campo en los años más bellos de la vida, y sola, porque papá está siempre ocupado y yo… tú me conoces… soy pobre en ressources[143] para entretener a una mujer acostumbrada a la mejor sociedad. Sólo mademoiselle Bourienne…

—No me gusta nada esa Bourienne vuestra… —interrumpió el príncipe Andréi.

—¡Oh, no! Es muy buena, muy cariñosa… ¡y sobre todo es tan desgraciada! No tiene a nadie, lo que se dice a nadie. En realidad, no la necesito, más bien me estorba. Tú ya lo sabes: siempre he sido un poco selvática, y ahora más. Me gusta la soledad… Mon père la quiere mucho… Ella y Mijaíl Ivánovich son dos personas con las que siempre es bueno y cariñoso, porque ambos le están obligados. Según Stern, amamos a los hombres más por el bien que les hacemos que por el que esperamos de ellos. Mon père la recogió huérfana, sur le pavé;[144] es muy buena. A papá le gusta su manera de leer. Por las noches le lee en voz alta; lee muy bien.

—A decir verdad, Marie, pienso a veces si te hace sufrir el carácter de papá —preguntó de repente el príncipe Andréi.

La princesa María al principio se sorprendió, después tuvo miedo de aquellas palabras.

—¿A mí?… ¿A mí?… ¿Sufrir yo? —dijo.

—Siempre fue duro, pero me parece que ahora lo es más —continuó el príncipe Andréi con el deliberado propósito de desconcertar o probar a su hermana hablando tan ligeramente del padre.

—Tú eres bueno en todos los sentidos, André; pero tienes una mente orgullosa y eso es un grave pecado —dijo la princesa, siguiendo más el curso de sus propios pensamientos que el de la conversación—. ¿Acaso se puede juzgar a un padre? Y si esto fuera posible, ¿puede existir un sentimiento que no sea el de veneración hacia un hombre como mon père? ¡Yo me siento tan contenta, tan feliz con él! Sólo querría que todos fuesen tan felices como yo.

El hermano hizo un gesto de incredulidad.

—Una sola cosa me apena, André; te diré la verdad: son las ideas religiosas de papá. No comprendo cómo un hombre de su talento no vea lo que es claro como la luz del día y se equivoque de ese modo. Es mi único dolor. Y aun así, en los últimos tiempos observo un atisbo de mejoría. Sus ironías ahora son menos mordaces, y hasta ha recibido a un monje y ha hablado largamente con él.

—Temo, querida mía, que el monje y tú gastéis pólvora en salvas —dijo el príncipe Andréi, tierno y burlón al tiempo.

—Ah! mon ami, no hago más que rogar a Dios y espero que me escuche —dijo tímidamente; y después añadió tras un breve silencio—: Tengo que pedirte una cosa.

—¿Qué es, querida mía?

—Prométeme que no te negarás, no te costará ningún esfuerzo ni es indigno de ti, y para mí será un consuelo. Prométemelo, Andriusha —dijo, introduciendo la mano en su bolso y tomando algo, pero sin mostrarlo todavía, aunque era el objeto de la petición, como si antes de obtener la promesa no pudiese sacar aquello de la bolsa.

Dirigió al hermano una mirada tímida y suplicante.

—Aunque me costara un gran esfuerzo… —respondió el príncipe Andréi, como adivinando de lo que se trataba.

—Piensa lo que quieras. Sé que eres como mon père. Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí, te lo suplico. El padre de nuestro padre, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas… —y seguía sin sacar de la bolsa lo que tenía en ella—. Entonces, ¿me lo prometes?

—Desde luego, ¿de qué se trata?

—André, con esta imagen te bendigo; prométeme que no te la quitarás nunca… ¿Me lo prometes?

—Si no pesa mucho ni me tira del cuello… para darte gusto… —dijo el príncipe Andréi, pero se arrepintió al momento, al advertir el dolor que reflejaba el rostro de su hermana por su broma—. Me siento feliz, muy feliz, querida —añadió.

—Aunque no lo quieras, te salvará y te hará encontrarte a ti mismo, porque sólo en Él está la verdad y la paz —dijo con voz temblorosa por la emoción, mostrando a su hermano, con gesto solemne, una vieja imagen oval del Salvador, con el rostro renegrido, marco de plata y cadena finamente labrada también de plata.

María hizo la señal de la cruz, besó la imagen y se la entregó a su hermano.

—Hazlo por mí, André, te lo ruego…

Sus grandes ojos despedían rayos de bondad y dulzura. Esos ojos iluminaban el rostro delgado y enfermizo y lo hacían bellísimo. El hermano quiso tomar la imagen, pero ella lo detuvo. Andréi comprendió: se persignó y besó la medalla. Su rostro expresaba a un tiempo ternura y burla, pero en realidad estaba emocionado.

—Merci, mon ami.

María lo besó en la frente y se sentó de nuevo en el diván. Guardaron silencio.

—Antes te decía, Andréi, que fueras bueno y generoso, como lo has sido siempre; no seas severo con Lisa. Es tan buena y agradable, y su situación es tan penosa ahora…

—Me parece, Masha, que no te he dicho nada de mi mujer; ni que le reprochara algo, ni que estuviese enfadado con ella. ¿A qué viene entonces lo que me dices?

El rostro de la princesa se cubrió de manchas rojas y se calló como si se sintiera culpable.

—Yo no te dije nada… En cambio, ya te han hablado, y eso me entristece.

En la frente, en las mejillas y el cuello de la princesa María fueron más intensas las manchas rojas. Quería decir algo, pero le era imposible hablar. El hermano había adivinado: la princesa Lisa, después de comer, había llorado exponiendo sus sentimientos con respecto a un parto desgraciado, temía el alumbramiento y se lamentaba de su suerte, del suegro y del marido. Después de llorar se quedó dormida. El príncipe Andréi sintió compasión de su hermana.

—Debes saber, Masha, que nunca he reprochado, ni reprocho ni reprocharé nada a mi esposa; pero igualmente puedo decirte que tampoco tengo nada que reprocharme con respecto a ella; así será siempre, cualesquiera que sean las circunstancias. Pero si quieres conocer la verdad… si quieres saber si soy feliz… ¡No! No lo soy. ¿Es feliz ella? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé…

Dichas estas palabras, se acercó a su hermana e inclinándose la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con una luz inteligente y bondadosa, poco habitual en él, pero no miraba a su hermana; aquellos ojos se perdían en la oscuridad de la puerta abierta, por encima de la cabeza de María.

—Vamos a verla. Hay que decirle adiós. O, mejor, ve tú antes, despiértala; yo iré enseguida. ¡Petrushka! —llamó a su ayuda de cámara—. Ven aquí, llévate estas cosas; esto ponlo en el pescante; y eso otro, a la derecha.

La princesa María se dirigió a la puerta. Allí se detuvo:

—André, si vous avez la foi, vous vous seriez adressé à Dieu pour qu’il vous donne l’amour que vous ne sentez pas, et votre prière aurait été exaucée.[145]

—Sí, tal vez —contestó el príncipe Andréi—. Vete, Masha. Yo iré enseguida.

Cuando se dirigió a las habitaciones de su hermana, el príncipe Andréi se encontró con mademoiselle Bourienne en la galería que unía las dos partes del edificio. Mademoiselle Bourienne le sonrió con una sonrisa admirativa e ingenua. Era la tercera vez que tropezaba durante el día con aquella sonrisa en lugares apartados de la casa.

—Ah! je vous croyais chez vous[146] —dijo ella ruborizándose sin razón aparente y bajando los ojos.

El príncipe Andréi la miró con severidad; su rostro reflejó un sentimiento de cólera. No le dijo nada, pero se fijó en la frente y los cabellos de la mujer, sin mirarla a los ojos, con tal desprecio que la francesa, encendidas las mejillas, se alejó sin decir palabra. Cuando el príncipe Andréi llegó a las habitaciones de su hermana, Lisa se había despertado ya y dejaba oír su alegre vocecilla que hablaba sin descanso, como para recobrar el tiempo perdido después de tan prolongado silencio.

—Non, mais figurez-vous, la vieille comtesse Zouboff avec de fausses boucles et la bouche pleine de fausses dents, comme si elle voulait défier les années… Ha! ha! ha! Marie![147]

Por cinco veces había oído ya a su mujer hablar de la condesa Zúbova y siempre con las mismas risas. Entró en la estancia sin hacer ruido. La princesa, pequeña, sonrosada y gruesa, con su labor en las manos, estaba sentada en una butaca y charlaba incesantemente, evocando los recuerdos de San Petersburgo y hasta algunas de las frases oídas allí. El príncipe Andréi se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había descansado del viaje. Ella respondió y prosiguió con su conversación.

El carruaje, con un tiro de seis caballos, estaba preparado junto a la escalinata. Hacía una oscura tarde otoñal; al cochero le era difícil ver siquiera la lanza del vehículo. En la escalinata del palacio iban y venían gentes con faroles. Los ventanales de la enorme casa dejaban pasar la luz interior. En la antecámara se agrupaban los criados que deseaban despedir al joven príncipe y los familiares se habían congregado en la sala: estaban allí Mijaíl Ivánovich, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.

El príncipe Andréi había sido llamado por su padre, que deseaba conversar con él a solas. Todos los esperaban.

Cuando el príncipe Andréi entró en el despacho de su padre, el anciano príncipe estaba sentado delante del escritorio en su bata blanca, con la cual no recibía a nadie excepto a su hijo, y tenía puestos los lentes. Escribía en su mesa. Volvió la cabeza:

—¿Te vas? —y siguió escribiendo.

—Vengo para despedirme.

—Bésame aquí —dijo el anciano, indicándole una mejilla—. ¡Gracias, gracias!

—¿Por qué me da las gracias?

—Porque no pierdes el tiempo, porque no te pegas a la falda de la mujer; porque pones el servicio ante todo. Gracias, gracias —y siguió escribiendo con movimientos tan nerviosos que de la pluma saltaban salpicaduras—. Si tienes algo que decirme, habla: puedo atenderte y escribir a un tiempo —agregó.

—Es sobre mi esposa… Siento dejarle esta carga…

—Déjate de tonterías. Vamos, dime lo que necesitas.

—Cuando llegue el momento de dar a luz, haga venir de Moscú a un médico, para que la asista…

El viejo príncipe se detuvo y miró severamente a su hijo como si no entendiese.

—Sé que nadie podrá ayudarla si la naturaleza no lo hace —dijo el príncipe Andréi, confuso al parecer—. Estoy de acuerdo en que de un millón de casos no se da más que uno desgraciado, pero ése es su deseo y también el mío. Le han contado tantas cosas… ha tenido sueños y le da miedo.

—¡Hum!…, ¡hum!… —murmuró el padre, sin dejar de escribir—. Lo haré así.

Firmó la carta; después se volvió rápidamente hacia su hijo y se echó a reír:

—¿Marchan mal las cosas, eh?

—¿A qué se refiere, padre?

—¡A tu mujer! —sentenció breve y enérgicamente el viejo príncipe.

—No lo comprendo —dijo Andréi.

—No tiene remedio, hijo, son todas iguales, no puede uno descasarse. Pero no temas; a nadie diré nada. Y tú… tú ya lo sabes.

Tomó en su pequeña y huesuda mano la del hijo, la sacudió, mirándolo fijamente a los ojos con una mirada que parecía traspasarlo, y de nuevo se echó a reír con su risa fría.

El hijo suspiró, admitiendo así que el padre lo había comprendido. El viejo, sin dejar de escribir y doblar las cartas, tan pronto tomaba el lacre con su habitual rapidez como lo dejaba, igual que el sello y el papel.

—¡Qué hacer! ¡Es muy bella! Lo haré todo, no te preocupes —decía con voz entrecortada sin interrumpir lo que hacía.

Andréi guardó silencio. Le placía y le disgustaba al mismo tiempo sentirse comprendido por el padre. El viejo se levantó y entregó una carta a su hijo.

—Escucha —le dijo—: no te preocupes por tu mujer: se hará cuanto sea posible por ella. Ahora, mira: esta carta es para Mijaíl Ilariónovich. Le pido que te dé un buen puesto y no te retenga durante mucho tiempo como ayudante de campo: es mal destino. Dile que me acuerdo de él y lo quiero. Escríbeme cómo te acoge: si te recibe bien, sigue a su servicio. El hijo de Nikolái Andréievich Bolkonski no puede servir a nadie por caridad. Ahora ven aquí.

Hablaba con tal rapidez que no terminaba la mitad de las palabras; pero el hijo ya estaba habituado y lo comprendía. Lo llevó hasta el escritorio, abrió la tapa y sacó un cuaderno escrito con su letra apretada y puntiaguda.

—Lo natural es que yo muera antes que tú; pues bien, aquí están mis memorias, cuando yo muera hay que enviarlas al Emperador. Aquí hay un billete del Monte de Piedad y una carta: es un premio para quien escriba la historia de las guerras de Suvórov; lo envías a la Academia. Y éstos son mis apuntes; léelos cuando yo haya muerto; encontrarás cosas útiles.

Andréi no dijo a su padre que, seguramente, viviría aún largos años. Comprendía que no era preciso.

—Lo haré todo, padre —dijo.

—Bien. Entonces, adiós —le dio la mano a besar y lo abrazó. —Acuérdate, príncipe Andréi, que si te matan será muy doloroso para mí que ya soy viejo…— hizo una pausa y siguió con voz aguda; —pero si supiera que no te habías portado como corresponde al hijo de Nikolái Bolkonski, sentiré… vergüenza— terminó casi chillando.

—Podía no haber dicho eso, padre —sonrió Andréi.

El anciano calló.

—Quería pedirle otra cosa, padre; si me matasen y tuviese un hijo, que se quede con usted, como le dije ayer; que se eduque a su lado… por favor.

—¿Que no lo entregue a tu mujer? —rió el anciano.

Estaban uno frente al otro, silenciosos. Los ojos vivaces del padre permanecían clavados en los del hijo. La parte inferior del rostro del anciano se estremeció.

—Ya nos hemos dicho adiós… ¡Vete! —dijo de improviso.

—¡Vete! —gritó con enfado, abriendo la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntaron las princesas viendo al príncipe Andréi y a su padre, que apareció un momento, gritando como encolerizado, con su bata blanca, sin peluca y los lentes puestos.

El príncipe Andréi suspiró sin contestar.

—Y bien —dijo volviéndose a su mujer; y este «y bien» sonaba irónico, frío, como si dijera: «Ahora, haz tu numerito».

—André, déjà?[148] —dijo la pequeña princesa, palideciendo y mirando con temor a su marido.

Él la abrazó. Lisa dejó escapar un grito y cayó desvanecida sobre su hombro.

Andréi la separó suavemente, mirándola a la cara, y la depositó con gran cuidado en una butaca.

—Adieu, Marie —dijo a media voz a su hermana. Se besaron estrechándose las manos y con pasos rápidos salió de la habitación.

La princesa Lisa quedó en la butaca, con mademoiselle Bourienne, que le frotaba las sienes. La princesa María sostenía a su cuñada, sin apartar sus bellos y tristes ojos de la puerta que acababa de cerrarse tras el príncipe Andréi, haciendo la señal de la cruz. Desde el despacho se oía —como si fueran disparos— con qué frecuencia y fuerza se sonaba el viejo príncipe. Cuando el príncipe Andréi ya había salido, se abrió bruscamente la puerta del despacho y apareció en el umbral la severa figura del viejo, con su bata blanca.

—¿Se ha ido? Muy bien… —dijo, mirando severamente a la desvanecida princesa. Movió la cabeza con reproche y dio un portazo.

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