Guerra y paz

Guerra y paz


EPÍLOGO » Primera parte » X

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X

Natasha se había casado en la primavera de 1813 y en 1820 tenía ya tres hijas y un hijo muy deseado, a quien ella misma criaba.

Era difícil reconocer en aquella madre gruesa y en pleno florecer a la inquieta y revoltosa Natasha de antes. Los rasgos de su cara se habían determinado y expresaban una paz reposada y serena. Su rostro no tenía ya, como antaño, aquella constante animación que constituía su mayor atractivo. Ahora, a menudo, sólo se veía el rostro y el cuerpo, pero ya no se traslucía el alma; se veía una hembra hermosa, fuerte y fecunda. Raras veces se encendía en ella el antiguo fuego; sólo sucedía en algunas ocasiones, cuando regresaba su marido, o cuando sanaba alguno de sus hijos o cuando, con la condesa María, recordaba al príncipe Andréi (con su marido nunca lo hacía, suponiéndolo celoso de aquel recuerdo), y, más raramente aún, cuando algún azar la impulsaba a cantar, placer que había abandonado por completo después de su boda. En aquellos raros instantes, cuando el antiguo fuego parecía encenderse de nuevo en su hermoso cuerpo florecido, era todavía más atractiva que entonces.

Desde que se casó, Natasha vivía con su marido en Moscú o en San Petersburgo, en la casa de campo próxima a Moscú o con su madre, es decir, con Nikolái. Frecuentaba poco la vida social y cuantos conocían a la joven condesa Bezújov quedaban decepcionados, no era ni afable ni amable. No es que amase la soledad (en realidad, Natasha ignoraba si le gustaba o no, y aun le parecía que no le gustaba), pero los embarazos, los partos y la crianza de sus hijos, además de una participación muy intensa en cada minuto de la vida de su marido, la obligaban a no frecuentarla. Cuantos conocían a la Natasha de antes quedaban asombrados, como de algo extraordinario, del cambio que se había operado en ella; sólo la vieja condesa, que instintivamente había comprendido que todas las inquietudes de su hija no tenían otra causa que la falta de un marido y de una familia (como decía medio en broma medio en serio, en Otrádnoie), sólo la madre se mostraba sorprendida del asombro de la gente que no la comprendía y repetía que siempre había sabido que su hija sería una esposa y una madre modelo.

—Pero lleva hasta el extremo el amor a su marido y a sus hijos, lo que resulta hasta estúpido —añadía la condesa.

Natasha no seguía aquella regla de oro propuesta por la gente sabia, y sobre todo por los franceses, según la cual una mujer joven no debe descuidarse ni abandonar las artes de la seducción después de casarse, sino que, por el contrario, debe realzar aún más que antes sus atractivos para seguir cautivando al marido como antes del matrimonio. Ella, por el contrario, había abandonado sus artes de seducción, y entre ellos, el más poderoso, su voz. Precisamente por ser el más fuerte, había dejado el canto. Natasha no cuidaba sus modales, ni refinaba su lenguaje ni pensaba en su adorno personal; no trataba de presentarse ante su marido atractiva, bien vestida y peinada, evitando cansarlo con sus exigencias. Se daba cuenta de que todos los atractivos que antes utilizaba por instinto ahora sólo serían ridículos ante su marido, a quien se había entregado toda por entero, desde el primer momento, con toda el alma, sin dejar ni un sólo rincón cerrado para él. Sabía que los vínculos que la unían a su marido no se mantenían por los sentimientos poéticos que lo habían atraído hacia ella, sino por algo distinto, indefinido, pero tan firme como la unión de su alma con el cuerpo.

Rizarse el cabello, vestir a la moda, cantar una romanza, y hacerlo para cautivar al marido, le parecía tan extraño como adornarse para gustarse a sí misma. Hacerlo por gustar a los demás acaso le atrajera (Natasha lo ignoraba); pero le faltaba tiempo para ello: la causa principal de que hubiera olvidado el canto, su propia persona y no pensara en lo que iba a decir era su falta absoluta de tiempo.

Sabido es que el ser humano puede concentrar toda su atención en un objeto, por insignificante que parezca; y se sabe también que todo objeto en el cual se concentra la atención crece hasta lo infinito aunque sea insignificante.

Natasha se dedicó por entero a la familia, es decir, al marido a quien debía manejar para que sólo fuera suyo y de la casa; y a los hijos, a quienes debía llevar en su seno, alimentar y educar.

Y cuanto más se entregaba —no sólo con la inteligencia, sino con su alma entera, con todo su ser— al objetivo elegido, tanto mayor éste se hacía para ella gracias a su atención, y sus fuerzas le parecían más débiles, más insignificantes, de manera que procuraba concentrarlas, y ni aun así conseguía hacer todo lo que le parecía necesario.

No comprendía en absoluto las discusiones y conversaciones referentes a los derechos de la mujer, a las relaciones entre cónyuges, sus libertades y recíprocas obligaciones, que entonces no fueron llamados problemas como ahora, aunque eran los mismos que en nuestra época.

Esas cuestiones, entonces como ahora, no existían más que para personas que sólo ven en el matrimonio el placer que mutuamente se procuran los esposos, es decir, tan sólo el principio del matrimonio, y no toda su importancia, que radica en la familia.

Aquellos razonamientos y las cuestiones de hoy, parecidas a la pregunta de cómo conseguir el mayor placer comiendo, no existían de hecho, ni existen hoy para quienes piensan que la finalidad de la comida es alimentarse, y la finalidad del matrimonio es la familia.

Si lo que se pretende conseguir con la comida es nutrir el cuerpo, quien come de una vez lo correspondiente a dos comidas obtiene tal vez un mayor placer, pero no cumple la finalidad perseguida, porque el estómago no puede digerir dos comidas al mismo tiempo.

Si la finalidad del matrimonio es la familia, quien desee tener mujeres o maridos conseguirá tal vez mayor placer, pero en ningún caso tendrá familia.

Si el objetivo de comer es la alimentación y el del matrimonio la familia, todo se reduce a no comer más de lo que el estómago pueda digerir y a no tener más mujeres o maridos de los necesarios para la familia, es decir, no más de uno o de una.

Natasha necesitaba un marido. Lo tuvo. El marido le proporcionó la familia. Y no veía la necesidad de un marido mejor, porque todas sus energías estaban encaminadas al servicio de ese marido y de aquella familia; no podía siquiera imaginar, ni tenía el menor interés en ello, lo que habría ocurrido si fuera de otra manera.

En general, no le gustaba la sociedad; tanto más valoraba la compañía de sus deudos: la condesa María, su hermano, su madre y Sonia. Estaba a gusto entre aquellas personas con las cuales, sin necesidad de peinarse ni mudarse de bata, podía salir de la habitación de los niños con el rostro feliz para mostrar el pañal manchado de amarillo y no de verde y escuchar las afirmaciones consoladoras de que el niño estaba ahora mucho mejor.

Natasha se había abandonado tanto que sus vestidos, su peinado, sus palabras fuera de lugar, sus celos —sentía celos de Sonia, de la institutriz, de cualquier mujer, fuera guapa o no— eran el tema habitual de las burlas de todos sus familiares. La opinión general era que Pierre estaba dominado por su mujer, y era verdad. Ya desde los primeros días de matrimonio Natasha expuso sus pretensiones. Pierre quedó asombrado de aquellas ideas, nuevas para él, según las cuales el marido pertenecía a su mujer y a su familia en cada instante de su existencia. Se asombró de tales exigencias, pero se sintió lisonjeado y las aceptó.

Pierre se sometió a las diversas prohibiciones impuestas por su mujer, entre las cuales figuraba no sólo la de no cortejar a otra mujer sino la de no atreverse a hablar afablemente con ninguna; se le prohibía comer en el Club ni en ningún otro lugar como simple pasatiempo, gastar dinero en caprichos, ausentarse durante mucho tiempo, excepto para sus ocupaciones, entre las cuales incluía Natasha sus trabajos científicos, de los que ella nada entendía, aunque las juzgaba importantísimas. En compensación, Pierre era en su casa dueño de disponer no sólo de sí mismo, sino de toda la familia. Dentro de casa, Natasha se convertía en la esclava del marido y todos caminaban de puntillas cuando Pierre leía o escribía algo en su despacho. Bastaba que mostrase alguna preferencia por cualquier cosa para que se tuviese inmediatamente en cuenta. Si expresaba algún deseo, Natasha corría presurosa para satisfacerlo.

Toda la casa se regía por las imaginarias órdenes del marido, o sea, según los deseos de Pierre, que Natasha trataba de adivinar. El modo de vida, las relaciones sociales, las actividades de Natasha, la educación de los niños, todo se hacía según la voluntad de Pierre, puesto que la esposa procuraba deducirlas de las ideas y las conversaciones que mantenía con su marido, y sus deducciones eran certeras; una vez convencida de cuáles eran sus deseos, los mantenía firmemente. Y cuando Pierre mudaba de parecer, ella luchaba contra el cambio con sus mismas armas.

Así, durante el penoso tiempo, siempre presente en la memoria de Pierre, que siguió al nacimiento del primero de sus hijos, demasiado débil, hasta el punto de tener que cambiar tres veces de nodriza, cosa que desesperó a Natasha haciéndola enfermar, Pierre, cierto día, habló de las ideas de Rousseau (que él aceptaba) sobre la lactancia materna y los peligros de una nodriza. Cuando llegó el segundo hijo, a pesar de la oposición de la vieja condesa, de los médicos y del mismo marido (que se oponía por considerarlo como algo insólito y perjudicial), ella insistió y desde entonces corrió con la crianza de todos.

Con harta frecuencia, y en momentos de mal humor, discutían marido y mujer; pero aún mucho tiempo después de la discusión, Pierre, con asombro y alegría, hallaba en las palabras y en los actos de Natasha las mismas ideas que antes se negaba a aceptar. Y no sólo encontraba sus ideas, sino que las veía depuradas de todo lo superfluo, provocado por la discusión y el acaloramiento.

Tras siete años de matrimonio Pierre tenía la sólida y gozosa conciencia de no ser una mala persona; y lo sentía porque se veía reflejado en su mujer. Dentro de sí veía el bien y el mal confundidos uno con otro ocultándose mutuamente: pero en su mujer se reflejaba lo bueno de verdad, todo lo que no era bueno del todo quedaba relegado; aquel reflejo no era el producto de un razonamiento lógico, se originaba de manera distinta, misteriosa y directa.

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