Guerra y paz

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EPÍLOGO » Primera parte » XI

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XI

Dos meses antes, cuando estaban ya en casa de los Rostov, Pierre había recibido una carta del príncipe Fiódor que lo llamaba a San Petersburgo para discutir cuestiones importantes que preocupaban a los miembros de cierta sociedad, uno de cuyos principales fundadores era Bezújov.

Después de haber leído aquella carta, como hacía con todas las de su marido, Natasha, a pesar del dolor que le producía su ausencia, le propuso que fuera a San Petersburgo. Concedía, aun sin entenderlo, gran importancia a toda la actividad intelectual y abstracta de su marido y temía siempre ser un obstáculo para ella. A la mirada interrogadora y tímida de Pierre, después de leer aquella carta, Natasha contestó pidiéndole que partiera, aunque fijó exactamente el día de su regreso: Pierre obtuvo un permiso de cuatro semanas.

Desde que caducó el permiso, dos semanas atrás, Natasha se hallaba en un estado permanente de tristeza, temor e irritación.

Denísov, general retirado y muy a disgusto con la situación política de aquellos tiempos, llegado a Lisie-Gori hacía dos semanas, contemplaba a Natasha con estupor y tristeza, creía ver el retrato de un ser amado en otros tiempos, al que no se le parecía en nada. Lo único que veía y oía de la hechicera de antes eran miradas tristes y preocupadas, respuestas fuera de propósito y conversaciones sobre los niños.

Durante todo ese tiempo Natasha se mostraba triste e irascible, sobre todo cuando su madre, su hermano, Sonia o la condesa María buscaban alguna disculpa al retraso de Pierre.

—No son sino tonterías, bagatelas —decía Natasha—. Todas sus ideas no conducen a nada. Lo mismo que esas tontas sociedades —decía refiriéndose a los asuntos en cuya importancia creía tan firmemente. Y se iba a la habitación de los niños para dar el pecho a Petia, su único varón.

Nadie podía proporcionarle tanta serena tranquilidad como aquel pequeño ser de tres meses que estrechaba contra su pecho, cuando sentía los movimientos de su boquita y los resoplidos de su pequeña nariz. Aquella criatura parecía decirle: «Te enfadas, estás celosa, querrías vengarte, tienes miedo, pero yo soy él, yo soy él…». Y no había nada que objetar a esa verdad. Era algo más que una verdad.

Tanto recurrió durante aquellas dos semanas a su hijo para serenarse, tanto se ocupó de él, lo amamantó tantas veces, que el niño cayó enfermo. Natasha quedó aterrada ante la enfermedad; pero, al mismo tiempo, era algo que necesitaba. Mientras cuidaba al pequeño soportaba más fácilmente la inquietud por el marido.

Cuando el coche de Pierre se detuvo con estrépito en el portal de Lisie-Gori, una niñera, que sabía cómo alegrar a su señora, entró resplandeciente en la habitación con pasos rápidos y silenciosos.

—¿Ha llegado? —preguntó Natasha, sin hacer el menor movimiento por miedo a despertar al pequeño que estaba durmiendo en sus brazos después de haber mamado.

—Ha llegado, madrecita —susurró la niñera.

La sangre afluyó al rostro de Natasha; no pudo dominar el movimiento que hicieron sus piernas; pero era imposible ponerse en pie y correr. El niño abrió los ojos y la miró. «¿Estás aquí?», parecía decirle; y chasqueó perezosamente los labios.

Natasha lo separó suavemente del pecho, acunándolo en los brazos; dio el pequeño a la niñera y, con rápidos pasos, se dirigió a la puerta. Allí se detuvo, como si tuviera remordimiento por su alegría y por abandonar tan pronto al niño. Volvió la cabeza. La niñera, con los brazos en alto para no rozar la barandilla, trasladó al pequeño a su cuna.

—Váyase, váyase, mamita, puede estar tranquila —susurró, sonriendo con esa familiaridad que suele existir entre la niñera y su señora.

Natasha corrió con paso ligero al pasillo.

Denísov, que con su pipa en la boca salía del despacho a la sala, reconoció por primera vez a la antigua Natasha. De su rostro transfigurado fluían raudales de luz resplandeciente y jubilosa.

—¡Ya ha llegado! —dijo sin dejar de correr.

Y Denísov se sintió entusiasmado de que hubiera regresado Pierre, a quien tenía muy poca simpatía. Cuando Natasha entró corriendo en el pasillo vio una figura muy alta, con pelliza de piel, que estaba desenrollando la bufanda.

«¡Él! ¡Él! ¡Es cierto! Ya está aquí —se decía a sí misma, y se precipitó hacia él, lo abrazó, estrechó su cabeza en el pecho de Pierre y después, apartándose, contempló el rostro sonrosado, cubierto de escarcha y feliz de su marido—. Sí, es él, feliz, contento…».

Y recordó de pronto todos los sufrimientos de aquellas dos semanas de espera. Desapareció la alegría que iluminaba su rostro; frunció el ceño y sobre Pierre cayó un torrente de reproches y palabras de censura.

—Sí, sí, tú lo has pasado bien, estás muy contento, te has divertido… ¿Y yo? Debías haber pensado por lo menos en los niños. Estoy criando y se me ha estropeado la leche… Petia estuvo a la muerte. Sí, pero tú te has divertido… lo has pasado muy bien…

Pierre sabía que no era culpable, porque le había sido imposible volver antes; sabía que aquel estallido de cólera era injusto, que dos minutos después habría pasado por completo; sabía, sobre todo, que se sentía alegre y contento. Quería sonreír, pero no se atrevió ni a pensarlo; adoptó un aire lastimero, asustado, y se agachó.

—No podía volver, te lo juro… Dime, ¿cómo está Petia?

—Ya pasó. Vamos. Debería darte vergüenza. Si vieras cuando no estás conmigo lo que…

—¿Te encuentras bien?

—Vamos, vamos —decía ella, sin soltar a Pierre.

Y se dirigieron a sus habitaciones.

Cuando Nikolái y su mujer fueron en busca de Pierre, él estaba en la habitación de los niños y sostenía en la enorme palma de su mano derecha al hijo recién despierto con quien jugueteaba y cuya redonda carita, con la boca abierta, sin dientes, se ensanchaba en una alegre sonrisa. La tempestad se había calmado hacía mucho y un sol luminoso y alegre brillaba en el rostro de Natasha, que miraba con ternura al marido y al hijo.

—¿Estás contento de las conversaciones con el príncipe Fiódor? —preguntaba Natasha.

—Sí, fue muy bien.

—Mira cómo la sostiene —Natasha se refería a la cabeza de su hijo—. ¡Qué miedo he pasado!… ¿Viste a la princesa? ¿Es cierto que está enamorada de ese…?

—Sí, imagínatelo…

En aquel momento entraron Nikolái y la condesa María. Pierre, sin abandonar a su hijo, se inclinó para besarlos y contestó a sus preguntas. Pero era evidente que, a pesar de las muchas cosas interesantes que podía contar, la cabecita vacilante del niño, cubierta con un gorrito, atraía ahora toda su atención.

—¡Qué precioso está! —dijo la condesa María mirando y jugueteando con el niño—. No comprendo, Nicolás —añadió, dirigiéndose a su marido—, cómo es posible que no veas el encanto de estas preciosas maravillas.

—No lo entiendo, no puedo entenderlo —dijo Nikolái mirando al niño con frialdad—. Un pedazo de carne. Vamos, Pierre.

—Y, sin embargo, es un padre tan cariñoso… —siguió la condesa María justificando a Nikolái—. Pero le gustan cuando ya tienen un año o así…

—En cambio Pierre los cuida maravillosamente —dijo Natasha—. Dice que tiene la mano hecha a la medida de su trasero, fijaos.

—Vaya, pero no para eso —rió Pierre.

Y devolvió el pequeño a la niñera.

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