Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO TERCERO » Segunda parte » XII

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XII

Aquella noche la princesa María permaneció durante largo tiempo sentada junto a la ventana de su habitación, prestando oído a las voces de los mujiks, cuyo rumor llegaba desde la aldea. No pensaba en ellos, sin embargo: comprendía que por mucho que pensara en ellos nunca llegaría a entenderlos. Seguía pensando siempre en lo mismo: en su desgracia, que, después de la interrupción originada por las preocupaciones del momento, se había convertido en pasado. Ahora ya era capaz de recordar, llorar y rezar. El viento se había calmado con la puesta del sol: la noche estaba serena y fresca. Hacia las doce, las voces comenzaron a extinguirse. Un gallo cantó y apareció la luna llena tras los tilos del jardín; una blanca neblina, empapada de rocío, brotó de la tierra; la aldea y la casa quedaron en silencio.

Por la mente de la princesa cruzaban, unas tras otras, las escenas de un pasado reciente: la enfermedad y los últimos momentos de la vida de su padre. Se detenía ante esas imágenes con triste alegría y sólo rechazaba con horror la última, la de su muerte, porque sentía que no se hallaba con fuerzas para revivirla, ni siquiera en su imaginación, en aquella hora apacible y misteriosa de la noche. Las recordaba con tanta claridad y con tanto detalle que ya le parecían ser presente, ya pasado, ya futuro.

Recordaba vivamente el momento en que su padre había sufrido el ataque y lo llevaron, sujetándolo bajo los brazos, a través del jardín de Lisie-Gori, mientras él farfullaba algo con lengua inerte y movía las canosas cejas, mirando a su hija con expresión tímida e inquieta.

«Ya entonces quería decirme lo que me dijo después, el día de su muerte: no dejo de pensar en ello». Y la princesa volvía a rememorar con todos sus detalles la víspera del día del ataque, cuando, presintiendo una desgracia, había permanecido junto a su padre contra la voluntad de él. No podía dormir y había bajado de puntillas hasta el invernadero, donde su padre pernoctaba aquella noche, había podido escuchar su voz cansada y débil, cuando hablaba con Tijón. Se notaba su deseo de hablar. «¿Por qué no me llamó? ¿Por qué no me permitió estar allí y ocupar el puesto de Tijón? —pensaba ahora, lo mismo que entonces, la princesa—. Ahora ya no puede decir a nadie todo cuanto sentía. No volverá nunca, ni para él ni para mí, aquel instante en que habría podido decir cuanto quisiera y yo, en vez de Tijón, lo habría escuchado y comprendido».

«¿Por qué no entré entonces? —pensó—. Tal vez me habría dicho en aquel momento lo que me dijo el día de su muerte. También habló de mí aquella noche con Tijón: preguntó por mí dos veces. Quería verme, y yo estaba detrás de la puerta. Sentía pena y tristeza por hablar con Tijón, que no lo comprendía. Recuerdo que mencionó a la difunta Lisa como si estuviera viva. Había olvidado su muerte y Tijón le recordó que ya no existía… Entonces él gritó: “¡Imbécil!”. Sufría mucho. A través de la puerta pude oír cómo al tenderse en el lecho gritó: “¡Dios mío!”».

«¿Por qué no entré entonces? ¿Qué habría hecho él? ¿Qué arriesgaba yo? Seguro que habría sido un consuelo para mi padre y me habría dicho aquellas palabras…».

Y la princesa María pronunció en voz alta aquellas tiernas palabras de su padre en el mismo día de su muerte:

—¡Querida!…

Repitió esas palabras y se echó a llorar con lágrimas que aliviaban el corazón. Ahora veía su rostro; no era el que había conocido siempre, y que siempre había visto desde lejos, sino un rostro tímido y débil, que vio por primera vez, con todas sus arrugas y todas sus particularidades, mientras se inclinaba para oír lo que decía.

—Alma… mía —repitió.

«¿Qué pensaba al decir aquello? ¿Qué piensa ahora?», se preguntó de pronto. Y en respuesta, vio a su padre delante de sí, con la misma expresión que tenía en su féretro: el rostro ceñido por un pañuelo blanco. Y aquel horror que se había apoderado de ella cuando lo tocó y se convenció de que ya no era él, sino algo misterioso y repelente, volvió a invadirla. Quería pensar en otras cosas, deseaba rezar, pero no podía hacerlo. Con ojos grandes, muy abiertos, miraba la claridad de la luna y las sombras, sentía miedo, esperando ver de un momento a otro su rostro muerto, pero el silencio que reinaba en la casa y sobre ella la encadenaba.

—¡Duniasha! —murmuró—. ¡Duniasha! —exclamó con voz salvaje, y escapando del silencio corrió hacia la habitación de la servidumbre al encuentro de la niñera y las doncellas.

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