Guerra y paz

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LIBRO TERCERO » Segunda parte » XIII

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XIII

El 17 de agosto, Rostov e Ilín, acompañados tan sólo por Lavrushka, recién llegados después de su cautividad, y un húsar, salieron de su campamento de Yánkovo, a quince kilómetros de Boguchárovo, para probar un nuevo caballo comprado por Ilín y averiguar si había heno en las aldeas.

Desde hacía tres días, Boguchárovo se hallaba entre los dos ejércitos enemigos, de manera que la retaguardia rusa podía llegar allí con la misma facilidad que la vanguardia francesa. Y Rostov, como buen jefe de escuadrón, deseaba aprovecharse antes que los franceses de las provisiones que aún quedaban en aquel lugar.

Rostov e Ilín iban del mejor humor por el camino de Boguchárovo, hacia los dominios del príncipe, donde esperaban hallar numerosa servidumbre y bonitas muchachas. A ratos hacían preguntas a Lavrushka sobre Napoleón y se reían de sus palabras, y a ratos lanzaban sus monturas al galope para probar el nuevo caballo.

Rostov no sabía ni se imaginaba que la aldea a donde iban pertenecía a Bolkonski, que había sido el prometido de su hermana. Después de la última galopada llegaron a la vista de Boguchárovo, y Rostov, dejando atrás a Ilín, entró el primero en la calle de la aldea.

—¡Has salido antes! —gritó Ilín, enrojecido el rostro.

—Sí, siempre salgo antes en el prado y aquí —respondió Rostov, acariciando con la mano a su potro del Don, cubierto de espuma.

—Yo, Excelencia, en mi francés —dijo desde atrás Lavrushka, que llamaba francés a su rocín— habría podido ganarle, pero no quise darle ese disgusto.

Se acercaron al paso a los graneros, junto a los cuales había una gran multitud de mujiks.

Algunos se descubrieron; otros, sin hacerlo, miraron a los jinetes. Dos viejos altos, de rostro rugoso y barba rala, salieron cantando de la taberna dando traspiés y se acercaron sonriendo a los oficiales.

—¡Hola, buenos mozos! —dijo Rostov riendo—. ¿Hay heno por aquí?

—Cómo se parecen el uno al otro… —observó Ilín.

—La alegre… la alegre char… la —cantó uno de los campesinos con feliz sonrisa.

Un mujik salió de entre el grupo y se acercó a Rostov:

—¿De qué bando sois? —preguntó.

—Somos franceses —dijo riendo Ilín—. Y éste es Napoleón en persona —añadió señalando a Lavrushka.

—Entonces, ¿sois rusos? —volvió a preguntar el campesino.

—¿Hay muchos aquí? —se interesó otro de mediana estatura acercándose a ellos.

—Muchos, muchos —replicó Rostov—. Pero ¿por qué estáis reunidos? ¿Hay alguna fiesta?

—Son los viejos que se reúnen por asuntos de la comunidad —respondió el mujik apartándose de ellos.

En aquel momento se acercaban desde la mansión señorial dos mujeres y un hombre tocado con un gorro blanco.

—La vestida de rosa es para mí, que nadie me la quite —dijo Ilín, fijándose en Duniasha, que se acercaba decidida a ellos.

—¡Eso está por ver! —dijo Lavrushka a Ilín guiñando el ojo.

—¿Qué quieres, preciosa? —preguntó Ilín sonriendo.

—La princesa me ordena preguntar de qué regimiento son ustedes y cómo se llaman.

—Es el conde Rostov, jefe del escuadrón, y yo soy tu seguro servidor.

El mujik borracho seguía cantando, con su sonrisa feliz y sin dejar de mirar a Ilín, que charlaba con la muchacha.

Detrás de Duniasha, Alpátich, con el gorro en la mano, se acercó a Rostov.

—¿Puedo molestar a Su Señoría? —preguntó respetuoso, pero con cierto desdén, dada la juventud del oficial y metiéndose una mano por la abertura del chaleco. —Mi ama, la hija del general en jefe Nikolái Andréievich Bolkonski, fallecido el 15 de este mes, tropieza con ciertas dificultades a causa de la ignorancia de esta gente— y señaló a los campesinos, —y le pide que se digne visitarla… ¿No quiere apartarse un poco?— preguntó con triste sonrisa. —Es violento hablar delante de…— y Alpátich volvió a señalar a los dos campesinos que no cesaban de dar vueltas alrededor de ellos como tábanos en torno al caballo.

—¡Eh, Alpátich! ¡Eh, Yákov Alpátich!… Bueno… Perdona… en nombre de Cristo… ¿Ah?… —decían los mujiks con alegres sonrisas.

Rostov se quedó mirando a los borrachos, y sonrió.

—¿Tal vez esto divierte a Su Señoría? —preguntó Yákov Alpátich con seriedad, señalando a los viejos con la mano que no se había metido bajo el chaleco.

—No, no es nada divertido —dijo Rostov apartándose—. ¿De qué se trata?

—Estos salvajes no permiten salir de la finca a la señora y amenazan con desenganchar los caballos, y ya tenemos cargado todo el equipaje desde esta mañana y Su Excelencia no puede marcharse.

—¡No puede ser! —exclamó Rostov.

—Tengo el honor de decirle la pura verdad —confirmó Alpátich.

Rostov echó pie a tierra, entregó su caballo al ordenanza y se dirigió a pie, acompañado de Alpátich, hacia la casa preguntando al administrador detalles de lo ocurrido. En efecto, el ofrecimiento que la princesa había hecho de entregar el grano a los mujiks, sus explicaciones con Dron y la asamblea habían embrollado tanto las cosas que el stárosta acabó por entregar definitivamente las llaves, hizo causa común con los campesinos y no atendía a las llamadas de Alpátich. Por la mañana, cuando la princesa dio órdenes de enganchar, se agruparon los mujiks junto a los graneros y manifestaron que no la dejarían salir de la aldea, que había orden de no huir y que estaban dispuestos a desenganchar los caballos. Alpátich fue a exhortarles para que no lo hicieran, pero ellos contestaron (era Karp quien más hablaba, porque Dron no se destacaba de la muchedumbre) que no podían dejar salir a la princesa, que tenían una orden a ese respecto y que si la princesa se quedaba la servirían como antes, obedeciéndola en todo.

Y mientras Rostov e Ilín se acercaban al galope por el camino, la princesa María, a pesar de las súplicas de Alpátich, la vieja niñera y las doncellas, daba orden de enganchar para salir. Al ver a los jinetes que avanzaban al galope, a los que tomaron por franceses, los postillones habían huido y la casa se llenó de llantos femeninos.

—¡Padrecito! ¡Padrecito querido! ¡Es Dios quien te ha enviado aquí! —decían voces emocionadas cuando Rostov cruzó el vestíbulo.

Rostov fue llevado al salón, donde la princesa María permanecía desconcertada y sin fuerzas. No comprendía ni quién era aquel joven, ni por qué se encontraba allí, ni qué iba a suceder. Al ver su rostro ruso y darse cuenta, desde las primeras palabras, de que tenía delante a un hombre de su ambiente, lo miró con sus ojos profundos y luminosos y comenzó a hablar con voz vacilante que temblaba de emoción. Para Rostov aquel encuentro tenía algo novelesco: «Una muchacha indefensa, destrozada por el dolor, sola, a merced de unos groseros mujiks en rebeldía. ¿Qué extraña casualidad me ha empujado hasta aquí? ¡Qué dulzura, qué nobleza hay en su rostro y en sus palabras!», pensaba Rostov mirándola y escuchando su tímido relato.

Cuando ella contó que todo había sucedido al día siguiente de la muerte de su padre, le tembló la voz. Apartó el rostro, como si temiera que Rostov pudiese ver en sus palabras un medio para despertar su compasión, y lo miró con gesto interrogativo, asustado. Rostov tenía lágrimas en los ojos. Lo notó la princesa María y miró al joven con reconocimiento, con aquella luminosa mirada que hacía olvidar la fealdad de su rostro.

—No sabría expresar, princesa, lo feliz que me siento de que una casualidad me haya traído aquí a ponerme a su entera disposición —dijo Rostov levantándose—. Dispóngase a partir, y le aseguro por mi honor que nadie se atreverá a molestarla, si me permite que la acompañe —y saludó con el mismo gesto con que se saluda a las damas de sangre real, dirigiéndose a la puerta.

Con aquel tono respetuoso Rostov parecía querer demostrar que, aun considerándose feliz por haber conocido a la princesa, no quería aprovecharse de su desventura para estrechar las relaciones con ella.

La princesa María comprendió y valoró esa delicadeza.

—Le estoy muy, muy reconocida —le dijo en francés— y espero que no sea más que un malentendido y que no haya culpables.

Y de pronto, se echó a llorar.

—Perdóneme —dijo.

Rostov, frunciendo el ceño, hizo otra profunda inclinación y salió de la habitación.

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