Guernica

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4 Hacia el Nuevo Mundo

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Pero el peso del arte europeo seguía siendo demasiado grande. Seguía habiendo aún mucho que aprender. El historiador del arte marxista Meyer Schapiro, como muchos de los propios artistas, se mostraba constantemente sorprendido por la calidad del arte importado a Estados Unidos: «Durante años aparecieron sorprendentes Picassos, Braques y Mirós en la calle Cincuenta y siete o en el Museo de Arte Moderno, así como en los libros y revistas, al igual que en el siglo XV habían surgido del suelo las estatuas romanas para unirse a los objetos que se mantenían en pie en las ruinas. Hasta que un día la propia Europa se exilió a Estados Unidos».[28]

Era cierto. El Guernica no fue el único exiliado. Amenazados por al auge del nazismo, varios miembros de la Bauhaus y artistas de la Neue Sachlichkeit, como George Grosz, hallaron refugio en Nueva York. La afluencia de esos refugiados culturales aumentó rápidamente tras la Kristallnacht y la degenerada exposición artística hitleriana Entartete Kunst, que hicieron la vida creativa en Alemania peligrosa y prácticamente imposible. Más importante aún, en términos de su futura influencia, fue la llegada de personajes clave del movimiento surrealista con los que Picasso mantenía cierta relación. El núcleo duro de los surrealistas, integrado por André Masson e Yves Tanguy, se estableció en Connecticut. Por su parte, Breton, el «papa del surrealismo», permaneció primordialmente en Nueva York, aunque jamás aprendió inglés, lo que hizo casi imposible que tuviese un contacto directo con los artistas estadounidenses. Wolfgang Paalen y Roberto Matta Echaurren hicieron mucho por transmitir las ideas de los surrealistas, ideas para las que el mundo artístico estadounidense había preparado una innovadora exposición en el MOMA, titulada Arte fantástico, dadá y surrealismo, otro triunfo de su programa cultural para educar y sensibilizar a la opinión pública sobre las últimas tendencias del otro lado del Atlántico.

Con sus mejillas hundidas y sus austeros anteojos, Alfred H. Barr, el inspirado director del MOMA, tenía el modesto aspecto del típico abogado de confianza de la familia o del joven socio de una prestigiosa firma de Wall Street que aún no se siente del todo cómodo con su propio éxito. En sintonía con esa imagen de prudencia, se mostraba mesurado y atemperado en todo. Y sin duda también había algo en él del administrador extremadamente puntilloso. Su esposa Margaret observaba que «en todas las cosas de la mente exigía disciplina y pulcritud». Fue ese rigor intelectual el que le permitió acometer su análisis del arte moderno y la eficaz gestión del museo.

Alfred H. Barr en el MOMA, Nueva York, c. 1930. Scala.

No obstante, el aparentemente frío y educado exterior de Barr ocultaba una naturaleza apasionada que alimentaba un poderoso celo misionero, legado de su origen escocés presbiteriano. Por una parte, su enciclopédico conocimiento del arte moderno venía acompañado de una tendencia a crear listas y a catalogar los incontables «ismos» de principios del siglo XX. Por otra, hay que decir en su honor que se mostraba siempre flexible y abierto a las últimas tendencias. Su mayor don, que casi bordeaba la genialidad, era su habilidad para popularizar el arte moderno y hacer que lo complejo pareciera simple sin mostrarse condescendiente con su público ni trivializar la obra.[29] Era un talento sutil que equilibraba la disciplina de la erudición con la profunda creencia de que el arte moderno resultaba absolutamente fundamental para comprender la vida moderna.

Uno de los aspectos más revolucionarios del enfoque de Barr era precisamente esta visión incluyente de lo que abarcaba el arte moderno: «El arte moderno es casi tan variado y complejo como la vida moderna», sostenía.[30] Penetra en todas las disciplinas, desde las artes aplicadas hasta la arquitectura, pasando por la música, el diseño industrial y el mundo en rápida evolución del cine y la fotografía. Su concepto de lo que constituía la cultura, desde la perspectiva de un museo, resultaba, pues, inusualmente amplio.

Sin duda, ello era el resultado de los viajes que había realizado durante la década de 1920, en los que visitó la Bauhaus, la Unión Soviética y los Países Bajos para ver las obras de los artistas del grupo de Stijl. El viaje a Rusia había resultado revelador. Tras haber sido testigo de las presiones que los regímenes totalitarios ejercían sobre el artista individual, Barr se comprometió apasionadamente con la causa de la libertad artística y los derechos humanos. «Por difícil que resulte —insistía—, debe permitirse siempre que la individualidad rompa sus propios límites.» En el caso del Guernica, aquello resultaría premonitorio. Al fin y al cabo, sostenía Barr, el arte resulta «a menudo difícil de entender al principio, pero, al igual que nuestra mente y nuestros músculos, nuestra sensibilidad artística se fortalece con el ejercicio y el trabajo duro. Nunca he pensado en el arte como algo primordialmente placentero».[31] El Guernica era un cuadro difícil, pero constituía también el paradigma de la modernidad.

El papel del MOMA, tal como Barr lo concebía, consistía en ser una guía cultural, y tenía el deber de contrarrestar, por ejemplo, el provincianismo del Whitney Museum: tres pintorescas casas urbanas situadas en Greenwich Village, en la calle Octava, en las que colgaban cuadros de pintores estadounidenses como Homer, Eakins, Whistler y Thomas Hart Benton. Las ricas reservas con las que contaba el MOMA de obras de Cézanne, Van Gogh y todos los maestros modernos internacionales asegurarían que bajo la dirección de Barr este se convirtiera rápidamente en el principal museo de arte moderno y contemporáneo del mundo.

Pese a su aversión a los dogmas, Barr estaba absolutamente seguro de una cosa: Picasso era el artista más importante que había producido su siglo, y quizá incluso el mayor artista de todos los tiempos. Barr había estudiado a Picasso, había procurado su amistad en Francia, y había hecho de él la figura central de las exposiciones de 1936 Cubismo y arte abstracto, y Arte fantástico, dadá y surrealismo, que obtuvieron un rotundo éxito. Realizar una retrospectiva de Picasso había sido uno de los primeros sueños de Barr. Pero el primer intento, en 1931, se había venido abajo cuando Picasso, siguiendo el consejo de su marchante en París, Paul Rosenberg, y debido a un malentendido con Barr, retiró su consentimiento en el último momento. Aquello había dejado a Barr tan afligido, agotado y enfermo que los administradores del museo le habían dado un año de excedencia para evitar que sufriera un colapso nervioso. Tres años después, a Barr le robaron ante sus narices la primera retrospectiva completa de Picasso, cuya realización corrió a cargo de Chick Austin, del Wadsworth Atheneum. Barr, que era ante todo un cortés profesional, prestó generosamente uno de los Picassos del MOMA para la aclamada exposición de Austin.

En 1935, sin embargo, la suerte de Barr con Picasso había empezado a cambiar. Walter Chrysler había donado al museo El estudio (1927-1928), una meditación cubista bellamente comedida sobre el propio espacio creador del artista. Pero lo que resultó aún más sorprendente fue que en 1937 se pusiera a la venta Les demoiselles d’Avignon. Por entonces el MOMA se había convertido ya en una venerada institución a ambos lados del Atlántico, y su propia colección de Picasso era la mejor que había en un museo público. Como siempre, Barr rechazó cualquier posible oposición a la compra del cuadro por parte del comité de adquisiciones con una fría lógica: «Aunque dentro de cincuenta años nuestros errores parezcan notorios, quizá dentro de cien algunos de nuestros juicios podrán justificarse. En cualquier caso, resulta ya evidente que los errores de omisión son, con mucho, los más graves, puesto que normalmente son irrevocables».[32]

Paralelamente, en aquellas primeras semanas de mayo de 1939, con el Guernica expuesto en la Valentine Gallery, los críticos tenían ahora la primera oportunidad de realizar una evaluación. Durante los meses siguientes cada uno reivindicaría su postura. Royal Cortissoz, crítico de arte del New York Herald Tribune, se quejaba airadamente de la existencia de una «campaña» a favor de Picasso;[33] en su opinión, Picasso y el Guernica estaban sobrevalorados. Edwin Allen Jewell, que escribía para el New York Times, se mostraba mucho más concreto en sus críticas, lamentando la cruda energía del cuadro y sus «grotescas formas, humanas y animales, arrojadas a una especie de remolino plano».[34] Esta visión crítica, que subrayaba el carácter extraño y la brutal fealdad del Guernica, volvería a producirse con excesiva frecuencia durante los años siguientes. En 1942, Wendell Hazen, crítico de arte del Boston Post, afirmaba sentirse en cierto modo embaucado y sugería que Picasso no ofrecía más que una «argucia», añadiendo que resultaba difícil descifrar «dónde empieza y dónde acaba».[35] Se trataba del viejo argumento de las ropas del emperador, al que otros también se apuntarían: «Para el aficionado medio al arte, el Guernica debe de resultar desagradablemente incomprensible, y el propósito del presente editorial no es otro que deplorar la deshonestidad del público artístico estadounidense al enfrentarse a una obra que no puede ni comprender ni apreciar, pero que, no obstante, se siente obligado a aceptar», reprochaba Virginia Whitehill.[36]

Incluso un potencial aliado, George L. K. Morris —pintor, coleccionista de la obra de Picasso y crítico de arte de la izquierdista Partisan Review—, se mostraba mesurado en sus elogios. Tras admitir inicialmente que «la atmósfera de horror y desesperación lleva el realismo a su punto culminante», se apresuraba también a señalar que el cuadro le causaba un problema:[37] «El Guernica no deja de ser el último intento de síntesis. Picasso ha retrocedido a la grisalla del cubismo […] Hay pasajes llamativos, y la emoción se adapta completamente a la forma, pero la unidad de espíritu no puede ocultar la falta de unidad de estructura. El cuadro muestra los resultados obvios de una cuidadosa planificación, pero sus secciones aparecen torpemente divididas».[38]

Era un problema pictórico que apenas preocupaba a Elizabeth McCausland, que ahora tenía ocasión de contemplar el cuadro por segunda vez. Y en la Valentine, libre de las distracciones del pabellón español, con el tintineo y el chapoteo de las ondulantes lágrimas de mercurio de Calder, la emotiva fotografía de García Lorca y los ruidos del bar, podía centrar más su atención:

El resultado es un lienzo de sorprendente complejidad plástica, imbuido de ideas y conceptos estéticos del cubismo, el abstraccionismo, el neoclasicismo y el período psicológico. Pero todos esos atributos son solo medios para un fin. Picasso ha utilizado la habilidad y la destreza de su método para transmitir un mensaje. Desea hablar a todos los que vean su obra. ¿Y qué quiere decirles?

Quiere gritar en voz alta el horror y la angustia frente a la invasión y la destrucción de su amada España. Quiere protestar con su arte contra la traición cometida por Franco y sus aliados fascistas. Quiere despertar en el corazón de todos los que contemplen el Guernica la comprensión interna y emotiva del destino de España. Quiere que los ciudadanos sencillos y bienintencionados de todas partes experimenten la tragedia del bombardeo, la mutilación física y la muerte, para que a su vez alcen la voz en un grito apasionado por la justicia y la paz.[39]

Henry McBride, en el New York Sun, apuntaba otro posible punto débil, el hecho de que el Guernica podía tildarse de mera «propaganda».[40] Sin embargo, frente a quienes pudieran considerar eso un defecto, McBride socavaba las posibles críticas argumentando que «el cuadro pretendía ser eso, pero acabó por ser algo inmensamente más importante: una obra de arte». Sobre el tema de sus cualidades, McBride se mostraba absolutamente claro: Picasso era «pródigo», «infalible», «de sorprendente fuerza».[41] Y allí donde George L. K. Morris adivinaba «falta de unidad de estructura», McBride veía, en cambio, «la unidad del dibujo y su tremendo y dramático impulso».[42] McBride no tenía ninguna duda: el Guernica constituía «un logro extraordinario e indudablemente [estaba] destinado a ser considerado la obra maestra de Picasso».[43]

El 27 de mayo, la exposición del Guernica en la Valentine Gallery cerró sus puertas. Alfred Barr, ansioso por ver los nuevos Picassos colgados juntos, habría de aguardar con impaciencia hasta mediados de noviembre para tener la experiencia de poder contemplar Les demoiselles, la Muchacha ante el espejo y el Guernica en el nuevo espacio del MOMA. Como se había acordado previamente, ahora el Guernica estaba a punto de iniciar su gira.

El 10 de agosto se inauguró la exhibición del Guernica en las Stendhal Art Galleries, situadas en Willshire Boulevard, en Los Ángeles. Patrocinada por el Comité de Artistas Cinematográficos en favor de los Huérfanos Españoles, la inauguración atrajo a algunas de las principales estrellas de Hollywood, como Edward G. Robinson, Bette Davis y el director George Cukor. De la prensa y el mundo literario también mostraron su apoyo Walter Arensberg, Dashiell Hammett, Dorothy Parker y Nathaniel West, además de sus colegas exiliados George Balanchine, Ernst Lubitsch, Fritz Lang y el arquitecto vienés Richard Neutra.[44] Parecía que el poeta Delmore Schwartz estaba en lo cierto cuando afirmaba que «Europa sigue siendo lo mejor de Norteamérica».[45]

La lealtad de los patrocinadores se revelaría un gesto valiente. Organizada con poca antelación, la exhibición no tuvo tanto impacto como la exposición neoyorquina. Solo 735 aficionados al arte tuvieron la oportunidad de ver la obra de Picasso, y, lo que resultó aún más decepcionante, solo se recaudaron 240 dólares. Pero lo que sí se logró fue escandalizar a la opinión pública. La falta de sofisticación de la Costa Este norteamericana se vio inmediatamente reflejada en la respuesta de la prensa. El Herald Express se apresuró a llamar la atención del público para que retirara su voto de confianza, tildando al Guernica de «arte chiflado».[46] Lo peor vendría de la mano del Los Angeles Examiner, que vapuleaba la obra maestra calificándola de «repugnante», «fea» y nada más que una «patraña».[47] Más peligrosa, sin embargo, era la reiteración por parte del periódico de la errónea acusación de que Picasso era miembro con carnet del Partido Comunista. En mayo, Henry McBride había anunciado en el New York Sun: «Picasso es un ardiente comunista, y al pintar el Guernica estaba atacando a Franco con todas sus fuerzas».[48] Es evidente que aquí no existe la menor sombra de crítica, pero el caso es que McBride se equivocaba por completo. En 1932 Picasso había anunciado: «Yo jamás hago arte con la idea preconcebida de servir a los intereses del arte político, religioso o militar de un país. Nunca me adaptaré a los seguidores de los profetas del superhombre nietzscheano».[49] Asimismo, deberíamos recordar que, incluso cuando trataba de persuadir a Picasso de que pintara el Guernica, Sert había tenido que esforzarse mucho para convencerle de que declarara su compromiso político.

Sin duda era cierto que muchos de los más íntimos amigos de Picasso, incluidos Louis Aragon, Paul Éluard y André Breton, habían sido miembros del Partido Comunista (la mayoría lo habían abandonado cuando el partido había tratado de imponerles el estilo del realismo social, mientras que otros habían sido expulsados públicamente por sus «decadentes» maneras surrealistas). Picasso, sin embargo, permaneció muchos años sin afiliarse. La repetida acusación de los vínculos comunistas de Picasso por parte del Los Angeles Examiner o bien se debía a una información errónea, o bien tenía un carácter malicioso, y en cualquier caso resultaba doblemente peligrosa, ya que el mismo mes de la exposición en Los Ángeles Hitler y Stalin firmaban el pacto de no agresión germano-soviético, convirtiendo a los comunistas de antiguos aliados en enemigos de Estados Unidos.

Uno de los grupos más vociferantes a la hora de atacar al Guernica fue el colectivo regionalista de extrema derecha Sanity in Art («Sensatez en el Arte»), que instaba a los artistas a que expresaran abiertamente su opinión y «lucharan contra la influencia extranjera». Cuando el Guernica llegó al Museo de Arte de San Francisco, el 29 de agosto, día en que se inauguraba la exposición, el grupo Sanity in Art ya había alcanzado el apogeo de su campaña, dispuesto a seguir toda la gira con su saña antimodernista. Ni la calidad de la obra ni su genuino rechazo de la guerra les interesaba: no querían tener nada que ver con una basura extranjera e izquierdista.

Exhibido por primera vez junto a Sueño y mentira, además de varias obras de Goya y Daumier y de los artistas contemporáneos Otto Dix, George Grosz, Kathe Kollwitz y Orozco, el Guernica se colocaba en un contexto temático e histórico que condenaba la guerra como nunca se había hecho antes. A medida que se desarrollaban los acontecimientos internacionales, las proféticas cualidades del cuadro se hacían cada vez más claras. Tres días después de la inauguración de la exposición de San Francisco, Alemania invadía Polonia.

En la galería, junto al Guernica, el conservador del museo, Charles Lindstrom, había colgado una apasionada declaración para que el público reflexionara sobre ella:

No es prudente matar al portador de malas noticias: los terribles hechos permanecen, y son estos, y no la noticia que de ellos se da, los que merecen aborrecimiento […] Este es el Juicio Final de nuestra era, con una condenación de factura humana y sin la promesa de un paraíso por ninguna parte.[50]

La desesperada nobleza de la declaración de Lindstrom aportaba una lectura sobria en comparación con las críticas de las que sería objeto el Guernica en su exposición en el Arts Club de Chicago, en el mes de octubre. El Chicago Herald and Examiner despreciaba el cuadro con el titular «ARTE BOLCHEVIQUE CONTROLADO POR LA MANO DE MOSCÚ». Irónicamente, la última vez que se había insultado a Picasso de manera tan constante (aparte de Hitler y los críticos franceses Camille Mauclair y Lucien Rebatat, que habían calificado al artista alternativamente de loco, masón, judío, medio judío, rojo o decadente) había sido durante la Primera Guerra Mundial, cuando, debido en parte a su asociación con los marchantes Kahnweiler y Thannhauser, lo habían etiquetado de «boche». El 18 de mayo de 1917, durante la representación inaugural del ballet Parade, una colaboración con el Ballet Ruso de Diaghilev, la claca le había silbado y tildado de «asqueroso alemán». Era evidente que el carácter propagandístico del Guernica a menudo obstaculizaba una evaluación más calmada de sus cualidades como obra de arte.

Y también era obvio al final de la gira que el Guernica seguía siendo apreciado únicamente por una pequeña minoría dirigida por un selecto grupo de apasionados profesionales museísticos. De una manera modesta, había hecho lo que se suponía que tenía que hacer: alertar a la gente de los verdaderos y actuales peligros de una guerra mundial instigada por un eje de regímenes totalitarios de ideología fascista y comunista. También había provocado un apasionado debate. En cambio, la suma de dinero recaudada para ser enviada a la Junta de Cultura Española de Juan Larrea resultaba decepcionante: solo setecientos dólares. Pero en Nueva York, en el mes de noviembre, todo eso cambiaría. El 15 de noviembre de 1939 se inauguró en el MOMA la esperada retrospectiva de Picasso, titulada Picasso: cuarenta años de su arte. Sobrecogido por las declaraciones de guerra de Francia y Gran Bretaña, y cada vez menos dispuesto a viajar, el artista declinó la invitación de Nelson Rockefeller para asistir a la exposición.

Por primera vez, el Guernica podía ahora ser apreciado no solo por sus propios méritos, sino también como el último capítulo de un corpus de trabajo en continua evolución. Para llegar a ello, una vez más, Barr había tenido que luchar duramente con Rosenberg y Picasso para tener la exposición que él deseaba y que tan meticulosamente había planificado. Solo lo logró en parte. Obligado a aceptar algunas obras de Picasso que no había pedido, había sentido el creciente temor de que el artista se echara atrás en el último momento, como ya había sucedido antes. En las palabras que escribió a una persona de confianza resulta evidente que en los años transcurridos Barr había llegado a comprender mejor las maquinaciones del artista y «el problema más bien complejo de maniobrar a través de las enrevesadas intrigas que rodean a Picasso […] Creo que actuamos en bien de Picasso, pero él es caprichoso e irresponsable».[51]

Barr sabía muy bien que las retrospectivas siempre entrañan el peligro de que puedan mostrar las incoherencias manifiestas y las interminables repeticiones de la receta estilística de un artista. A menudo esas nimias debilidades pueden arrojar sombras sobre los puntos fuertes que el artista conserva, y en ese aspecto la retrospectiva puede suponer el beso de la muerte. Sin embargo, y según George L. K. Morris, Picasso pasó sobradamente la prueba.

A menudo los artistas hacían mejores críticas que sus «bestias negras» profesionales. William Baziotes era uno de los artistas que habían escudriñado cuidadosamente la exposición como un león que acechara a su presa. «Picasso ha descubierto una fiebre en sí mismo, y está pintándola; una fiebre de muerte y de belleza.»[52] El MOMA albergaba por todas partes nuevas rutas que tomar, nuevos descubrimientos que ver. «Miré a Picasso hasta que pude oler sus axilas y el humo del cigarrillo en su aliento […].»[53] Como para muchos otros artistas, el encuentro con Picasso resultaría una revelación. Los críticos como Royal Cortissoz podían seguir despreciando a Picasso acusándole de «tantear en el vacío», o calificando su reciente obra de «basura», como hizo Edward Allen Jewell, pero un grupo cada vez mayor de artistas se hallaban más cerca de James Thrall Soby, que declaró que el Guernica era nada menos que «el más vigoroso logro de nuestro siglo». Nueva York había enloquecido con Picasso. No menos de sesenta mil visitantes asistieron a la exposición, mientras los grandes almacenes Bonwit Teller y Bergdorf Goodman adornaban sus escaparates con ropas inspiradas en el mayor artista viviente del mundo.

Al menos en Estados Unidos el Guernica había llegado a la esfera pública. Y para mayor deleite de Barr, las vicisitudes de la guerra habían hecho que, con pleno acuerdo de Picasso, su institución fuera ahora la encargada de custodiar la obra hasta que se considerara que podía trasladarse a salvo de nuevo a Europa, si es que ello sucedía alguna vez. Los años de negociaciones con Picasso —a menudo frustrantes— finalmente habían dado fruto. El futuro del Guernica en Estados Unidos era ahora relativamente seguro.

El lujoso Normandie, en cambio, sería remodelado para el transporte de tropas por el Atlántico al año siguiente.

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