Guernica

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5 La muerte de París

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La muerte de París

¡Qué pena que no estemos en torno a una mesa que nos plazca! Pero ahora solo hay medias mesas.

ANDRÉ BRETON a Dora Maar

Encendamos los faroles. Lancemos bandadas de palomas con todas nuestras fuerzas contra las balas, y cerremos a cal y canto las casas demolidas por las bombas.

PABLO PICASSO, El deseo cogido por la cola

Para Picasso, los dos años que, una vez completado el Guernica, habían desembocado en la Segunda Guerra Mundial habían sido los más accidentados y, según él mismo admitiría, probablemente los peores de su vida. Normalmente sano y de una vitalidad enorme, había padecido dolorosos y recurrentes ataques de ciática, que le habían postrado en la cama. Pero eso era lo de menos en comparación con las noticias cada vez más tristes que llegaban de España, y que culminarían con la muerte de su madre, María Picasso y López, el 13 de enero de 1939, a los ochenta y dos años de edad. Durante toda la guerra Picasso también se había preocupado por la seguridad de otros miembros de su familia, especialmente de sus sobrinos Josep y Javier Vilató, que habían luchado en el bando republicano. Pero también hubo momentos de evasión: semanas robadas de placeres hedonistas con Dora. Cuando estaban con los Éluard, Nusch y Paul, en el Hôtel Vaste Horizon de Mougins, en la Costa Azul, había tiempo de pintar y de jugar, lejos de la inminente amenaza de la guerra. Acompañando a los juegos de palabras, a los chistes y al buen humor generalizado, se añadía la tensión erótica de unos largos y perezosos almuerzos, protegidos por una buena sombra del cálido sol mediterráneo, con las esposas y novias haraganeando en topless, y el frecuente intercambio de parejas sexuales a la hora de la siesta. El constante flujo de visitantes que formaban la bande à Picasso (aparte del galgo afgano Kazbek y de un nuevo mono doméstico) incluía a André Breton, con su compañera Jacqueline Lamba; Man Ray, con su joven amante Ady, de la Martinica; Roland Penrose y Lee Miller, además de los más leales partidarios de Picasso, Christian e Yvonne Zervos.[1]

Picasso y Dora Maar en la playa, Mougins, 1937. Foto de Roland Penrose/cortesía del patrimonio de Roland Penrose.

Pero las instantáneas del sensual retiro vienen a oscurecer las otras vidas de Picasso, con todas sus inevitables complicaciones. La rechazada Olga era como una sombra, siempre en segundo plano, amenazando constantemente con el divorcio y el consecuente reparto de los bienes de Picasso: sus propiedades, los châteaux de Boisgeloup y el piso de París, pero también —y de manera más perjudicial— la propiedad de su mismo arte, su laboratorio de investigación personal. A Marie-Thérèse Walter, más fácilmente apaciguada, se la había despachado, junto con su hija Maya, a la costa atlántica, cerca de Royan.[2]

Picnic en Mougins, 1937; de izquierda a derecha: Nusch Éluard, Paul Éluard, Roland Penrose, Man Ray y Ady. Foto de Lee Miller/cortesía del archivo de Lee Miller.

Los recuerdos de aquellos dos veranos aparentemente idílicos quedarían profundamente grabados en la memoria colectiva de la bande à Picasso. Dos años después, en una carta fechada el 13 de septiembre de 1941, Jacqueline Lamba, escribiendo a Dora desde su exilio neoyorquino, se lamentaba de su sensación de pérdida y aislamiento, separada como estaba de sus más íntimos amigos de la tertulia de Picasso. Paseando por el Museo de Arte Moderno, observaba con patetismo, «desde El Moulin de la Galette hasta el Guernica, [donde] apareces con mucha frecuencia, he derramado amargas lágrimas».

«Dejeuner sur l’herbe», Mougins, 1937; de izquierda a derecha: Nusch Éluard, Paul Éluard, Lee Miller, personaje desconocido, Man Ray y Ady. Foto de Roland Penrose/cortesía del patrimonio de Roland Penrose.

La mayoría de los integrantes de la tertulia de Picasso conocían el paradero del maestro y sabían de su relativa seguridad durante los primeros días de la ocupación. Finalmente, con la llegada de un viejo amigo, se había restablecido el orden en el estudio de la rue des Grands-Augustins.

Jaime Sabartés había regresado por fin de un exilio de varios años en Guatemala que se había impuesto a sí mismo; allí había estado trabajando en la empresa textil El Sol, para su tío Francisco Gual, un torero fracasado al que le faltaba un ojo. Desde su anonimato, desempeñaría un papel fundamental como periodista en la vanguardia artística y poética de su país de adopción. A su llegada a París, en noviembre de 1935, se convertiría en secretario, amigo, factótum y chivo expiatorio de Picasso; él sería «el sismógrafo que registraba todos los temblores y seísmos». El miope Sabartés era amigo de juventud de Picasso, de la época de Barcelona y el legendario Els Quatre Gats, donde habían colaborado en revistas de corta vida como Pel y Ploma y Joventut. Ataviado con su habitual boina negra y su gabardina arrugada, Sabartés no tardaría en aportar estabilidad al funcionamiento diario de la vida del estudio. Pero había también otra ventaja que se revelaría inestimable: Sabartés era «discreto como una tumba».

Era un compañero curioso. Leal hasta la obsesión, su relación con Picasso bordeaba a veces la autonegación masoquista. Según sus propias palabras, se «sentía como una mosca atrapada en la mirada fija de Picasso».[3] Françoise Gilot recordaría que la devoción que Sabartés sentía por Picasso era exactamente la misma que «siente un trapense por su Dios». Picasso le pintó en varias ocasiones durante los sesenta años que duró su amistad, y Sabartés, por su parte, dejaría constancia de su vida con el maestro en numerosos libros. Mientras que este último se mostró siempre reverencial, Picasso retrató a su amigo de formas distintas: como un lujurioso gibón, como un poeta enfermo de amor y, en un retrato cubista, como un hidalgo del siglo XVI, con la característica golilla de la corte de Felipe II y el gorro de terciopelo incluido. Junto con su esposa Mercedes, Sabartés se trasladó a un pequeño y frío ático situado en el número 88 de la rue Convention, en el distrito decimoquinto, de clase trabajadora, donde en compensación por su insignificante paga logró reunir una de las mejores colecciones de grabados picassianos del mundo. Aunque aparentemente sufriera, valía la pena sufrir por el arte de Picasso. En 1946, en su libro Picasso, retratos y recuerdos, Sabartés escribía:

Él [Picasso] cree que el arte es hijo de la tristeza y del dolor (y yo estoy de acuerdo con él). Cree que la tristeza obliga a la meditación y que el dolor constituye la propia esencia de la vida. Hemos llegado a ese punto de la vida en el que todo es representación, ese período de incertidumbre en el que cada persona debe reconsiderar la vida desde la base de su propia miseria. Que nuestras vidas con todos sus tormentos tienen que pasar por experiencias similares de dolor, tristeza y miseria: eso es lo que constituye el fundamento de su teoría de la expresión artística.[4]

Este pasaje, escrito al final de la guerra, constituye una acertada descripción de la depresión que sufrieron Picasso y Sabartés mientras vivían en la Francia ocupada. En Nueva York, sin embargo, el público amante del arte en general sabía muy poco de la vida cotidiana de Picasso.

Picasso y Sabartés, Villa La Californie, Cannes, 1956. Foto de Lee Miller /cortesía del archivo de Lee Miller.

La presencia del Guernica en Nueva York sirvió, al menos en algunos aspectos, para poner fin a algunos de los rumores más descabellados que circulaban en torno a la cada vez más mítica figura de Picasso. Frecuentemente tildado de comunista en la prensa amarilla, corría ahora el malicioso rumor de que había comprado su seguridad, y el tiempo necesario para pintar, colaborando con los nazis. Jerome Seckler, un soldado estadounidense que tuvo la fortuna de conseguir una entrevista con Picasso para la publicación comunista Nuevas Masas, en noviembre de 1944, tras el armisticio, recordaría la confusión reinante:

Circulaban historias repugnantes sobre Picasso: que vivía muy bien en París con los alemanes y que cooperaba con la Gestapo, la cual le permitía a cambio pintar sin ser molestado. Que vendía falsificaciones a los nazis: obras que firmaba él, pero que en realidad pintaban sus estudiantes. E incluso que había muerto. Desde 1940 hasta la liberación de París, Picasso fue un personaje absolutamente rodeado de misterio y oscuridad.

La vida en París había empezado a cambiar meses antes de que finalmente estallara la guerra. Visto en retrospectiva, hubo momentos simbólicos y súbitas rupturas que marcaban claramente un antes y un después. Para Picasso y el mundo artístico parisino, hubo un acontecimiento clave que resultaría ser su último encuentro antes de que la guerra obligara a cada uno de ellos a negociar su propia supervivencia bajo la sombra del dominio nazi. El 22 de julio de 1939, Ambroise Vollard, uno de los primeros marchantes de Picasso, que se había convertido en íntimo amigo, mentor y guía del artista a través del proceloso mundo de la compraventa de arte, había fallecido en un aparatoso accidente de automóvil. Tras salirse de la carretera, había muerto aplastado por el brazo de una escultura de Maillol que se había soltado de su anclaje en la parte trasera del vehículo. Normalmente supersticioso hasta el punto de sentir pánico ante cualquier cosa relacionada con la muerte, en el caso de Vollard Picasso hizo una excepción y regresó a París para honrar al amigo que había inmortalizado años antes en un grupo de cien grabados, la famosa Suite Vollard.[5]

Aquellos fueron momentos de aflicción tanto privada como colectiva: era el momento de reconocer que nada volvería a ser igual. Tras regresar a la Costa Azul casi de inmediato, Picasso empezó a pintar un lienzo extrañamente hipnótico, Pesca de noche en Antibes, un motivo que descubrió en sus paseos nocturnos por la playa junto con Dora Maar. La pintura, realizada con una chocante cacofonía de amarillo acre, verde mar y púrpura eclesiástico, representa a Dora y a Jacqueline Lamba observando desde el puerto a dos pescadores que arponean a los peces atraídos por la magnética luz de sus lámparas de acetileno. Es una imagen perturbadora. Coloreada como si se tratara de la fracturada visión de una vidriera, resulta misteriosamente hipnótica. Dora, que sujeta una bicicleta con una mano mientras con la otra sostiene un cono de helado doble, observa fijamente, como paralizada, lo que sugiere un incómodo estudio de los apetitos humanos bajo la luz de una luna que parece una bola de fuego. Todavía se oyen aquí vagamente los ecos del Guernica. Poco después de que Picasso terminara Noche de pesca, las playas de la Costa Azul se prepararían para la guerra, pasando de ser áreas de recreo a convertirse en zonas prohibidas destinadas al emplazamiento de artillería.

La respuesta inmediata de Picasso a aquellos trastornos fue, una vez más, reorganizar su vida y tratar de buscar en la medida de lo posible la paz necesaria para pintar. A primeros de septiembre de 1939, mientras Francia y Gran Bretaña declaraban la guerra a Alemania, Picasso abandonó París en dirección a Royan, donde permanecían Marie-Thérèse y Maya, en la Villa Gerbier des Joncs. Le acompañaba Dora, y también el recelo de las autoridades ante un extranjero potencialmente peligroso, lo que comprensiblemente le producía unos inusuales niveles de estrés. Durante los meses siguientes, la vida cotidiana de Picasso fluctuó entre el hogar de Royan y las visitas a París para garantizar la seguridad de sus cuadros, que guardaba en una caja de seguridad privada del BNCI, en el boulevard des Italiens. Durante el período de relativa inactividad con que se inició la guerra, mientras se aguardaba lo inevitable, el artista logró disfrutar de algunos momentos de camaradería en París con viejos amigos como los fotógrafos Brassaï y Man Ray, además de los Zervos. Pero París se iba vaciando cada vez más, al tiempo que muchos de los más íntimos amigos de Picasso, incluyendo a Paul Éluard, André Breton y Louis Aragon, eran llamados a filas. Joan Miró eligió la arriesgada opción de regresar a Barcelona y, de allí, a Mallorca, donde se ocultó para evitar que los partidarios de Franco le detuvieran. Sin embargo, aún resultaba más amenazadora la nueva política de redadas de artistas e intelectuales cuyos países de origen estaban ahora técnicamente en guerra con Francia, llevándoles a la fuerza a campos de internamiento. A Walter Benjamin le llevaron al apartado Clos Saint-Joseph, cerca de Nevers. Otto Freundlich fue arrestado, y también Max Ernst y Hans Bellmer, que acabaron en una fábrica de ladrillos abandonada cuyos hornos se habían reacondicionado apresuradamente para convertirlos en abarrotadas habitaciones.[6]

En Francia, la inauguración de la exposición del MOMA Picasso: cuarenta años de su arte pasó casi completamente desapercibida. Barr había enviado un efusivo telegrama de felicitación, y Nelson Rockefeller había insistido a Picasso para que asistiera, pero ni uno ni otro recibieron respuesta. Los acontecimientos externos estaban precipitando a Francia rápidamente hacia la vorágine. Con creciente ansiedad, la prensa informó de la invasión de Bélgica el 10 de mayo. En cuestión de horas, la impenetrable línea Maginot, el gigantesco proyecto de defensa de Francia, demostró ser completamente inútil, mientras los tanques penetraban en una acción lateral a través de la boscosa región de las Ardenas. La caída de París era solo cuestión de semanas.

En su última visita a París antes de la ocupación, Picasso se encontró con Matisse, que se dirigía al sastre para que le tomara medidas para un traje. Perplejo ante la sangre fría del maître Matisse, Picasso advirtió a su rival de la velocidad del avance alemán. Matisse le respondió:

—Pero ¿y nuestros generales? ¿Qué están haciendo?

La réplica de Picasso fue inmediata:

—¡Bueno… vienen de la Escuela de Bellas Artes![7]

El 12 de junio, justo dos días antes de que los tanques alemanes entraran en los Campos Elíseos, Daniel-Henry Kahnweiler escapó, tomando la precaución de traspasar su galería a su cuñada Louise Leiris, que no era judía. Diez días después, el 22 de junio de 1940, se firmaba el armisticio con el mariscal Pétain. Solo tres días más tarde Francia se dividía en una zona libre y una zona ocupada. Royan, debido a la necesidad de los nazis de controlar la costa atlántica, cayó en la zona ocupada.

De haber querido, Picasso habría podido escapar. Le habían hecho varias ofertas de asilo político, la más notable de las cuales fue la de Alfred Barr a través del Comité de Rescate de Emergencia. Muchos de los amigos de Picasso, incluyendo a Breton y Lamba, habían huido a Marsella, a la Villa Air Bel, gestionada por Varian Fry, del Comité de Rescate, desde donde a la larga acabarían trasladándose a Estados Unidos. Los muralistas mexicanos José Clemente Orozco y Diego Rivera también habían conseguido para Picasso un visado de entrada en México, país que bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas había mantenido una política de puertas abiertas a los exiliados republicanos a lo largo de toda la Guerra Civil española. Posteriormente Picasso afirmaría que su decisión de quedarse se basaba en algo tan poco heroico como la inercia. Pero las implicaciones de aquella decisión determinaron para él un período de una creatividad que necesariamente se hizo cada vez más introvertida. Nunca había estado Picasso tan aislado desde los épicos días de la primera década del siglo en que él y Braque, «como dos montañeros en una cordada», habían alimentado el nacimiento del cubismo. En muchos aspectos, aquello le sentaba bien. Más tarde, aquel mismo año, Paul Rosenberg le aconsejaría: «No cambies nunca de hábitos, no respondas nunca a las cartas ni a los telegramas, ni siquiera de tu más leal amigo».

Poco a poco, mientras el Guernica recorría Estados Unidos —pasando por el Instituto de Arte de Chicago, el Museo Fogg de Harvard, el Museo de Arte de la Ciudad de Saint Louis, el Museo de Bellas Artes de Boston, el Museo de Bellas Artes de San Francisco, el Museo de Arte de Cincinatti, el Museo de Arte de Cleveland, el Museo de Arte Isaac Delgado, de Nueva Orleans, el Instituto de Artes de Minneapolis, el Instituto Carnegie de Pittsburgh, y, finalmente, la Galería de Bellas Artes de Columbus, Ohio, antes de regresar al MOMA—, para el resto del mundo Picasso se fue volviendo invisible. Al convertirse los meses en años, se desvaneció cada vez más tras la cortina de humo del mito. Para algunos ya estaba muerto.

Por primera vez en la trayectoria artística de Picasso, el fidedigno catalogue raisonné de Zervos muestra que su producción se había ido haciendo cada vez más escasa hasta convertirse en un goteo. Era evidente que Picasso se sentía profundamente afectado y amenazado por la guerra. Desde la ventana de su estudio de Royan había visto desfilar a los soldados alemanes, listos para imponer su nuevo régimen. El polvo, los camiones, las órdenes a gritos y el olor a gasolina transformaron una población normalmente pacífica. A los extranjeros sospechosos se les interrogaba una y otra vez y se les mantenía bajo estricta vigilancia. No tener los papeles en regla y absolutamente actualizados podía significar la cárcel, seguida de la deportación. Y Picasso no era una excepción. Pese a su posición única y su fama mundial, fácilmente podía haber perecido, como García Lorca, o haber sucumbido al desaliento, como Walter Benjamin y Antonio Machado, que fallecieron a escasos kilómetros uno de otro, cerca de la frontera, en Port Bou.

Para Picasso, las amenazas tanto a su trabajo como a su seguridad eran reales y omnipresentes. Royan era ahora un lugar peligrosamente pequeño, y también él resultaba demasiado visible en una ciudad de provincias tan reducida. A finales de agosto de 1940 regresó a París en automóvil acompañado de Sabartés. Dora le siguió en tren, mientras que Marie-Thérèse y Maya se quedaron. En unas semanas, la estructura doméstica de Picasso se había reorganizado de nuevo. El piso de la rue la Boëtie se cerró. El estudio de la rue des Grands-Augustins, que todavía conservaba el aura fantasmagórica del Guernica, se convirtió en vivienda con el ilusorio confort que proporcionaba una gigantesca estufa de leña, preparada para la hibernación.

Si la vida en la intimidad del estudio, teniendo en cuenta las inevitables privaciones, seguía siendo casi como antes de la guerra, fuera de sus protectores muros se producían cambios drásticos en el mundo artístico parisino. Picasso nunca había sintonizado con los salons y las numerosas sociétés oficiales, el establishment de la Academia, la estirada École des Beaux-Arts o el engañoso Prix de Rome. Y ahora, bajo el dominio nazi, todo ello recuperaba de nuevo su esplendor. La influencia de Picasso se desvaneció de inmediato. Cahiers d’Art, la revista que publicaba Zervos, dejó de aparecer, y lo mismo sucedió con Minotaure, para ser reemplazadas por una virulenta forma de crítica de tono antisemita y casi apocalíptico, madurada a finales de la década de 1930 y perfeccionada para provocar el máximo efecto por Waldemar George, Camille Mauclair y el insidioso Lucien Rebatat en su populista Je Suis Partout, que contaba con doscientos mil lectores.[8] Los marchantes de Picasso, Rosenberg y Kahnweiler, ya no podían seguir en activo. De hecho, la colección de Picassos de Rosenberg había sido expropiada y almacenada en el Palais de Tokio, lista para que los estetas nazis, como Göring, se llevaran la mejor parte. Como ya ocurriera antes, cuando los Picassos de Kahnweiler se introdujeron de golpe en el mercado tras la Primera Guerra Mundial, existía una probabilidad real de que el mercado se inundara, forzando posiblemente un hundimiento de los precios.[9] El término «arianización» era uno de los eufemismos preferidos para designar la confiscación de propiedades, y el stock de Picasso seguía siendo lo bastante importante como para despertar el básico instinto de la codicia. Un especialista en este sórdido tráfico era Alfred Rosenberg (que no tenía nada que ver con el marchante de Picasso), cuyo departamento, el denominado Einsatzstab-Reichsleiter Rosenberg, estaba especializado en saquear colecciones propiedad de judíos.[10]

Para Franco, y pese a su victoria, el Guernica seguía representando una descarada provocación. Actuando a través de canales diplomáticos, el régimen franquista se apresuró a organizar la colocación de avisos, tanto en el piso de la rue de la Boëtie como el estudio de la rue des Grands-Augustins, donde se advertía de que se iban a confiscar las obras para satisfacer el impago de impuestos pendientes en España. Sin embargo, y pese a la nacionalidad española de Picasso, la reclamación carecía de fundamento legal. Aún peor resultó probablemente la política de dejar a Picasso sin su público. Aunque no se impidió nunca de forma generalizada que se exhibiera la obra del artista —ocasionalmente aparecían obras sueltas en exposiciones colectivas—, la prohibición general resultó efectiva.

La relación especial entre el mariscal Philippe Pétain y Franco, mientras el primero había sido embajador en Madrid, se había empañado luego en cierta medida debido a la torpeza diplomática del segundo; pese a ello, ambos compartían la misma aversión por el arte de vanguardia. En el Salón de 1939 en París había ocupado un lugar destacado un insípido busto de mármol de Franco, obra del escultor Maxime Real de Sarte. Este último, activista de derechas y confidente del gran mariscal, no hizo sino venir a contribuir a una política que pronto se llevaría a la práctica. Utilizando los canales diplomáticos, apenas le costó esfuerzo persuadir a la Propaganda Abteilung —la oficina alemana responsable de la censura—, situada en los Campos Elíseos, de que las desquiciadas y deformadas pinturas de Picasso no eran adecuadas para la exhibición pública. Para consolar a Brassaï, a quien también se le había denegado el permiso para hacer fotos, Picasso le dijo con resignación:

—Estamos en el mismo barco. Yo no tengo derecho a exponer ni a publicar. Todos mis libros están prohibidos. Incluso reproducir mis obras está prohibido.[11]

Los pocos momentos de copinage[12] hurtados en los bares, o las visitas al estudio de amigos y admiradores, no podían disminuir en absoluto los potenciales peligros. Max Jacob, uno de los más viejos amigos de Picasso, fue arrestado por ser judío, y más tarde murió en Drancy. Dora, que era medio judía, se vio igualmente en peligro desde el momento en que la burocracia alemana y los colaboracionistas de Vichy empezaron a seleccionar a sus presas.

Aunque la fama daba a Picasso cierto nivel de inmunidad, en ningún momento estuvo seguro del todo. De hecho, y según la ley de extranjería aprobada el 4 de octubre de 1940, el prefecto local podía poner al artista bajo arresto domiciliario, o résidence surveillée. Y lo que era aún más peligroso: Franco, que se dejaba influir fácilmente por los subordinados más aduladores, podía seguir el ejemplo de los fascistas italianos, que tenían en París a escuadrones de la muerte encargados de buscar y liquidar a los «traidores». Como alternativa menos drástica, resultaba bastante lógico que Franco tomara la decisión de ordenar el arresto inmediato de Picasso. Una solución era que el artista adoptara la nacionalidad francesa, lo cual para un español orgulloso de serlo era anatema, pero quizá constituía la única opción lógica. En octubre de 2003, Pierre Daix y Armand Israël hicieron pública la noticia de que Picasso había tratado en efecto de cambiar de nacionalidad. El 26 de abril de 1940, su solicitud al Commissariat de police fue acogida favorablemente.

Sin embargo, el 25 de mayo, un segundo informe rechazó la petición alegando que Picasso había sido anarquista en su juventud, el hecho de que no se hubiera alistado durante la Primera Guerra Mundial, sus ofensas a las instituciones francesas, y la suposición de que tras su fallecimiento su colección se legaría al Estado soviético.[13] Los hechos confirman que Picasso tenía razones para temer por su propia seguridad. En octubre de 1940, una serie de republicanos prominentes, incluido el presidente catalán, Lluís Companys, fueron extraditados, juzgados y sumariamente ejecutados. Paul Preston ha descrito así la mentalidad de Franco: «Sin dejarse afligir por las dudas sobre la culpabilidad de sus enemigos, Franco apenas prestaba atención a las penas de muerte que le presentaban para su firma».[14] Al año siguiente, un informe confidencial del servicio secreto sostenía que Serrano Súñer había llegado a un acuerdo para embarcar a refugiados españoles rumbo a África a fin de que construyeran una línea férrea en el desierto del Sáhara. Para ayudar a localizar «elementos subversivos», treinta inspectores de la policía política española habían cruzado la frontera de Francia. Se afirmaba, asimismo, que «la Comisión del Armisticio de Weisbader ocasionalmente pide a los comisarios de policía listas de ciudadanos extranjeros con solicitudes de visado pendientes».[15] Dado que Picasso era director en funciones del Museo del Prado, y, en consecuencia, ante los ojos de Franco responsable del robo de las obras maestras del país, había cometido ya un delito contra el Estado. Añádanse sus posteriores ofensas, como el decadente garabato marxista Sueño y mentira de Franco, la autoría de la panfletaria mentira del Guernica, el blanqueo de dinero para la República y el hecho de dar refugio a elementos subversivos, y la lista de pecados cometidos (incluyendo, en caso necesario, todas las sutilezas legales) podía prolongarse indefinidamente. El método de ejecución más sencillo era el que se denominaba eufemísticamente el «paseo»: una silenciosa caminata hacia el olvido o una inexplicable desaparición. Siempre habría terceros, como la Gestapo o los italianos, dispuestos a hacer el trabajo sucio.

En una comida con Jacques Prévert, en Les Vieilles, el 12 de octubre de 1943, Brassaï se lanzó repentinamente a un acalorado discurso sobre la peligrosa situación de Picasso. Era imposible predecir el resultado de la guerra, dónde podían caer las bombas o a quién se podía «quemar en la hoguera»: «Nadie en el mundo, ni el Papa ni el Espíritu Santo, puede evitar ese auto de fe. Y cuanto más desesperados se sientan Hitler y sus acólitos, más peligrosa, mortífera y destructiva será su cólera. ¿Puede Picasso suponer cómo van a reaccionar? Él ha asumido el riesgo. Ha regresado a la Francia ocupada. Está con nosotros. Picasso es un gran tipo».[16]

Una posible respuesta a la cada vez más difícil situación de Picasso era capitular y empezar a colaborar como habían hecho tantos otros; por ejemplo, Coco Chanel, Sacha Guitry y la actriz Arletty. No sería el primer artista que, hallándose bajo un régimen totalitario, denunciara el error de sus maneras y optara por la «reeducación». Pero Picasso no era Gertrude Stein, que por ingenuidad o temor, o por ambas cosas, había visto aceptada su oferta de empezar a traducir los discursos de Pétain para el público extranjero. Como creador del Guernica, Picasso se había convertido en el pararrayos de todos los artistas que vivían bajo la ocupación. Incluso una actitud de digno silencio por su parte impediría la expoliación de su obra anterior.

Visitado frecuentemente por militares alemanes bajo el pretexto de admirar su obra, Picasso había adoptado una capa protectora y esquivaba los falsos elogios con su satírico ingenio y su hiriente sarcasmo. Además de husmear en su estudio en busca de pruebas de sus vínculos con la resistencia, la Gestapo le visitaba a menudo también para ver si había realizado ventas ilegales. Abundan las anécdotas apócrifas sobre sus encuentros con el embajador Otto Abetz o con otros oficiales de la Gestapo. En Les Lettres Françaises del 24 de marzo de 1945, en una entrevista con Simone Téry, Picasso respondía a las acusaciones de colaboración:

—Dígame, Picasso, ¿es cierta esta anécdota que anda en boca de todo el mundo? Un día, un oficial de la Gestapo, esgrimiendo una reproducción del Guernica, le preguntó: «Usted hizo esto, ¿no?». Y se supone que usted le respondió: «No. Fueron ustedes».

—Sí —responde Picasso riendo—, es cierta, más o menos es cierta. A veces los boches vienen a verme, fingiendo admirar mis cuadros. Y yo les doy postales del Guernica diciendo: «¡Llévense una! Souvenirs, souvenirs!».

Jerome Seckler tenía razón. Los rumores sobre el paradero y el modo de vida de Picasso circulaban por todas partes. Pero la realidad a menudo resultaba difícil de soportar. En cierta ocasión Picasso fue víctima de una broma pesada, cuando llegó una carta oficial en la que se le informaba de que debía someterse a una inspección médica antes de ser deportado a Essen para incorporarse a un campo de trabajo. Pero con frecuencia el ingenio irónico y el sentimiento de resignación constituían la única salida.

—¿Cómo es que está usted en París? ¡Todos los periódicos decían que estaba en el frente! —le preguntaba Simone Téry en una entrevista para su artículo «Picasso n’est pas officier dans l’armée française».

—Sí —respondía Picasso—, los periódicos me han convertido en oficial, pero a mí nadie me ha dicho nada. En el Ministerio de la Guerra nadie sabe nada del asunto. Lo único que yo sé es que un día me preguntaron: «Picasso, ¿no le gustaría ir al frente como corresponsal de guerra? ¡Allí seguro que podría pintar unos cuantos Guernicas! Y ya sabe que un corresponsal de guerra tiene rango de oficial». «¿Rango de oficial?», respondí. «¡No está mal!»

—¿Le gustan los galones, Picasso?

—No es tanto por los galones —respondió Picasso con modestia—. Pero, ¿sabe?, si yo fuera oficial podría conseguir una buena ración de cigarrillos. Y quizá me dieran un poco de mantequilla y algo de carne. Y, ¡quién sabe!, hasta puede que me dieran un poco de carbón.

Para quienes visitaban el estudio, el primer obstáculo era Sabartés, que abría furtivamente la puerta «asomando la cabeza como un pequeño zorro del desierto». Una vez negociada la manera de superar a Sabartés y al chófer Marcel, la fila de visitantes tenía que abrirse paso bajo unas cuerdas de tender suspendidas a baja altura en las que la fiel secretaria de Picasso colgaba su correspondencia, lista para ser respondida, en estricto orden de urgencia. Algunos días los visitantes que pedían ver a Picasso le encontraban en el cuarto de baño, que se había transformado en estudio provisional, con su calentador eléctrico como única fuente de calor. Picasso hablaba despectivamente del edificio de la rue des Grands-Augustins como los «grandes barracones». Durante las tardes frías de invierno era un lugar prohibido. Los gélidos vientos traían una pegajosa humedad reumática de la calle, procedente directamente del Sena, mientras que las grandes puertas de hierro por las que se entraba al edificio daban acceso a un patio adoquinado completamente desprovisto del menor encanto. La primera impresión general era de un gris apagado y desalentador. El 13 de mayo de 1941, en una poesía de rima libre, Picasso había escrito: «Casulla de sangre sobre los hombros desnudos del verde trigo tembloroso entre las hojas húmedas orquesta sinfónica de tiras de carne colgando de los árboles en flor de la pared pintada de ocre agitando sus grandes alas verde manzana y blanco malva desgarrando su pico abierto contra los cristales de las ventanas arquitecturas de sebo […]». Resulta significativo que en una de las pocas vistas que Picasso pintó desde las ventanas exteriores de la rue des Grands-Augustins el radiador del fondo ocupe un lugar de privilegio.

En una ocasión, un militar alemán que trataba de congraciarse con Picasso le había ofrecido una carga de leña o carbón para encender la gigantesca estufa. Pero el artista, acostumbrado desde su juventud en el Bateau Lavoir —donde él y Ferdinand se acurrucaban junto a una estufa apagada— al poder de la ilusión sobre la realidad, había declinado cortésmente la oferta, respondiendo:

—Los españoles no notamos el frío.

Otro visitante que fue a ver a Picasso le encontró bastante menos orgulloso, e incluso se disculpó abiertamente por haber tenido que refugiarse en su cuarto de baño.

—He tenido que organizarme en este pequeño cuarto con mi perro, mis papeles, mis dibujos y mi cama porque abajo me congelaba —dijo Picasso.

Seckler observaba: «Para ser un cuarto pequeño, ciertamente estaba abarrotado. La cama sin hacer, varios escritorios, una mesa de dibujo inclinada y un perrazo de ojos amables, todo ello dispuesto en torno a una pequeña estufa de carbón, coronada por un jarro de agua. Dispersos por la cama y la mesa se encontraban siete u ocho grandes aguafuertes en color que acababa de terminar, con rojos, azules y amarillos vivos repartidos de forma masiva. En la cama había también cinco o seis periódicos, incluyendo L’Humanité».

Fue durante este período cuando Picasso escribió una farsa titulada Le désir attrapé par la queue («El deseo cogido por la cola»), completada en tres días en enero de 1941. Al cabo de tres años, con la creciente sensación de que lo peor había pasado, la obra se representó en privado bajo la dirección de Albert Camus, con un reparto que incluía a Simone de Beauvoir, Dora Maar, Michel Leiris, Georges Hugnet y Jean-Paul Sartre. Representada como parte de una fiesta en la que Dora Maar hizo la pantomima de una corrida de toros, la noche del Deseo se recordaría como un acontecimiento legendario. Roland Penrose destacaría uno de los puntos fuertes del atractivo de la obra: «Tenía el sabor de una orgía clandestina, de un insulto a los ridículos invasores que habían imaginado que podían gobernar París».[17] En un retrato apenas disfrazado de la vida en el estudio de Picasso, la surrealista farsa desarrolla un drama rabelaisiano que gira en torno a las tres grandes obsesiones de la época bélica: el hambre, el penetrante frío y los numerosos y patéticos intentos de encontrar y conseguir amor. Familiarizado con la tradición que dio origen en el siglo XIII al Libro de buen amor, donde don Carnal y doña Cuaresma invocan una guerra de hortalizas y carnes, Picasso creaba una batalla entre el héroe Pies Grandes, su rival Cebolla, la heroína Tarta y los personajes secundarios Angustia Gorda y Angustia Delgada, Primo, Rodaja y los dos Guau-Guaus. La seducción de Tarta por Pies Grandes es puro deseo lascivo. Él adora «el dulce tufillo de sus trenzas», «la mantequilla fundida de sus dudosos gestos», y anhela agarrar sus «nalgas [en] un plato de cassoulet». Está embelesado por sus «óseas cavidades», se siente transportado por sus «labios trenzados de miel y mermelada», y enloquece por su «bilis» y por sus tentadoras «encías malva». Las caracterizaciones tenían los suficientes detalles como para que los amigos reconocieran su propio retrato y todo el acto se impregnara de una hilaridad compartida. A Dora, alias Tarta, que en la vida real representaba el extremo totalmente opuesto a la imagen de unas malolientes trenzas cubiertas de grasientas salchichas, se la describe también, más poéticamente, como artista: «las rosas de sus dedos olían a trementina». De manera más prosaica, sin embargo, al salir desnuda del baño, Tarta se define inequívocamente: «Tengo seiscientos litros de leche en mis pezones de cerda. Jamón. Callos. Salchicha. Tripas. Morcilla […] Llevo con elegancia los ridículos vestidos que me dan. Soy una madre y una perfecta puta, y sé bailar la rumba».[18]

Para encontrar comodidad y calidez quedaba todavía la vida de los bares que rodeaban Saint-Germain-des-Prés. Los nazis habían aplicado una política deliberada de mantener al menos una apariencia superficial de vida cotidiana. Estaba el racionamiento, por supuesto, y el sórdido mundo de los informadores, seguido de cerca por el sonido de las botas militares sobre los adoquines en medio de la noche; estaba la inevitable «arianización» de las casas y pisos de amigos y vecinos; pero estaba también la ópera, el cabaret, y los vernissages y cócteles al viejo estilo para los pintores de sociedad y los académicos. Si uno quería ver Picassos, podía encontrarlos en la trastienda de la galería de Louise Leiris, como un placer clandestino hurtado a la vigilancia de la Wehrmacht.

Aunque en general oculto a la mirada pública, el arte de Picasso seguía suscitando acerbas críticas. El 6 de julio de 1942, en la revista Comoedia, el pintor Maurice de Vlaminck lanzaba un virulento ataque al arte picassiano, que consideraba el principal responsable de arrastrar a los crédulos a un callejón sin salida estilístico y a una «indescriptible confusión». Vlaminck acababa de regresar de Le Voyage, el famoso viaje por toda Alemania organizado por el Ministerio de Propaganda alemán, acompañado de Kees van Dongen, Dunoyer de Segonzac y André Derain, y era evidente que su hostilidad tenía un contenido político que no hacía sino venir a añadirse a la corrosiva envidia y la amargura que sentía por el hecho de que el éxito de Picasso hubiera superado al suyo propio. En el número de Comoedia aparecido a la semana siguiente, André Lhote publicaba una enérgica réplica. Pero para Picasso la guerra en el papel quizá representaba solo un mero preludio y un presagio de lo que iba a venir.[19]

Picasso tuvo suerte. Había amigos que acudirían en su apoyo, y también en las filas enemigas habría quien le respaldaría. Aunque nunca se ha probado de manera concluyente, Arno Breker, el escultor favorito de Hitler —cuya reciente exposición en París había tenido un éxito enorme, aunque meticulosamente orquestado—, afirmaba haber ayudado a Picasso cuando este se vio amenazado con la deportación por enviar dinero a España. Incluso se ha sugerido que Breker pudo haber ayudado a Picasso a encontrar bronce para vaciar sus maquetas de escayola. Jean Cocteau también caminó por la fina línea que representaba cultivar la amistad alemana sin dejar de ser «patriota» y estar próximo a la vanguardia. André-Louis Dubois, un policía parisino que sentía simpatía por Picasso hasta el punto de llegar a ponerse en situaciones comprometedoras, actuaría de barrera protectora entre el artista y la Gestapo con sus visitas diarias de las once de la mañana a la rue des Grands-Augustins. Cierto día, respondiendo a una angustiada llamada telefónica de Dora Maar, Dubois acudió al estudio y encontró a Picasso sentado en medio de varios lienzos destrozados, atónito y paralizado por lo que acababa de ocurrir. Dirigiéndose a Dubois, Picasso dijo:

—Me han insultado, me han llamado degenerado, comunista y judío. Han pisoteado los lienzos. Y han dicho: «Volveremos». Eso es todo…

Aunque no hubo ninguna reacción manifiesta contra semejante humillación del arte picassiano de la época, en el que no había nada tan abiertamente beligerante como el Guernica, aquella mortificación se vería, sin embargo, amortiguada. «Yo no he pintado la guerra… Pero no cabe duda de que la guerra está en esos cuadros que he hecho», le diría Picasso a Peter Whitney poco después de la liberación.

A comienzos de 1942, la producción de Picasso había empezado a recuperar de nuevo su ritmo de preguerra. Literalmente cientos de lienzos, grabados y esculturas salieron de su estudio antes de la liberación de París en 1944. El ingenio de Picasso hizo que se reciclaran obras anteriores, avisando a los antiguos marchantes de que buscaran viejos lienzos para volver a pintar encima; se encontraron reservas de papel, y todo, desde cajas de cerillas hasta paquetes de cigarrillos, desde alfileres de sombrero hasta periódicos, desde tapones de botella hasta trozos de hueso, se transformaba y se utilizaba ingeniosamente como material para nuevas obras de arte. Muchas de aquellas pequeñas piezas íntimas serían celosamente conservadas como talismanes u objetos votivos por Dora Maar, que los consideraría su último vínculo con Picasso cuando este la abandonó por Françoise Gilot. Se produjeron docenas de pequeñas muestras de amor para Dora: corazones hechos de trozos de cartón con la cara de un toro.[20] La imagen más representativa de aquel período fue, sin duda, la Cabeza de un toro, realizada con manillares de bicicleta y un sobrio sillín de cuero. En cuanto a las obras más tradicionales, esculpidas inicialmente en escayola, fue Sabartés quien persuadió a Picasso de que, de cara a la posteridad, debían vaciarse en bronce. Se trataba de un proceso peligroso y, de hecho, completamente ilegal, ya que todo el bronce se había requisado para su fundición. «Unos pocos amigos fieles transportaban los moldes de escayola por la noche en camiones hasta las fundiciones», recordaría posteriormente Picasso en una conversación con Brassaï.

Ante la imposibilidad de salir de París, Picasso se animó a recorrer las calles de Montparnasse y a pasear en compañía de Kazbek, su galgo afgano, por las orillas del Sena. Al tiempo que él se ponía de nuevo a trabajar, la vida en los cafés recuperaba el sentimiento comunitario. Dora y los Zervos le acompañaban al Café de Flore, con Kazbek siempre a remolque. Era posible que los Braque y Éluard se reunieran también con ellos para cenar. A Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre solía encontrárseles en Les Deux Magots o en la Brasserie Lipp. Brassaï, los poetas Robert Desnos, Raymond Queneau, Léon-Paul Fargue y Georges Hugnet solían pasarse por allí, mientras que Jean Cocteau, inquieto y atildado, volaba enérgicamente del teatro al bar y del café al estudio del artista. Justo más abajo de la entrada del estudio, en la rue des Grands-Augustins, Arnau, el propietario del restaurante Le Catalan, abastecía el ménage de Picasso con los pocos recursos que lograba sacar del mercado negro. Para la menguante bande de amigos, Le Catalan se convirtió cada vez más en un segundo hogar. Haciendo acopio de cartillas de racionamiento, cambiando arte por comida, confiando en el buen carácter del patron o sencillamente con dinero en efectivo, se podían recuperar los viejos placeres. Pero al regresar al estudio volvía el hambre. La comida y su escasez ocupaban constantemente el primer plano en la mente de todos. Había hambre tanto espiritual como física, que Picasso reflejaba pintando un bodegón tras otro. En toda una galería de imágenes, donde se representaban serpenteantes tomateras extendiendo sus voraces zarcillos, una mujer con un sombrero en forma de pez, platos vacíos lamidos hasta quedar limpios y solitarios utensilios de cocina, Picasso daba testimonio de un anhelo que todo el mundo compartía. «Hasta una cacerola puede gritar», se dice que dijo el artista. Y sin duda, en todos aquellos bodegones tan aceradamente anoréxicos, lo importante es precisamente lo que no está ahí, y no lo que podemos ver. Era así como la tradición de la vanitas, bodegones que contemplan impertérritos nuestra mortalidad, se transformaba en el género francés de la nature morte, la naturaleza muerta. La muerte estaba en todas partes tanto en la obra como en la vida de Picasso: en el retrato de una calavera tanto como en el fallecimiento de Julio González, el 27 de marzo de 1942.

Todavía se daba, sin embargo, algún raro día de fiesta, como en noviembre de 1943, cuando se pilló al grupo de Picasso comiendo bisté al Chateaubriand en un «día sin carne», lo que provocó el cierre de Le Catalan durante un mes, para desesperación de Arnau; a Picasso también se le impuso una multa. La aparición en Le Catalan de la estudiante de arte Françoise Gilot anunciaría un cambio en la vida del artista. Para Dora, en cambio, significaría el comienzo de una larga estancia en el infierno. Aunque había sido feliz junto a Picasso, la imagen de Dora pronto de desvanecería en su representación, congelada para siempre, en las diversas fases de la Mujer llorando. De todos los motivos desarrollados en el Guernica, el de la Mujer llorando sería aquel al que Picasso volvería una y otra vez, como si tratara de algún modo de exorcizar sus sentimientos de culpa. Aunque casi siempre representaba a Dora, había veces en que Olga reaparecería gimiendo en el lienzo, mientras que Marie-Thérèse sollozaría calladamente en un boceto monocromo. En veintiséis ocasiones Picasso volvió a la representación de una mujer desesperada; la última, en octubre de 1939. La aflicción, la guerra y las mujeres de Picasso se habían ido fundiendo poco a poco en una sola cosa. El artista explicaría a Gilot la persistencia del motivo de esta mater dolorosa contemporánea:

El artista no es tan libre como de alguna forma aparenta. Lo mismo sucede con los retratos que he hecho de Dora Maar. No podía hacer un retrato de su risa. Para mí, ella es la mujer llorosa. Durante años la he pintado de formas atormentadas, no con sadismo, ni tampoco con placer, sino únicamente obedeciendo a una visión que se imponía en mí. Era una realidad profunda, no superficial.

Gilot estaba a punto de asumir el papel de Dora y convertirse en la pareja de Picasso, su proteico mentor y amigo. «Tú jamás has amado a nadie en tu vida. No sabes amar», protestaría amargamente Dora.

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