Goya

Goya


Segunda parte » 30

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A MEDIO VESTIR, Goya se repantigaba en la cómoda silla y miraba a Cayetana, que tomaba su chocolate en la cama. Las cortinas de la alcoba con el amplio lecho estaban recogidas. A cada lado había una diosa antigua, tallada en noble madera, con sendos candelabros y, aunque debía de ser tarde, las velas estaban encendidas. Éstas daban escasa luz; una bienhechora penumbra invadía el cuarto. A lo largo de las paredes corría un fresco en el que apenas se reconocía un grotesco jardín. La misma alcoba mostraba altas ventanas pintadas con curiosas mirillas por donde entraba un sol ficticio; era agradable sin embargo poder imaginar en la frescura de la habitación el calor que hacía afuera.

Jugueteando golosa, Cayetana mojaba en el espeso chocolate bizcochos dulces. La dueña observaba preocupada por que los bizcochos goteasen sobre la rica colcha. Goya también contemplaba la escena, indolente y contento. Nadie decía una palabra. Cuando Cayetana terminó el desayuno, doña Eufemia se fué, llevándose la taza, y la duquesa se recostó perezosa.

Francisco se sentía infinitamente feliz. Cuando llegó, avanzada la tarde, ella salió corriendo a saludarlo, olvidando en su alegría su condición de dama, y lo abrazó en presencia del mayordomo. Luego, después que se hubo bañado y cambiado, Cayetana charló con él a través de la puerta abierta. Durante el viaje, Goya temió hallar en Sanlúcar muchos huéspedes; la había hecho esperar mucho y no podría criticarla por tener invitados. Mas nadie apareció, ni el doctor Peral siquiera. Cenaron solos por la noche alegremente; charlaron, bromearon como niños y como mayores, sin una palabra hiriente. Ni un mal pensamiento nubló la larga noche de dicha. Pasaron horas maravillosas.

Cayetana echó la colcha a sus pies y se sentó en la cama. «No es necesario que asista a mi audiencia mañanera, don Francisco», le dijo. «Descanse un poco más o recorra el palacio o vea el jardín. Media hora antes del almuerzo lo buscaré en el belvedere para que demos un breve paseo».

Temprano estuvo Goya en el belvedere, donde se podía admirar el panorama alrededor del palacio. Como la mayoría de los edificios de la región de Cádiz, la amplia construcción era de estilo árabe, con pocas ventanas en los muros blanquísimos; de la azotea brotaba hacia el cielo un delgado alminar. Los jardines descendían en forma de tenazas. Ancho y lento, corría hacia el mar el Guadalquivir. La ciudad de Sanlúcar y su vega parecían un oasis en el arenal; amarillenta, la llanura se extendía lejos a ambos lados de los viñedos y los olivares. En el arenal crecían con esfuerzo ralos bosques de pinos y alcornoques. Un oleaje de dunas. Un blanco centelleo de salinas.

Goya contempló el paisaje sin interés. Que formaran el fondo los montes de Piedrahita o las dunas de Sanlúcar, nada le importaba; sólo le importaba estar con ella, lejos de la Corte, lejos de Madrid. El doctor Peral se reunió con él. Conversaron casi cansadamente. Peral contó la historia del palacio; lo había edificado el conde-duque de Olivares, retratado tantas veces por Velázquez, el ministro todopoderoso de Felipe IV; Olivares pasó allí los últimos años amargos del exilio. Su nieto y sucesor don Gaspar de Haro amplió el edificio y por él se llamó el castillo «Casa de Haro». Luego, sin que Goya preguntara, Peral habló de los acontecimientos más recientes. Cayetana no pudo ofrecer grandes veladas por su luto, pero de Cádiz, de Jerez, y aun de Sevilla, habían acudido visitantes. «Los perros corren por un buen hueso», pensó Goya. La duquesa había ido una vez a su palacio de Cádiz y asistido, velada, a una corrida; el torero Costillares estuvo dos días en el palacio como huésped. Goya no creyó nunca que la de Alba estaría atisbando todo el tiempo su llegada desde el alminar, como las damas de los romances de Pepa, pero aquello le dolió.

Apareció Cayetana, con la dueña, el paje Julio, la negrita María Luz, el perrillo Juanito y algunos gatos. Vestida con sumo cuidado, seguramente por amor a Goya, le agradó mucho. «Me parece bien», dijo ella, «que no imitemos a nuestros abuelos, cuando una viuda debía vestir de negro hasta la muerte o hasta un nuevo casamiento». Le sorprendía a Goya la franqueza con que hablaba de su viudez.

Peral pidió permiso para retirarse. Los demás recorrieron el jardín en pequeño cortejo; a ambos lados, con las colas erguidas, marcharon los gatos. «Usted tiende el índice quizás un poco más imperativamente hacia abajo, Cayetana», observó él, «no se nota en usted ningún otro cambio». «Y usted sólo adelanta un poquito más el labio inferior», contestó ella. En el jardín había muchos relojes de sol con el gnomon pintado. «Olivares», explicó Cayetana, «se tornó un poco raro aquí en su destierro. Seguramente, soñaba detener el tiempo hasta que volviese su buena estrella».

Tomaron un ligero almuerzo. Por las paredes del comedor corría una pintura al fresco: un pálido jardín con muchas columnas, muchas guirnaldas y motivos egipcios. Aquí también el gnomon de un reloj solar marcaba siempre la misma hora. Después del almuerzo, Cayetana se retiró. Goya fué a su propio dormitorio; hacía calor; se desnudó para tenderse en la cama para una larga siesta. Sentía pereza, carecía de deseos. Cosa rara en su vida. Siempre acariciaba proyectos, siempre pensaba en el mañana, en nuevas empresas. Hoy no. Hoy no consideraba el sueño que lo invadía como tiempo perdido. Sintió con placer cómo todo se le diluía en niebla, cómo el cuerpo se aflojaba. Durmió profundamente y despertó feliz.

Como este primer día, pasó los siguientes, cansino y dichoso. Cayetana y él estaban casi siempre solos. Peral los molestaba muy poco. Ante la dueña, Cayetana no tenía ni secretos ni pudor. Una vez ambos estaban sentados, casi desnudos, en la habitación en penumbra; hacía calor y Cayetana se abanicaba. Entró Eufemia con una limonada en hielo. Vió el abanico, se estremeció, dejó caer el vaso, corrió hacia la duquesa y le arrancó el abanico. «¡Con éste no!», exclamó. «¡Y menos estando así!». En el abanico estaba pintada la Virgen del Pilar. Casos de esta índole pertenecían ya a los verdaderos acontecimientos de Sanlúcar. Ambos habían vivido mucho; apenas si en tantos años habían tenido un momento tan feliz y tranquilo. Y lo disfrutaron alegremente.

Trabajaba poco. No tocaba telas, pinceles, paleta. Desde su época de aprendiz, fueron las primeras semanas de holganza. En cambio, dibujó mucho, pero por gusto. Lo que en Cayetana le agradaba más durante el día. Una vez ella le preguntó si no quería retratarla, quizás como maja. «Deja que holguemos», suplicó Goya, «pintar es una forma de pensar. No pensemos en nada».

«¿Cuántos nombres tienes?», preguntó él otro día, ante un documento donde la enumeración de títulos abarcaba varias líneas. Los hidalgos podían tener hasta seis nombres, los Grandes hasta doce, los Grandes de primera clase no tenían limitación. Tener muchos nombres era útil; se gozaba de la protección de muchos Santos. Cayetana tenía treinta y uno; los citó: «María del Pilar, Teresa, Cayetana, Felicia, Luisa, Catalina, Antonia, Isabel» y todos los demás. Goya afirmó que a pesar de su buena memoria no podía recordar tantos nombres. Sabía que ella tenía otras tantas caras. «Dime otra vez todos esos nombres», le pidió; «uno tras otro dímelos; para cada uno te dibujaré un rostro». Ella los nombró y dibujó. Cayetana y la dueña estuvieron mirando. Dibujaba rápidamente, atrevido, alegre, agudo, y los rostros, aunque todos de Cayetana, eran realmente distintos; muchos muy amorosos, otros estremecedores y malos.

Cayetana se reía. «¿Cuál te gusta, Eufemia?», preguntó a la dueña. «Es una maravilla lo que dibuja el señor pintor», contestó Eufemia, «pero será bueno que no siga. No trae suerte poner todo en el papel». «Por favor, el nombre que sigue», pidió Goya. «Susana», contestó la de Alba, y Goya siguió dibujando. Entre tanto y sin mirar a la dueña, preguntó: «¿Me cree usted un brujo, doña Eufemia?». Eligiendo con cuidado las palabras, la anciana replicó: «Creo, Excelencia, que un arte que viene de Dios debería ser empleado sobre todo para representar a los Santos». Sin dejar su labor, Goya contestó: «Pinté muchos Santos. En muchas iglesias puede ver, doña Eufemia, cuadros míos. Solamente a San Francisco de Borja lo pinté nueve veces, para los Osuna». «Sí, es verdad», intervino diciendo Cayetana, «y los Osuna están muy orgullosos de los Santos de su familia. Los Albas no tenemos ni uno solo».

Goya terminó los dibujos y les puso bien claro nombre y número: «24 — Susana». En el papel, Cayetana sonreía amable, irónica, impenetrable. Eufemia, sumamente contrariada, se dirigió a su señora. «Mi cordera, sería conveniente», dijo implorante pero enérgicamente, «que algunas de estas hojas no existiesen. Pida usted al señor pintor que rompa esta Susana y otras más. Las figuras atraen a los demonios, créamelo. ¿Me permite?» y agarró la hoja. «¿Quieres dejar eso?», exclamó la de Alba, y, un poco en serio, un poco en broma, se lanzó sobre ella. La dueña levantó entonces la cruz de oro que le colgaba del cuello, para conjurar al espíritu malo que seguramente se había metido en el cuerpo de su cordera.

A menudo, de mañana o de tarde, mientras la de Alba dormía, Francisco se iba en mula a Sanlúcar. Allí, en la Venta de las Cuatro Naciones, bebía el Jerez que se cosechaba en la región, y conversaba con los clientes, que llevaban grandes y redondos sombreros blancos y, aun en verano, sus capas de color violeta. La antiquísima ciudad de Sanlúcar —se atribuía su nombre a Lucifer— era famosa y tenía mala reputación como sede capital de pillos que sabían salir del paso mintiendo y robando. Los pícaros de las viejas novelas estaban allí como en su casa y un majo que pudiese citar a Sanlúcar como lugar natal, se sentía orgulloso. El contrabando había enriquecido el lugar, y ahora, con una gran armada que bloqueaba a Cádiz, la vida y los negocios florecían. Había en la venta también mulateros con su pintoresco traje y sabían contar historias muy extraordinarias de la región. Con los mulateros y otros clientes, Goya conversaba indolente y recogía alusiones; comprendía el lenguaje y el modo de ser de todos y ellos entendían el suyo.

Alguna vez Goya llegaba a las aldeas vecinas, a Bonanza o a Chipiona. El camino pasaba por ralos bosques de encinas y por dunas amarillentas, entre el blanco reflejo de las salinas. Un día, en el arenal, volvió a ver al «Yantar». Se arrastraba lentamente, mitad tortuga, mitad ser humano, adormecía, en lugar de asustar, al que lo viera, de acuerdo con su otro nombre: «La siesta». El espectro reptaba lentamente por su camino, sin desviaciones, pero no por el camino o la dirección de Francisco, que detuvo la mula y lo observó largo rato. Lejos, desde la playa, llegaba el ruido de niños que jugaban, ocultos por las dunas.

Cuando regresó, encontró una carta de Cádiz. El señor Sebastián Martínez quería donar a la Santa Cueva tres cuadros y preguntaba a Goya si podía contar con él. Martínez era conocido dondequiera como dueño de la mayor flota mercante de España; dominaba gran parte del comercio con América y era un generoso mecenas. El pedido convenía a Goya, que podía exigir un alto precio, y la obra para la Santa Cueva le daba el ansiado pretexto para justificar ante la Corte sus largas vacaciones «de restablecimiento». Calculó para sí también que esa obra religiosa expiaría tal vez lo pecaminoso de su pasión y de su felicidad. Resolvió tratar personalmente con el señor Martínez; en pocas horas podía estar en Cádiz.

Cuando lo supo Cayetana, le aseguró que estaba muy bien, ya que pensaba proponerle una estancia de algunos días o semanas en la ciudad. Con la guerra, la ciudad ofrecía mucha animación y había buen teatro. Decidieron ir al final de la semana. Esa noche, Goya no pudo dormir. Se asomó a la ventana. Había luna casi llena y Goya contempló lejos, por encima de los jardines, el mar resplandeciente.

Cayetana estaba en el jardín, paseando en la frescura. Sola. Goya se preguntó si debía ir a su lado. Ella no miró hacia él y él no bajó hasta ella. La rodeaban algunos de sus gatos. Extraña, callada, caminaba por las terrazas, subiendo, bajando, en la suave e incierta luz Goya estuvo mucho tiempo en la ventana mirándola vagar por la clara noche, e iban con ella solemnes y alegres, los gatos con la cola enhiesta.

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