Goya

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Segunda parte » 31

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LA DUQUESA mostró a Goya su palacio de Cádiz, llamado también la Casa de Haro. El conde-duque de Olivares y Gaspar de Haro nada habían ahorrado. Mientras la mayoría de las casas de la ciudad, que no podían extenderse mucho en la estrecha lengua de tierra, eran altas y estrechas, ellos habían edificado amplias salas alrededor de un gran patio tranquilo, un patio maravillosamente empedrado que parecía una enorme sala más. Alrededor, en la parte interna de los tres pisos, corrían galerías. Sobre el techo chato se elevaba el alminar. En la casona había una espesa frescura. Como en Sanlúcar, un reloj de sol con gnomon pintado detenía el tiempo. Abundaban los mármoles, los cuadros, las esculturas, los candelabros; los señores antepasados no habían sido avaros. Pero la casa estaba un poco descuidada, los frescos palidecían, se descascaraban, algunos peldaños estaban rotos.

Goya y la duquesa pasaron por viejas escaleras de mármol, anchas y estrechas. Pedro, el viejo administrador, también un poco decaído, los precedía andando con piernas duras y lentas, haciendo sonar su manojo de llaves. Al final, por una gastada escalera de mármol amarillento, subieron al mirador. Pasaron delante de una puerta cerrada y salieron a la azotea de la torre. De allí, por encima de la baja baranda miraron la ciudad, parecida a una isla, reluciente de blancura en medio del mar muy azul, apenas unida a la tierra firme por una estrecha lengua.

La Casa de Haro estaba casi en el punto más alto de la ciudad. Goya y la duquesa miraron al nordeste y vieron el puerto y las numerosas fortalezas que lo defendían, la fuerte escuadra de guerra, las llanuras de Andalucía, limitadas por las montañas de Granada. Hacia el oeste vieron el vasto mar y en el horizonte la flota inglesa que bloqueaba el puerto. Hacia el sur apareció la costa africana. A sus pies se tendían las casas de Cádiz con sus techos chatos, las azoteas adornadas de plantas, como jardines. «Los pensiles de Babilonia, solía decir su Excelencia el abuelo, que descansa en la paz del Señor», explicó el anciano Pedro.

Cayetana y Francisco estaban casi solos en la casona. Se habían adelantado con la dueña; los demás el doctor Peral, el mayordomo, el secretario, toda la servidumbre, llegarían pocos días después. Comían solos, atendidos por Pedro y su mujer; sabían que eso no duraría mucho y disfrutaron de su soledad.

Goya había anunciado su visita al señor Martínez para el día siguiente. Le sobraba el tiempo, vagó por la ciudad que por su estrechez rebosaba de gente. Vagó entre las altas y blancas casas de techo sobresaliente, por el empedrado de la Calle Ancha. Por la alameda de las murallas con sus olmos y álamos; por la Puerta de la Mar, gozando el ruido y el movimiento. Los moros vendedores de aves, con sus pollos y patos traídos de África; los pescadores con sus pescados y sus almejas de olor fuerte y recio color, expuestos ante ellos; los vendedores de fruta con los pintorescos productos de sus montañas; los vendedores de agua con sus carritos de mano, los vendedores de hielo con sus cubas; los marroquíes bombachudos, de barba negra, fumando largas pipas, con sus dátiles; los figoneros y taberneros en sus pequeños comercios; los mercachifles que vendían estampas, amuletos y gorros marineros; los vendedores de grillos que ofrecían sus chirriantes animalillos en jaulitas de alambre o en casitas pintadas, como obsequios de juguete para los cortejantes de las damas; todo esto se fundía en colores, ruidos y hedores bajo el cielo luminoso, enmarcado por el mar azul con las flotas de España e Inglaterra. A menudo se acercaron a Goya mujeres de negro, ofreciéndole muchachas sabrosamente descritas; le recordaban que llegaría el solano, el cálido viento africano cargado de deseo, y él se arrepentiría de haber rechazado su ofrecimiento. «Un vientre así, redondo y bonito», pregonaban, y lo dibujaban con las manos. Francisco volvió a las callejuelas de la ciudad. Era hora de visitar al señor Martínez.

Goya había oído hablar mucho de Sebastián Martínez. Se le consideraba progresista y había contribuido mucho para modernizar la agricultura y la industria en ultramar. No le bastaba acumular ganancias, como otros ricos mercaderes de Cádiz; a menudo había conducido personalmente hasta América su flota, en circunstancias difíciles, y luchado valientemente con el enemigo en encuentros con naves corsarias. Por eso, Goya se sorprendió al encontrar que Martínez era un hombre chupado que, vestido modestamente, más parecía un sabio pedante que un gran comerciante, un político, un pirata.

Pronto se vió que sus famosas colecciones de arte eran más un asunto de alma y de inteligencia que de prestigio. Mostró gentilmente sus tesoros a Goya; recordó que había hecho el catálogo de su galería por sí mismo y estaba casi más orgulloso de su colección de copias de obras valiosas para la historia del arte, que de los cuadros y las esculturas originales. Esta colección era casi completa, dijo ufano, algo único en España. «Buscará usted en vano una cosa así en casa del marqués de Xerena, don Francisco», afirmó y sonrió maliciosamente; Xerena era el otro coleccionista famoso de Cádiz, el gran competidor de Martínez. «El marqués procede sin método alguno», agregó sonriendo. «Compra aquí un Greco, allá un Ticiano, lo que le gusta. Con esta anarquía no se compone una colección que pueda invocar un valor artístico y científico. El arte es orden, como solían afirmar insistentemente Winckelmann, Mengs y también su difunto señor cuñado».

En tres salas, se exponían antigüedades de la ciudad de Cádiz; Martínez, al enseñarlas a su visitante, dijo: «No me jacto de haber aumentado el bienestar de algunos de nuestros reinos de ultramar; tampoco de que mis flotas hicieron frente a menudo a los ingleses; pero estoy orgulloso de pertenecer a la más rara generación burguesa de la ciudad más rara de España. Ya el historiador Orozco cita a un antepasado mío, un Martínez, mucho antes de que apareciera un marqués de Xerena». «No hay peor loco que el loco sabio», pensó Goya. Y dijo en voz alta: «Exactamente, don Sebastián». Pero Martínez replicó: «Por favor, Excelencia, no me llame “don”. No soy don Sebastián Martínez, sino simplemente el señor Martínez».

Señaló entonces la copia más rara del escudo de Cádiz, un relieve, que había adornado una puerta desaparecida de la ciudad. Ostentaba las columnas plantadas por Hércules al llegar a la extrema tierra occidental del mundo habitado. «Non plus ultra», había dicho el semidiós, y así rezaba el escudo. Naturalmente, no había hablado en latín, sino en griego: «Uketi proso», y Martínez citó en griego los hermosos versos de Píndaro de donde se tomó la frase. En realidad, no se trataba tampoco de griego, la frase era fenicia; los gaditanos eran más antiguos que Hércules; aquello lo había dicho el dios fenicio Melkart, aquel que se ve en otros escudos de Cádiz, ahogando al león. Como siempre, el emperador Carlos V había usurpado el orgulloso lema, suprimiendo el «non». «Plus ultra» rezaba la divisa imperial y lo mismo pensaron los antepasados de Martínez, los valientes ciudadanos que en sus audaces naos llegaron cada vez más allá hacia Occidente.

Con una sonrisa, Goya observó cómo el árido rostro del hombre se rejuvenecía, contando con entusiasmo y donaire cosas de las antiguas historias de su ciudad.

«Pero yo le entretengo con mis charlas, don Francisco», dijo interrumpiéndose Martínez, «y sin embargo lo cité para un negocio. Quisiera pedirle, Excelencia», continuó de pronto vuelto a su sequedad, «algunos cuadros para la Santa Cueva. Deseo, pues, convenir algo con usted. Francamente, preferiría pedirle que me retratara, pero tal vez usted no lo haría. En cambio, no le sería fácil negarse a un encargo para la Santa Cueva. ¿No tengo razón?». Y se sonrió astutamente.

«Franqueza por franqueza», contestó Goya. «¿Cuántos cuadros desea? ¿De qué tamaño? Y ¿cuánto paga?». «El canónigo de Mendoza que dirige las obras de la Santa Cueva», contestó objetivamente también Martínez, «quiere tres cuadros: una Cena, un Milagro de los panes y los peces y una Alegría del matrimonio. Cuadros de medio tamaño; si visita al Canónigo, podrá convenir más exactamente las medidas. Para la tercera pregunta, permítame hacerle una confidencia con toda reserva. Pienso romper el bloqueo inglés con algunas de mis naves y comandar la flotilla yo mismo a la ida y a la vuelta. Por determinadas razones, debo partir exactamente dentro de tres semanas. Quisiera entregar personalmente los cuadros al Capítulo de la Santa Cueva; necesitaría pedirle un trabajo rapidísimo, don Francisco. Si los cuadros están listos para esa fecha, en lugar de los tres mil reales que usted acostumbra cobrar, le pagaré seis mil por cada uno. Usted ve. Excelencia, que también un burgués puede ser gran señor». Y concluyó sonriendo.

El mismo Goya se enfadaba a menudo por la arrogancia de los Grandes. Esta blanca ciudad de Cádiz, esta rica y floreciente ciudad, la más rica y floreciente de la tierra, y más rica que la envanecida Londres, era obra de burgueses, de navegantes, de mercaderes, pero no le gustaba. Le agradaba el orgullo burgués, pero este señor Martínez con todo su dinero y su entusiasmo por el arte, no le gustaba. Tampoco le gustaba lo que debía pintar: un milagro, una alegoría, una cena. Pero un pintor no puede siempre elegir ni qué va a pintar ni para quién, y seis mil reales eran mucho dinero. Vió la seca mano del mercader tendida hacia él; la estrechó con la suya carnosa y fuerte y dijo: «¡Trato hecho!».

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