Goya

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Segunda parte » 32

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CAYETANA ROGÓ A GOYA que subiera con ella al alminar. Pero esta vez, no siguió delante de la puerta cerrada al mediar la escalera. Abrió e hizo entrar al pintor. Era un pequeño gabinete, oscuro, de aire pesado. Ella abrió las ventanas y la luz inundó violentamente el lugar. El cuartucho estaba casi vacío; un solo cuadro apaisado, de mediano tamaño, en la pared, y dos cómodas sillas gastadas. «Tome asiento, don Francisco», invitó Cayetana con una sonrisilla que a él le pareció socarrona.

Goya miró el cuadro. Representaba una escena mitológica, con hombres musculosos y carnosas mujeres, casi seguramente del taller de Peter Paul Rubens; no habían trabajado en él seguramente los mejores discípulos. «Usted tiene cuadros mejores», juzgó Francisco. Cayetana apretó un botón en la pared. El cuadro giró hacia un lado, seguramente mediante un resorte, dejando ver otro cuadro.

Francisco se irguió, se levantó, se colocó detrás de su silla. Su cara se tendió casi sombría por la atención, el labio inferior se proyectó hacia adelante. Fué todo ojos. Se veía en el cuadro una mujer recostada, que se mira en el espejo apoyándose sobre el brazo derecho y dando las espaldas al espectador. La mujer estaba desnuda. En el espejo, sostenido por un niñito alado de rodillas, se veía vagamente la cara. Pero este desnudo no había sido pintado por un extranjero, no había nacido en Amberes ni en Venecia —cuadros extranjeros así los había, y muchos, en los palacios reales o en los de este o aquel Grande—; no, la tela que Goya tenía delante había sido pintada por mano española; sólo uno pudo haberlo hecho: Diego Velázquez. Sin duda era el cuadro de que le habló don Antonio Pons y una vez también Miguel. Era la atrevida, citada, famosa y prohibida «Dama desnuda» de Velázquez, una Psique, una Venus o como se la llamara; en todo caso una verdadera mujer desnuda. Y no rosada y carnosa, ni blanca o regordeta, no una italiana de Ticiano o una holandesa de Rubens; una maravillosa muchacha española. Existía pues realmente la «Dama desnuda» de Velázquez, y estaba allí delante de Goya.

Goya olvidó que el cuadro tenía su siglo y medio de edad, que él se encontraba en Cádiz, que a su lado estaba Cayetana. Contemplaba la obra del colega como si hubiera sido apenas terminada; contemplaba el cuadro más audaz, el cuadro prohibido de su camarada Velázquez: la dama desnuda. Cualquiera se elige un prototipo humano, vivo o muerto, para imitarlo. Si Francisco de Goya hubiese podido pedir algo al destino, hubiera sido el arte y la gloria de Velázquez; no había para él entre los españoles un maestro mayor. Junto con la naturaleza, Diego Velázquez era su maestro, y él había luchado media vida para entender del todo su pintura. Allí estaba ese cuadro original, grande, misterioso, célebre. Goya, rápido en sensibilidad y comprensión, rápido en amar, odiar, venerar y despreciar, antes de que pasara medio minuto sintió que admiraba el cuadro y lo rechazaba.

Admiraba cómo la bella mujer se recostaba naturalmente, sin parecer indolente; sus propias figuras flotaban a menudo en el aire, en lugar de estar sentadas o acostadas. Admiraba la habilidad con que el colega dejara el rostro de la mujer en la penumbra del espejo, concentrando toda la atención de quien mirara en las maravillosas líneas del cuerpo, en el contorno del cuerpo yacente, muy español, con su estrecha cintura y su robusta pelvis. Sobre todo, admiraba que don Diego se atreviera a pintar esa escena. La prohibición del Santo Oficio de pintar desnudos era clara y severa, y ningún otro maestro español había osado reproducir lo que más seduce: la desnuda carne de una mujer. Velázquez contó seguramente con el favor de su rey o de un poderoso cliente, pero seguramente también en la Corte de Felipe IV los clérigos y los santurrones tenían influencia, y el humor de los grandes señores era inestable. Velázquez pintó la mujer porque le atraía mostrar que el desnudo puede pintarse también en otra forma que la de Ticiano o Rubens. Corrió el riesgo, porque era un gran artista, lleno de orgullo hispano y porque quería demostrar que los españoles pueden hacerlo también.

Y lo demostró. Maravilloso era cómo se fundían las tintas, el color nacarado de la carne, lo blanquecino del velo, el gris verdoso del espejo, el castaño oscuro del cabello, las cintas de color rojo violeta del niñito desnudo, los ligeros matices de arco iris de sus alas. Esta mujer desnuda era delicada, liviana, severa y elegante; nada tenía de artificioso, nada del vivo y crudo placer que emana de la carne femenina de italianos y holandeses. Más aún, fluía sobre la tela algo levemente sombrío, y el color negro de la tela en que se recostaba la mujer, la cortina de un rojo oscuro, el marco negro del espejo, todo el colorido serio alejaba cualquier intimidad. Velázquez era español. Para él la belleza y el amor nada tenían de ligero o vacío, eran algo serio, salvaje, y, muy a menudo, la puerta de lo grave y trágico.

Francisco miraba y admiraba. Eso había querido Velázquez. Pero si uno pintaba a una mujer con los maravillosos colores de la carne que la naturaleza le ha dado y la pintaba en forma de que se la admirara, permaneciendo fríos, ¿era eso justo? Sí, Velázquez lo había logrado, había alcanzado esa maestría sin odio ni amor, ese desinterés del arte del que charloteaban tanto Winckelmann y Mengs y su difunto cuñado; pero si hoy el demonio le ofreciera a él, a Goya, esa maestría sin par, la rechazaría, diría: «¡Muchas gracias, no!». Estaba bien que existiera en el mundo ese maravilloso cuadro, alegre y sombrío, de la dama desnuda. Pero estaba bien, asimismo, que no fuera obra suya. Y él se sentía feliz no sólo porque no yacía en la soberbia tumba de la iglesia de San Juan Bautista, sino sobre todo porque era el pintor Francisco de Goya y no el pintor Velázquez.

De repente, sonó en el cuartucho una voz fuerte de ganso. «La dama es holgazana», decía la voz. «Desde que la conozco, está acostada en el diván, se mira en el espejo y gandulea». Goya se volvió estremecido. Allí estaba un ser deforme, un anciano baldado y estropeado, vestido pintorescamente, cubierto de medallas y condecoraciones. «No tienes por qué asustarnos, Padilla», lo censuró sin dureza Cayetana y explicó a Goya que esa criatura era el bufón de su difunto abuelo, de nombre Padilla; vivía allí al cuidado del viejo administrador y su mujer, tímido y oculto siempre.

«Hace bien en vivir aquí en Cádiz la dama desnuda», siguió farfullando Padilla. «No la dejarían vivir en otra parte. Pero es en verdad una gran dama, de primera clase. Hace un siglo y medio que no mueve un dedo». Pero para un Grande era vergonzoso cualquier trabajo. «Ahora vete, Padilla», le dijo suavemente Cayetana, «no debes molestar más al señor pintor». Padilla hizo una reverencia y se marchó, haciendo sonar sus medallas.

Sentada, Cayetana miraba a Goya y, sonriendo curiosa, le preguntó: «¿Crees que Padilla tiene razón? ¿Crees tú que fué una Grande? Para el Ticiano y Rubens, grandes damas sirvieron de modelo desnudas; está comprobado». Y con su voz infantil un poco dura repitió: «¿Crees tú que fué una Grande?».

Francisco no había pensado más que en el pintor y en el cuadro, pero nada en la modelo. Al preguntar Cayetana, supo en seguida la respuesta; la perfecta memoria de sus ojos le daba seguridad. «No», repuso, «no fué una Grande, sino una maja». «Tal vez, una maja y una Grande al mismo tiempo», sugirió Cayetana. «No», contestó Francisco con la misma seguridad. «Procede del cuadro “Las hilanderas”», explicó, «no cabe duda, es la que recoge el hilo de la devanadora. Recuerda las espaldas, el cuello, el brazo; recuerda los hombros, el cabello, el porte…».

«Era una maja y no una Grande», concluyó diciendo, no para discutir, pero resuelto.

Cayetana no podía recordar «Las hilanderas». Probablemente, Francisco tenía razón. Se sintió desilusionada. Se había imaginado que sería hermoso estar con él delante de ese cuadro. Apretó el botón y delante de la diosa desnuda, delante de la desnuda hilandera, se deslizó la mitología…

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