Goya

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Tercera parte » 10

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DON MANUEL había calculado bien cuando propuso al rey a Urquijo y a Caballero. Mas no contó con que el primero era algo más que el político codicioso para quien las ideas liberales no eran solamente un tema de salón. Los dos ministros se combatían y trataban de anular mutuamente las medidas de gobierno, como esperaba don Manuel. Urquijo fué un ardiente patriota y un estadista vigoroso con quien no podía medirse Caballero, astuto y egoísta pero inhábil. Urquijo, a pesar de todo, logró disminuir la influencia de Roma sobre la Iglesia española y pasar a la Corte el dinero que los ultramontanos enviaban al Vaticano; pudo también limitar la jurisdicción del Santo Oficio. Y sobre todo, tuvo suerte en su política exterior. Impidió que se hiciesen a Francia las concesiones que Manuel consideró inevitables; con hábil juego entre una prudente condescendencia en lo pequeño y cortés resistencia en lo grande, reforzó la situación de España frente a los aliados poderosos, victoriosos y exigentes.

Manuel estaba desengañado. La reina no le tendía los brazos implorando ayuda, lo miraba fríamente y colmaba de pruebas de su favor y su satisfacción al nuevo presidente del consejo de ministros. Públicamente, Manuel era buen amigo de Urquijo, pero tramaba mil intrigas para impedir su obra. Ayudaba como podía al santurrón Caballero, incitaba a los ultramontanos a atacar desde el púlpito y la prensa al ministro ateo; obtuvo que el Consejo de Castilla reclamara al rey Carlos por la suavidad de la censura impuesta por Urquijo. Sobre todo trató de poner obstáculos al ministro en el exterior. El Gobierno francés vió en Urquijo a un adversario hábil y consciente y trabajó para derrocarlo. Manuel se hizo presente en París y brindó al Directorio el pretexto deseado para pedir la eliminación de Urquijo. El hermano de Carlos, Fernando de Nápoles, habíase adherido a la coalición antifrancesa; derrotado rápidamente, había sido depuesto. Manuel aconsejó al rey que pidiera para su segundo hijo la corona de Fernando. Era una exigencia audaz, porque Carlos, como aliado de Francia, hubiera debido imponer la neutralidad a su hermano. Urquijo explicó a Carlos que eso contrastaba con toda la prudencia política y traería dolorosas consecuencias. Carlos se mantuvo firme y Urquijo pidió a París la corona de Nápoles para el príncipe hispano. Sus predicciones se verificaron. El Directorio consideró ridícula y desvergonzada la pretensión, contestó agriamente y pidió al rey la dimisión del Ministro ofensor de la República. Manuel convenció al rey de las culpas del ministro, y éste, por dignidad, mantuvo a Urquijo por el momento en su cargo, pero lo censuró y comunicó la censura a los franceses. «Este zorro acabará pronto en manos del peletero», decía ufano Manuel.

De repente, ocurrió uno de esos hechos felices con que contaba Godoy. Napoleón volvió de Egipto y se convirtió en primer cónsul. El general vencedor no quiso tratar los asuntos españoles con Urquijo; no ocultó que vería con agrado a su amigo el infante don Manuel a la cabeza del gobierno hispano. Napoleón no se conformaba con que sus deseos no pasaran de tales; retiró al embajador Truguet y lo reemplazó con su hermano Luciano; le entregó el proyecto de un nuevo tratado con España, teniendo en cuenta el orgullo familiar de María Luisa, y ordenó a Luciano que discutiera el tratado con don Manuel y no con Urquijo.

Luciano, en una entrevista secreta, informó a Manuel que el Primer Cónsul quería crear un nuevo reino con el gran ducado de Toscana y las posesiones papales, el reino de Etruria, cuya corona destinaba a Luis de Parma, yerno de los reyes de España, para indemnizarlo del ducado de Parma. En trueque, Napoleón pedía la cesión a Francia de la Luisiana, colonia española en América. Manuel entendió que la propuesta agradaría a la reina, aunque fuera desfavorable para el país, y prometió al nuevo embajador que encarecería esa solución a los reyes.

Desde su gran disputa, Manuel no había tenido ocasión de hablar a solas con la reina. Le pidió ahora una entrevista por razones meramente políticas. Le expuso el proyecto. Se confesó feliz por haber suavizado las relaciones con la República, tensas por la incompetencia de Urquijo; la prueba estaba allí en la generosa oferta de Napoleón. Además, cabía agradecer al Primer Cónsul que evitase iniciar negociaciones sobre asuntos delicados con un ministro incapaz. La reina escuchó, atenta, sentimental, burlona. Había reemplazado a Manuel con el teniente primero de la guardia Fernando Mallo, haciéndolo primer ayuda de cámara del príncipe de Parma. Pero Mallo era tonto y brutal, ella estaba harta y, al ver por fin a Manuel de nuevo, sintió cómo lo había extrañado; lo deseaba con toda su sangre. Urquijo era sin duda un estadista hecho y derecho, pero si Napoleón quería tratar solamente con Manuel…

«Si entiendo bien, infante», dijo ella, «usted cree que este tratado puede ser concertado solamente por usted». Manuel sonrió: «El que el embajador me confíe planes secretos de su hermano», contestó, «parece sin duda una prueba de confianza que no se otorga a cualquiera. De todas maneras, Su Majestad puede preguntarlo al embajador Bonaparte». «Por todos los medios quieres volver a ser primer ministro, Manuelito». dijo romántica y suave la reina; «y quieres volver por el rodeo del general Bonaparte». «Se equivoca, Majestad», declaró amablemente Manuel. «Tal como están las cosas hoy, no podría asumir de nuevo el cargo. Cuando Su Majestad me pidiese consejo, debería recordar la ofensa de su mano». «Yo sé», repuso María Luisa, «que eres muy sensible. ¿Qué quieres arrancarme ahora, chico?». «Su Majestad sabe», explicó Manuel, «que no puedo volver sin pedir satisfacción». «Abre de una vez tu boca de sinvergüenza», contestó la reina, «dime qué quieres para que mi hija sea reina de Etruria». «Pido respetuosamente», repuso Manuel, «que Su Majestad acoja a la condesa de Castillofiel como dama de su Corte». «Eres vulgar y bajo», dijo María Luisa. «Soy ambicioso», corrigió el infante, «por mí y por lo que amo».

Cuando Pepa recibió la invitación del Marqués de Ariza, en nombre de los soberanos, para presentarse al besamanos el día de cumpleaños del rey en el Escorial, se sintió feliz. Su dicha aumentó con el aumento de su embarazo. Y era magnífico ahora ser presentada en la Corte en un día de gran gala. Estaría Manuel, estaría toda la Corte. También Francho; el primer pintor del rey no podía faltar. Y la compararían con la reina, todos, la Corte, Manuel, Francho. Se preparó con esmero. Mandó un correo especial a Málaga, para traer al conde. Complicaría las cosas, pediría unos miles de reales, pero valía la pena. De París acababa de recibir un vestido verde, nuevo, de la Casa Odette, por indicación de Lucía. Haría ensanchar el talle y le sentaría bien con el embarazo. Consultó los cambios con Mademoiselle Lisette. Estudiaría a fondo el «Libro del ceremonial», ochenta y tres páginas de gran tamaño, que la mayordomía de Corte entregaba a los personajes a quienes recibía la realeza.

El día del recibimiento, entró majestuosa en el Escorial al lado de su vacilante esposo y no por la puerta trasera. Pasó por salas y pasillos, sobre las tumbas de los reyes, delante de guardias que presentaban armas y lacayos que hacían profundas reverencias; en las ocho grandes salas todo el personal estaba movilizado, junto con las guardias valona y suiza, un total de 1874 personas. Pepa fué recibida antes por la camarera mayor, la marquesa de Monte Alegre. Había otras diecinueve damas, muy jóvenes casi todas, admitidas al besamanos; parecían nerviosas; la única tranquila y dueña de sí era la condesa de Castillofiel. Había aprendido a estarlo cuando estudió para el teatro. La Camarera Mayor llevó el grupo a la sala del trono, colmada ya de Grandes, prelados y embajadores. A los costados y en las galerías se apiñaba la nobleza menor con los altos funcionarios. La entrada de Pepa causó impresión; ella miraba con desenfado buscando a los conocidos. Muchos la saludaron solemnes; ella contestó amablemente, con inclinaciones de cabeza. En la galería descubrió a Francisco y le hizo señas.

Oyéronse clarines en la antesala, voces de mando, golpes de las alabardas. El mayordomo golpeó tres veces con su bastón y anunció: «Los Reyes Católicos». Y toda la familia real, incluso el infante Manuel, hizo su triunfal entrada. El mayordomo mayor anunció que los Grandes estaban allí para felicitar al rey. «¡Quiera la Santísima Virgen conceder al rey larga vida por bien de España y del mundo!», gritó. Todos repitieron el voto, los clarines resonaron en todo el castillo, tañeron las campanas de la iglesia.

Procedieron al besamanos los doce Grandes de primera clase y sus damas, en primer término. Luego se hizo la presentación de las diecinueve damas, entre las que Pepa era la séptima en rango. Recorría la sala un estremecimiento de curiosidad y expectación, mientras se pronunciaban los nombres de las presentadas. El marqués de Ariza llevó a Pepa a presencia del rey; Carlos no pudo reprimir una leve sonrisa paternal, un poco maliciosa. Luego la condesa de Castillofiel se encontró frente a la reina. Era el momento esperado por todos. Estaba allí don Manuel Godoy, infante, Príncipe de la Paz, de cuya influencia sobre la reina y los destinos de España se ocupaban y preocupaban todas las cancillerías europeas; el hombre cuyas aventuras amorosas contaba todo el mundo con repudio o guiñando el ojo. Y allí estaban también sus dos amantes enfrentadas: la soberana que no podía deshacerse de él, la maja de la que él no podía librarse, y las miraba la legítima esposa de Manuel y las miraba el esposo legítimo de María Luisa, como lo hacía el esposo legítimo de Pepa Tudó.

María Luisa estaba sentada en el trono con su pesado ropaje de damasco, cubierta de joyas, la corona en la cabeza, imagen perfecta de un ídolo. Pepa se la enfrentaba, venusta en su plenitud, joven, floreciente, con su blanco cutis fresco, segura de su belleza. Pepa no dobló la rodilla, como estaba prescrito, a causa de su embarazo; besó la mano de la soberana, volvió a erguirse. Ambas mujeres se miraron a los ojos. Los pequeños, agudos y negros de la reina estudiaron a la presentada, cortés e indiferente. La procesión andaba por dentro. Esa mujer era más linda de lo que había imaginado, más hábil también; resultaba invencible. Los ojos de Pepa brillaban; saboreaba su presencia delante de la poderosa impotente. Dos segundos, como correspondía, la condesa miró a la reina en la cara; luego se dirigió al príncipe de Asturias, el heredero.

Goya desde la galería podía ver los rostros de ambas mujeres. Sonrió. «El gallo no entra en la catedral», pero ahora sí, la jamona lo había logrado; era una señora de título y el hijo que llevaba en sus entrañas sería conde de nacimiento.

Después del banquete, Pepa tomó parte en el juego de naipes de la reina, quien dirigía a ésta y a aquélla palabras amables. Pepa esperó que le dijera algo. Esperó mucho. «¿Está ganando, condesa?», preguntó por fin con su voz sonora y agradable la reina. Había resuelto tratarla como amiga; era lo más cuerdo. «No mucho, Majestad», repuso Pepa. «¿Cómo es su nombre de pila, condesa?», preguntó María Luisa. «Josefa», contestó, «María Josefa. El pueblo madrileño me llama condesa Pepa o simplemente Pepa». «Ciertamente», admitió la soberana, «el pueblo de mi capital es amable y lleno de confianza». Pepa se sorprendió de tanta desvergüenza; la extranjera, la italiana, la ramera, la ladrona, era odiada y la policía debía cuidar mucho para que la reina no fuera molestada en sus salidas de palacio. «¿Usted posee bienes en Andalucía, doña Josefa?», volvió a preguntar María Luisa. «Sí, Majestad», contestó Pepa. «¿Usted prefiere residir en Madrid, verdad?», inquirió la reina. «Sí, Majestad», repuso Pepa. «Como dice Su Majestad, el pueblo de Madrid es tan amable y lleno de confianza. Para mí…». «¿Y el conde su esposo?», preguntó María Luisa. «¿Camparte su alegría en Madrid?». «Ciertamente, Majestad», contestó Pepa, «pero su salud exige una residencia prolongada en Andalucía». «Comprendo», confesó la reina. «¿Espera hijos, doña Josefa?» se informó a continuación. «Gracias a la Santísima Virgen», contestó Pepa.

«Dígame, doña Josefa, ¿qué edad tiene su señor esposo?», preguntó pensativa la reina. «Tiene sesenta y ocho años. Mas espero», dijo Pepa, «y estoy íntimamente segura que nuestra Virgen de Atocha me concederá un parto feliz y un hijito fuerte y sano». Y miró a la soberana a la cara fijamente con ojos inocentes y luminosos.

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