Goya

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Tercera parte » 11

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POR DIGNIDAD, María Luisa quiso evitar la impresión de que se dejaba imponer ministros por el Cónsul Bonaparte. Postergó el retiro de Urquijo. Manuel lo creyó oportuno. Sabía que el tratado propuesto era desventajoso para España, como Miguel también le había demostrado. Si Francia regalaba el trono de Etruria al yerno de la reina, sería alimento para la vanidad de María Luisa, pero lo pagaba España. Le convenía a Manuel que otro ministro firmara ese tratado. No podía desear nada mejor; él trataría con Bonaparte y merecería el aplauso de la reina; Urquijo se opondría; ella no le escucharía y Urquijo tendría que firmar y cargar con la culpa.

Manuel estaba seguro de poder derrocar a Urquijo cuando quisiera y por eso lo trataba como un amigo, lo que no dejó de hacer aun cuando le refirieron que el ministro lo despreciaba y censuraba. Se limitaba a sonreír diciéndose a sí mismo: «Virgen del Pilar, dame grandes enemigos y luego una larga y dulce venganza». Estaba satisfecho, se sentía feliz y de buen humor y quería que otros también lo fueran. Su vieja y razonable María Luisa se conducía a su gusto y él le demostró gratitud y trató de ocultar un poco su amistad con Pepa. Explicó a ésta que importaba mucho el futuro hijo y que quería evitar hasta la sombra de una sospecha con motivo de la criatura; por eso trataba de que el conde se quedara en Madrid hasta el parto; él mismo, por dignidad, desaparecería un poco en los últimos meses. Pepa estuvo conforme; ella también deseaba que el condesito naciera en circunstancias irreprochables.

Hasta la infanta Teresa estuvo agradecida a Manuel y él le demostró simpatía. Tenía hijos de la reina de España, pero no llevaban su nombre; con la mujer amada ocurría lo mismo. Esta infanta por sangre le daría el vástago con su nombre. En realidad, no esperaba mucho de esta mujer esquelética, pero quiso demostrarle apego. Sabía que ella deseaba alejarse de Madrid, pero por ciertas razones él quería que diera a luz en la capital. Por el momento, podía pasar tranquilamente dos o tres semanas en su castillo de Arenas de San Pedro. Además, Goya tenía que hacerle un retrato que ella apreciaría.

Francisco fué con gusto al palacio, cuyo nombre despertaba en él gratos recuerdos. Por intervención de Jovellanos, cuando era todavía un don nadie, el anciano infante don Luis le había hecho retratar allí a su familia. Y le había impresionado a Goya el que el hermano del rey se diera tan poca importancia como un Juan de los Palotes cualquiera. El pintor se quedó todo un mes en el castillo, tratado como un igual. En esos días felices había conocido a doña Teresa, y la había retratado: era una niñita tímida que con él se confiaba alegremente.

Ahora Goya comprendía mejor toda la sabiduría y cordialidad del difunto infante. Tenía derecho eventualmente a la corona, pero había renunciado ese derecho, para casarse con una dama de casta inferior, de apellido Vallabriga. Había preferido vivir en el castillo con la mujer amada y los hijos de su unión, dedicado a la agricultura y a la caza, a sus cuadros y a sus libros. Goya lo creía medio loco; ahora comprendía que, ahora, él mismo hubiera procedido así.

Había hecho un segundo retrato de doña Teresa cuando tenía diecisiete años y había perdido a sus padres. Estaba contenta con su vida en la sombra, lejos de la grotesca pompa de la Corte. Y la lasciva reina había dado a Manuel esta criatura inocente como precio de sus relaciones. Y Manuel la aceptó como pesado accesorio de un ansiado título que de otra manera no hubiera logrado. Desde que Goya era muy desdichado, comprendía mejor la desgracia ajena. Notó el triste embarazo de la infanta, vió cómo ésta padecía en la absurda y chocante situación que la hería muy hondo. La retrató cuidadosa y delicadamente, poniendo en la obra toda su simpatía por la hija de un viejo protector. Nació así un cuadro finísimo: el cuerpo frágil e infantil viste un traje blanco, vaporoso, cerrado debajo del pecho; el cuello y el busto delicados, y bajo una cascada de rubio cabello, una cara alargada, sin hermosura pero atractiva, que refleja todo el pesar íntimo de la criatura encinta: los ojos grandes, tristes, asustados, contemplan un mundo cuyo horror no comprenden.

Manuel, cuando vió el retrato, quedó turbado, no conocía toda esa emotiva delicadeza de su mujer. Lo invadió una sensación de piedad, de leve culpa, y exclamó ruidosamente: «¡Por vida del demonio! Francho, me pintaste a mi infanta en tal forma que tendré que enamorarme de ella». Pero Manuel no se presentaba para ver el retrato, sino para llevarse a Teresa a Madrid, donde debía nacer el hijo. La reina y él querían mostrar al mundo su reconciliación; la Corte participaría en el bautismo del niño. El 15 de octubre, un correo especial de Manuel llegó al Escorial, anunciando a la reina que la infanta había dado a luz una hijita sana. La reina pidió a Carlos que regresaran en seguida a la capital, para realizar el bautizo en las habitaciones del rey. Éste se sintió molesto. Se ahorraba la visita a las tumbas de los antepasados, pero el plazo de residencia estaba fijado por el ceremonial. María Luisa declaró que los extraordinarios servicios de Manuel lo exigían y el rey cedió.

Carlos dió las órdenes a su primer maestresala, que opuso sus respetuosos reparos: durante dos siglos y medio el ceremonial había sido respetado. La reina observó fríamente: «Alguna vez ha de ser la primera». «Ya lo oyes, querido», confirmó el rey. Indignado, el marqués de Ariza confesó al marqués de la Vega Inclán y a la marquesa de Monte Alegre: «Estoy por arrancar del Libro del Ceremonial la página 52 y luego dimitir».

Este quebrantamiento de la etiqueta causó sensación. Los embajadores informaron a sus gobiernos que don Manuel volvería a tener en sus manos la dirección omnímoda de los destinos españoles. La permanencia de los reyes en la capital no debía exceder de un día y medio, pero todos los ministros, los funcionarios de la Corte, el personal mayor y menor, la orquesta de palacio y el servicio personal de los reyes y de los infantes tenían que acompañar a los soberanos.

El bautizo revistió la solemnidad que sólo se acostumbraba para el bautismo del heredero del trono. Escoltada por guardias suizos, la Camarera Mayor fué al palacio de Alcudia para traer a la Corte el hijo de Manuel. La siguió un ama en el coche real. Efectuó el rito en las habitaciones del rey el Gran Inquisidor Reynoso y Arce. La recién nacida recibió el nombre de Carlota Luisa. Carlos quiso tener en sus brazos a la criatura, la acunó con cuidado, extendió un dedo casi hasta la pequeña cara y dijo: «Tatata… Una linda criatura… Una princesa robusta y sana, que honrará a la Casa de Borbón». Y la Camarera Mayor devolvió luego la niñita al palacio de Manuel, escoltada esta vez por la guardia valona.

Más tarde, los reyes acudieron al palacio de Alcudia en el coche de gala que les regalara poco antes la República francesa; había pertenecido a las cocheras de Luis XVI. Don Manuel ofreció el banquete de gala, al que asistieron los reyes, casi todos los dignatarios y el embajador francés Luciano Bonaparte. En dos salones se exponían los regalos recibidos; Napoleón había enviado un sonajero de oro. La reina examinó los regalos y los valuó en tres millones. Ella misma otorgó a la recién nacida la Orden por ella fundada, «Nobilitati, virtuti, merito». Manuel hizo lanzar cinco mil reales a la muchedumbre, pero la chusma maldecía.

Pocas semanas después, dió a luz Pepa. El condesito de Castillofiel fué bautizado por el obispo de Cuenca con el nombre de Luis María y, entre otros más, los de Manuel y Francisco. El acto se realizó en el palacio de Bondad Real.

Asistió también don Manuel y un maestresala en representación del rey. Éste entregó como regalo del soberano una pieza rara y milagrosa, un diente de San Isidro, montado artísticamente en oro; el poseedor lograba el poder de tornarse simpático y conquistar amistad.

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