Goya

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Tercera parte » 12

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EL DÍA ANTES DEL BAUTISMO de la infanta, Luciano Bonaparte visitó al primer ministro Urquijo por asuntos políticos. Cuando se separaron, el embajador manifestó con indiferencia que volverían a verse al día siguiente en la capital. Urquijo repuso que no se sentía bien y no iría a Madrid. Luciano Bonaparte, sorprendido e irónico, observó: «Es una desgracia, Excelencia, que se enferme justamente mañana». Y esta enfermedad fué la última causa de su caída. Urquijo había emitido en los últimos días muy desdeñosas manifestaciones acerca de Manuel; su ausencia del bautizo fué como un desafío. Manuel lo aceptó y de acuerdo con la reina resolvió pedir a don Carlos la eliminación del atrevido en la primera oportunidad.

Ésta llegó pronto. El Papa se quejó en carta confidencial de algunas expresiones herejes del embajador español ante la Santa Sede, anunciando reformas proyectadas por Urquijo que herían antiguos derechos del Pontífice. El Papa pedía al rey católico que impidiera esas reformas y no se aliara con los perseguidores de la Iglesia amenazada; le correspondía defenderla. El Papa había indicado al Nuncio Apostólico que entregara la carta en manos del rey; el prelado, conocedor de la enemistad de Manuel por Urquijo, se dirigió al Príncipe de la Paz y logró que los reyes lo recibieran a espaldas del primer ministro.

El Nuncio entregó la misiva y rogó al rey que la leyera en seguida. Carlos se turbó durante la lectura; había firmado dos semanas antes las leyes respectivas que según Urquijo liberarían a España de Roma. Había vacilado mucho, pero ante las explicaciones astutas del ministro había cedido. Urquijo le previno que los ultramontanos enloquecerían, pero él le aseguró protección contra los ataques de los frailucos. Y ahora ardía Troya. Carlos balbuceó perplejo algunas disculpas, afirmó su profundo respeto por el Padre Santo. El Nuncio contestó que lo comunicaría al Papa, pero que temía mucho que no se diera por satisfecho. El prelado se fué y la reina y Manuel discutieron con don Carlos. Urquijo lo había engañado, arrancándole con diabólica elocuencia el edicto blasfemo. El remordimiento del rey se convirtió en furor contra Urquijo; la reina y Manuel aprovecharon el momento. Urquijo debía ser llamado inmediatamente a rendir cuentas.

El primer ministro guardaba cama, enfermo. Tuvo que levantarse y, nada preparado, se presentó ante los reyes y don Manuel, su peor enemigo. «¿Qué te permitiste?», le gritó el rey. «Me has engañado como a un niño. Me colocaste en disputa con el Padre Santo y has conjurado la ira de Dios sobre mí. ¡Hereje!». «Expuse a Su Majestad el pro y el contra, como era mi deber», contestó el enfermo. «Su Majestad escuchó mis razones y las aceptó antes de dignarse firmar. Algo más, Señor; Su Majestad me prometió protección, si fuera necesaria». «Es una atrevida mentira», rugió don Carlos. «Te prometí protección contra los frailucos, pero no contra el Nuncio y el Padre Santo. Tú tienes la responsabilidad de que ahora me encuentre casi en guerra con Roma. Y quienes cargarme con el crimen…». Y antes de calmarse, gritó: «¡A Pamplona! ¡A la fortaleza!». Sólo con esfuerzos impidieron María Luisa y Manuel que le pegara.

Después que el ministro se hubo retirado pálido como un cadáver, pero altivo, María Luisa pensó que era una lástima haberlo perdido. Carlos, meneando la cabeza, confesó: «Cosa curiosa; esta mañana le tenía simpatía; ahora es un criminal y tengo que encerrarlo».

Tratando de calmar al rey, Manuel le dijo: «No piense más tiempo en él, Señor. Tranquilícese y deje lo demás a cargo de la Inquisición».

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