Goya

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Tercera parte » 13

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POR CONSEJO del infante don Manuel, don Carlos, para demostrar amistad y veneración al Primer Cónsul, encargó al pintor David un cuadro que ensalzara al general Bonaparte. David eligió como tema: «El paso del San Bernardo», exigió doscientos cincuenta mil reales y el derecho de hacer tres copias ligeramente distintas. Importaba mucho mantener buenas relaciones con Napoleón. El cuadro llegó y se envió a Aranjuez; los señores Goya, Bermúdez y Esteve lo examinaron. Un magnífico cuadro de dos metros y medio de alto por otro tanto de ancho. Entre montañas salvajes, Napoleón montaba un caballo encabritado; soldados y cañones, pequeños y en sombra, se movían en su torno; desvaídas letras en las rocas recordaban a los otros dos guerreros que cruzaron los Alpes: Aníbal y Carlomagno.

Después de larga pausa, Miguel habló el primero: «Una glorificación del genio digna como pocas. El mundo alpino gigantesco se torna enano ante la grandeza de Napoleón. Y a pesar de lo monumental del conjunto, hay un retrato del héroe». «Por un cuarto de millón, podría pretenderse un poco más de parecido», opinó objetivamente Goya. «El caballo es un milagro de la naturaleza», observó seco Agustín. «Los traseros de tus caballos son mejores», afirmó Francisco. Miguel discutió con Esteve: «Usted no perdona a David que no se haya dejado guillotinar. Yo me alegro que el gran artista siga viviendo. Y tampoco puede reprochársele que renegara del modelo romano. Como ciudadano de Roma hubiera tomado partido por Augusto, con razón, al ver podrida la República. Cuando supo del golpe de Estado, dijo maravillosamente: “No éramos lo bastante virtuosos para una República”».

Goya no había entendido. «¿Qué dijo el colega David?», preguntó. En el gran salón, Miguel repitió en alta voz: «No somos lo bastante virtuosos para una República». Francisco se limitó a replicar: «Ya lo veo». Veía que David era ahora el pregonero charlatán del joven general, como lo fuera antes de la Revolución. ¡Y esto era virtud! Quizás Miguel era sincero. También él, cuando joven, había pintado en Parma, para una exposición, un «paso de los Alpes», el de Aníbal. En el cuadro puso mucha pompa guerrera, soldados, armas, elefantes, banderas. David era económico y dominaba la técnica; pero la concepción de David maduro era tan superficial como la suya a los veinte años.

Agustín continuó burlándose. «Todo lo que David tiene de maleable en política», opinó, «lo ostenta de rigidez en el arte. Pintor lento, pero estadista veloz». «No se deje arrastrar por su sentimiento, don Agustín», pontificó Miguel. «En las manifestaciones políticas hay que eliminar el odio. Hacer política o juzgarla, implica poseer sentido de la justicia. De todas maneras», concluyó, como indiferente, pero recalcando las palabras, «pronto hemos de saber algo genuino acerca de David. La misión de Lucía en París ha terminado. La espero de regreso dentro de dos semanas».

Goya vió las muecas en la cara de Esteve. Había entendido bien esta vez y también él estaba turbado. Ella volvía a su Miguel, como si nada hubiera pasado, y él la recibiría también como si nada hubiera ocurrido. ¿Y el abate? Lucía abandonaba a uno y luego al otro. Así eran Cayetana y Lucía.

En efecto, doña Lucía apareció a las dos semanas en Madrid. Invitó en seguida a sus íntimos a una tertulia. Y fueron los mismos de la velada en que Manuel conoció a Pepa. Faltaba solamente el abate. Pareció como si Lucía volviese de un descanso en el campo. Goya la observó atentamente. Su retrato había sido exacto; era el retrato de la mujer actual. Estaba un poco disfrazada, extrañamente astuta, con un sosiego inquietante; una dama intachable, pero con un halo más espeso de aventura alrededor. Había algo de común entre ellos, entre Francisco y Lucía. Pertenecían indiscutiblemente a la clase superior, pero vivía en ambos todavía lo inferior de donde procedían.

Lucía habló de París, pero nada dijo de aquello que más esperaban todos: la suerte del abate. Y su amable frialdad de dama impedía preguntas delicadas. Después se reunieron Lucía y Pepa, amigas íntimas como antes, llenas de comprensión mutua. Todos vieron cómo se divertían de la sumisión masculina. Si Lucía podía referir a alguien lo ocurrido entre ella y el abate, era a Pepa. Con Goya habló poco. Ella no solía hablar muy claro, tal vez le pesaba entretenerse con el sordo. Quizá sabía que él la conocía mejor que los demás y era prudente. Goya no se irritó.

Se sorprendió agradablemente, cuando en lo sucesivo ella apareció a menudo en la quinta, para charlar con él y con Esteve en el taller. No hacía caso de la sordera de Goya, ni hablaba claro ni escribía tampoco lo que él no oía. Pero estaba a gusto allí y observaba la labor del artista. A veces acudía con Pepa; charlaban entre sí o descansaban mudas y perezosas. A pesar de su afecto por Francisco, Agustín, al ver a las dos hermosas mujeres, sentía la vieja amargura con una mezcla de envidia. Francisco estaba viejo y sordo y las mujeres seguían corriendo tras él sin tener una mirada para el desdichado ayudante. Sabía de arte como nadie en España y sin él Goya no sería Goya. Éste no ocultaba lo poco que le importaban ambas mujeres. En el fondo, pensaba siempre en la excelsa aquella que le había hundido en la desdicha; y la de Alba estaba allí en el único cuadro que había conservado. Las dos mujeres admitían todo eso…

Cuando Esteve veía a Lucía sentada debajo del retrato de Cayetana, no comprendía que se pudiera conformar con la duquesa quien podía tener a la otra. Con cualquier disfraz, la de Alba no dejaba de ser una ridícula duquesa; ni siquiera el arte de Goya pudo transformarla en maja; seguramente debió de hacer notar al pobre Francho la fantástica distancia entre un pintor vulgar y una Grande provocando su negra furia. Lucía, en cambio, llegó a verdadera gran dama, sin dejar de ser una verdadera maja; no le importa la opinión pública; se va con el abate a París cuando le place y, cuando siente nostalgia de Madrid, vuelve despreocupada a su sabio borrico de marido.

Una vez, ausente Pepa, dijo Lucía de repente: «Creía que ustedes eran amigos del abate. Me parece muy mal que nunca hayan preguntado por él». Hablaba indiferente, sin dejar entender para quién era el reproche. Goya siguió pintando; no se había fijado en los labios de la mujer. Esteve, turbado por el asombro, ofreció: «Si quiere, Francho, le escribo las palabras de la señora». «¿De qué se trata?», preguntó desde su caballete Goya. «Del abate», deletreó casi Agustín. Goya dejó de pintar y miró a Lucía atentamente. «Regresará muy pronto», informó la mujer con indiferencia. Goya dejó la paleta y los pinceles y comenzó a pasearse de un lado a otro. «¿Cómo pudo lograrlo?», preguntó. Lucía le echó una mirada un poco irónica, casi velada. «Le escribí que debía volver», contestó «Pero ¿y la Inquisición?», exclamó Esteve; «su retorno significa la hoguera. El Santo Oficio no lo aguantará». Con voz ligeramente arrastrada, la mujer explicó: «Pepa y yo hemos hablado con don Manuel, que interesó al Gran Inquisidor. El abate deberá soportar algunas molestias, es cierto, y él está dispuesto a todo; por lo menos estará en su tierra».

Doña Lucía hablaba con indiferencia, sin ufanarse. Goya y Esteve estaban helados. Pensaron rencorosamente en la sensación de triunfo de esta mujer, que había logrado de los superiores de su esposo el retorno del amante. Y éste volvía, dispuesto a enfrentarse al peligro y al sacrificio, para respirar el mismo aire que ella. El Gran Inquisidor Reynoso debía de haber pedido un alto precio seguramente para renunciar a quemar vivo a ese archihereje. Y lo que Manuel había «hablado» con Reynoso pesaría ciertamente en la vida de otros seres. Y la mujer hablaba de esto tranquilamente como una dama en una tertulia o en el salón de la peinadora. Goya tuvo que recordar a la avellanera del Prado, aquella verdadera maja que lo insultó, igual a esta vulgar y pícara Lucía, atrevida y cruel, que se reía del primer ministro, del Gran Inquisidor, del país entero.

Pero, al parecer, ella se había enorgullecido demasiado pronto de su victoria. Pasaron semanas, pasó un mes y pasó otro mes, sin que se oyera hablar del regreso del abate.

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