God of War

God of War


Capítulo 8

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Capítulo 8

Kratos trepó a lo alto de una pila de cadáveres para ver cómo avanzaban los trabajos de reparación de la muralla. Los ingenieros habían dispuesto robustas vigas contra el muro y habían enterrado postes en el suelo que les servían como apoyo. No era una obra muy refinada, pero serviría para impedir que los esbirros de Ares accediesen al camino. Si evitaba un posible ataque por la espalda de los esqueléticos arqueros, podría volver a avanzar hacia la ciudad. Sin decir una palabra a los defensores que tenía más cerca, Kratos saltó al camino y echó a correr en dirección a la ciudad.

La noche caía sobre Atenas. Las enormes columnas de humo se alzaban en círculo, iluminadas tan sólo por los mismos fuegos que las generaban. Sobre aquella neblina, Kratos divisaba a veces al mismísimo Ares, grande como una montaña, descollando sobre la Acrópolis. De la misma mano del dios provenía el fuego griego, grandes bolas flamígeras que iba lanzando a su capricho por toda la ciudad.

El camino empezó a llenarse de refugiados, ciudadanos que intentaban aferrarse a lo que más les importaba: huir de la ciudad mientras pudiesen, dejar vía libre a los soldados para que la fortificasen y defendiesen de la mejor manera posible. Cada pocos metros, la aglomeración era tan grande que a Kratos le costaba un gran esfuerzo avanzar, pero el espartano no tardó en subsanar este pequeño inconveniente; cada vez que esto sucedía, Kratos se abría paso con la ayuda de las Espadas del Caos. Los sangrientos pedazos de los refugiados volaban por encima de Kratos, y los atenienses que presenciaban la carnicería hacían todo lo posible por no cruzarse en su camino.

Kratos no malgastó ni un instante en aquellos desdichados. No estaba allí para salvar a los ciudadanos; las Espadas del Caos se bebían su sangre inocente igual que lo hubiesen hecho las armas de sus enemigos. La fuerza que lo inundaba con cada nuevo asesinato lo hacía correr aún más rápido; parecía llevar puestas las sandalias aladas del mismísimo Hermes.

Cuanto más se aproximaba a la puerta destruida de la ciudad, más nocivo parecía el humo oscuro. Jamás podría olvidar la visión de los cadáveres ardiendo. Después de tantos combates, ya les resultaba imposible cavar tumbas para todos; siempre había más muertos que palas y que hombres disponibles para usarlas. Kratos había ordenado que se amontonasen los cuerpos y se les pegase fuego. Cientos de cadáveres habían alimentado la pira funeraria que no había dejado de arder desde hacía años.

Las puertas de la ciudad estaban hechas pedazos. Unos pocos ciudadanos se abrían paso entre los escombros mientras el fuego de Ares seguía cayendo sobre ellos; sus gritos eran breves y en seguida acababan formando parte de la gran pira. Sólo el cuartel resistía intacto, aunque parecía abandonado. Sin embargo, cuando Kratos pasó por delante, oyó una voz que gritaba desde una de las ventanas en sombras:

—¡Eh, tú! ¡Detente! —La voz era débil, jadeante, y cuando Kratos se volvió a ver quién le hablaba se encontró con un hombre encorvado y lleno de arrugas, con las fuerzas justas para mantenerse en pie en el interior de su armadura—. Qué… ¿qué estás haciendo aquí?

—Busco a la sacerdotisa del oráculo de Atenea, anciano.

El viejo guardián se quedó mirándolo con sus ojos miopes.

—¿El oráculo? ¿Para qué?

—¿Dónde está? —preguntó Kratos con toda la paciencia de la que era capaz.

—Tiene una habitación en el Partenón, en el lado este de la Acrópolis, pero… —el viejo movió la cabeza mostrando su desconsuelo— toda esa zona está en llamas. La sacerdotisa debe de estar muerta. Nadie la ha visto desde que empezó la batalla. Una vez me predijo el futuro, ¿sabes? Hace mucho tiempo de eso. Tenía que hacer un sacrificio…

Kratos consiguió contener el deseo de cortarle la cabeza al viejo.

—¿Cómo puedo llegar hasta la Acrópolis? —masculló.

—Por aquí no puedes cruzar.

—¿Cómo?

—Justo antes de que una de esas bolas de fuego destruyese la puerta, el comandante de guardia me dio órdenes de que no dejase entrar a nadie. —El viejo sostenía una daga en su mano temblorosa—. Además, ¿para qué quieres ir hasta allí? Todo está infestado de muertos vivientes, cíclopes, y lo que es peor aún, he visto al Minotauro.

Kratos hizo un gesto de cansancio pensando en el combate en la muralla. Más esfuerzos inútiles. El ejército de Ares ya había entrado en la ciudad.

Dejó al hombre balbuceando y se adentró en las oscuras calles apenas iluminadas por los lejanos incendios.

Mientras atravesaba corriendo la ciudad en penumbra, Kratos se maldijo por haber sido tan estúpido mientras las Espadas del Caos entonaban su canción carmesí a través de los incontables cuerpos de los esbirros de Ares. Hacía pedazos a los legionarios muertos vivientes con tal premura que ni siquiera lograban que Kratos aminorase el paso. Los arqueros esqueléticos lanzaban flechas flamígeras a su paso, pero ninguna lo alcanzó. Hábilmente, con apenas un gesto, eludía a cíclopes furiosos y a espectros que aparecían y desparecían de forma fantasmal.

Y todo aquello para nada. Al igual que la carnicería que había protagonizado en la brecha de la muralla, todo aquello no había servido para nada.

El ejército de Ares no había atacado la muralla para conseguir acceder a la ciudad, sino porque allí era donde estaban los soldados. A las legiones de Ares sólo les interesaba matar. Si los soldados atenienses hubiesen acampado en El Pireo, allí habrían atacado aquellas criaturas repugnantes. No necesitaban cruzar ninguna muralla. Mientras Kratos corría, más y más enemigos brotaban del suelo, como si un averno inconcebible hubiese abierto sus puertas y dejado salir a toda su prole.

Kratos se maldijo por luchar contra ellos como si fuesen seres humanos.

No se entretuvo en matarlos. ¿Para qué molestarse? No podía proteger Atenas y a sus habitantes del ataque del ejército de Ares. Era imposible destruir el ejército de un dios. Como los dientes de un dragón, cada bestia que Kratos mataba podía renacer en cualquier lugar, en cualquier momento. Matarlos sólo servía para dar más fuerza a las espadas, una fuerza que él ya no necesitaba. Al infierno con la lucha. Buscaría a la sacerdotisa del oráculo, averiguaría su secreto y seguiría su camino.

Como debería haber hecho desde el principio.

Oyó resoplidos y gruñidos procedentes de la siguiente esquina que se mezclaban con las voces de hombres que chillaban como niños pequeños. Pronto aparecieron dos soldados atenienses, corriendo como locos, dejando atrás armas y escudos. Le gritaron a Kratos que corriese. «Está justo detrás», dijeron. Un segundo después, Kratos descubrió que huían de una enorme criatura con cuerpo de hombre y la cabeza y las pezuñas de un toro.

El Minotauro, el monstruo cretense al que supuestamente había matado Teseo. Kratos resopló. ¿Por qué iba a sorprenderlo descubrir que la criatura estaba viva? Después de todo, Teseo era ateniense.

El Minotauro blandía un enorme labris, el hacha cretense de doble filo, del tamaño de un hombre y el doble de pesada. La enorme bestia levantó el labris a gran altura y, con un potente movimiento, la lanzó, haciéndola girar sobre sí misma a través de la impenetrable oscuridad.

Uno de los soldados miró asustado por encima del hombro y, al ver cómo se acercaba el hacha, se agachó a un lado. El otro no llegó a darle la vuelta. La primera noticia que tuvo del hacha voladora fue cuando ésta seccionó su cabeza con un corte limpio y siguió su camino a la misma velocidad. Silbando en el aire, dando vueltas sobre sí misma, en dirección a la cara de Kratos.

Kratos calculó la distancia y la velocidad del giro y dio un paso hacia adelante para que lo golpease el mango del hacha voladora y no el filo embadurnado de sangre. La fuerza del impacto hubiese matado a un hombre normal. Kratos ni siquiera parpadeó.

—¡Huye! —gritó el soldado que quedaba con vida mientras pasaba corriendo a su lado—. ¡Tienes que huir!

—Los espartanos corren hacia el enemigo —contestó Kratos con todo el desdén del mundo.

El Minotauro bramó, bajó sus anchísimos cuernos y arremetió contra él.

Kratos sopesó el labris.

—Querrás recuperar esto —dijo, y la arrojó contra el monstruo, que paró en seco, gruñó e intentó repetir la hazaña de Kratos. El Minotauro estaba a punto de descubrir que era más difícil de lo que parecía.

Erró en el cálculo por medio paso. El filo del hacha le atravesó la mano, después el hocico y luego el cráneo, y siguió girando hasta desaparecer en la penumbra.

El cadáver medio decapitado comenzó a balancearse. Kratos levantó la cabeza cortada del soldado ateniense y la lanzó como si fuese una piedra. La cabeza golpeó contra el pecho del monstruo e hizo que la enorme bestia se desplomara.

Kratos miró con desprecio al soldado muerto. Cuando pasó junto al cadáver del Minotauro hizo un gesto desdeñoso y soltó un bufido.

Teseo. Menudo héroe. Sólo los atenienses convertirían en héroe a un hombre por matar a aquella bestia mezquina. Menos mal que Kratos no estaba allí para salvar a toda aquella gente; su sola visión lo repugnaba.

Sin embargo, antes de llegar a la esquina, se dio cuenta de que había cometido un error. No se trataba del Minotauro, sino tan sólo de uno de los minotauros: tres hombres toro más se le acercaban con las hachas en alto.

Kratos sacó las Espadas del Caos sin aminorar el paso. Otra demora sin sentido. Haría mejor en apartarse de las calles principales.

Los tres minotauros se desplegaron para bloquearle el paso, pero una carrera más rápida que el galope de un caballo le dio a Kratos el impulso que necesitaba. A unos diez pasos de los monstruos, Kratos lanzó hacia arriba una de las Espadas del Caos, que se enganchó al borde del balcón más cercano. La cadena se tensó y lo elevó por encima de las cabezas de los atónitos minotauros. Lanzó la otra espada a un balcón más alto y así se fue balanceando hasta llegar a los tejados.

Desde allí se veía perfectamente el Partenón, y tras él se alzaba sobre el horizonte la figura del dios de la Guerra, que seguía lanzando escombros en llamas sobre la ciudad.

Esa pequeña pausa fue suficiente para que los esbirros de Ares volviesen a localizarlo. Una bandada de arpías descendió en picado sobre el tejado en el que se encontraba, los espectros atravesaron las paredes cercanas y el edificio entero se tambaleó cuando los minotauros y los cíclopes escalaron sus muros.

—¡Ares! —gritó Kratos desafiante, blandiendo el fuego inmortal de las Espadas del Caos.

El monumental dios de la Guerra se volvió para mirarlo; sus ojos parecían sangrientas lunas llenas. Detrás de las llamas de su barba, los labios de Ares dibujaron una cruel sonrisa mientras alzaba hacia el cielo su mano ardiente lo suficiente como para prender fuego a las nubes. Lanzó una bola incandescente más grande que el edificio en el que se encontraba Kratos. Mientras el proyectil flamígero se aproximaba a enorme velocidad, Kratos tuvo un segundo para preguntarse si su soberbia y su orgullo no lo habrían hecho precipitarse al llamar la atención del dios de la Guerra.

Dio un prodigioso salto desde donde lo cercaban todos sus enemigos hasta alcanzar el muro de un edificio cercano de mayor altura, volvió a saltar y pasó por encima de una plaza algo más grande. Fue a caer contra una columna medio derruida y se agarró a ella mientras miraba a su espalda el tejado que acababa de abandonar. Lo que vio le dio que pensar.

El edificio entero se convirtió en una gran masa de fuego; las arpías chillaban, los cíclopes aullaban y los minotauros bramaban mientras eran consumidos por las llamas. Entonces fue él quien gritó, cuando un pedazo de fuego gelatinoso le recorrió la espalda. No pudo agarrarse más fuertemente y fue deslizándose columna abajo hasta caer al suelo retorciéndose de dolor. Rodó sobre sí mismo, como si fuesen simples llamas lo que le quemaba la carne, pero no le sirvió de gran ayuda.

Las llamas lo acorralaban y la plaza se llenó de monstruos. Con un esfuerzo sobrehumano, apretando los dientes para soportar el ardor que le quemaba la espalda, Kratos se lanzó hacia adelante. Hacia el Partenón. Hacia el templo de Atenea. El dolor no consiguió que el Fantasma de Esparta aflojase el paso. Siguió trastabillando hacia el oráculo, hacia el secreto que le revelaría cómo matar a un dios.

Kratos corría lo más rápido que podía. El dolor de la espalda iba menguando y mataba cuando tenía que hacerlo; fue dando tumbos por las calles, por los tejados, e incluso por las laberínticas cloacas que conectaban las interminables catacumbas. Aunque las aguas negras le quemaban en la espalda más de lo que podía imaginar, aguantó sin desfallecer, y para cuando emergió de nuevo a la superficie la herida provocada por Ares se había restañado. Tenía la piel tirante, pero podía moverse y pelear si era necesario. Por fin, pasado un rato que le pareció eterno, llegó a la ancha avenida que conducía de la Acrópolis al Partenón. Un nuevo desafío le aguardaba.

El camino estaba patrullado por centauros. Salvajes e indomables, aquellos monstruos, mitad hombre y mitad caballo, tenían, y Kratos podía atestiguarlo, una merecida fama de ferocidad. Ya se había enfrentado en otras ocasiones a aquellas criaturas y sabía que podían resultar temibles como adversarios.

Pero ninguno había vivido para contarlo. Ninguno que se hubiese enfrentado al Fantasma de Esparta.

El que estaba más cerca lo divisó entre el humo. Relinchó en son de guerra, retrocedió caracoleando para volverse hacia él y cargó sin pensárselo dos veces.

Kratos se afianzó donde estaba y esperó.

Golpeando con las pezuñas en el suelo, el centauro galopó en su dirección. Kratos se dio cuenta de que no podía ganar a la criatura en velocidad, y menos con la piel de la espalda desgarrándose dolorosamente a cada movimiento que hacía. Calculó bien la distancia y se echó a un lado en el último momento. Como a cualquier cuadrúpedo, una vez emprendido el ataque, al centauro le era imposible girar lateralmente. Kratos dejó que el hombre caballo pasase de largo. Sin embargo, a diferencia de otros cuadrúpedos, los centauros poseían la capacidad de girar la parte superior del cuerpo.

Y eso fue lo que hizo. La punta de la lanza estuvo a punto de ensartar a Kratos. Un rápido movimiento con la espada evitó una grave herida en el costado.

El hombre caballo intentó clavar las pezuñas traseras en el suelo para frenar y dar media vuelta, pero los centauros no podían corregir la dirección del ataque tan rápidamente. Kratos aprovechó la situación. Se lanzó a la carga mientras todo el peso del centauro se apoyaba sobre las pezuñas traseras. Si el centauro hubiese intentado darle una coz, la ofensiva de Kratos habría fracasado.

Se arqueó sobre la espalda del hombre caballo e hizo que las Espadas del Caos trazasen dos círculos mortales. Cualquiera de ellas habría provocado la muerte del centauro. La derecha le hizo un tajo profundo en el cuello y la izquierda le desgarró el costado y dejó caer un torrente de vísceras sobre el suelo de la plaza.

Kratos perdió el equilibrio, resbaló en la sangre del centauro y cayó pesadamente sobre su cadáver. Durante unos minutos fue incapaz de levantarse del charco. Haciendo un gran esfuerzo, se puso en pie, se irguió y recuperó parte de su fuerza habitual, aunque su capacidad de movimiento seguía restringida por la piel de la espalda, tan tensa como la de un tambor. Inspeccionó la zona. Era tal como se temía: gran parte del ejército de Ares había entrado en la ciudad. Dos centauros más se aproximaban al galope.

Uno de ellos sostenía una lanza de grandes dimensiones bajo su musculoso brazo; el otro hacía girar una gran bola de hierro unida al extremo de una larga cadena. Kratos se echó al suelo en el momento justo en que se le venían encima. La bola atada a la cadena le pasó por encima de la cabeza sin hacerle ningún daño, pero la lanza se le clavó en el antebrazo. De no ser por la cadena incrustada en la carne y fundida al hueso, habría perdido una mano. A pesar de la herida, el contraataque no se hizo esperar. De haber estado en perfectas condiciones, si sus músculos y su poderosa espalda hubiesen respondido como debían, no habría errado el golpe. Pero falló, y el centauro salió ileso del ataque de sus espadas. De rodillas, como un penitente, desplegó las Espadas del Caos hacia los lados y cortó las patas delanteras de los dos centauros. Las bestias cayeron de bruces, patinando, y dejaron un reguero de sangre en el suelo. Kratos se levantó, y con un movimiento más de las espadas hizo que las dos cabezas se separasen de sus cuerpos.

Sacudió las espadas para limpiarlas de restos de vísceras mientras buscaba nuevos enemigos, nuevas víctimas, pero a su alrededor sólo encontró hogueras y restos de la carnicería. Había incendios por todas partes, como malas hierbas que devoraban la ciudad.

Emprendió el camino hacia el Partenón y recuperó las fuerzas a cada paso. Las Espadas del Caos, después de haber acabado con varias vidas, volvían a nutrirlo y le permitían regenerarse. La piel de su espalda seguía tirante como recordatorio de la estupidez que había cometido al intentar provocar a un dios. A ratos, Kratos usaba las espadas como bastones para apoyarse en el sendero, cada vez más empinado. El soldado le había dicho que el oráculo de Atenea estaba en un templo cercano a la majestuosa estructura, ennegrecida ahora por el hollín e iluminada por la ciudad en llamas.

Kratos oyó un silbido cada vez más fuerte que no le era en absoluto desconocido. En un abrir y cerrar de ojos, se lanzó de cabeza al otro lado de un pequeño muro un instante antes de que otra bola de fuego divino salpicase de líquido ardiente toda la zona. Huyendo de una de las llamaradas se adentró en el patio para buscar refugio bajo los aleros revestidos de azulejos. No podría soportar pasar una vez más por esa angustia. Encontró una fuente invadida por la maleza con algo de agua. De un salto se metió dentro y rodó sobre el barro húmedo y maloliente. El agua estancada olía a peces muertos, pero sirvió para sofocar lo que quedaba del líquido que le quemaba la espalda.

—Por todos los dioses —farfulló, apretando los dientes mientras lo invadía la última oleada de dolor. Se puso en pie, consciente de que podía retomar el combate. Por su honor, por Atenea, y porque era lo único que sabía hacer.

Lo esperaban nuevos obstáculos al regresar a la calle empedrada. Las bolas flamígeras invadían todos los caminos que llevaban hacia la cumbre y los convertían en ríos de fuego. Ares le cerraba todos los accesos, como si supiese hacia dónde se dirigía Kratos.

Éste maldijo su destino y echó a correr una vez más. Comenzó a rodear la Acrópolis: debía de haber algún hueco en el anillo de fuego trazado por el dios de la Guerra.

Su nuevo empeño lo condujo a una zona de Atenas más tranquila y que hasta el momento se había librado de la destrucción. La gente observaba con miedo desde las ventanas, pero no había ningún cadáver en las calles, si bien eso no iba a tardar en cambiar; un poco más allá de donde se encontraba, se topó con una patrulla de muertos vivientes.

Los monstruosos esqueletos acechaban en las calles, blandiendo unas guadañas que parecían capaces de cortar las mismísimas columnas del Partenón. Kratos se percató de que las criaturas llevaban armaduras, unas armaduras ennegrecidas por el hollín pero sin ninguna señal evidente de quemaduras. Una armadura que pudiera protegerlo del fuego de Ares era exactamente lo que necesitaba.

Se acercó por detrás de los bien pertrechados esqueletos y aceleró el paso para aproximarse cada vez más rápido. Algún instinto impío debió de alertar a los esqueletos de su llegada. Se dieron media vuelta y los largos y siniestros filos de sus mortales guadañas ansiaron derramar sangre espartana. Detuvo al que tenía más cerca con su espada izquierda. Saltaron chispas y llamaradas, como al echar madera verde de pino en una fogata. Flanqueó a la criatura y la dejó a ella y a su armadura entre él y el resto de la patrulla.

Los legionarios se arremolinaron a su alrededor y lanzaron nuevos ataques. Kratos estaba demasiado concentrado en defenderse como para contraatacar, sobre todo porque no quería dañar sus armaduras, que eran la única razón por la que valía la pena enfrentarse a ellos.

El choque de las armas hacía saltar llamaradas en todas direcciones. La casa que había detrás de Kratos empezó a arder. No le prestó atención. Había visto un flanco por donde atacar. Soltó las Espadas del Caos, se lanzó hacia adelante y cogió la empuñadura de la guadaña del legionario más cercano. El fuego de la casa en llamas hizo que en su maltrecha espalda desnuda apareciesen nuevas ampollas.

Necesitaba urgentemente aquella armadura.

En lugar de arrebatarle el arma a la criatura, Kratos hizo palanca con ella, protegiéndose con el cuerpo del legionario de los ataques de los demás. Las guadañas atravesaron una y otra vez el torso de la criatura, y en el momento justo en que las armas estaban atrapadas en el cuerpo de su camarada, Kratos echó las manos a la espalda para sacar las Espadas del Caos. Tras una mortífera floritura, las cabezas de los muertos vivientes cayeron como piedras arrojadas por catapultas. Los cuerpos siguieron blandiendo sus guadañas adelante y atrás de forma convulsa; al perder la cabeza habían perdido también el sentido de la vista, lo que los convertía en presas fáciles.

Kratos los fue diseccionando con rápida eficacia, cortando brazos y piernas y dejando tan sólo los torsos. Aquellos muertos vivientes no eran espartanos. Harían falta al menos tres de sus coseletes para cubrir el enorme torso de Kratos. Tras apartar a patadas varias extremidades, cogió el coselete que estaba en mejores condiciones y se lo ató con una correa en torno a la espalda; otro que tenía alguna que otra hendidura se lo ató al pecho. La armadura no lo cubría a la perfección, pero su propósito no era protegerse de las monstruosas legiones de Ares, sino del fuego abrasador que arrojaba el dios de la Guerra.

Tras encogerse de hombros, la armadura se asentó de la mejor manera posible, pero antes de que pudiera buscar un camino que lo condujese hacia la cumbre vio que otros muertos vivientes entraban en una de las casas.

Se había ajustado la armadura a tiempo, antes del ataque de dos legionarios más que portaban sendos escudos mágicos. Kratos emitió un alarido de furia mientras se lanzaba al ataque. Las Espadas del Caos rebotaron contra el escudo del primero de los legionarios y Kratos se tambaleó momentáneamente. Al verlo perder el equilibrio, los dos legionarios pensaron que tenían alguna posibilidad de vencerlo. Con los dos refulgentes escudos en alto, se lanzaron al ataque.

Kratos luchó por no perecer. Aquellos escudos, aparte de servir de protección contra las Espadas del Caos, le estaban absorbiendo la fuerza. Con cada golpe, sentía que sus energías menguaban. El espartano retrocedió hasta apoyar la espalda en un muro de piedra. Los dos legionarios se separaron para poder atacarlo desde distintos ángulos. Gritando de rabia, Kratos se lanzó hacia adelante, entre los escudos. Dio una voltereta, se puso en pie y se dio media vuelta. Ahora tenía a los dos muertos vivientes de espaldas contra el muro.

Los filos contra los que había de pelear seguían detrás de los escudos, sin que los golpes de sus espadas mágicas pudiesen hacerles ningún daño, aparte de robarle cada vez más fuerza. Kratos soltó las Espadas del Caos y dejó que volviesen por sí mismas hasta su espalda mientras se tiraba al suelo. Tal y como preveía, el muerto viviente que tenía más cerca bajó su brillante escudo mágico, pero no lo suficientemente rápido como para atraparlo.

Al chocar contra el suelo, el escudo provocó una deslumbrante explosión. Kratos hizo un último esfuerzo y agarró al muerto viviente por el tobillo.

El legionario, con la pared a su espalda, no podía retroceder. Kratos apretó con todas sus fuerzas, y no se detuvo hasta machacar la pierna del muerto viviente. Éste le clavó su lanza. Kratos ignoró el dolor que le provocó la hoja al clavársele en el brazo. Las cadenas de las Espadas del Caos lo protegían de un daño real.

Kratos gruñó, levantó al muerto viviente en el aire y lo lanzó contra el suelo antes de que su compañero pudiese llegar en su ayuda. Un certero golpe en la cabeza acabó con la amenaza que representaba el legionario. Kratos se echó a un lado mientras el otro se abalanzaba sobre él. La lanza se clavó en el muro de piedra y le concedió otra oportunidad. Superar el debilitante escudo mágico era imposible, así que cogió el que había dejado en el suelo su oponente destrozado y lo lanzó como si fuese un disco contra el legionario mientras éste trataba de sacar la lanza del muro.

El filo mágico cortó las piernas del muerto viviente y lo hizo caer al suelo junto a su compañero. El puño del espartano le golpeó repetidamente la cabeza hasta reducirla a polvo.

Kratos apartó de una patada los escudos mágicos. Cuando estaba a punto de reemprender el camino, unos gritos procedentes de un edificio lo incitaron a mirar a través de unas de las puertas abiertas. Un hombre y una mujer se abrazaban aterrorizados mientras un legionario muerto viviente blandía unos finos cuchillos y los hacía entrechocar, deleitándose con el miedo que les provocaba.

Kratos golpeó el marco de la puerta con el pomo de su espada. El muerto viviente echó un vistazo por encima del hombro y volvió de nuevo la mirada al hombre y la mujer. Cuando se encaró al Fantasma de Esparta, sólo alcanzó a ver los filos de las Espadas del Caos un instante antes de que le seccionasen el torso en dos.

Kratos retrocedió un paso y dejó que los pedazos cayesen al suelo. Las piernas sin torso intentaban darle patadas sin fuerzas. No les prestó la menor atención.

—Los dioses nos han bendecido —dijo el hombre—. Nos has salvado.

—No os he salvado. Tan sólo he postergado vuestra muerte un instante. —Kratos se dio la vuelta para irse—. Deberíais guardar vuestra energía para escapar de aquí.

—Estábamos rindiéndole tributo a Afrodita —dijo la mujer mientras le mostraba una pequeña caja de madera tallada. Estaba llena de viales de aceites aromáticos.

—Deberíais estar en las murallas, defendiendo vuestra ciudad.

—Siempre hay tiempo para hacer una ofrenda —dijo mirando a su acompañante, que obviamente era un artesano y no un soldado.

—Quizá vosotros lo tengáis —gruñó, y salió de nuevo a la calle.

Antes de posar sus sandalias en las piedras de la calle, Atenas se desvaneció ante él. El mundo entero resplandeció y sintió como si se estuviese elevando por el cielo.

Y la luz se convirtió en un destello celestial cegador…, y de ese esplendor olímpico apareció una mujer cuyo cuerpo era tan perfecto que su sola visión le impactó más que cualquiera de los enemigos a los que se había enfrentado.

Kratos tuvo que aclararse dos veces la garganta antes de poder hablar.

—Mi señora Afrodita.

—Te saludo, espartano. Deseo darte las gracias por haber rescatado a mis discípulos.

—Diosa —alcanzó a decir Kratos, y agachó la cabeza—, es un honor servirte —tosió y volvió a aclararse la garganta— como mejor desees.

—Kratos. —Afrodita pronunció su nombre con la misma suavidad que un amante hace una caricia—. Zora y Lora me han hablado de tus talentos.

—¿Zora y Lora? —parpadeó Kratos—. ¿Las gemelas? ¿Han hablado contigo?

—No tan a menudo como deberían —susurró la diosa del Amor—. Pero supongo que todos los padres tienen la misma queja.

—¿Eres su madre? —Aquello explicaba tantas cosas de las gemelas que Kratos se quedó sin habla.

Un esbelto dedo de su delgada mano recorrió sus labios para silenciar cualquier comentario.

—Atenea me pidió que contribuyese con un regalo para ayudarte en tu cometido.

—El único regalo que necesito es ser libre para poder cumplir mi tarea.

Su risa era como el repicar de las campanas de plata.

—Lo que necesitas, espartano, es ser agradecido cuando un dios decida concederte algo. —Le acarició suavemente la mejilla. Sus dedos se fueron volviendo fríos con la caricia—. Llevarás a cabo una tarea para mí también.

—Ya estoy comprometido…

—Acabarás con la reina de las gorgonas.

Kratos frunció el ceño.

—Pero ¿por qué ella? ¿Por qué ahora?

—Eres tan adorable —susurró la diosa— que por esta vez no te haré eviscerar por hacerme esa pregunta. Debes matar a Medusa y traerme su cabeza. Te concederé el don de las gorgonas: transformar a los hombres en piedra.

La diosa hizo un gesto con la mano e hizo que el sereno Olimpo desapareciese.

Kratos intentó decir algo pero no encontró aliento, intentó ver pero no había luz. Intentó moverse y no supo si el salvaje caos que lo rodeaba estaba realmente a su alrededor o era sólo algo que había dentro de su cabeza. O las dos cosas.

Estaba en cuclillas en un lugar frío y oscuro cuando oyó el suave silbido de las serpientes.

Se puso en pie. Cuanto antes satisficiera el ansia de Afrodita por acabar con la gorgona, antes podría volver a Atenas para encontrar a la sacerdotisa del oráculo.

La penumbra que lo rodeaba ocultaba a las escurridizas serpientes. A ciegas, dio unos cuantos pasos hacia un lado y oyó el sonido del agua que le llegaba por el tobillo. Su mano encontró un viscoso muro de piedra. Pegó el oído contra el muro y esperó mientras respiraba despacio, intentando contener el aliento a fin de detectar cualquier vibración. No oyó nada.

Suspiró. ¿Qué esperaba?, ¿que Afrodita hiciese aparecer a Medusa justo delante de él?

A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, empezó a vislumbrar el espacio que lo rodeaba. La diosa lo había transportado al punto de intersección de tres túneles de techo bajo excavados en la roca. No había luz que iluminara ninguno de los túneles; la tenue claridad que le permitía ver se debía al suave musgo luminiscente adherido a las grietas de la roca.

Siguió el túnel que había frente a él, pero no tenía salida. Kratos empujó con fuerza la roca que le impedía continuar. Su rabia era cada vez mayor. Más tiempo perdido.

La sacerdotisa del oráculo corría peligro de muerte o de algo peor si Ares la capturaba. A Kratos no le importaba que la pitonisa viviese o muriese, con tal de que le revelase el secreto.

Kratos recordó una discusión alrededor de una hoguera con sus oficiales antes de la batalla. Unos impíos habían estado especulando con que los dioses precisan de sacrificios humanos igual que un árbol necesita la luz solar. ¿Podía un dios existir sin seguidores que le rindiesen culto? Kratos pensó que si las cosas seguían como hasta ahora en Atenas, quizá pronto obtendría respuesta a aquella pregunta.

¿Entraría en decadencia el poder de Atenea? ¿Llegaría a desaparecer? Zeus había prohibido que un dios matase a otro, pero Ares parecía haber encontrado el modo de sortear la prohibición.

En el pasado, Ares siempre había preferido la fuerza bruta frente a las sutilezas, pero tal vez ya hubiese aprendido la lección. El sitio de Atenas tenía todas las características de la furiosa forma de actuar de Ares, pero quizá esta vez su estrategia fuese diferente. Al matar atenienses, Atenea perdía seguidores. Si mataba a un número lo suficientemente alto, quizá sus seguidores la abandonasen por otros dioses. ¿Quién mejor entonces que el dios de la Guerra, que había derrotado a su diosa?

En aquel mundo plagado de incertidumbre, las demostraciones de fuerza atraían a la gente a los templos de Ares. Kratos, en ciertas ocasiones, había sido el autor de muchas de estas demostraciones, y él mismo se había convertido en el símbolo en la Tierra del poder de Ares. Los oficiales de Kratos pensaban que un dios sin seguidores se desvanecería como la neblina con el sol de la mañana. Si ése era el destino que le esperaba a Atenea, la oportunidad de Kratos de vengarse de su antiguo señor se desvanecería con ella.

Y las pesadillas continuarían con toda su furia, amenazando con acabar con su cordura.

Tras unos cuantos golpes más, se convenció de que, pese a su prodigiosa fuerza, el muro resistiría. Kratos dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. El agua que tenía delante comenzó a moverse de forma amenazadora antes de llegar al punto donde Afrodita lo había abandonado. Kratos tuvo que agacharse para poder sacar las Espadas del Caos de su espalda. Justo a tiempo.

De las oscuras aguas surgió una serpiente cuya cabeza era más grande que uno de los puños de Kratos. Sus fauces brillaron. El veneno que goteaba desde la punta de sus colmillos se volvía humo en contacto con el aire y hacía hervir el agua cuando caía sobre ella. Kratos paró la arremetida con una espada mientras golpeaba con la otra. La cabeza y un palmo del cuello de la serpiente saltaron por los aires. Su cuerpo se agitó salvajemente mientras perecía, pero la cabeza siguió intentando morderlo mientras sus oscuros ojos lo miraban con odio. Kratos sujetó la cabeza entre sus dos espadas y esperó a que la ferocidad se disipase y diese paso a la muerte. Tal como al final sucedió.

Miró justo a tiempo para ver cómo se le acercaban nuevas ondas por el agua: se trataba de más serpientes bajo la turbia superficie, y en un número demasiado alto para poder esquivarlas. Una lo mordió y le clavó los colmillos en las grebas, intentando traspasar con ellos el pesado bronce. Kratos no esperó a comprobar si podía lograrlo. Con el pomo de una espada aplastó el frágil cráneo. Los colmillos y la mandíbula quedaron atrapados en la greba. Más serpientes, demasiadas como para contarlas, se le acercaban nadando y hacían que el agua borbotease. Kratos arremetió repetidamente contra la superficie con sus espadas y las convirtió en una suerte de escudo mortal. Caminó resuelto hacia adelante hasta que volvió al punto donde se juntaban los túneles. Las aguas se agitaba teñidas de rojo con la sangre de las serpientes. Entonces se calmaron.

Sólo se oía el goteo de la humedad que caía de las paredes.

Kratos miró en el agua y vio algo que se movía, pero no eran serpientes. Alzó el pie y lo bajó con fuerza con la intención de aplastar cualquiera criatura que hubiese allí abajo. Sintió que el pie se deslizaba dentro del contorno de una bota tallada en la piedra. Con curiosidad, adelantó su otra sandalia y encontró el correspondiente hueco. Se quedó por un momento allí parado, con los dos pies metidos en las huellas que había bajo el agua. Cuando hizo ademán de seguir caminando, sintió una leve vibración que le recorrió el cuerpo hasta llegar a las cadenas incrustadas en sus muñecas.

Kratos vio que el musgo fosforescente se retorcía en las paredes. Levantó un pie del hueco y el musgo dejó de brillar. Cuando volvió a dejar caer el pie, el musgo se iluminó de nuevo.

Se acercó con curiosidad para tocar el musgo. Éste se retorció sinuosamente, como si fuese una serpiente, y se alejó de sus dedos. Un gruñido surgió desde lo más profundo de su garganta. No se oía nada más aparte del lento goteo de la humedad.

Tendió los dedos y obligó al musgo a esquivar su dedo índice. El musgo lo rodeó, formando un círculo en torno al lugar donde había apoyado el dedo, como si quisiese mostrarle una salida de aquel túnel. Se apoyó ligeramente y ejerció una cierta presión. No pasó nada.

«Las dos manos. Quizá sea necesario que use las dos manos». Volvió a donde estaban las huellas, introdujo en ellas los pies y deslizó su dedo por el muro derecho hasta que el musgo marcó de nuevo un punto en concreto. Lo presionó. Nada.

Se acercó al otro muro y repitió el movimiento, el musgo hizo otra floritura de luz verdosa. Cuando acercó el dedo, encontró un hueco más arriba antes de que el musgo le señalase un punto en concreto.

Kratos presionó con los dedos, sondeando cada uno de los puntos marcados.

—Zeus todopoderoso —susurró. Sus ojos se abrieron de par en par cuando una parte del techo comenzó a descender. En lugar de echarse atrás dispuesto a defenderse, se quedó quieto donde estaba hasta que la trampilla se abrió del todo y le descubrió una escalera que conducía al nivel superior. Apartó los dedos de los muros y se apresuró para alcanzar la escalera en el momento en que ésta empezaba a replegarse. Sujetándose a la escalera, dejó que la trampilla lo llevase hasta una sala cuyo suelo se elevaba un palmo por encima de un arroyo de lento caudal. Un canal de piedras sólidamente encajadas entre sí formaba el curso del arroyo. Agitó el cuerpo para secarse. Se limpió la armadura con el filo de la espada y se libró de la serpiente que le había clavado los colmillos en las grebas. Kratos ni siquiera se había percatado de la tenacidad de la serpiente.

Aquellas venenosas serpientes acuáticas no eran nada comparadas con la presa que debía cobrarse. No sólo debía enfrentarse a un monstruo que lo transformaría en piedra si lo miraba a la cara, además tenía que encontrar a una gorgona en particular. La reina Medusa mandaba sobre sus hermanas, pero a menos que llevase una corona o un cetro, Kratos no tenía la menor idea de cómo podría distinguirla de las otras.

El sonido de unas sandalias contra la piedra anunció que alguien se aproximaba por el túnel que tenía enfrente. Levantó las espadas, pero un instinto primitivo le advirtió de que no debía pelear. El ingenio también podía conducir a la victoria, tal y como había descubierto al encontrar el camino secreto a la guarida. Kratos retrocedió y se introdujo en una hornacina de piedra poco profunda en la que había varios estantes vacíos. Los muros de la cámara estaban salpicados de otras hornacinas similares, pero en las demás los estantes estaban repletos de objetos. Parecía razonable pensar que quien fuera que se aproximase cogería los productos que había ido a buscar y no se preocuparía en mirar en una hornacina que sabía que estaba vacía.

Y si no estaba en lo cierto, siempre tenía las espadas. En aquel lugar podrían encontrar una muerte súbita y sangrienta.

Entraron dos hombres. Uno, un jorobado, guiaba al otro, un viejo que llevaba un trapo sucio alrededor de los ojos. Fueron seleccionando objetos de los distintos estantes. El jorobado cargaba al ciego con el doble de cajas de las que cogía él.

—Se me va a partir la espalda —se quejó el jorobado—. Te pongo otra más, ¿vale?

—Casi no me tengo en pie, Jurr, pero está bien, ponla. No podemos arriesgarnos a hacer dos viajes. Si tardamos más de la cuenta, la reina Medusa nos castigará a los dos.

—Otra vez —asintió Jurr—. Una vez al día es más de lo que puedo soportar. Tengo la espalda destrozada de tantas palizas. —Colocó varias cajas más voluminosas sobre la ya abultada carga de su compañero mientras él se quedaba sólo con un par de cajas ligeras.

Kratos observó cómo se alejaban: el ciego, agobiado por su carga, y el jorobado con un paso más ligero. Era evidente que en aquel laberinto había dos clases de personas: los que hacían todo el trabajo y los que podían ver. Como Kratos pertenecía al segundo grupo, no sintió tentación alguna de querer cambiar aquella pauta.

Los siguió en un silencio absoluto, sólo perturbado por el sonido de sus sandalias al entrar en contacto con el agua. A medida que fue avanzando, dejó algunas marcas en el musgo luminiscente. Si lograba cumplir su cometido, tendría que encontrar el modo de salir de allí. Era posible que Afrodita lo llevase directamente de vuelta a Atenas, pero quizá tuviese que regresar al lugar donde lo había abandonado. Nunca estaba de más prepararse contra una posible traición.

Sobre todo de los dioses.

—¡Traedme la comida, sucias alimañas!

La voz provenía de la siguiente cámara, donde una lámpara mantenía la oscuridad a raya. Kratos se detuvo y se ocultó en la penumbra que antecedía al umbral. Aunque la voz había sonado áspera y casi inaudible, como guijarros entrechocando dentro de una jarra de latón, le pareció que aquellas palabras las había pronunciado una mujer.

Si estaba en lo cierto, una mirada descuidada podía condenarlo a convertirse en una estatua de piedra para toda una eternidad en la que sería objeto de las burlas de las gorgonas.

Jurr, el que podía ver, respondió:

—En seguida, mi señora Medusa. Te he traído las provisiones.

—¿Tú? —protestó el ciego—. He sido yo quien…

—Calla.

—Cerrad vuestras sucias bocas humanas y poneos a trabajar. Mis hermanas y yo estamos cada vez más hambrientas. Y más furiosas. —Su voz adoptó un tono peligroso—. Siento que se acerca el momento de imponer algún castigo.

—Ay… —lloriqueó el ciego entre dientes—. Ay, Zeus, que me muera aquí mismo si vuelve a ponerme una mano encima.

—No te quejes, cabrón afortunado, que tú por lo menos no puedes ver —susurró Jurr entre dientes—. Esos espejos, esos malditos espejos en sus aposentos. No importa adónde mire, siempre puede verse a sí misma.

El ruido metálico de cacharros y de gente avivando un fuego hicieron que Kratos echase una mirada. Con un golpe de vista más rápido que un parpadeo alcanzó a ver toda la cocina. El ciego pasaba algún tipo de carne en salsa a un caldero grande como una bañera mientras Jurr se encargaba del fuego que había debajo. Parecía que a la reina de las gorgonas le gustaban los corderos lechales.

Pero no, no se trataba de corderos, comprendió Kratos mientras se le hacía un nudo en el estómago.

Eran niños pequeños.

Kratos cerró los puños con el deseo de arremeter contra aquella imagen terrible. Niños. Niños como su propia hija, su querida hija que…

Dio un paso adelante, pero se obligó a esconderse hasta que llegase el momento oportuno. El festín caníbal hacía aumentar su rabia y la necesidad de destruir a las gorgonas. Afrodita le había ordenado apoderarse de la cabeza de Medusa, y con gusto iba a hacerlo, tanto si se lo ordenaba una diosa como si no.

El ciego llenó una hogaza de pan duro con el humeante guiso de bebés y fue arrastrando los pies hacia un portal oscuro que quedaba al otro lado de la pequeña cocina. Jurr lo vio alejarse y luego se acercó a hurtadillas hasta el enorme caldero, cogió un cucharón, lo llenó y se lo acercó a la nariz para poder apreciar el aroma.

—Ese viejo ciego está aprendiendo a cocinar —murmuró Jurr llevándose el cucharón a los labios. Pero antes de que pudiera probar el guiso de bebé, una enorme mano lo cogió por la nuca y lo levantó en el aire.

Dejó caer el cucharón en la sopera e intentó gritar, pero la mano que le rodeaba el cuello se cerró sobre él para silenciarlo. Intentó resistirse, dando patadas y arañando la mano, pero la piel color ceniza parecía más fuerte aún que el bronce. Un momento después se encontró cara a cara con el Fantasma de Esparta.

Abrió los ojos como platos, y entre los dedos de Kratos logró abrirse paso un quejido ahogado.

—Medusa —murmuró el espartano—. ¿Dónde? Sólo señala. Señala y te soltaré.

Entre frenéticos movimientos de mano, Jurr acertó a señalar que la cámara de la reina de las gorgonas estaba situada en el oscuro pasillo, tras la primera puerta a la derecha. Kratos asintió con la cabeza.

Con un rápido movimiento de la mano, Kratos aplastó la laringe de Jurr, impidiéndole de esa manera gritar o suplicar por su vida. Acto seguido levantó al cocinero de niños sobre el caldero donde se cocía la carne y, tal como había prometido, lo soltó.

Kratos era consciente de que el momento más peligroso sería cuando entrase en la cámara de la reina de las gorgonas. Si confundía a la auténtica Medusa con alguno de sus reflejos y la miraba de frente a la cara, no tendría una segunda oportunidad.

«La fortuna favorece a los valientes», pensó, y se lanzó al ataque.

Con un salto de pantera cruzó el umbral y llegó a la puerta de la cámara de Medusa tan sólo un instante después que el ciego. Éste sostenía a duras penas el plato con una mano mientras abría la puerta con la otra. Al oír a Kratos a su espalda, se volvió un poco.

—Jurr… —fue todo lo que le dio tiempo a decir antes de que Kratos le arrebatase el plato y lo enviase volando de una patada al centro de la cámara.

Kratos tuvo cuidado de no mirar nada más que al techo. Jurr no había mentido, pero no había dicho toda la verdad. Los muros estaban cubiertos de espejos, y más espejos cubrían el techo de lado a lado. En ellos vio al ciego chocando con el espantoso monstruo. Antes de que ninguno de los dos tuviese tiempo para reaccionar, las serpientes que formaban el cabello de Medusa se desenredaron, se lanzaron todas a la vez contra el ciego y lo mordieron igual que la serpiente de agua había hecho con la greba de Kratos. Mientras el ciego se movía espasmódicamente, las serpientes se retorcieron y lo atrajeron hasta la cara de Medusa. A Kratos se le revolvieron las tripas con lo que vio en el espejo y decidió descartar el resto de su plan.

Con tres rápidos pasos, Kratos llegó al moribundo y la gorgona, que chillaba rabiosa mientras intentaba apartar al desdichado esclavo de su cara. Cuando por fin consiguió quitárselo de encima, alzó la cabeza y, en el muro lleno de espejos, vio su propia muerte a sus espaldas. Kratos saltó, la golpeó con los dos pies y tiró al monstruo de bruces contra el suelo. En ese mismo instante, las Espadas del Caos relampaguearon en un corte convergente que atravesó las clavículas y las costillas superiores del monstruo.

Kratos soltó las espadas y metió las dos manos en la herida. Atravesó con los dedos los tejidos de la gorgona hasta alcanzar la espina dorsal, y dando un fuerte tirón arrancó la cabeza del resto del cuerpo. Las serpientes de la cabeza le mordieron el brazo, pero ya eran casi inocuas: habían gastado buena parte de su veneno en el ciego.

Se quedó quieto un momento y contempló el reflejo de la mirada muerta en el espejo: los ojos aterradores, los poderosos colmillos, el cabello de serpientes vivientes.

Kratos arqueó la espalda cuando sintió que un repentino movimiento lo arrastraba hacia arriba una vez más. Desde las oscuras cámaras subterráneas, iluminadas tan sólo por el musgo, algo lo transportó a un lugar iluminado por una deslumbrante luz blanca.

—Lo has hecho muy bien, espartano mío.

«No soy tu espartano», pensó, pero se limitó a decir:

—¿Mi señora Afrodita?

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