God of War
Capítulo 8
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Utilizó la mano que tenía libre para protegerse de la luz y poco a poco empezó a distinguir las diáfanas sedas que cubrían, incitantes, el cuerpo de la diosa. Levantó la cabeza cortada sosteniéndola por las serpientes, que ya estaban muertas.
—Mi señora Afrodita, ¿deseas algo más de mí?
—Sí, una cosa más, ahora que me he cerciorado de que has llevado a cabo la misión que te he encomendado. Toma —dijo, ofreciéndole la cabeza cortada de Medusa, con cuidado de que la cara mirase hacia otro lado—.
Agárrala de las serpientes. Eso es. Ten cuidado de no mirarla a los ojos. Ahora échatela por encima de los hombros, igual que haces con esa espadas tan impresionantes que llevas en la espalda.
Kratos obedeció y sintió que las serpientes se escurrían de sus manos.
—¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido?
—Estará ahí cuando la necesites. Echa tu mano hacia atrás y acudirá a ti, con la vista al frente y lista para utilizar sus poderes.
—¿Y cómo funciona?
—Es mágica. Hay una cosa más que deberías saber. El poder de Medusa disminuye frente a los muertos.
—¿No los convierte en piedra?
—Sí, los convierte, pero no aguantan de ese modo mucho tiempo.
Kratos miró fijamente a Afrodita, a la espera de que acabara de explicarse.
—Durante diez segundos si los mira directamente a los ojos. Hagas lo que hagas, no la pierdas. —Afrodita abrió las manos y lo miró de hito en hito—. Atenea la quiere cuando hayas acabado. Quiere darle algún uso. Algo relacionado con un escudo… ¿o era una capa? Da igual. Has destruido a la reina de las gorgonas y ahora su poder te pertenece.
En un segundo, Afrodita creció hasta alcanzar la altura de una montaña, como si su pelo pudiera rozar la luna, y su voz sonó como una gran campana de bronce:
—Paralízalos y destrúyelos a todos con la Mirada de Medusa —dijo la diosa, con voz estruendosa—. Ve y que los dioses te acompañen, Kratos. Sigue adelante, en el nombre del Olimpo.
Antes de que pudiese tomar aire para responder, se encontró de nuevo en Atenas. Ares seguía descollando sobre la Acrópolis, lanzando bolas de fuego griego del tamaño de una casa.
Cuando Kratos logró orientarse, se dio cuenta de que estaba otra vez en el tranquilo vecindario del que la diosa lo había arrancado. El templo de Atenea y su oráculo seguían estando al otro lado de la Acrópolis.
Agachó la cabeza y echó a correr. Corrió como el león a la caza del cordero, veloz como un halcón, incansable como el viento. Tenía que correr. Había perdido mucho tiempo, y ¿para qué? Para obtener un poder que no necesitaba. Un poder que no tenía nada que ver con encontrar a la sacerdotisa del oráculo, ni con derrotar al dios de la Guerra. Si Afrodita hubiese querido ayudarlo de verdad, lo habría dejado en la puerta del templo de Atenea con la pitonisa delante.
Los dioses y sus juegos. Ya estaba harto. Cuando matase a Ares, se olvidaría de todos y de sus absurdas exigencias.
Y sus pesadillas abandonarían sus sueños y todos los segundos que pasaba despierto. Para siempre.