God of War

God of War


Capítulo 9

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Capítulo 9

El humo descendía en círculos desde la cima de la Acrópolis. Una grasienta cortina de color negro caía sobre el Partenón y amenazaba con asfixiar a Kratos. La armadura que había arrebatado a los legionarios lo protegía del mortal calor de las llamas y le resguardaba la espalda, que Ares había quemado con su fuego, pero no podía ayudarlo a respirar. Jadeante, tuvo que dar la vuelta en busca de aire y encontrar un camino más despejado hacia la cumbre.

Ninguna de las bolas de fuego del dios de la Guerra había impactado aún en aquel barrio, pero la zona no había pasado inadvertida para las legiones de Ares. Por sus calles patrullaban monstruos errantes de todos los pelajes: la caballería estaba formada por una mezcla de minotauros y centauros; los cíclopes conformaban la infantería pesada; los esqueletos arqueros, los legionarios, las arpías, los espectros y… ¿qué era aquello?

Aquellas criaturas parecían mujeres horrendas, pero en lugar de piernas contaban con una gran cola serpentina. Sus cabezas estaban coronadas por inquietas serpientes y lanzaban rayos de energía de color verde por los ojos…

Por lo visto, la muerte de su reina había provocado que el resto de las gorgonas se uniese a la lucha.

Pero… toda Grecia sabía que sólo había tres gorgonas: Esteno, Euríale y, por supuesto, Medusa, fallecida recientemente. Sin embargo, Kratos vio a una docena de aquellas repugnantes criaturas, y no tuvo ninguna duda de que en ese mismo instante habría muchas más en otras partes de la ciudad. Acabar con ellas alimentaría su ira y lo distraería durante un rato de las pesadillas que lo atormentaban constantemente, pero sería una pérdida de tiempo que ni él ni la sacerdotisa del oráculo se podían permitir. Lo que le aguardaba resolvería definitivamente el problema de sus visiones. Tenía que buscar una ruta despejada que condujese hasta el oráculo de Atenea.

Kratos se metió en un callejón y se subió a un tonel que servía para recoger agua de lluvia. Desde el tonel pudo alcanzar un balcón, y desde allí trepar un par de pisos más hasta llegar al tejado.

Atenas era pasto de las llamas.

Excepto la zona en la que se encontraba, toda la ciudad estaba envuelta en llamas. A través del humo se divisaba algún fragmento de las murallas.

Los destellos de luz que saltaban con el choque de las armas le permitían ver que los soldados seguían perdiendo la vida en aquel inútil intento de no ceder una muralla que ya no era capaz de defender la ciudad. Todos tenían que morir en algún lugar. Si hacerlo defendiendo su inútil muralla les hacía creer que morían por una causa noble, ¿quién era él para negar su vano gesto heroico? Muchos hombres habían caído a manos de sus espadas por mucho menos.

Kratos avanzó lentamente por el tejado, buscando un sendero por el que seguir colina arriba. Se movía con cautela, evitando atraer la atención de las arpías que surcaban el cielo a través del humo. El viejo que vigilaba las puertas de la ciudad le había dicho que la cámara del oráculo se encontraba en el lado este del Partenón. Por la ladera de la Acrópolis podía distinguir ligeras marcas marrones que bien podrían ser huellas, pero las nubes de humo ocultaban por entero buena parte de las avenidas.

Cuando se aproximó al borde del tejado para poder tener una mejor perspectiva, una flecha pasó silbando junto a su oído. Kratos se tiró al suelo mientras a su alrededor llovían más flechas. Se atrevió a echar un rápido vistazo por encima del alero y localizó un puñado de arqueros muertos vivientes apostados en un balcón. Kratos vio a un hombre que se aventuró a salir a la calle y resultó alcanzado en la barriga por una de las flechas. Cuando ésta detonó, la explosión esparció sus tripas frente a la puerta de su propia casa. Los arqueros sólo dejaban de disparar cuando no tenían objetivos a la vista.

Kratos se agachó al ver que una nueva bola de fuego griego explotaba a menos de dos mil codos de distancia, más o menos donde suponía que comenzaba a ascender el camino que llevaba a la cima de la Acrópolis. En su cabeza, una idea comenzó a tomar forma.

Lo más lógico era que los seguidores de Atenea, al ver que el dios de la Guerra atacaba su ciudad, huyesen en dirección al Partenón. Ares había sembrado de fuego toda la ciudad excepto aquel barrio, de donde partía el camino que subía a la Acrópolis, el lugar al que los fieles acudirían como moscas a una bosta. Además, el dios contaba con sus monstruos patrullando las calles, evitando cualquier posible escapatoria.

Kratos lo entendió todo: el dios de la Guerra estaba llevando deliberadamente a los más píos y devotos de entre los seguidores de Atenea a aquella pequeña zona haciéndola parecer la parte más segura de la ciudad, aparte de la única ruta posible hacia el templo de su diosa. En lugar de huir al campo, donde atraparlos y acabar con ellos resultaría, incluso para los esbirros de Ares, una tarea difícil, ellos mismos se concentraban allí llevados por la ilusoria sensación de seguridad que ofrecía aquel barrio.

Se estaban concentrando donde podrían acabar con ellos más fácilmente. Todos a la vez. Sin alborotos. Sin demasiadas complicaciones. Nada de persecuciones a través de los bosques ni de tener que sacar a nadie de las cuevas en las montañas. Los ciudadanos de Atenas se estaban comportando como ganado que va directo al matadero. Era algo brutal, y Kratos sabía que daba muy buen resultado.

Él había hecho cosas parecidas.

Se puso las manos en las sienes para evitar que le explotase la cabeza mientras una imagen le quemaba por dentro con más fuerza que el propio sol.

¡No! No podía ser. Los cadáveres, los que había asesinado en el templo de Atenea… ¡Era culpable! Había matado…

Jadeando, Kratos consiguió alejar la espantosa visión. Cada vez se apoderaba de él con más fuerza, pero dejarse llevar por el horror no iba a facilitarle el acceso al Partenón.

Momentáneamente fue capaz de sobreponerse a sus propias pesadillas, pero los monstruos se estaban agrupando en las calles para impedirle el paso. Y era consciente de que aquellos arqueros no se habían olvidado de que estaba allí arriba. Tenía que ponerse en marcha. Y debía hacerlo de prisa.

Por otra parte, no veía ninguna razón para descender al nivel del suelo.

Con tres grandes zancadas, tomó suficiente impulso para saltar hasta el tejado que había al otro lado de la calle. Los esqueletos se sorprendieron tanto que no llegaron a disparar ninguna flecha. Mientras aceleraba el paso, oyó la orden de mando de un Minotauro, y supo que la tropa que había en la calle lo había descubierto.

Su siguiente salto, aparte de provocar una lluvia de flechas dispersas que no llegaron a acercarse a su objetivo, le permitió ver a los legionarios montados en las grupas de los centauros siguiéndole en paralelo por las calles. Con un nuevo salto alcanzó otro tejado y las arpías comenzaron a abatirse sobre él. Las fue esquivando, tejado tras tejado, sin aminorar la marcha, usando las espadas como rezones para salvar los huecos demasiado grandes y volteándolas sobre su cabeza para mantener a raya a las arpías.

Siguió corriendo cada vez más rápido por los tejados, ganando en velocidad a las arpías pero no a los gritos y a las órdenes que se oían a ras de suelo. Ni siquiera Kratos podía superar la velocidad del sonido. Cada vez se unían a su persecución más y más criaturas de Ares. Saltó desde la última de las casas del vecindario para volver de nuevo a los incendios y al humo que inundaban el resto de la ciudad.

Un minotauro tuvo la brillante idea de llamar al resto de minotauros, cíclopes y centauros para que, en lugar de intentar atrapar al espartano, embistiesen contra los muros de los edificios en llamas y debilitasen así la estructura de las casas por las que tenía que pasar Kratos.

Abriéndose paso entre el asfixiante humo y las abrasadoras llamas, Kratos saltó a un tejado que cedió bajo su peso. Gracias al rápido análisis de la estructura debajo de las tejas resquebrajadas y al veloz lanzamiento de una de las Espadas del Caos hasta un tejado más sólido, consiguió evitar la caída. Tras echar un vistazo a los innumerables enemigos de todo tipo que se congregaban allí abajo, fue plenamente consciente de lo que le habría sucedido en caso de caer.

Siguió corriendo con determinación, sabiendo que cada tejado sería más frágil que el anterior. Aunque pudiera pasar de tejado en tejado hasta llegar a la Acrópolis, al final tendría que bajar al suelo y acabar con sus perseguidores o bien lo matarían como a todos aquellos atenienses inútiles.

Mejor tener una muerte anónima y ser devorado por una hidra en el Cementerio Marino que fenecer pasto de las llamas junto a aquellos enemigos acérrimos de su pueblo.

Kratos corría ahora junto a la base de la Acrópolis, en paralelo a la pared cortada a pico de la montaña, buscando el camino. Al estar apoyados sobre la roca, los edificios de aquella zona eran más resistentes. Kratos lo aprovechó para ganar terreno sobre sus perseguidores.

¡Allí estaba! Un hueco en medio del denso humo le permitió ver las losas de la calzada. Con redoblada energía, Kratos se dirigió hacia allí, pero tres edificios antes de llegar a su ansiado destino las tejas cedieron y los muros debilitados por el fuego se derrumbaron a su alrededor. Y lo que era aún peor, lo traicionó su espalda, carbonizada y llena de ampollas. Su fuerza habitual se había evaporado. Las punzadas de dolor le recorrieron el cuerpo hasta llegar a los hombros y le impidieron evitar la caída.

Para cuando se recompuso y consiguió salir de entre los escombros, sus perseguidores ya estaban allí.

Los legionarios muertos vivientes se abalanzaron sobre él con las espadas en alto. Las Espadas del Caos les cortaron primero las manos y luego los cuellos. Detrás se agolpaban más legionarios, y Kratos se abalanzó sobre ellos. Se abrió paso entre sus enemigos como si en el mundo no hubiese otra cosa que legionarios, y él fuese un minero, y las espadas su pico y su pala. Siguió avanzando con desprecio sobre sus cadáveres mutilados.

Kratos encontró más legionarios en el amplio patio. Acabar con ellos le llevó un poco más de tiempo, pero finalmente lo consiguió, lamentando cada segundo que perdía en toda aquella matanza sin sentido.

Logró alcanzar la calle, pero en la puerta lo esperaba una nueva tanda de monstruos. Tres cíclopes bramaban blandiendo sus prodigiosas cachiporras; sabía que si alguna lo alcanzaban, sus sesos acabarían desparramados por el suelo, pero no era eso lo que lo preocupaba. Aunque fallasen, las mazas abrían agujeros en las paredes. La ya frágil estructura temblaba a cada nuevo golpe. En los tejados que daban al patio, los esqueletos arqueros tomaron posiciones y lanzaron una lluvia de flechas de fuego que le impidió cualquier posibilidad de retirada.

Un rápido vistazo por encima del hombro le bastó para sentirse aún más amenazado. Seis minotauros habían llegado para apoyar a los cíclopes y cubrir los espacios que éstos dejaban.

Venían a por él. Todos a la vez.

Atrapado entre los arqueros y la combinación de minotauros y cíclopes, era incapaz de hallar salida alguna.

Pero no estaba dispuesto a morir. Aún no.

—Venga, ¿a qué esperáis? —gritó—. ¡Venid a por mí!

Kratos detuvo el golpe del hacha de un minotauro, y embistió y alcanzó a un cíclope en el ligamento de la corva. El corte dejó cojo al monstruo, pero mientras éste se retiraba renqueante, otros dos se incorporaron a la batalla.

Kratos esquivó otro golpe de la cachiporra de un cíclope que hizo temblar el suelo. Los minotauros habían sustituido sus hachas por largas lanzas con las que podían acosarlo sin entorpecer a los cíclopes; un descuido y acabaría tan lleno de agujeros como un cedazo. Sus enemigos atacaban con una coordinación propia de una unidad bien entrenada y experimentada.

Él no era más que un mortal enfrentado a una miríada de criaturas procedentes del Hades, pero era él quien atacaba.

—¡Apartaos de mi camino o moriréis! —bramaba, y luego hacía todo lo necesario para que su bravuconería no cayese en saco roto.

Kratos se deslizó entre los cíclopes y descargó un golpe con las dos espadas sobre el pecho del minotauro más cercano. A medida que las espadas le robaban la vida al hombre toro, su fuerza vital fluía por las cadenas y fortalecía a Kratos. El espartano intentó después cortarle el tendón de la corva a otro cíclope, pero el enorme monstruo se movió con más velocidad de la esperada. La criatura de un solo ojo levantó su enorme cachiporra para rechazar las espadas, la dejó caer y agarró entre sus brazos a Kratos. Apretó hasta que las costillas del espartano empezaron a crujir y un velo oscuro le nubló la vista.

El cíclope profirió un gritó triunfal, pero entonces su solitario ojo se fijó en la cara del espartano.

Kratos estaba sonriendo.

Las espadas cayeron a la vez sobre el punto donde se unían el cuello y los hombros del cíclope y abrieron una incisión en forma de V hasta llegar al monstruoso corazón de la criatura. Kratos soltó las espadas para agarrar la cabeza del cíclope, que aún parpadeaba presa del asombro, y la lanzó, junto a buena parte de la espina dorsal, contra las afiladas lanzas de los minotauros.

Mientras el resto del cuerpo del cíclope se convulsionaba y caía al suelo, Kratos ocupó el pequeño espacio que quedaba entre el cadáver y el muro de piedra.

Su victoria duró muy poco. Su batalla contra el cíclope, aunque rápida, había permitido a los minotauros rodearlo. Kratos dio una vuelta completa sobre sí mismo y vio que se le acercaban media docena de monstruos con cabeza de toro. Ni siquiera las Espadas del Caos serían capaces de cercenar tantas cabezas. Si acababa con uno o dos, los que quedasen a su espalda aprovecharían la ocasión para atacarlo. Se agazapó detrás del descomunal cuerpo del cíclope como si se tratase de una almena y echó una mano al hombro, hasta que sus dedos rozaron las inquietas serpientes. Los minotauros avanzaban hacia él desde todas direcciones. Kratos agitó la letal cabeza de Medusa delante de él.

La energía esmeralda surgió crepitante de los ojos muertos de la gorgona, y todos y cada uno de los enemigos a los que alcanzó se convirtieron instantáneamente en grises piedras calizas. Uno de los minotauros, que estaba en plena ofensiva, cayó de lado y se rompió en pedazos como si fuese una vasija de barro.

Kratos se puso en marcha. Sólo contaba con diez segundos.

Las espadas refulgieron, y allí donde golpeaban, las estatuas se rompían en mil fragmentos. Kratos saltó sobre los hombros del único cíclope que quedaba y le dio varias patadas hasta conseguir que la pétrea criatura perdiese el equilibrio y aplastase con su peso a su otro hermano y a los dos últimos minotauros.

A medida que fue desapareciendo el poder de Medusa, los pedazos y esquirlas de monstruos petrificados se convirtieron otra vez en carne, huesos y sangre, y toda la calle quedó cubierta de los restos de la carnicería.

—Mi señora Afrodita —murmuró Kratos—. Nunca debí haber dudado.

Un susurro, apenas más alto que el sonido del céfiro en medio del tumulto, llegó cautivador a sus oídos:

—Quizá algún día te permita que te disculpes. Personalmente.

Volvió a dejar la cabeza de Medusa sobre su hombro, guardó las espadas y corrió como si todas las fuerzas del Hades le pisasen los talones.

Y así era.

Evitándolos, empezó a subir colina arriba, pese a no encontrar un camino claro que condujese al Partenón. Daba la sensación de que la montaña entera estaba en llamas. Los campos en la cima de la Acrópolis ardían con la furia de un nuevo sol.

—Helios… —pensó Kratos en voz alta—. ¿Acaso te has unido a mis enemigos?

Atenea había logrado la ayuda de poderosos aliados, pero quizá Ares también hubiese conseguido ayuda en el Olimpo. Para cualquier mortal que se viese envuelto en ellas, las intrigas políticas del monte Olimpo resultaban misteriosas y, muy a menudo, letales. A él no le preocupaban demasiado. Había jurado diez años antes que quien se interpusiese en el camino de su venganza sería destruido, ya fuese hombre, bestia o dios.

Aquel que quisiera seguir viviendo debía apartarse de su camino.

Comenzó a subir por una estrecha calle que le pareció propicia, pero al poco tiempo una bruma salida de ninguna parte le cortó el paso. Kratos intentó atravesarla con su espada derecha, pero la bruma formó una nube más densa allí donde sus espadas no podían llegar. Kratos empuñó sus armas y se preparó para el combate. Fuera cual fuera la amenaza que se cernía sobre él, la destruiría como a todas las demás. Cuando la bruma formó una estrecha columna, Kratos arremetió contra ella con toda la fuerza de la que era capaz.

La espada atravesó la bruma sin alterarla lo más mínimo.

Pensó si debía usar la Ira de Poseidón, o si la Mirada de Medusa le daría a la bruma una forma que pudiese golpear. Antes de poder decidirse, la bruma se solidificó y formó la figura de una mujer alta y hermosa que tan sólo llevaba una falda hecha de ligeras cintas de nube y una leve tela alrededor del pecho. El material de que estaba hecha era tan transparente como la bruma, pero a medida que la miraba se volvía más y más sólida.

¿Se trataba de algún tipo de súcubo? ¿Una sirena? No importaba, ya era lo bastante sólida. Arremetió con sus espadas contra la mujer con un golpe que hubiese partido por la mitad a cualquier mortal.

Ella pareció no sentir nada.

—No temas, Kratos. Soy la sacerdotisa del oráculo de Atenea, estoy aquí para ayudarte a derrotar a Ares. En mis adivinaciones se revelan secretos desconocidos para los mismísimos dioses. Dirígete al este, hasta llegar a mi templo, y te mostraré cómo matar a un dios.

—¡Espera, pitonisa! —Kratos dejó las espadas y se quedó mirando lo que volvía a ser un espacio vacío. Miró montaña arriba, allí adonde la sacerdotisa había señalado. Había sido un gesto nebuloso en medio de las ambiguas corrientes de aire; ¿cómo podía interpretarlo con exactitud?

El sendero se estrechó rápidamente, pero él siguió escalando. Cuando llegó a la mitad, se volvió para contemplar Atenas y lo que vio lo dejó consternado. La contienda casi había terminado. Ares gritaba con un deleite maligno, arrojando fuego como si fuera un volcán, mientras su ejército inundaba la totalidad de las calles de la ciudad.

—Dios de la Guerra —masculló Kratos—, no te he olvidado. Por lo que hiciste aquella noche, esta ciudad será tu tumba.

Un terremoto sacudió el centro de la ciudad. Kratos tuvo que afianzarse mejor para no perder el equilibrio. Por un momento, el humo de los edificios en llamas se disipó y le permitió ver a Ares.

El descomunal dios cruzó por encima de la muralla y del paso elevado y aplastó a los atenienses, demasiado lentos para poder escapar. El dios de la Guerra gritó e hizo que cielo y tierra temblasen. Se agachó, cogió a un soldado y lo lanzó por los aires como si fuese un vulgar insecto. Los gritos cesaron cuando el hombre se estrelló contra el tejado de un templo dedicado a Zeus. Después, Ares empezó a aplastar con el pie a todo aquel que se ponía a su alcance, henchido de ira.

Ares recorrió la ciudad arrasándola, destruyendo edificios y aplastando gente en las plazas. Atenas al completo estaba a merced del dios de la Guerra, pero la misericordia no era su fuerte. En Ares escaseaban la misericordia, la compasión y la capacidad de controlar sus propios impulsos. Era una mala noche para ser ateniense.

Kratos era espartano. ¿Había habido alguna vez una buena noche para ser ateniense?

Dio la espalda a Ares y siguió ascendiendo hacia la Acrópolis. Otro temblor de tierra le hizo perder el equilibrio y lo obligó a echarse al suelo cuando vio que un muro de piedra se derrumbaba justo a su lado. Kratos se puso otra vez en pie para contemplar la ciudad.

Ares había desenvainado una espada del tamaño de diez barcos de guerra y la levantaba sobre su cabeza. El dios de la Guerra la dejó caer con tal fuerza que las casas de las manzanas adyacentes temblaron a medida que la onda expansiva se propagaba por la ciudad. Ares dio otro golpe, pero esta vez Kratos estaba preparado para no perder el equilibrio. Regresó al camino y reemprendió la marcha hacia el Partenón.

—¡Ya llegan, ya están aquí! —Desde el tejado de un templo cercano, una mujer dio la voz de alarma y a continuación desplegó una desvencijada escalera de mano frente a la puerta delantera de la sacristía. Un arquero del grupo que perseguía a Kratos disparó una flecha. La punta ensartó a la mujer y la clavó contra un marco de madera, que prendió rápidamente tras la explosión.

Kratos se agachó y se deslizó hacia un lado al oír un ruido de aleteo que conocía de sobra, pero esta vez no era él su objetivo. La bestia nauseabunda se abatió sobre una mujer que corría con un niño en brazos. La arpía se hizo con la criatura y volvió a alzar el vuelo. La mujer se puso a gritar y a lanzarle piedras, pero la arpía se elevó rápidamente varias decenas de metros por encima del suelo. Luego dejó caer al pequeño.

—¡No! —gritó Kratos con rabia. Dio un paso adelante y estiró los brazos, como si pudiese salvar a la criatura. No podía. En sus ojos volvió a aparecer la imagen de su querida hija, y luego la sangre volvió a apoderarse de todo. Una vez más.

La mujer intentó coger a su hijo, corriendo hacia él con los brazos extendidos; cuando llegó, los sesos de la criatura estaban esparcidos entre los escombros de otro de los templos. La arpía volvió a descender y esta vez clavó sus garras en la mujer, que intentó resistirse, pero tropezó en una losa rota.

Kratos echó a correr y dio un salto prodigioso. Sus dedos no lograron agarrar el ala de la arpía, pero sí una de sus garras. La arpía chillaba intentando liberarse. La ira por la muerte del niño le dio a Kratos la determinación necesaria para tirar con fuerza de la arpía e impedir que volviera a elevarse. La monstruosa criatura cayó al suelo a pocos metros de donde había perdido la vida el niño.

Con un par de movimientos rápidos, Kratos se encaramó a un lugar desde donde pudo estampar su puño contra la cara de la arpía. Siguió golpeando al monstruo hasta desfigurarlo. Jadeando, cogió el esquelético cuello y lanzó el cadáver lejos de allí para que su sangre repugnante no se mezclase con la del difunto niño.

—¡Ayúdame, ayúdame! —le dijo a Kratos la desconsolada madre—. En el interior hay una trampilla. Es segura. Si me ayudas, podrás refugiarte allí.

Las arpías, que acababan de ver el final de su compañera, tenían claro que la mujer era ahora la víctima más fácil.

Kratos se dejó llevar por el asco que sentía por los crímenes de las arpías. Blandiendo las Espadas del Caos, se lanzó a la carga. Con el primer golpe le cortó una ala a una de ellas. El segundo le seccionó una de las garras. Un ataque doble de sus espadas separó una de las cabezas de las arpías de sus estrechos hombros de pajarito.

—Huye —le dijo a la mujer—. Ve a buscar refugio.

A la mujer no se le ocurrió pedirle que la acompañase. Una arpía se abatió chillando, como si fuese un halcón. Kratos saltó e intentó alcanzar a la criatura con sus espadas, pero estaba demasiado lejos.

La mujer recibió el ataque por la espalda.

Las terribles zarpas le desgarraron profundamente la carne y le arrancaron la espina dorsal.

La desconocida se desplomó sin vida.

Kratos echó a correr, se subió a una caja que estaba volcada en el suelo y desde allí saltó con todo su ímpetu. Una de las espadas le rajó la cara a la arpía desde la boca hasta la oreja. La segunda espada le partió el esternón sin encontrar apenas resistencia. De su monstruoso corazón salió a borbotones sangre negra que se desparramó por toda la calle. Hombre y arpía cayeron pesadamente al suelo. Kratos rodó para librarse de ella y tiró de las cadenas que rodeaban sus antebrazos; las Espadas del Caos volvieron silbando a su poder.

—¡Allí! ¡Allí está! ¡Matadlo! ¡Matadlo por nuestro señor Ares!

Una docena de minotauros, seguidos de seis cíclopes y medio centenar de legionarios corrían hacia él, y por detrás llegaban todavía más. Bloquearon el camino. Era impensable abrirse paso luchando.

Parecía que su empresa iba a fracasar de un momento a otro de una forma extremadamente sangrienta.

Sacó las espadas. Era espartano.

Que no pudiese vencer no era razón para rendirse.

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