God of War

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Capítulo 11

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Capítulo 11

De todas direcciones llegaban más y más monstruos.

Un minotauro dio un rugido y se lanzó al ataque adelantándose a sus hermanos mientras hacía girar por encima de su cabeza una bola sujeta al extremo de una cadena. Lo seguían al trote otros once minotauros y seis cíclopes que avanzaban más lentamente. Detrás de ellos venía la infantería pesada, formada por medio centenar de muertos vivientes.

Un rápido golpe de las Espadas del Caos seccionó la cadena que blandía el minotauro, haciendo que la bola que llevaba sujeta saliese volando por los aires. Kratos echó un vistazo rápido a la dirección que llevaba la pesa, confiando en que se llevaría por delante a algún integrante del ejército de Ares. Y así sucedió, ya que fue a impactar en pleno ojo del cíclope más cercano.

El minotauro avanzó hacia él, pero Kratos había calculado con gran precisión la distancia que los separaba. Hizo girar las espadas con un hermoso movimiento convergente. Una atravesó la garganta del minotauro mientas la otra desgarraba el hígado de la criatura. Las piernas del monstruo cedieron y lo hicieron caer de bruces al suelo en medio de un aluvión de patas, cuernos y sangre derramada. Kratos le clavó las espadas en la cabeza y, con un fuerte movimiento de sus poderosos hombros, hizo añicos el cráneo de la criatura, que salpicó con sus sesos a sus compañeros.

Los cíclopes avanzaron hacia él con las enormes cachiporras en alto. Kratos se echó cuerpo a tierra y rodó entre las piernas del que se había quedado ciego tras el impacto de la pesa. Las cachiporras golpearon el suelo con un ruido atronador e hicieron temblar la tierra. Una de ellas impactó sobre el pie izquierdo del cíclope ciego, le destrozó los huesos y lo salpicó todo de sangre. El monstruo lanzó un alarido, levantó el pie y se lo sujetó con una mano, mientras con la otra se tapaba el ojo que aún sangraba. La criatura saltaba sobre el pie bueno mientras daba gritos de agonía, y Kratos, siempre presto a aprovechar cualquier circunstancia favorable, siguió rodando alrededor de su pierna ocasionándole más heridas, lo que hizo que sus gritos alcanzasen un volumen aún mayor. El monstruo se lanzó al ataque con la mano que tenía libre, y de algún modo logró hacerse con una cachiporra de uno de los otros cíclopes y empezó a golpear tanto contra sí mismo como contra algunos de sus compañeros.

Kratos midió la distancia y se lanzó al ataque. Una de las hojas penetró desde abajo en el corazón de la criatura. El filo de su otra espada hizo un corte justo debajo de la rodilla del cíclope y éste perdió el equilibrio. Pese a su velocidad, Kratos no pudo evitar que el gigantesco cuerpo le cayese encima y lo atrapase contra el suelo.

Oyó el revuelo que aquello causó entre las criaturas de Ares. Indefenso como estaba bajo el cuerpo tembloroso del agonizante cíclope, lo primero que hizo fue luchar con todas sus fuerzas por liberarse. Y después, por respirar. El peso del cíclope le impedía llenar los pulmones de aire, y por más esfuerzos que hacía, no era capaz de respirar.

Kratos intentó levantarse, pero la mole que lo aplastaba era como la arena de la playa: iba rellenando cada espacio que quedaba libre a su alrededor. Los pulmones parecían arderle. Con un enorme alarido, intentó sin éxito quitarse al cíclope de encima.

Aparte del cuerpo que lo aprisionaba, también la rabia y la furia comenzaron a sofocar a Kratos. Mordió la peluda tripa que lo asfixiaba, arrancó la piel a dentelladas y abrió una cavidad en el estómago. Un torrente de líquidos aumentó la amenaza de asfixia; el aire en sus pulmones se acababa. Volvió a morder, desgarró los intestinos y el estómago y penetró en las tripas del cíclope como si fuese un vil gusano. Escupió y arqueó la espalda con todas sus fuerzas. Introdujo la cabeza y los hombros en la cavidad que había abierto en el cuerpo de la criatura. Empezó a perder la conciencia mientras todo a su alrededor se tornaba negro, pero volvió a empujar hacia arriba y chocó contra una enorme costilla. Volviéndose hacia un lado, dio una última dentellada. Sus dientes se cerraron en torno a un músculo nervudo antes de dejarse caer hacia atrás, medio inconsciente.

Resopló e inhaló todo el aire hediondo que sus fosas nasales habían sido capaces de albergar. Escupió la sangre que tenía en la boca y respiró con todas sus fuerzas. A través del agujero que había abierto en el cíclope con los dientes podía ver el cielo.

Kratos se movió hacia los lados, consiguió sacar los hombros y liberar el brazo que había quedado atrapado bajo el peso del cíclope. Ahora ya podía coger la costilla y tirar de ella con todas sus fuerzas. Una parte del cuerpo de la criatura cedió. Cubierto de sangre y de jugos gástricos, Kratos siguió empujando hacia arriba hasta conseguir salir por el costado del cíclope y caer, jadeante, al suelo.

Hubiese sido mucho esperar que la horda de Ares no reparase en la presencia de Kratos. Se puso en pie y se enfrentó a media docena de minotauros. Todavía debilitado y tembloroso después de su excursión a través de las tripas del cíclope, consciente de que su destreza física no era la más adecuada para esta pelea, Kratos echó la mano izquierda por encima del hombro. Desesperado, encontró de nuevo entre sus dedos el pelo de serpientes de la cabeza de Medusa. Sacó la cabeza de la gorgona y de sus ojos surgió un fuego esmeralda. Los minotauros desviaron la mirada.

Kratos saltó hacia adelante y le dio una patada al minotauro más cercano detrás de las orejas, con tanta fuerza que éste ensartó con uno de sus cuernos al monstruo que tenía al lado. Kratos les dejó que lo solucionasen entre ellos. Cayó al suelo y rodó; acto seguido, se agachó junto a la pata de otro enemigo. Cogió la pezuña de la bestia con ambas manos y tiró de ella. Si hubiera podido recuperar sus fuerzas al completo, podría haberle roto ambas piernas. El minotauro cayó pesadamente contra el suelo, pero Kratos pretendía provocarle mucho más que un poco de dolor.

Se puso en pie y levantó al minotauro agarrándolo de la cabeza. Usando todo el cuerpo para coger impulso, Kratos partió el cuello de la criatura. Los otros minotauros empezaron a reagruparse, seguros de que Kratos no podría volver a usar su magia contra ellos. Lo observaban de reojo, preparados para desviar la mirada si volvía a sacar la cabeza de Medusa. Para Kratos, aquello significaba que era mejor olvidarse de la magia y sacar las espadas.

Los minotauros empezaron a retroceder cuando sacó las Espadas del Caos.

—Cobardes —gruñó, un momento antes de darse cuenta de que a la batalla se unía la infantería de los muertos vivientes armados con jabalinas.

Las afiladas lanzas de acero empezaron a caer a su alrededor. Su única escapatoria estaba en el edificio y la trampilla de la que le había hablado la desventurada mujer.

Sangrando, regresó a la entrada que le había indicado la mujer. La idea de retroceder lo quemaba como un hierro al rojo vivo, pero aquello no era una retirada. Seguía hacia adelante con su misión: encontrar a la pitonisa y escuchar su secreto. Cerró la puerta de una patada y luego la atrancó. Inmediatamente, los minotauros empezaron a golpearla con sus enormes hachas haciendo que saltaran algunas astillas. Una jabalina entró silbando por una ventana y se clavó en una mesa situada a pocos metros.

Un alegre fuego chisporroteaba en la chimenea hecha de piedra y mortero. De no haber sido por la jabalina clavada en la mesa y por los ruidos procedentes del exterior, aquél habría sido un lugar agradable para pasar una o dos horas. De un vistazo rápido, Kratos supuso que la estancia había sido algún tipo de taberna, tal como confirmaban las múltiples imágenes de Zeus en actitud hospitalaria y con los brazos abiertos. Hasta había una estatua del rey del Olimpo en un altar detrás de la chimenea. En la estatua, al igual que en los frescos que había por toda la sala, Zeus aparecía con los brazos abiertos y semblante acogedor. La mujer había hablado de una trampilla, aunque a simple vista no se veía ninguna, ni había alfombras o azulejos que pudiesen ocultar algún tipo de salida.

Kratos miró la chimenea entrecerrando los ojos. Aquel edificio se había construido en honor a Zeus Filoxeno, garante de la hospitalidad. ¿No habría una parte de la estructura dedicada a Zeus Katachthonios, el gentil protector del subsuelo?

Kratos sacó las Espadas del Caos y se agachó para examinar la chimenea. Como era habitual en las tabernas, la chimenea se había construido en el centro de la habitación, en un anillo de piedra y mortero situado sobre una losa de piedra caliza lo suficientemente gruesa para evitar que el calor dañase las tablas de madera que cubrían el suelo. Pese a los esfuerzos de Kratos, ni la chimenea ni la losa que había debajo se movieron ni hacia un lado, ni hacia arriba, ni hacia abajo.

Los golpes de las hachas contra la pesada puerta aumentaron de frecuencia y de fuerza. El brillo anaranjado de los fuegos que ardían en el exterior empezó a penetrar por los agujeros que dejaban las astillas al saltar. Kratos comprendió que sólo tenía unos segundos para descubrir la trampilla o para prepararse a ofrecer resistencia.

El espartano volvió a estudiar la habitación mientras musitaba entre dientes:

—Zeus… Zeus… muéstrame tu sabiduría.

—Estoy contigo, Kratos.

Éste levantó la cabeza y giró sobre sí mismo. ¿Había llegado esa voz hasta sus oídos o tan sólo la había oído dentro de su cabeza? No perdió más tiempo en preguntárselo ni en seguir investigando; acababa de percatarse de un detalle de la inmensa estatua que le había pasado inadvertido en su apresurado examen anterior.

De las muñecas de la estatua colgaban unas cadenas, unas cadenas muy parecidas a las de Kratos. Vio también unas finas grietas allí donde los hospitalarios brazos se unían a los poderosos hombros del dios, como si la imagen tuviese unas articulaciones similares a las de un hombre.

Kratos trepó hasta el altar y volvió a saltar desde allí. Agarró una de las cadenas y se descolgó por la parte de delante de la estatua hasta alcanzar la otra, luego tensó los musculosos brazos y la espalda para tirar de las dos cadenas al mismo tiempo. Entendió entonces por qué la mujer no había escapado con su hijo por la trampilla. Esos brazos no podían moverse sin la ayuda de cadenas y de la fuerza de tres o cuatro hombres.

Tres o cuatro hombres… o un Fantasma de Esparta.

Los brazos de la estatua giraron hacia abajo, de manera que las hospitalarias manos se juntaron, con las palmas hacia arriba y los dedos señalando a la chimenea que había detrás de Kratos, cuya base se había levantado. Apoyada sobre pesadas vigas verticales, la base dejaba ver una oscura abertura por debajo.

Kratos sabía, por la enorme tensión que tenía que soportar, que la trampilla que se había abierto en la chimenea se cerraría en cuanto soltase las cadenas. Pero él ya había burlado mecanismos parecidos anteriormente. Apoyó los pies contra las caderas del Zeus de mármol y se impulsó con todas sus fuerzas. En el mismo instante en que soltó las cadenas, saltó rápidamente mientras la losa de la chimenea caía como una roca desde lo alto de un acantilado. Kratos se coló de cabeza por el agujero justo antes de que la losa cerrase la abertura rozándole la parte de atrás de las sandalias.

Tras caer pesadamente, en medio de la oscuridad, sobre el húmedo suelo de piedra, echó una mirada precavida a la losa que se acababa de cerrar sobre su cabeza. Ninguna fisura dejaba pasar el menor resquicio de luz. A menos que los minotauros fueran mucho más inteligentes de lo que pensaba, o más decididos a dar con él de lo que parecía, nunca descubrirían cómo había logrado escapar.

Pero eso no significaba que le sobrase el tiempo para congratularse. La sacerdotisa del oráculo seguía esperando.

Kratos se puso en pie, pero la sensación de mareo lo hizo caer de rodillas. Sus pulmones ardían de nuevo, y su espalda quemada volvía a dolerle de forma ininterrumpida. Necesitaba tiempo para curarse, para que sus heridas sanasen y…

No había tiempo que perder. Arriba se oía el ruido de las hachas golpeando contra la estatua de Zeus. Puede que los minotauros fueran incapaces de descubrir el pasaje que conducía allí abajo, pero habían adivinado por dónde había escapado e intentaban seguir sus pasos destruyendo la estatua.

Kratos se pasó la mano por la cara y luego se rio ásperamente. Los minotauros no necesitaban ser muy listos para dar con él. Lo único que tenían que hacer era seguir el rastro que había ido dejando. Seguía cubierto de la sangre del cíclope. Sus huellas habían conducido a los minotauros hasta la estatua de Zeus. Las marcas de sus manos en las cadenas les revelarían lo que había hecho para escapar. En cuestión de minutos irían tras él.

Intentó mantenerse en pie, pero le fallaron las piernas. Volvió a sentarse, jadeando aún a causa del esfuerzo y del agotamiento.

De lo más profundo de la dura víscera en que se había convertido su corazón extrajo la determinación. Era espartano. Ares lo había utilizado.

Kratos gritó mientras lo asaltaban las visiones: El templo. La vieja y las que están dentro… la mujer y la niña… y él las

Kratos tomó impulso y logró ponerse en pie apoyándose en uno de los muros que lo rodeaban. Con los ojos cerrados fue dando la vuelta muy lentamente en la oscuridad hasta que sintió que una tenue corriente de aire le acariciaba el rostro. Caminó a tientas siguiendo esa corriente sin abrir los ojos. Hasta que no hubo dado una decena de pasos no se molestó en abrirlos. Los ojos ya se le habían acostumbrado a la oscuridad y en seguida divisó un pequeño brillo al final de un túnel largo y estrecho.

Caminó con paso seguro hacia la luz, atento por si había alguna trampa en el camino. De haber sido él el constructor de aquella vía de escape habría cavado un pozo para que algún intruso desprevenido se rompiese una pierna al caer en él. Un constructor más ambicioso podría haber colocado cables trampa, martillos apostados u otros peligros que los taberneros y los clientes sabrían evitar, pero no así sus perseguidores, que se encontrarían con una desagradable sorpresa. Cada vez había más luz y menos partes cubiertas por las sombras. No se había encontrado con ninguna trampa. Empezó a caminar más de prisa.

Ya casi había empezado a correr cuando alguien lo llamó por su nombre.

—Kratos.

Pensó que Ares había encontrado el túnel y había acudido a por él en persona. Empuñó temblorosamente las espadas, dirigiéndolas hacia un pequeño punto que brillaba en la oscuridad.

—Deja que te vea. Podemos resolver esto aquí y ahora. —Sus músculos temblaban de debilidad, pero si había llegado el momento de enfrentarse a su enemigo final, moriría como un espartano.

El repentino fulgor lo obligó a taparse la cara con uno de los brazos. Entornando los ojos, vio que un hombre de enorme musculatura surgía de un resplandor similar al sol en el cielo azul del verano. Las rizadas nubes de tormenta que tenía por cabello y cubrían su cara le habrían dado a Kratos una pista definitiva para saber de quién se trataba aunque no hubiese saltado de una estatua que lo representaba hacía un momento.

—Mi señor Zeus —dijo Kratos haciendo una reverencia—. Estoy sorprendido. Pensaba que quizá fueses Ares.

—Ese hijo mío sigue al otro lado de Atenas, disfrutando con ese saqueo que ha organizado —replicó Zeus.

Por el tono que Zeus empleaba, Kratos no podía decir si el Padre Celestial aprobaba o desaprobaba la carnicería llevada a cabo por Ares. Decidió que era mejor no preguntar.

—¿De qué manera puedo servir al rey de los dioses?

—Kratos, a medida que avanza tu viaje, tu fuerza aumenta más y más. Pero si quieres tener éxito en tu cometido, necesitas mi ayuda.

—¿Cuál es tu voluntad, mi señor Zeus?

—Te traigo el poder del rey de todos los dioses, el padre del Olimpo. ¡Te concedo el poder de Zeus! —El rey del Olimpo se acercó a él y le dijo—: Dame las manos, hijo.

Kratos dejó que las Espadas del Caos volviesen a su espalda. La brillante luz que inundaba el túnel hizo que sintiese mucho calor, hasta el extremo de que temió que pudiese llegar a quemarle la carne que le recubría los huesos. Kratos levantó los brazos hacia el más grande de los dioses.

—Toma mi arma, Kratos —dijo Zeus—. Toma mi poder y destruye a tus enemigos.

El techo del túnel se abrió mostrando un radiante cielo azul salpicado de nubes. Un luminoso rayo trazó una irregular trayectoria y explotó contra las manos extendidas de Kratos. El impacto lo hizo retroceder y sintió como si hubiese metido las manos en un caldero lleno de hierro fundido.

Se la acercó a la cara y observó con asombro que la piel no presentaba signos de quemaduras, un asombro que no hizo más que crecer al advertir el humo que emanaba de ellas. Marcada en la palma de su mano derecha había una pequeña cicatriz blanca que brillaba con la luz del sol.

—¿Tu rayo? —Dirigió la mirada hacia arriba, pero el portal por donde se le había aparecido el dios se había cerrado ya. El cielo azul y las nubes blancas habían desaparecido. Sólo vio tierra y las raíces que la atravesaban. Seguía en el túnel de salida.

Pero la cicatriz que tenía en la palma de la mano derecha brillaba con tal fuerza que le resultaba difícil observarla con detenimiento.

Kratos echó la mano atrás por encima de su hombro derecho, como si se preparase para lanzar una jabalina. Lanzó un gruñido de sorpresa cuando en su mano se manifestó un rayo sólido. Cuando lo arrojó hacia adelante, éste se abrió paso a través del túnel a más velocidad de la que pudiese haber imaginado. La detonación hizo que el extremo final del túnel comenzase a derrumbarse y dejase a la vista un resquicio del cielo que cubría la Acrópolis. Kratos se dirigió hacia allí, pero de nuevo volvió a oír una voz, sin saber a ciencia cierta si ésta procedía de dentro o de fuera de su cabeza.

—¡Vuelve atrás y pelea!

Kratos se detuvo, débil aún a causa del último enfrentamiento.

—¿Y la pitonisa…?

—Destruye trescientos monstruos más y te estará esperando cuando llegues…

Kratos estaba harto de deambular bajo tierra, con las fuerzas de un bebé lloroso y demasiado débil para mantenerse en pie. Echó la mano atrás, y cuando la volvió a llevar hacia adelante arrojó un rayo de luz que iluminó toda la longitud del túnel. El rayo destruyó las vigas que sostenían la losa que servía de base a la chimenea e hizo que todo se derrumbase y se hiciese pedazos mientras el suelo del túnel se llenaba de brasas.

Kratos hizo un gesto de aprobación. El rayo había hecho que recuperara las fuerzas y que desapareciese buena parte de la debilidad de sus músculos. Estar tan cerca de un poder divino lo hacía rejuvenecer. Era hora de volver y comprobar hasta qué punto funcionaba el rayo contra un enemigo real.

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